Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Muerte dentro de la muralla santa
Muerte dentro de la muralla santa
Muerte dentro de la muralla santa
Libro electrónico317 páginas4 horas

Muerte dentro de la muralla santa

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Cornelius, un peregrino mendigante, llega a un monasterio, en Suiza, para participar en los ejercicios espirituales. Ahí, conocerá a Isabel Etzaitz. La atracción mutua es irresistible, y se entregan a una apasionada relación.
El asesinato de la administradora, Violette Renaud, cometido dentro de esos muros de rezos e intrigas, y el asesinato del hermano Anton Turpen, llevarán al criminólogo e investigador, Mark Alston, a reconstruir los hechos y perseguir un misterio en el oscuro pasado de los miembros de la comunidad religiosa. Un desafío inaceptable para un mundo lleno de convulsiones religiosas y sociales que marcarán el futuro de esa comunidad.
Una noche, en la montaña, Isabel Etzaitz será testigo de los crueles testimonios de Cornelius. De una forma misteriosa, Cornelius desaparece, e Isabel regresa al monasterio para recuperarse de la estremecedora noche en la que sus vidas parece ser que se habían quedado suspendidas.
En la búsqueda para desentrañar el misterio, Mark Alston descubre sus sentimientos por Isabel Etzaitz, la mujer que es tan parecida a su exmujer y, también, tan diferente.

EL AUTOR

Eva Noroña Franco (México, D. F. 1957), enseguida de haber terminado su formación superior de secretariado y contabilidad (Asistente de Dirección), giró el rumbo hacia otro lado: primero, como sobrecargo en una aerolínea mexicana; después, en el ramo de la exportación e importación, en Canberra (Australia). Tiempo más tarde, el amor la llevó a Suiza, el país que ama y donde las circunstancias la llevaron a descubrir su pasión por la escritura.
Desde muy al principio de su vida se interesó por entender la compleja estructura del comportamiento humano. Las libretas estaban llenas de pensamientos, historias, agudas observaciones y reflexiones que durante años había acumulado. En realidad, esta novela, Muerte dentro de la muralla santa, es la incursión en un tema que siempre la inquietó.
IdiomaEspañol
EditorialCarena
Fecha de lanzamiento17 dic 2014
ISBN9788415681199
Muerte dentro de la muralla santa

Relacionado con Muerte dentro de la muralla santa

Libros electrónicos relacionados

Ficción cristiana para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Muerte dentro de la muralla santa

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Muerte dentro de la muralla santa - Eva Noroña Franco

    Capítulo 1

    Las manecillas del reloj marcaban las dos y media de la madrugada. Un agudo grito que provenía de lo más profundo de su interior la arrebató del sueño. Se dobló en posición fetal y apresó la cabeza entre las manos. Se levantó de la cama y olió su ropa empapada de un sudor frío. Le pareció que el olor era como el de un animal acorralado y esperando la llegada inminente de la muerte. Sintió náuseas. Se desnudó frente al espejo y miró su cuerpo maltratado.

    En su imaginación, Isabel veía a Cornelius; él estaba ahí, llamándola dentro de esa habitación gris y verde que creía ver empequeñecerse más y más a cada segundo.

    Abrió el grifo del lavabo, cogió la pastilla de jabón y se frotó con fuerza todo el cuerpo intentando hacer desaparecer aquel olor. El frío se filtraba por los muros de la casona. Los dientes le castañeteaban, pero ese frío no la mataría, eso era seguro. Buscó en el armario la botella con agua de colonia de aroma a manzana y se ungió con ella todo el cuerpo y la espesa melena hasta convencerse de que el olor a Cornelius había desaparecido. Regresó otra vez a la cama y se dejó caer. Con el puño golpeó la tabla de la pared, que crujió y cedió ante la fuerza de su mano antes amorosa. En el esfuerzo fallido por sosegar sus sentimientos agitados dejó salir un sonido lastimero de su garganta, posiblemente el que aquella noche Cornelius hubiese querido oír de su compañera. Porque ella había sido la compañera de un cruel fabricador de pasiones.

