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Vidas de noche
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Libro electrónico171 páginas2 horas

Vidas de noche

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Información de este libro electrónico

Asistimos al encuentro de dos viejos amigos de la infancia en un prostíbulo; a la lucha de una mujer por sobrevivir a los excesos de la vida nocturna; a la cita de dos solitarios que encuentran el amor de forma inesperada; atravesamos los puntos cardinales de una ciudad; entramos en un garito de fantasía; celebramos una victoria en la playa…

Una narración auténtica y sin tapujos que deja al desnudo la complejidad del ser humano. Un viaje a través de diferentes personajes unidos por la magia que surge cuando todo está oscuro.

IdiomaEspañol
EditorialP. Gamez
Fecha de lanzamiento4 abr 2022
ISBN9781005871567
Vidas de noche
Autor

P. Gamez

P. Gámez (Madrid 1981) (English follows) Ingeniero informático amante del arte, la tecnología y la naturaleza. Desarrolla actualmente su carrera profesional en una multinacional pionera en innovaciones tecnológicas. También experimenta con diferentes ramas artísticas, desde la pintura, el diseño, la música y la fotografía hasta la escritura, donde encuentra un lugar para contar las historias que observa en la vida real. Entusiasta y curioso, comienza siempre a experimentar de una forma autodidacta. Multidisciplinar y ecléctico en sus gustos, considera que las artes le abren caminos para revelar la complejidad del alma humana, las relaciones sociales, la espiritualidad y la belleza del mundo desde múltiples perspectivas. ----- Computer engineer who loves art, technology and nature. He is currently developing his professional career in a pioneering multinational in technological innovations. He also experiments with different artistic branches, from painting, design, music and photography to writing, where he finds a place to tell the stories that he sees in real life. Enthusiastic and curious, he always begins to experiment in a self-taught way. Multidisciplinary and eclectic in his tastes, he considers that the arts open paths to reveal the complexity of the human soul, social relations, spirituality and the beauty of the world from multiple perspectives.

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    Vidas de noche - P. Gamez

    ¿Te acuerdas? Era una noche en la que bajamos a Madrid con las chicas. Primero fuimos a beber a la plaza del Rey, en Chueca, y después entraríamos en el Long Play, un garito en Vázquez de Mella al que llamábamos LP. Era la rutina que solíamos seguir por aquel entonces. Como además no teníamos un pavo y salíamos con lo justo, antes de comenzar el botellón debíamos encontrar flyers de los que iban repartiendo los relaciones públicas para poder entrar gratis antes de la una.

    Sí, tienes razón, fuimos varias veces a esa plaza. Tenía unos soportales que resultaban socorridos los días de lluvia y frío. Sin embargo, esa noche, aunque ya era primavera, hacía un bochorno tremendo y del asfalto emanaba el calor que se había ido acumulando durante todo el día. Estuvimos sentados en corro en mitad de la plaza, con la bolsa de hielo y las bebidas en el centro. Una vagabunda de pelo cano, largo y oleoso nos miraba desde su banco. Tú no te fijaste en ella, normal, andábamos a lo nuestro: fiestas, beber, intentar follar y poco más… Aquella noche, entre el ruido de los coches y el bullicio de los que se disponían a salir como nosotros, llamaron mi atención unos golpes metálicos que sonaban como martillazos ahogados. Provenían de unas rejillas que había en el suelo de la plaza, de su interior brotaba un aullido continuo y opaco. Ahora te acuerdas, ¿verdad? Claro, eran bocas de ventilación del metro. Desprendían un hedor resultante de la mezcla de óxido, grasa y humanidad. ¡Qué aire tan asfixiante! Entonces se me ocurrió la gran idea: comencé a hacer pliegues y cortes en los flyers de los garitos en los que no nos interesaba entrar. Había aprendido papiroflexia en un libro de aviones de papel que me regaló mi padre. Me gustaba hacerlos con él y observar qué modelo duraba más tiempo volando. Me preguntaste qué hacía, pero no te contesté, continuaba concentrado en mi proyecto, absorto, pero con una sonrisa infantil dibujada en la cara. ¿Funcionaría? La primera prueba fue bien: me puse en pie, lancé hacia arriba uno de los helicópteros de papel y descendió girando con suavidad, tal como esperaba. Una de las chicas me dijo que nunca había visto una cosa así. La vagabunda también presenció ese primer vuelo y lo hizo con interés. Como había salido bien, cogí el helicóptero junto con otro que ya tenía hecho y me encaminé al punto de lanzamiento. Viniste detrás porque adivinaste mi plan, ¿verdad? Cuando estábamos al borde de las grandes rejas de hierro, nos miramos y asentimos, estaba todo preparado. Extendí los brazos y solté ambos helicópteros sobre el torrente de aire caliente, que los puso en revolución y generó un plano con sus hélices que los elevó alto, tan alto que parecía que se iban a perder en el cielo de Madrid. Terminaron cayendo justo al lado del banco de la mujer sin techo. Comenzamos a saltar y a gritar: «¡Funciona!».

