Don Juan Tenorio
Por José Zorrilla
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Don Juan Tenorio - José Zorrilla
Don Juan Tenorio
Drama religioso-fantástico en dos partes
por
Don José Zorrilla
Ilustrado por los señores Perea, Ferrant, Mestres, Plá y Huertas
Edición con ortografía moderna basada en las siguientes ediciones:
Imprenta de don Antonio Yenes, Madrid, 1846.
Imprenta de don José María Repulles, Madrid, 1849.
Est. Tipográfico Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1892 (ilustrada) y 1905.
Índice
Prólogo
PERSONAJES
Parte I
Acto I. Libertinaje y escándalo
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Escena VI
Escena VII
Escena VIII
Escena IX
Escena X
Escena XI
Escena XII
Escena XIII
Escena XIV
Escena XV
Escena XVI
Acto II. Destreza
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Escena VI
Escena VII
Escena VIII
Escena IX
Escena X
Escena XI
Escena XII
Acto III. Profanación
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Escena VI
Escena VII
Escena VIII
Escena IX
Acto IV. El diablo a las puertas del cielo
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Escena VI
Escena VII
Escena VIII
Escena IX
Escena X
Escena XI
Parte II
Acto I. La sombra de doña Inés
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Escena VI
Acto II. La estatua de don Gonzalo
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Acto III
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
A la memoria desgraciada del joven literato don Mariano José de Larra
Prólogo
Nicomedes Pastor Díaz
Era una tarde de febrero. Un carro fúnebre caminaba por las calles de Madrid. Seguíanle, en silenciosa procesión, centenares de jóvenes con semblante melancólico, con ojos aterrados. Sobre aquel carro iba un ataúd, en el ataúd los restos de Larra, sobre el ataúd una corona. Era la primera que en nuestros días se consagraba al talento; la primera vez acaso que se declaraba que el genio es en la sociedad una aristocracia, un poder. La envidia y el odio habían callado: los hombres de la moralidad dejaban para después la moral tarea de roer los huesos de un desgraciado, y nadie disputaba a nuestro amigo los honores de su fúnebre triunfo. Todos tristes, todos abismados en el dolor, conducíamos a nuestro poeta a su capitolio, al cementerio de la puerta de Fuencarral, donde las manos de la amistad le habían preparado un nicho. Un numeroso concurso llenaba aquel patio pavimentado de huesos, incrustado de lápidas, entapizado de epitafios, y la descolorida luz del crepúsculo de la tarde daba palidez y aire de sombras a todos nuestros semblantes. Cumplido ya nuestro triste deber, un encanto inexplicable nos detenía en derredor de aquel túmulo; y no podíamos separarnos de los preciosos restos que para siempre encerraba, sin dirigirles aquellas solemnes palabras que tal vez oyen los muertos antes de adormecerse profundamente en su eterno letargo. Entonces el Sr. Roca de Togores, levantando penosamente de su alma el peso de dolor que la oprimía, y como revistiéndose de la sombra del ilustre difunto, alzó su voz: Larra se despidió de nosotros por su boca, y nos refirió por la vez postrera la historia interesante de sus borrascosos, brillantes y malogrados días. En aquel momento nuestros corazones vibraban de un modo que no se puede hacer comprender a los que no le sientan, que los mismos que le hayan sentido le habrán ya olvidado, porque de los vuelos del alma, de los arrebatos del entusiasmo, ni se forma idea, ni queda memoria; que en ellos el espíritu está en otra región, vive en otro mundo; los objetos hacen impresiones diversas de las que producen en el estado normal de la vida, el alma ve claros los misterios, o cree, porque lo siente, lo que tal vez no puede comprender. Se ve entonces a sí misma, se desprende y se remonta del suelo; conoce, ve, palpa que ella no es el barro de la tierra, que otro mundo la pertenece; y se eleva a él, y desde su altura, como el águila, que ve el suelo y mira al sol, sondea la inmensidad del tiempo y del espacio, y se encuentra en la presencia de la divinidad, que en medio del espacio y de la eternidad preside. Entonces no se puede usar del lenguaje del mundo, y el alma siente la necesidad de otra forma para comunicar lo que pasa en su seno. Tal era entonces nuestra situación. No era amistad lo que sentíamos; no era la contemplación profunda de aquella muerte desastrosa, de aquella vida cortada en flor, la vista de aquel