    —¡Hijo de puta! ¿Por qué?

    Ahí, encogida, lloró hasta que su llanto se convirtió en una respiración interrumpida. Creía que su vida se había quedado suspendida en aquella noche.

    Parece por momentos que mi cuarto estuviera

    poblado de espíritus, pues en la oscuridad oigo

    suspiros misteriosos y alientos distintos que

    cambian de posición a cada instante.

    ¿Los has mandado tú?¿Eres tú mismo que

    te multiplicas invisible a mi alrededor?

    Alfonsina Storni

    Capítulo 2

    Eran poco más de las tres de la tarde cuando Cornelius llegó a la ciudad de Rapperswil, a las orillas del lago Zúrich. Le pareció una ciudad hermosa y no le extrañó que la llamaran La Ciudad de las Rosas. Sus calles y parques estaban llenos de ellas.

    Cornelius buscó una banca apartada y con sombra a la orilla del lago. Soltó los tirantes de su mochila y la dejó caer sobre la banca. Treinta y dos kilómetros a pie le habían producido ampollas y dolor en los meniscos. La carne quemada por el sol le dolía. El sudor le escurría en hebras por entre las cejas y las sienes. Con la manga de la camisa se secó la cara. La ropa húmeda se le pegaba al cuerpo. De la mochila sacó la botella de agua y se enjuagó la boca dos veces; luego se la bebió toda y volvió a llenar la botella con agua de la fuente. De una de las bolsas de la pierna de su pantalón sacó una canica de vidrio roja, un paquete con picadura de tabaco y un librito de papel para fumar. Lió un cigarrillo con destreza, lo encendió y aspiró profundamente el humo. Parado, con las piernas abiertas, contempló a lo largo de la colina los muros grises de piedra tosca y los techos rojos del monasterio y del castillo. Al fondo, tres torres se levantaban como tres guardianes, rodeadas de agua por tres de sus lados. Por el otro lado protegían la ciudad.

    «Vamos a ver si Dios me deja vivir en su casa», pensó Cornelius. Dejó caer la colilla, y la apagó con su orina. Se echó la mochila a la espalda y la ciñó a su cuerpo. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y se cercioró de que tenía la canica roja. Con movimientos lentos y seguros empezó a descender la colina a través de un bosque de pinos. Su cuerpo atlético emitía un magnetismo animal.

    Rondó el monasterio hasta llegar a la enorme puerta de madera. Jaló la cadena de la campana de la puerta de hierro forjado. Al instante, se abrió una ventanilla y se asomaron unos ojos vidriosos.

    —Buenas tardes, soy Cornelius. El hermano Jonathan Pausa me espera.

    —¿Qué dijo? Por favor, hable más alto, que no le he oído bien. A mi edad la sordera es un problema —dijo una voz quebradiza.

    —El hermano Jonathan me está esperando. Soy Cornelius. Él sabe quién soy.

    —Espere un momento. —Los ojos vidriosos desaparecieron al cerrarse la ventanilla.

    Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y un hombre encorvado debajo de un hábito que rozaba el suelo le hizo una señal con la mano para que lo siguiera.

    —El hermano Jonathan está ocupado, pero me ha pedido que le muestre su habitación y le informe de nuestros horarios. Me pidió también que le dijera que lo esperará en su despacho dentro de una hora. El desayuno es a las siete en punto; la comida es a las doce en punto, y la cena, a las seis en punto. Aquí todos los horarios son en punto. La ducha está al fondo del pasillo; el comedor está en la planta baja. Y en el segundo piso están los despachos del hermano Jonathan Pausa, del hermano Anton Turpen y de la señora Violette Renaud, la administradora del monasterio. No se permite fumar ni en las habitaciones ni en el comedor. Soy el hermano Linus, el de más edad en la orden.

    Sus ojos vidriosos buscaron la mirada de Cornelius.

    —¿Cuántos hermanos viven en el monasterio? —preguntó Cornelius.

