Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Física para homicidas
Física para homicidas
Física para homicidas
Libro electrónico186 páginas2 horas

Física para homicidas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Perversos, divertidos, inteligentes…, los veinte relatos que componen Física para homicidas dejan apuntar una pregunta inquietante: ¿pueden ser usadas las leyes de la física con un fin amoral?
Infiltrados silenciosamente en lo cotidiano, asomando en los actos sociales y en las relaciones personales, los principios que establecen el movimiento browniano, la mecánica cuántica o el lanzamiento parabólico se desprenden de toda su gravedad académica para acabar convertidos en instrumentos al servicio de las pasiones y la mala conciencia, y a través de una prosa de precisión y una incisiva atención al detalle levantan unos escenarios tan perturbadores como lúdicos, tan irreverentes como poéticos, en los que finalmente queda al descubierto la tramoya de la verdadera condición humana.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 ene 2024
ISBN9788411819817
Física para homicidas

Lee más de José Costa

Relacionado con Física para homicidas

Libros electrónicos relacionados

Psicología para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Física para homicidas

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Física para homicidas - José Costa

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © José Costa, 2022

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: José Costa

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1181-981-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Con fuoco

    El director de la orquesta levantó los brazos y los dejó suspendidos en el aire, como si estuviera siendo cacheado por unas manos invisibles. La asociación de ideas le restaba algo de solemnidad al momento, desde luego, aunque, para empeorar las cosas, el primer violín también pensaba que esos brazos proyectados simétricamente hacia delante, doblados a la altura de los hombros en ángulos idénticos, parecían la cornamenta de un búfalo en celo preparado para pelear por sus dominios.

    Los dominios del director empezaban en el atril e irradiaban su poder hacia los músicos que se abrían en semicírculo ante él, y acababan extendidos sobre las butacas de la platea y sobre los palcos del atestado teatro, donde el público esperaba que el sonido de la primera nota de la sinfonía vibrase por fin en la atmósfera candente.

    La floritura de metáforas entrelazadas era sin duda producto de los nervios, y afloraban en la cabeza del primer violín de la orquesta cada vez que un estreno importante lo sometía a la consideración de los críticos y de los auditorios selectos. El de esa noche contaba con dos embajadores y tres ministros, una representación del gobierno local y un sinnúmero de profesionales altamente cualificados de ambos sexos: empresarias, decanos de universidad, banqueros, cirujanas…, más toda una cohorte de vips y de gente de la alta sociedad, mezclada con los verdaderos aficionados a la música clásica que estaban allí para lo que realmente estaban, y no solo para dejarse ver. Los ojos del primer violín de la orquesta lo habían corroborado en un vistazo rápido a la concurrencia, mientras el director lo miraba a él con su característico gesto de cejas alzadas y barbilla apuntando al infinito para, obtenida su ratificación, dar comienzo al fin a la velada: Dvořák. Sinfonía n.º 9..., ya estaban sonando las cuerdas en el comienzo del Adagio, y el ambiente no podía ser más ceremonioso.

    Como konzertmeister, el primer violín tenía su asiento en una posición preponderante, cerca del director y del borde del escenario, encabezando toda la sección de violines que lo arropaba como una manada arropa siempre a su líder, papel que él asumía con la suficiencia emanada de su prodigiosidad técnica y de su estatus, a pesar de esos nervios que ni con todos los años de experiencia había sabido controlar totalmente en los estrenos. Allí estaba su mujer, en una de las primeras filas, vestida con sus mejores galas y enarbolando su más seductora sonrisa, animándolo con su mera presencia para que ni una sola nota cayera fuera de sitio, para que ninguna orden suya resultara un gesto fallido. ¡Qué guapa estaba! Sería la madurez de sus cuarenta y tantos años, o los milagros de una posición económica desahogada, capaces de hacer que una antigua vicetiple rescatada del circuito de la farándula más baja pareciera una emperatriz con mucho pedigrí y mucho centelleo de perlas. El sonido melancólico que el primer violín arrancaba a su instrumento iba dirigido a ella, tenía su origen, su inspiración y su destino en ella, y venía mezclado con un poco de adhesión incondicional y otro poco de mala conciencia, porque quince años de avatares juntos seguramente daban para toda una ristra de matices sentimentales, desvelados por medio de tal prosopopeya escénica.

    Tanto lirismo solo podía ser derribado por la épica, y enseguida el chorro de timbales, maderas y metales barrió a las propias cuerdas y las arrastró consigo a esa llamada a rebato encabezada violentamente por las trompas. El primer violín se movía magistralmente en todos los registros, no cabía duda, y sus nervios se habían disipado de pronto junto con sus dudas: su esposa había acudido a verlo tocar, finalmente, a pesar de la pequeña discusión que ambos habían protagonizado en la habitación del hotel, esa misma tarde, a cuenta de los crecientes recelos de él por los comportamientos esquivos de ella, para los que ninguno de los dos había aportado al fin una explicación demasiado convincente.