    Fuimos a recogerlos bajo la atenta mirada de la vagabunda y, antes de volver a la reja, perfeccionamos un poco más ambos modelos. Era la prueba definitiva. Cada uno cogimos un helicóptero de papel, nos situamos en el centro del torrente de aire y contamos hasta tres. El mío se elevó hasta un punto donde se quedó rotando, suspendido, infinito. El otro ascendió aún más alto, hasta que abandonó el flujo de aire, pero en su caída fue absorbido por la corriente y se elevó de nuevo, y así una y otra vez. Permanecieron un rato sobrevolando el cielo de Madrid mientras tú y yo bailábamos abrazados bajo los helicópteros, riendo, observando su vuelo infinito. «No tenéis remedio», nos dijeron las chicas, que nos miraban incrédulas. La mendiga abandonó con dificultad el banco en el que vivía y vino cojeando hacia nosotros. Tenía el rostro iluminado, la boca abierta. ¿Recuerdas aquella sonrisa sin dientes? Cuando pisó la reja, el viento levantó los jirones de trapos que la arropaban, quedaron estos flotando, suspendidos como nuestros aparatos voladores, ingrávidos. Ella también comenzó a bailar y lo hizo a su manera, errante, pero sin perder de vista los helicópteros, alzando los brazos, moviéndolos como una directora de orquesta. Al final, nosotros no necesitamos flyers pues allí permanecimos toda la noche, jugando en la calle.

    FUSION

    Atardece en el Fusion Festival, situado en el aeropuerto militar Müritz Airpark en Lärz, estado federado de Mecklenburg-Vorpommern, al noreste de Alemania.

    —Todo esto que ves es pura vida y libertad.

    Le indica con su mano el vasto terreno donde se celebra el festival.

    —Esta es la revolución dentro de la revolución.

    Se quedan pensativos allí sentados, en lo alto de una de las falsas colinas desde donde se divisa un mosaico de colores que se extiende hasta el horizonte formado por miles de tiendas de campaña.

    —Y eso que ves al fondo es la pista desde donde despegaron decenas de bombarderos rusos que volaban con destino Berlín.

    Bajo sus pies se encuentran centenares de personas bailando diferentes músicas, allí hay más de veinte escenarios diferentes. Algunos de estos son viejos búnkeres. Mientras, el sol se pone por el horizonte, las luces y el fuego comienzan el juego de brujas previo a la caída de la noche.

    —Mira, estamos elevados en una falsa colina porque bajo nuestro culo está uno de los hangares donde se almacenaban los aviones y las bombas que después dejarían caer.

    Les dan un trago a sus cervezas de trigo de medio litro, que allí se toma templada.

    —La guerra se ha transformado en una gran fiesta. La muerte, en vida. ¿Imaginas alguna metamorfosis mejor?

    Hay otro silencio mientras la noche avanza por el este.

    —Brindo por ello y ojalá siempre sea así, pero ¿sabes? Algo tan grande debe asimilarse poco a poco. Aún queda mucho por hacer y a nosotros mucha fiesta por delante. ¿Vamos a bailar?