    —No lo escuché bien. ¿Se refiere a cuántos hermanos somos? —repuso el hermano Linus—. Ahora somos solamente diez hermanos. La semana pasada murió el hermano Bartolomé. En total vivimos 22 en el monasterio. Sin contar a los peregrinos que esperan a que se les abra una puerta. Pero ¿hacia dónde?

    —¿Qué quiere decir con ese comentario, hermano Linus? —preguntó Cornelius.

    —Por aquí pasan muchos que viven en la oscuridad, y, en varias ocasiones, he sido testigo de una desmedida violencia.

    —¿Cómo descubre a esas almas oscuras y maléficas? —preguntó Cornelius con cierta ironía.

    —Creo que los ojos son el espejo del alma, y la reflejan muy bien… Ahora lo dejo solo para que desempaque y descanse —dijo, y buscó la mirada de Cornelius, que no dudó en regalarle una muy fría.

    Los ojos del hermano Linus volvieron de nuevo hacia el suelo y salió de la habitación 601 con paso lento y cansado.

    Cornelius se quitó las botas y las colocó fuera de la habitación. Se quitó también los calcetines y vio que tenía dos ampollas grandes. Luego vació el contenido de su mochila sobre la cama y colocó todo en un orden militar sobre la mesita. Después de quitarse la ropa, se dirigió al lavabo y allí orinó, como un impulso obsesivo. Después de la ducha, lió un cigarrillo y, mientras se lo fumaba, desnudo junto a la ventana, observó a algunos de los introspectivos que deambulaban por los jardines con miradas tristes y caras pálidas. «¡Pobres diablos! La idea de vivir y de morir algún día se convierte en un verdadero calvario. Todos son unos hipócritas, por eso tienen que desaparecer, porque son débiles», pensó. Dejó escapar una sonrisa burlona. Miró su reloj de pulsera; la hora había recorrido su tiempo.

    El hermano Jonathan Pausa lo esperaba en su despacho, sentado frente a su ordenador y balbuciendo lo que escribía. Las paredes estaban tapizadas de libros cuidadosamente ordenados. Una cruz de madera colgaba entre todos ellos.

    Cornelius apenas había rozado la puerta con los nudillos, y la voz del hermano Jonathan Pausa lo invitó a entrar.

    —¡Ajá, eres tú! ¡Bienvenido! Te he estado esperando todo el día. Te ves muy bien —dijo nervioso el hermano, y se secó en el pantalón el sudor de las manos. Luego siguió—: ¿Cómo estuvo el viaje con este calor? ¿Cuántos kilómetros has caminado hoy?

    —El maldito sol me maltrató la piel y siento los 32 kilómetros en las rodillas, pero no debería quejarme porque me gusta lo que hago —dijo Cornelius.

    El hermano Jonathan Pausa mostraba su entusiasmo por ver a Cornelius, y sus ojos lo examinaron con rapidez. Encendió la vela que estaba sobre la mesita, luego se sentó frente a él y cruzó las piernas y las manos. Por un instante, sus ojos nerviosos se fijaron en el rostro bronceado de Cornelius. Daba la impresión de que se estaba perdiendo en un recuerdo que parecía estar unido a lo que sus ojos estaban observando.

    —Hay quienes pagan mucho dinero para cogerse el bronceado que tú te has cogido gratis. Tienes dos semanas para recuperarte. Descansa, porque los ejercicios espirituales no son fáciles, es como subir y bajar montañas —dijo el hermano, y le sonrió.

    —La verdad es que no entiendo cómo se puede vivir en un lugar de estos durante tanto tiempo. ¿Cómo puedes soportar ver todas estas caras compungidas, escuchar lamentos y aguantar tantas lágrimas? Debes de ser un masoquista —dijo Cornelius, y le sonrió con ironía.

    —A todo te acostumbras con el tiempo, y te recuerdo que todos tenemos nuestra válvula de escape… Ahora que me acuerdo, ¿tienes una biblia? —dijo el hermano.

    —Lo único que tengo es la novela policíaca que me regalaste cuando nos conocimos en aquel bar de Múnich.