    De modo que, en una maniobra autodefensiva, el primer violín de la orquesta apartaba de vez en cuando la mirada de su instrumento para fijarla brevemente en ella, tratando de encontrar en su media sonrisa todo el estímulo que necesitaba para saber que su mujer seguía de su lado, después de todo, y que el orden de su pequeño mundo se mantenía venturosamente inalterado.

    Esa paz interior era perfecta para adentrarse en el remanso del Segundo Movimiento, lento y sugestivo, donde solo había que perderse en variaciones melódicas sobre los temas principales, mantener el equilibrio de toda la sección de cuerdas con los sutiles decretos de su arco y, de vez en cuando, permitirse un breve respiro que podía dedicar a la contemplación del medio circundante: el recogido que ella se había hecho en el pelo le daba un aspecto muy elegante, y al primer violín le dio por pensar que, a sus sesenta años, él quizá estaba empezando a resultar un poco mayor para ella; en el lado opuesto, el director estaba dibujando en el aire uno de esos gestos recargados que él tanto detestaba, como si estuviese empujando, acariciando, retorciendo o atornillando a los esforzados miembros de la orquesta, que trataban de interpretar lo mejor posible el meollo de sus crípticos mandatos; y ¿sería aquel señor estirado del palco el primer ministro? La elevada capacitación y el extenso ejercicio de su profesión le permitían al primer violín divagar de todos los modos posibles sin apenas inmutarse, mientras un mecanismo interior le dictaba el momento justo en que debía alzar el arco para acometer los pasajes que le correspondían.

    El scherzo en el comienzo del Tercer Movimiento requirió, sin embargo, de toda su concentración. Él era un hombre normalmente moderado, pero encontraba cierto agrado en esos pasajes ligeramente tempestuosos que servían de contrapunto a su carácter, como si por un momento se colocase una máscara liberadora para hacer aflorar su otro yo sin cortapisas. A veces le gustaba hacer saltar el arco sobre las cuerdas con un espíritu un tanto aventurero, adornarse con algún ricochet que pusiera de manifiesto su virtuosismo y su intrepidez. Enseguida, no obstante, volvía a su propio ser, como si de pronto hubiera sido consciente de su extravagancia y se arrepintiera de intentar ser quien no era.

    Esa noche se sentía bastante inspirado, era verdad, porque sus dedos correteaban con facilidad por su instrumento con la levedad que le infundía su inmejorable estado de ánimo, propiciado por esa presencia cardinal que no apartaba sus ojos de él en el patio de butacas. En la mirada de ella detectaba admiración, un sentimiento que, por otro lado, su esposa siempre le había profesado, y que no era más que una de esas jerarquías simplificadoras que sostienen toda relación sentimental: la admiradora y el admirado, la bella y la bestia, el príncipe y la corista…, solo que el «príncipe» era esta vez un violinista afamado y bien posicionado, y la corista una exvicetiple muy pulida por la vida de nivel superior a la que había tenido la fortuna de acceder. Alentado por esa mirada tan cargada de devoción personal y de posibilidades, el primer violín estaba determinado a dar lo mejor de sí mismo, y sentía que aquel día estaba interpretando su arte como nunca antes lo había hecho.

    Lo que no podía saber el primer violín era que la persistente atención de su mujer no iba dirigida exactamente a él, sino al hombre que se encontraba justo a su espalda, en perfecta alineación con el punto de vista de la dama para propiciar el desconcertante equívoco.

    Hacía meses que la dama se entendía con ese tal Vadász, el impetuoso violinista que tenía su posición detrás de su marido en los conciertos, acechando como una sombra perpetuamente cernida sobre él que amenazaba con desplazarlo de su rol de konzertmeister. Vadász era joven, irreflexivo y ambicioso, la combinación definitiva para que tuviera ese punto de inconsciencia que le permitía pensar que, a no mucho tardar, asumiría ese liderazgo que ahora ostentaba el hombre que se afanaba en el asiento de delante, concentrado en sacar lo mejor de sí mismo y de su carísimo instrumento. Podía ver la piel de su pescuezo estirándose y plegándose al compás de sus medidos movimientos, y la luz de los focos reverberando en su cabello cano como una antorcha que hubiera de guiar al resto de los músicos.

