Así hablaba Zorrapastro
Por Ricardo Burguete
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Así hablaba Zorrapastro - Ricardo Burguete
—
Así hablaba Zorrapastro.
El preámbulo de Zorrapastro
— I —
Cuando Zorrapastro llegó a los sesenta años, se alejó de su patria y, desdeñando el refugio del antiguo monte pío, a la sazón convertido por él mismo en fértil valle de clases pasivas, huyó a refugiarse en el estéril y yermo campo de la conciencia, seguro de poderlo cultivar removiendo el pasado y venir en logro de frutos, sembrando fragmentarias simientes de arrepentimiento.
Para el mejor éxito de la cosecha, Zorrapastro ahuyentó de su lado los dos inseparables compañeros de su vida: el cerdo y la zorra. Y, cuando se vió aislado, tuvo ocasión de lanzar una mirada retrospectiva a su ya vida pasada.
Zorrapastro, al decir de malas lenguas, fue hijo de prostituta y hermano de prostituta, y las prostituciones familiares diéronle alta categoría social y tan gran ascendiente sobre sus conciudadanos, que antes de llegar a los cincuenta años alcanzó una cartera de ministro.
Ya hemos dicho que poco más de dos lustros después se retiró el ministro de su patria. Así, su vida pública fue mucho más corta que la de su madre, que vivió luengos años; y es fama de que fue la mujer sobre quien más cosas hicieran en su tiempo. Obras anónimas en su mayoría de las que Zorrapastro solo conservaba algún recuerdo y con él pudo, andando los años, escribir un código de moral. Empresa magna que por sí sola hubiera bastado para alcanzar la cartera de ministro.
El código de moral sirvió a Zorrapastro para mostrar a su pueblo y sus gobernados el horrible cáncer de la inmoralidad; y para prestar fuerza a sus preceptos robó inconsideradamente al Erario y a sus semejantes, y arruinó inmensos territorios en provecho propio y con tal habilidad que en los primeros años de su ministerio alcanzó una de las más cuantiosas fortunas de su época.
Zorrapastro logró a fuerza de omnipotencia agotar el deseo y el antojo. Y con la muerte de sus deseos vino poco después la de los deseos de sus compañeros inseparables: el cerdo y la zorra.
Sin aspiraciones el amigable triunviro, Zorrapastro se retiró de la vida pública, separando de su lado aquellos dos animalitos que le habían servido hasta entonces de consejeros del espíritu.
Así empezó el ocaso de Zorrapastro.
— II —
Cinco años escasos de soledad y retiro sirvieron a Zorrapastro para cosechar en su conciencia algunos frutos de arrepentimiento. Perseveró en su labor y, años después, viendo rebosar sus graneros, creyó deber ineludible volver al mundo y arrancar la cizaña de entre los hombres para sembrar en su lugar aquellas semillas cosechadas en el campo de la conciencia.
Un día alzóse el filósofo con el sol y le habló de esta manera:
«¡Gran astro! ¿qué sería de tu felicidad si te faltasen aquellos a quienes iluminas?
»Por tí rodamos incesantemente y en tu busca se suceden los días y las noches, y tú, firme y justo, a todos iluminas por igual. He ahí el principio de justicia que constituye tu felicidad y que debiera de constituir la norma de los mortales para constituir la felicidad de todos aquellos a quienes iluminas».
Así habló Zorrapastro, y sacando de la faltriquera de su zurrón de pieles una moneda de oro, única riqueza que llevó a la soledad de aquella, su inmensa fortuna, que antes de desterrarse repartió entre los pobres, prosiguió así:
«Tú, vil metal, que remedas por el brillo al astro refulgente, ¿qué sería de tu valor si te faltasen aquellos a quienes iluminas? Por tí rodamos también incesantemente. Tú constituyes la felicidad de los mortales, pero tú, a tu vez, ruedas también y rompes la estabilidad, principio inmanente de justicia. Es preciso que ilumines a todos sin que nadie logre alcanzarte en provecho propio y en perjuicio de los demás. Como el astro del día, debes de vivir para todos, pero lejos del alcance de los hombres, para que alternativamente vuelvan incesantemente a tí todas sus esperanzas y nadie pueda ocultarte agotando la luz y las esperanzas de los otros...
»Rueda, rueda vil metal, pero rueda para caer en la sima, para quedar oculto para siempre. Yo llevaré a los mortales noticia de tu existencia y su felicidad para que te busquen siempre y no te encuentren nunca. El monte es grande; yo mataré la asociación para que te busquen individualmente. Todos matarán la felicidad y la vida cuando pierdan la esperanza de encontrarte. Nadie te encontrará para que no turbes la felicidad de todos.
»Yo mataré la asociación. La comunidad de los cuerpos trae aparejadas las epidemias. La comunidad intelectual acarrea la repugnante peste de la vulgaridad», dijo Zorrapastro, e hizo rodar la moneda a una sima próxima.
»Pobre entre los pobres, voy a ser monarca entre los hombres. Para ser rico, me faltarán las úlceras mortales de los potentados; para ser mendigo, me faltarán las llagas y lacerías de los pobres de solemnidad.
»Huiré de los medianos, de los vividores y de los hábiles, y para dar principio a mi obra regeneradora predicaré incesantemente entre todos, destruyendo las prácticas y los efectos de mi funesto códice sobre la moral.