    —Sí, lo recuerdo muy bien, pero para los ejercicios necesitarás la biblia. Puedes tomar una de la biblioteca —dijo el hermano, y le devolvió la sonrisa.

    —Primero quisiera descansar, el viaje ha sido muy largo —contestó Cornelius.

    —Hazlo después de la cena. Una de las cosas que tienes que aprender aquí es obediencia… —dijo el hermano Jonathan Pausa.

    —Y ¿me puedes decir a quién tengo que obedecer? —preguntó Cornelius, y lo miró fijamente.

    —A mí y al hermano Anton Turpen —contestó el hermano con una mirada desafiante.

    —So… so… ¿Y qué contesto a la pregunta de dónde nos conocimos? —preguntó Cornelius devolviéndole una sonrisa burlona.

    —Puedes decirles que nos conocimos en un parque de Múnich, por ejemplo, ¿o acaso querías contar otra cosa? Me contaste tu situación y tu deseo de hacer los ejercicios espirituales en Rapperswil y punto, no hay más explicaciones —dijo el hermano, lo miró fijamente y siguió—: Hay un par de huéspedes que te ayudarán a organizarte, Nicola Zanetti e Isabel Etzaitz. Ellos viven en la Casa Verde, la casona de madera que está en el bosque. Los demás vivimos en los diferentes pabellones del monasterio, ya los irás conociendo. Da una vuelta por todo el monasterio y los jardines. La nave central de la iglesia y la capilla de los vitrales son muy bellas. Descubre todos los corredores y los rincones secretos. Porque muchos se pierden entre ellos y otros, sin embargo, se pierden en la vida, ¿no es cierto? ¿Cornelius? ¿En qué estás pensando?—dijo el hermano.

    —Nada importante…, sólo que me pareció notar que en tu fuero interno están luchando dos fuerzas y, si es así, vas a tener que suplicarle a tu Dios para que no te deje caer en la tentación… —dijo Cornelius, y le sonrió.

    El rostro del hermano Jonathan Pausa irradiaba la alegría que toda aventura contiene al principio de ser vivida.

    Se despidieron y Cornelius salió del despacho. Caminó por los corredores y los rincones oscuros, abrió la puerta de la capilla de los vitrales, asomó la cabeza y luego se dirigió hacia el jardín. Allí se sentó, en una banca cerca de los introspectivos que hacían una pausa.

    En su rostro se reflejó el desprecio que sentía por lo que estaba viendo.

    Capítulo 3

    En el lúgubre comedor azul, Isabel Etzaitz sacaba platos y cubiertos de un mueble. Cuando sintió la presencia de alguien, giró la mirada hacia la puerta y vio a un hombre que la observaba. Enfocó a esa figura que le impidió reaccionar por segundos. Sus miradas quedaron ancladas en algo indefinido. No hubo voces. Sólo silencio. Un silencio que une o divide, como cuando dos conocidos después de un largo viaje se vuelven a encontrar. Al cabo de un instante, Isabel Etzaitz logró decir:

    —Hola, ¿eres el peregrino que viene de Estonia?

    —Sí, de ahí vengo. Me llamo Cornelius. El hermano Jonathan me ha dicho que aquí los encontraría a todos.

    —Pues ya has encontrado a la primera. Soy Isabel Etzaitz, huésped de estancia prolongada. Aquí todos nos tuteamos. El hermano Jonathan nos ha dicho que recorres el globo a pie. ¡Vaya, qué vigor y qué piernas debes de tener! —dijo, y le sonrió—. ¿Has vivido alguna vez en una comunidad cristiana? En caso de que no, te lo puedo explicar en tres palabras: aquí todos ayudamos. El primero que viene pone la mesa, el segundo trae la comida de la cocina, y así sucesivamente. Hoy no haces nada porque eres nuevo.

    —He pasado por muchos monasterios. Me quedaré aquí un tiempo y haré los ejercicios espirituales —contestó Cornelius, y le sonrió también.

