Cuatro vidas de escapes: Una maravillosa fábula y tres relatos sorprendentes con finales electrizantes
Por Raúl Hernández
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Cuatro historias, cuatro retratos de esas vidas que transitan una ciudad cualquiera, de gente que es igual a aquella con la que nos cruzamos a diario en nuestro andar apurado y ensimismado. Pero, al mismo tiempo, no son cuatro historias cualesquiera. Son historias de realidad y magia, de sueños imposibles y verdades cotidianas, de trampas del destino y el modo en que pueden ser burladas. De cuánto puede pesar vivir y cómo, a pesar de eso, es posible escaparse.
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Cuatro vidas de escapes - Raúl Hernández
Primera edición: diciembre de 2020
Copyright © 2020 Raúl José Hernández Gorrochotegui (Rajozgui)
rajozgui@hotmail.com
Editado por Editorial Letra Minúscula
www.letraminuscula.com
contacto@letraminuscula.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.
A la memoria de mi madre, luz y lámpara de inspiración.
A mis hijos, motivos para lanzarme al ruedo.
A mis hermanos por su apoyo y solidaridad.
Y a mi amada esposa Sandra por mostrarme que las palabras son eternas y que el cielo es el límite...
Índice
Oraki, el joven músico que volaba, y la mágica pulsera de zafiros
Bajo el puente
Hado fatal
Obsesión 999 SEND
Oraki, el joven músico que volaba, y la mágica pulsera de zafiros
Siempre supo que podía volar. Sí… ¡Volar…!
Lo aprendió desde muy niño, entre sueños y al compás de cadenciosas y fascinantes notas musicales.
Descubrió que, si corría sin miedo desde una azotea, una colina o cualquier superficie que se elevara unos pocos metros del suelo, podía saltar al vacío moviendo sus pequeños brazos al viento. Y que, al batirlos una y otra vez, colocado en una innata posición específica, podía utilizarlos como poderosas alas que lo alzaban en vuelo por los aires y lo remontaban hacia las nubles blancas y el cielo azul.
A partir de tan magnánimo descubrimiento, Oraki –como le gustaba presentarse al viento y a las aves–, con sigilo y determinación, diariamente se aventuraba al inverosímil y espléndido vuelo, persiguiendo golondrinas y traviesamente derribando papagayos o cometas de niños vecinos.
Le encantaba la música y era un talentoso joven enamorado de ella. Escuchaba las sinfonías clásicas y, cuando volaba, generalmente adecuaba su velocidad al tiempo de la pieza musical que resonaba en su cabeza. El compás y el ritmo marcaban la pauta y la diferencia en cada vuelo.
Cuando tocaba el piano o el violín, sentía que los acordes y arpegios se complementaban con el fascinante sonido que hacía el viento cuando lo atravesaba suavemente y se integraban con la casi imperceptible sonoridad del desplazamiento ingrávido.
Cada vuelo se convertía en una extraordinaria fantasía musical que en su pentagrama mental no paraba de sonar.
Le encantaba volar bajo el relajante eco melodioso de la Sonata para piano Nro. 14, de Beethoven, que sonaba en su cabeza como un concierto en vivo y lo inspiraba a flotar pausado y sereno donde el tiempo y la distancia se fundían en un solo y maravilloso suspiro eterno.
En cada vuelo escuchaba una filarmonía diferente dependiendo del clima y las condiciones meteorológicas del momento. Cada uno era el preludio de mágicas aventuras.
Al principio solo volaba alrededor de su cuadra, ubicada en un sitio boscoso y exuberante, ocultándose entre nubes bajas y copas de árboles. Pero, poco a poco, comenzó a aventurarse en la inmensidad del cielo.
Nunca nadie lo vio volar, a excepción de una hermosa joven que, a veces y muy temprano en las mañanas, salía a tomar el sol en su silla de ruedas y a observar las piruetas irreverentes de los pajaritos y las mariposas.
Aunque Oraki era muy cuidadoso en sus despegues –y a pesar de sus cautelosos movimientos–, un día, en un involuntario descuido, reveló a la linda vecina su insondable secreto, cuando en un fallido levantamiento de vuelo aterrizó aparatosamente de cabeza en la calle, justo frente a su casa.
Apenado la miró sacudiendo el polvo de sus pantalones y, con una mueca de vergüenza, intentó hacer ver que estaba bien a pesar del golpe. Ella fingió no haber visto nada.
A partir de ese desventurado evento, la risueña y encantadora damita, que conocía y formaba parte de los rituales de vuelo de Oraki, se convirtió silenciosamente en un arcano cómplice de sus etéreas osadías.
Oraki generalmente procuraba salir a volar temprano en las mañanas, justo cuando ella se exponía al cálido sol mañanero.
Niris, así se llamaba la chica, siempre lo despedía con un pícaro guiño de ojos antes de cada vuelo y él, claramente sonrojado y con torpeza, devolvía el gesto con un tímido saludo.
En su casa, nadie sospechaba de sus andanzas voladoras. Vivía con su madre y su abuela, quienes con mucho tesón trabajaban para ganarse el pan y pagar la academia donde él estudiaba música. Era el orgullo y la esperanza de ellas.
Oraki cada vez volaba más y, en esa medida, se le hacía menos complicado y más fácil.
Su vuelo era sencillo y natural.