»No me acompañarán en estas predicaciones la zorra ni el cerdo. La primera, despertando el recuerdo de mi maternidad, traería consigo indulgencias fraternales entre los oyentes. Y el segundo sería diputado como progenitor común por muchos del inmenso auditorio».
Así habló Zorrapastro, y, dejando el zurrón para evitar el ahorro del mendrugo, bajó al pueblo con una simple cayada.
Aquí iban a dar principio las doctrinas y desdichas del un día opulento y omnipotente Zorrapastro.
— III —
Cuando Zorrapastro bajó de la montaña, fue a internarse por un bosque y en él halló un leñador anciano que trabajaba incesantemente.
Alzó el leñador la cabeza y habló así:
—No me eres desconocido: hace años que pasastes por aquí. Te llamabas Zorrapastro y repartías tu dinero entre los pobres. ¿Vienes a traernos más? Harás bien, porque aquel se gastó alegremente.
—No os traigo dinero —replicó Zorrapastro—; vengo a traeros felicidad.
—¿Felicidad sin dinero?
—Sí, porque mis tesoros los dejé en la montaña y allí es preciso que vayáis a buscarlos.
—¿Bajas sin zapatos y roto a decir que dejastes tesoros en la montaña y, sin traerlos tú aquí, tienes la pretensión de que vayamos a buscarlos? Calla, farsante. Todavía creo que se evaporaron por arte de maleficio aquellos que nos distes. Vete de aquí, si no quieres que te rompa la cabeza con el hacha.
Zorrapastro se alejó resignado, exclamando:
—¿Será posible? Con tantos años no ha aprendido ese anciano que «cuando se busca la felicidad se desprecia el dinero y cuando se busca este se desprecia la felicidad».
— IV —
Cuando Zorrapastro llegó al pueblo próximo, divisó a la multitud que se agrupaba esperando ver realizar proezas a un titiritero que se disponía a saltar sobre la cuerda floja. A la vista de Zorrapastro prorrumpió la muchedumbre en aclamaciones: «¡Aquí está Zorrapastro! El hábil entre los hábiles; dejadle que suba a hacer volatines como en otros tiempos. Él nos traerá consuelo a todos».
—No vengo a traeros consuelo, vengo a traeros la felicidad. Pero antes es preciso que os hable del hombre inhábil.
»La habilidad es entre vosotros el salvoconducto para que entre la moral circule la picardía.
»La habilidad es entre vosotros la resultante del maravilloso enlace de los siete pecados capitales juntos.
»A título de la habilidad pueden burlarse las leyes y los diez mandamientos de la ley de Dios.
»Con un solo hombre hábil de entre vosotros haríase imposible mi doctrina. Vengo a hablaros del hombre inhábil. Y después que le conozcáis os enseñaré el camino de la felicidad. Será preciso de antemano que a todos os cautive el hombre inhábil y que sigáis su ejemplo. Sin esto no podríais seguirme camino de la felicidad. Al mostraros mi hombre inhábil veréis derrocada toda la obra malsana de mi antiguo códice de moral.
—Bien —exclamó uno de la concurrencia—; ya nos hablastes bastante de tu hombre inhábil. Ahora enséñanosle, a ver si no nos aburre tanto como tu discurso.
La multitud rió de Zorrapastro, y el titiritero, que en espera del fracaso aguardaba impaciente lucir sus habilidades, con peligro de todos saltó sobre la maroma.
— V —
No calló por eso Zorrapastro y, dirigiéndose al de la maroma, dijo:
—Ay de ti el día que no traigas una habilidad nueva que agrade a la multitud. Ese día reprobarán tus equilibrios y mal será que no te ayuden a caer.
A la sazón silbaba el público al hombre de la cuerda.
—¡Eso es viejo! ¡Eso es viejo!
Y un nuevo titiritero se lanzó sobre la maroma, derribando al de arriba.
—Aguardad todos, que ya bajo —gritó el primero.
Pero la muchedumbre huyó para no recibir el golpe, y el infortunado piculín vino a estrellarse contra el suelo.
Pasado el peligro, volvió la multitud a agruparse para celebrar las novedades del nuevo y flamante equilibrista.
El infortunado caído yacía exánime en un charco de sangre y a él fue a acercarse compasivo Zorrapastro.
—¿Qué te dije, infeliz? Ruega a Dios que no te remate la multitud por el susto que le has proporcionado. Yo fui volatinero, como tú, y me retiré a tiempo. Casi a tiempo he llegado para renegar de los volatines. Tu misma imprudencia te mata.
—No —exclamó el muribundo con quejido débil—, me mata la confianza. Yo subí a la maroma para dar consuelo a la multitud y casi por exigencias de ella. Todos tejieron una red con la que ofrecieron ampararme; esta red se llama sufragio y el hilo con que está tejida, democracia.
—Pero, desdichado —prosiguió Zorrapastro—, ¿no oíste cómo los vecinos dejaban a diario que el cerdo y la zorra royesen la red?
—Lo oí, pero si todos, en la huida y pavor, no se hubieran convertido en cerdos y zorras, la red, con mi exclusivo golpe, hubiera resistido entera.
»Llévame, Zorrapastro, llévame, que huele