cementerio, la inauguración de aquella tumba, la serenidad del cielo que nos cubría, la voz elocuente del amigo que hablaba; no era nada de esto, o más que todo esto, o todo esto reunido, para elevarnos a aquel estado de inexplicable magnetismo, en que, en una situación vivamente sentida por muchos, parece que se ayudan todos a sostenerse en las nubes. ¡Ah! Pero nuestro entusiasmo era de dolor, y llorábamos (sábenlo el cielo y aquellas tumbas); y al querer dirigir la voz a la sombra de nuestro amigo, pedíamos al cielo el lenguaje de la triste inspiración que nos dominaba, y buscábamos en derredor de nosotros un intérprete de nuestra aflicción, un acento que reprodujera toda nuestra tristeza, una voz donde en común concierto sonasen acordes las notas de todos nuestros suspiros. Entonces, de en medio de nosotros, y como si saliera de bajo aquel sepulcro, vimos brotar y aparecer un joven, casi un niño, para todos desconocido. Alzó su-pálido semblante, clavó en aquella tumba y en el cielo una mirada sublime, y, dejando oír una voz que por primera vez sonaba en nuestros oídos, leyó en cortados y trémulos acentos los versos que van insertos al principio de la colección de sus poesías, y que el Sr. Roca tuvo que arrancar de su mano, porque, desfallecido a la fuerza de su emoción, el mismo autor no pudo concluirlos. Nuestro asombro fue igual a nuestro entusiasmo; y así que supimos el nombre del dichoso mortal que tan nuevas y celestiales armonías nos había hecho escuchar, saludamos al nuevo bardo con la admiración religiosa de que aún estábamos poseídos; bendijimos a la Providencia, que tan ostensiblemente hacía aparecer un genio sobre la tumba de otro; y los mismos que en fúnebre pompa habíamos conducido al ilustre Larra a la mansión de los muertos, salimos de aquel recinto llevando en triunfo a otro poeta al mundo de los vivos, y proclamando con entusiasmo el nombre de Zorrilla.
No he recordado aquí esta tarde por el placer de describir una escena grande y poética. Más poética y más grande fue seguramente que mi descolorida descripción, aunque en el torrente de las escenas que a nuestros ojos pasan ya se haya hundido, y ya casi todos la hayan olvidado. El autor de estas líneas no podrá borrarla de su memoria. Entonces empezó a sentir hacia el ilustre poeta a quien las consagra el afecto que con él le une, y que es demasiado tierno para que no forme época en su vida: entonces empezó el público a conocer las producciones de este ingenio; y la impresión que de ellas ha recibido es demasiado profunda para que no se marque muy distintamente en los anales de la literatura contemporánea. Pero no ha sido ésta precisamente la razón de recordar aquella escena. Yo he tomado nota de ella, y la he consignado al frente de estas páginas, porque aquella original aparición me ha sugerido las reflexiones que voy a hacer sobre la índole y carácter de estas poesías.
Cuando oímos los versos de que acabo de hacer mención, todos los que tuvimos la fortuna de escucharlos, sentimos la inspiración que los había dictado, y comprendimos el idealismo en que estaban concebidos, porque también nosotros estábamos inspirados, y también nuestra existencia vagaba por las regiones de lo ideal y de lo eterno. Nos hallábamos al nivel del autor, a la altura de su mismo genio, y en estado de sentir lo que él tal vez no hizo más que expresar; porque entonces, como los primitivos poetas, como los bardos en sus banquetes, como Píndaro en los juegos olímpicos, tomaba entusiasmo de nuestro entusiasmo, llanto de nuestro llanto: era el foco del espejo, y reflejábanse en él concentrados los rayos que tal vez de nosotros mismos partían. Así que a nadie pudo ocurrírsele que aquella producción no fuese natural, espontánea, como su mirar, como su acento, como el color de su semblante y el llanto de sus ojos. Nadie pudo ver en ella la imitación de tal autor, o los principios de tal escuela: nadie discutió si era clásica o romántica, oriental o filosófica. Era una composición de allí, de aquel poeta, de aquel momento, de aquella escena, para nosotros, en nuestra lengua, en nuestra poesía, en poesía que nos arrebató, que nos electrizó, que comprendimos, y sobre cuyo mérito, género y formas no se suscitaron discusiones ni críticas. Y, sin embargo, el autor la había escrito algunos momentos antes de aquella reunión a solas en su gabinete, sin auditorio que le escuchara, y bajo la inspiración de su dolor y de su genio. Si a