Caprichos y estragos de la testosterona
El 25 de julio pasado murió, a los 104 años, Olivia de Havilland (1916-2020), cuyo nombre de pila figura, desde 1950, en la toponimia de la Ciudad de México. ¿Y por qué esta noticia tendría que interesarle a nuestra columna? Por la sencilla razón de que la actriz fue protagonista del extraño romance –por no decir absurdo y falaz– de un mexicano sobresaliente que perdió la cabeza por ella; a tal grado, que es imperativa la narración de esta historia, amén de que al considerarla en sus vertientes psico-endócrinas se vislumbra una correlación con otra historia de amores fallidos, protagonizada por uno de los compositores más afamados de la música universal.
La calle a la que aludimos se llama Dulce Olivia y está situada en el barrio Santa Catarina de Coyoacán. Corre paralela a la avenida Miguel Ángel de Quevedo, abarcando seis manzanas, y su Fernández (1904-1986), que es el sobresaliente connacional implicado. Debemos anotar que la residencia es una mezcla entre fortaleza, museo y set cinematográfico cuyo diseño estuvo a cargo del reconocido arquitecto Manuel Parra (1911-1997), quien logró imprimirle su estilo “neo-colonial” a pesar de las exigencias del impetuoso que pretendía, más bien, un estilo “neo-prehispánico”. De resaltar, también, que en la “sala de música” diseñada por Parra se exhibieron luminarias como María Callas, Arthur Rubinstein, Agustín Lara, Celia Cruz y José Alfredo Jiménez, y que en la mansión se rodaron 190 películas.
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