    —Entonces tienes todo muy claro y, en un par de días, sabrás el tejemaneje de este…

    La voz de una mujer interrumpió a Isabel Etzaitz. Era una mujer muy larga y esquelética.

    —¿Vas a cenar hoy aquí, Isabel? —preguntó Violette Renaud.

    —¡Ajá, pero si eres tú! Esta es Violette Renaud. Muy conocida en el monasterio. Violette, mejor explícale tú quién eres… —dijo Isabel Etzaitz con ironía, y sonrió a Cornelius.

    —Mejor explícame, ¿por qué soy tan conocida? —preguntó Violette Renaud, y fijó su mirada amenazadora en la de Isabel.

    —¡Olvídalo! Cornelius se dará cuenta por sí mismo. A propósito, es el nuevo huésped —dijo Isabel Etzaitz y acomodó el florero sobre la mesa.

    —¡Ajá! Eres… el peregrino que camina miles de kilómetros. Hola, soy Violette Renaud, la administradora del monasterio y un objeto más del inventario de este lugar.

    Violette Renaud le extendió una mano fría y huesuda.

    —¿Por qué te has convertido en parte del inventario? —preguntó Cornelius.

    —Porque aquí, o eres monje o eres parte del inventario —dijo Violette Renaud.

    —Lo que Violette te quiere decir es que es un cachivache… Violette, ¿vas a la cocina a por la cena? —preguntó Isabel, y la miró con una sonrisa.

    —Y tú una pobre arrimada… Mal acabo de llegar a este lúgubre comedor y ya tengo que ir a recoger algo —contestó Violette Renaud, y frunció el ceño.

    —Te recuerdo que eres la segunda, y las reglas son reglas. Además, ¿no fue la administradora quien tuvo esta idea? —dijo Isabel Etzaitz, y la miró fijamente.

    Cornelius observaba con una sonrisa a Violette Renaud y a Isabel Etzaitz.

    —¿Dónde me puedo sentar? —preguntó Cornelius.

    —¡Ahí no! ¡Ahí no! No te sientes a la cabecera de la mesa porque dicen que los que lo hacen nunca se casan. Déjame ese lugar, yo ya lo estuve… —dijo Isabel Etzaitz, y le sonrió.

    —Bueno, entonces me siento a la otra cabecera de la mesa —dijo Cornelius y le devolvió la sonrisa.

    —¿No quieres casarte o ya lo estuviste? —preguntó Violette Renaud con curiosidad.

    —Las dos cosas —dijo Cornelius mientras sus ojos seguían los movimientos de Isabel.

    —Violette, no te tocó cabecera y a tu edad te vas a tener que casar. Pero ¿con quién…? —dijo Isabel Etzaitz, y le sonrió a Cornelius.

    —¡Yo voy a por la cena! Ahora me toca a mí, por llegar tarde —interrumpió Nicola Zanetti al entrar al comedor.

    —Aquí viene este que siempre llega tarde. Pero eso sí, siempre vistiendo a la moda y prendas de marca. ¿Te detuvieron tus amantes o el gato? —preguntó Violette Renaud.

    Violette Renaud cambió de actitud y mostró una cortesía que excedía todos los términos naturales. Una cortesía bien entrenada.

    —Los tres están bien, pero me presionan para que regrese a casa otra vez —contestó Nicola Zanetti, y se rió—. Y tú debes de ser el peregrino del que el hermano Jonathan Pausa tanto nos ha contado.

    Nicola Zanetti se ajustó las gafas, que por el aumento le agrandaban los ojos azules ya de por sí grandes.

    —¿Vives en un triunvirato? —preguntó Cornelius.

    —¡Chis! Con otro hombre y una mujer, pero es un secreto a voces aquí en el monasterio —contestó Nicola Zanetti, y le guiñó un ojo.

    —Contarle un secreto a Nicola es como escribir un artículo en el periódico —dijo Violette Renaud, y lo miró con desprecio.

    —¿Qué les ha contado el hermano Jonathan sobre mí? ¿Y qué es lo que todavía no saben de mí? —preguntó Cornelius sonriendo.