    Un poco más allá, entre el público, también veía a la mujer en cuya vida había entrado de un modo casi violento, con la pasión arrebatada que imprimen a sus actos los individuos con un furor perpetuo en las entrañas. Vadász era de origen húngaro, y aunque había sido educado en los ambientes escogidos de las buenas familias magiares, donde el ejercicio de las disciplinas artísticas o deportivas se consideraba un signo de distinción social y civilización, siempre había apuntado una cierta tendencia a separarse del redil. Hasta el final de la adolescencia, Vadász había practicado con regularidad la equitación, la esgrima y el violín, pero debido a su talante un tanto agreste, poco a poco, y en ese mismo orden, algunas de esas nobles artes fueron quedándose por el camino: la alta exigencia requerida para llevarlas a cabo y su propio gusto personal así lo decretaron. La música le gustaba por encima de las otras dos, no obstante, y el violín sobrevivió a la criba. Tenía talento, además de una gran habilidad manual desarrollada sin duda a base de mucho touché con el florete y mucho legato con el Stradivarius, hasta consolidar un estilo muy peculiar que aunaba en cierto modo los procedimientos de ambas artes. Vadász pensaba que ese talento era indiscutiblemente superior al que, de manera unánime, se le reconocía al primer violín, y quería su puesto a toda costa. También quería disponer de su mujer, lo que en cierto sentido podía considerarse el primer estadio de su callada estrategia de destrucción, porque teniéndola a ella podía desgastar a su rival de un modo indirecto, aunque definitivo. El rijoso llamamiento de sus gónadas se había encargado de poner el resto: ella era diez años mayor que Vadász, y él no podía resistirse al excitante encanto de la mujer madura y de todas sus artes seductivas, ni a las miradas incendiarias como la que ella le estaba dedicando ahora desde la platea.

    Toda la atmósfera, en realidad, se había inflamado de pronto, porque el molto vivace estaba encendiendo de nuevo a los músicos, y los violines, las violas, los violonchelos, los contrabajos, las trompas, las tubas y el timbal se habían puesto a cabalgar al unísono, como un preludio de lo que, musicalmente, estaba a punto de llegar con el siguiente acto.

    En el comienzo del Cuarto Movimiento el primer violín había empezado a sentir la gloria y el cansancio de su éxtasis mundano, esa dicha redonda que de inmediato llevaba asociada la posibilidad de perder el don, el dominio y la felicidad, y miraba con frecuencia en dirección a su mujer, tratando de refrendar con sus movimientos la connivencia de ella, como haría un mono de feria en su jaula, el aplauso fácil, el cacahuete lanzado al aire para premiar y sosegar a la criatura irracional. Su mujer, sentada en la tercera fila, enredando un dedo en su collar de perlas mientras miraba a su amante, lanzaba con el gesto la señal que le indicaba a Vadász que esa noche estaba dispuesta a todo, como una especie de contraseña que enardecía más al músico y provocaba que tocara con más vehemencia, con la aceleración que le imponía su corazón desbocado, hasta el punto de perder el tempo y recibir una mirada admonitoria del director de la orquesta, que ya había tenido que llevarlo a un aparte más de una vez en los ensayos para decirle que, si seguía tendiendo al allegro cuando lo que dictaba el sentido común y su batuta era un andante, iba a tener que buscarse el sustento en otra filarmónica más flexible y receptiva a sus temerarios arrebatos de inspiración. Como un flujo inevitable, las miradas de Vadász y la dama conectaban a través del cuerpo interpuesto del marido, traspasándolo como si el infeliz fuera de verdad invisible, excluyéndolo del innoble ciclo de veladas clandestinas, escapadas fugaces y sábanas revueltas, construyendo toda esa complicidad de los amantes que, sin embargo, no daba para que ella estuviera al tanto de las intenciones secretas de Vadász, esas que iban a cambiar su vida y a dejarla sin su estatus, sin sus cócteles y recepciones, sin sus vacaciones en St. Moritz y sus crónicas de sociedad en el papel cuché.

    En el pasaje con fuoco Vadász había acumulado toda la determinación de los que no tienen nada que perder, el frenesí de los orates, y machacaba las cuerdas con el arco en una cabalgada coral, mancomunada, con todos los violines aunados en un pasaje que relevaba a los metales de un modo menos agresivo pero más desgarrador, y era el momento justo para ejecutar la maniobra, la coyuntura propicia para consumar la exactitud matemática de su propósito. La mujer lo miraba levemente impresionada, probablemente un poco excitada por la fogosidad sin condiciones de ese portento que la ponía del revés con su pasión, empujándola en el vértigo de la espiral que abría ante sí, donde pronto, sin que lo supiera, ya no iba a caber la existencia cómoda, segura, aunque un poco anodina, que su marido le proporcionaba. Su relación conyugal era un estado mejorable, desde luego, y aunque no era la primera vez que buscaba fuera de su casa lo que probablemente le faltaba dentro, siempre se había cuidado de no ponerla de verdad en riesgo. Vadász le gustaba por encima de la media, pero, como tantas veces antes, para ella ese amante ocasional representaba solo un entretenimiento, un poco de ardor del que no era posible prescindir para tener un cierto aliciente en la vida, un chispazo de vitalidad en una existencia lineal y acomodada, y poco más.

    Sin embargo, Vadász persistía en su obsesión, y nada podía alejarlo ya de su objetivo preeminente: por cuenta propia había decidido forzar la situación para tener el campo libre, y había envenenado la punta del

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1