    LOS BANCOS DEL PARQUE

    Es de noche, alrededor de las once y media. Frente a la estación de Cercanías, Beltrán llora sin parar en uno de los bancos del parque. Se tapa la cara con las manos, mira hacia el suelo y después levanta la vista al cielo implorando perdón. Busca allí el alivio, pero no lo encuentra.

    A esas horas el parque suele estar vacío, pero esta noche, además de Beltrán, hay un hombre paseando a su perro y otras dos personas sentadas en otro banco situado al fondo del parque, en una zona lúgubre y desangelada. Ellos son Juan y Jesús, pero los llaman el Chino y el Chapas.

    —¿Me hago otro? —pregunta el Chino.

    —¡Buah! Sabes que no te voy a decir que no, pero hoy me voy a ir bien tostao.

    —Sí que es potente, sí. Este es del bueno —dice el Chino.

    —¿Es del Jasan? —pregunta el Chapas.

    —Qué va, se lo he pillado al Mustafá. Ya paso de bajar al poblado. Es más barato, pero está a tomar por culo y es mierda comparado con esta delicia.

    —La verdad que no tié color —sentencia Chapas.

    El banco donde Juan y Jesús suelen quedar para fumarse unos porros y beberse alguna que otra cerveza está en penumbra y tatuado de mensajes hechos con Tipp-Ex, Edding y espray. También hay textos grabados con navaja, pero la mayoría están hechos con bolígrafo o rotulador. Todo lo contrario que el banco donde llora Beltrán, que está impoluto e iluminado por una de las cinco farolas que hay en el parque, frente al único columpio.

    —¿Y ese? —pregunta el Chino haciendo un gesto hacia quien solloza en un banco segundos antes de pasar la lengua por la zona de la pegatina del papel de liar.

    —Yo qué sé, tío. No lo conozco.

    —Ya imagino que no lo conoces, joder. Con esas pintas de pijo, colega tuyo no iba a ser… Digo que qué le pasa.

    —Y yo qué sé, Chino, tío. Pues que le habrá dejado la novia. O que ya no le da la paga su papá —sonríe Chapas.

    Beltrán, en cambio, no repara en la presencia de los ocupantes del banco, que lo observan con atención. Para él solo existe su profundo pesar.

    —Va, venga, ¿tú qué dices que le pasa? —pregunta el Chino.

    —Yo qué sé —responde el Chapas quitándole el porro de la boca a su amigo—. ¿Me vas a dejar que me goce este veneno tranquilo o qué?

    El Chino mete las manos en los bolsillos del abrigo y se estremece por el frío de la noche. Mantiene la vista fija en Beltrán, afina la mirada, observa los movimientos del extraño visitante nocturno, la ropa que viste, sus gestos, y concluye:

    —Yo creo que es gay.

    —Mira que eres pesadito. ¿Y por qué coño crees eso?

    —Por las pintas que lleva.

    El Chapas le da otra larga calada al porro que coge haciendo pinza con la yema de sus dedos pulgar e índice. Sus ojos se concentran en Beltrán mientras retiene el humo en los pulmones con gesto de esfuerzo. Termina por exhalar con placer una gran humareda blanca que el Chino aparta con la mano.

    —Tío, pero mira cómo se mueve, cómo llora. Está claro…

    —¿Si lloras eres gay? —pregunta el Chapas, que comienza a tener los ojos enrojecidos y algo decaídos.

    —No, pero si lo haces así, sí.

    Entonces el Chapas comienza a imaginar un grupo de gais en el que todos lloran igual y se mueven de la misma manera, como si fuera una coreografía de esas de película india interminable repetida una y otra vez: los actores gais alzan la vista hacia el cielo, tal como hace Beltrán, y luego la bajan al igual que él; con las manos se tapan la cara y después dan una vuelta sobre sí mismos.

    —Este ha tenido un lío con la familia —dice el Chino.

    —Pues le habrán pillado que es maricón —añade el Chapas.

    —O se le habrá muerto alguien…

    —O yo qué sé, tío. ¿Qué coño hacemos hablando de ese pobre?

    —Ni idea, pero me lo estoy gozando.

    —Ya, ya te veo. Yo sí que me estoy gozando este porro.

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