    —Sabemos que pasarás un tiempo en el monasterio, sabemos que has recorrido miles de kilómetros a pie, y ahora sabemos que eres rubio y atractivo. Disculpa la indiscreción. ¿Qué habitación te han dado? —preguntó Nicola Zanetti.

    —Nicola, puedes interrogarlo después de que hayas traído la cena. Tenemos hambre —dijo Isabel Etzaitz con voz suave.

    —Estoy en la 601, con vistas al jardín —contestó Cornelius.

    —La 601, esa habitación es de lujo, tiene calefacción. Está destinada para los huéspedes especiales —dijo Nicola Zanetti, y se rió—. Isabel y yo vivimos en la Casa Verde, está bien escondida en el bosque. Si caminas por la vereda principal, poco antes de los viñedos. Da una vuelta por ahí mañana. No tenemos calefacción, pero sí un poco más de libertad, ¿cierto, Isabel?

    —Nicola es heredero único de la fortuna de una familia industrial del cantón del Tesino y está aquí para olvidarse de los placeres terrenales… Deja de promocionar la Casa Verde como si todos gozáramos de lo que tú tienes. Eres el único que tiene baño, ducha, frigorífico y radio, y no tienes que limpiar la escalera. Y ahora viene el pero: todos los días se queja de que la puerta principal de la Casa Verde no tiene cerrojo. Es muy miedoso… Una madrugada me hizo bajar para controlar que no había nadie en la casona —dijo Isabel Etzaitz, y soltó una carcajada.

    —No, mi reina, primero hay que decirle a Cornelius que la puerta principal de la Casa Verde está siempre abierta. ¿No te daría miedo, Cornelius? —preguntó Nicola Zanetti, y se fijó las gafas.

    —No, ¿qué es el miedo? No lo conozco —contestó Cornelius.

    —¿Que no conoces el miedo? —preguntó Nicola Zanetti, asombrado.

    —No, no lo conozco, y tampoco recuerdo haberlo sentido nunca. El ejército te modifica mucho.

    —¿Estuviste en el ejército? —preguntó Isabel Etzaitz.

    —Seis años en la legión extranjera y, después, dos años en Asia, en un grupo de élite.

    —Bueno, yo no hice el servicio militar…, quizá por eso tengo miedo. ¿No te gustaría cambiar tu habitación por una de la Casa Verde? Contigo sí comparto la ducha —dijo Nicola Zanetti, y soltó una carcajada.

    —Nicola, estoy segura de que Cornelius no ha venido al monasterio ni en busca de amoríos ni a satisfacer curiosidades. Déjalo en la habitación 601 y ve a la cocina —dijo Violette Renaud.

    —¿Por qué estás tan segura de lo que dices, Violette? —preguntó Isabel Etzaitz.

    —No creo que Cornelius venga de tan lejos para buscar amoríos en este monasterio. Me imagino que su interés es otro —dijo, y se humedeció los labios con la lengua.

    —Pero ¿y qué si Cornelius se enamorara de ti, Violette? —preguntó Isabel Etzaitz con una sonrisa.

    Violette Renaud no contestó, la miró con desprecio.

    —¡Oh! Cuidado, ahí viene él —dijo Nicola Zanetti.

    El ambiente se tensó en aquel lúgubre comedor. Todos se pararon alrededor de la mesa, volvieron sus miradas hacia el suelo y rezaron. Después de guardar un minuto de silencio, se sentaron. Violette Renaud hizo un espacio para que el hermano Anton Turpen se sentara junto a ella.

    —Buenas noches, Anton Turpen, soy uno de los hermanos del monasterio. Sé por mi hermano Jonathan que pasarás un tiempo con nosotros. ¿Te han instruido ya los del grupo? ¿Te han dicho cómo funcionamos? —dijo, y soltó una risa perspicaz.

    —En eso estábamos cuando llegaste—dijo el hermano Linus con una sonrisa.

    Los ojos negros del hermano Anton Turpen miraron a Cornelius con atención. Violette Renaud se levantó inmediatamente y colocó una canastita de pan solamente para el hermano Anton. Luego le sirvió un plato de sopa. Mientras masticaba lentamente el pan, el hermano Linus observaba a Violette Renaud y a su hermano Anton Turpen.

    —Entonces, tú eres el peregrino… —dijo el hermano Anton Turpen—. Nuestro grupo varía de tiempo en tiempo. A las cuatro y veinte de la tarde se celebra la misa todos los días. Las horas de oración son a las ocho de la noche, pero hay varias celdas individuales, y dos para grupos donde se puede orar a cualquier hora. A las once de la noche todo tendría que estar apagado y en silencio, pero hay excepciones…

    La risa incisiva del hermano Anton Turpen era muy alta en su tono. Sus labios formaban una línea que mostraba unos dientes amarillentos y grandes. Sus ojos eran como dos pozos profundos.

    —Dime, ¿de dónde eres, Cornelius? —preguntó el hermano Anton Turpen.

    —Estonia, Tallin, soy capitalino.

    —Vienes de un país lejano. Desafortunadamente, no conozco Estonia, pero sé que es un país interesante por su historia y su política —repuso el hermano Anton Turpen—. ¿Y dónde aprendiste alemán?

    —Después de la universidad, pasé dos años en Alemania. Alemania ha influido mucho en nuestra historia.

    Esa noche, Cornelius estaba siendo el centro de atención y había estimulado la curiosidad de todos.

    —¡Qué envidia! —exclamó Nicola Zanetti—. Gozas de esa libertad que muchos anhelamos.

    —Sí, yo no los envidio a ustedes… —repuso Cornelius y le sonrió.

    Isabel Etzaitz escuchaba con atención. Violette Renaud permaneció callada durante la cena y había vuelto a la posición sumisa que siempre adoptaba ante el hermano Anton Turpen, lo que le confirmaba a Isabel que existía un rango entre ellos.

    Entre Isabel Etzaitz y el hermano Anton Turpen existía una extraña rivalidad tan larga como la muralla china. A ojos de Isabel Etzaitz, el hermano Anton Turpen cargaba con algún odio que no le brindaba ni tiempo libre ni paz alguna. «¿Odiaba a la mujeres? ¿Y representaba ella precisamente ese odio del hermano Anton? ¿Qué coño era aquello tan oscuro en su vida que tan bien disfrazaba con esa risa?», pensaba Isabel Etzaitz mientras sentía cómo la miga del pan le pasaba por la garganta.

    Era el principio de la primavera. Isabel Etzaitz había cumplido treinta y nueve años, y hacía un año que vivía en el monasterio. Se gastó sus pocos ahorros para pagar a los abogados que la defendieron de un marido muy violento y para comprarle a su madre una casa en España. Una casa que nunca existiría. De la noche a la mañana, el arquitecto desapareció con todo su dinero y la dejó con una mano atrás y otra adelante. A cambio de poco dinero, el hermano Jonathan Pausa le había ofrecido una habitación en el monasterio y comer tres veces al día. Y tres días a la semana trabajaba en una pequeña tienda de ropa de moda para mujeres que le permitía cubrir sus gastos básicos. El vínculo entre Isabel Etzaitz y el hermano Jonathan Pausa era la confianza que ambos estrechaban día a día. Los rezos y el humor negro de ambos la habían ayudado a sobrellevar muchos momentos de dolor. Su alegría natural regresaría algún día, pero eso no iba a suceder en el monasterio. Isabel Etzaitz sabía que los resultados de sus experiencias eran una constante afrenta para las personas de su entorno, sobre todo para los que tenían miedo de vivir. En el monasterio había muchos que padecían de ese miedo.

    A la mañana siguiente, durante el desayuno, las preguntas sobre los viajes de Cornelius continuaron. Él irradiaba una gran seguridad, y todos estaban muy interesados en lo que contaba. Isabel sentía la mirada de Cornelius todo el tiempo. Violette Renaud apareció tarde esa mañana y se sentó junto a

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1