Enola Gay
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En la línea de algunos de sus autores favoritos: Paul Celan, Hart Crane, James Merrill o John Ashbery, el libro más reciente de Luis Armenta Malpica lo confirma como una voz extraordinaria en el panorama de la literatura mexicana y de la lengua española. La apuesta por el libro total que ha sido una constante en su quehacer poético: universo de correspondencias que van ora hacia la hecatombe primera del big bang, ora a la fatalidad de las bombas atómicas. Enola Gay es una historia profunda y emotiva, plena de hallazgos e intenciones, en la cual la palabra detona sus múltiples efectos sobre una Hiroshima personal y no alejada de los hechos históricos. Palabra capaz de derribar el muro de Berlín al compás de Pink Floyd, y todo "eso", a la manera de Inger Christensen.
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Enola Gay - Luis Armenta Malpica
final
LIBER INFERNI
La dulzura tiene un nombre: rosa
el estallido.
ZBIGNIEW HERBERT
Viento divino sobre Hiroshima
[Secreto de Estado]
Toda bomba tiene un padre
y un sitio de concepción. Podemos decir
Los Álamos y no es un corazón
por más desierto
la roja fortaleza. Si pensamos
en las tres vías
que acercan el latido de uno y otro
el padre es un lisiado de la guerra
y un niño quien detonó la bomba.
¿A qué tercero responsabilizamos desde abajo?
En el Memorial Fletcher hay una lista de posibilidades
pero según nos dice Enola Gay
nadie tiene la culpa. Todo amor nace
de algún deseo. En este diario
insistir sobre las consecuencias del avance
y retroceso
un secreto de Estado
nos detiene. Hay alguien
que no es Dios
ni la guerra. El deseo
se deshace en cianuro
si alguien más lo cuestiona.
El padre destrozado es todo nuestro.
El hijo lo consigna sin vergüenza. ¿A qué espíritu
en llamas (paloma o bombardero) invocamos
desde la curvatura del relámpago?
Algo tiene la luz que irradian ambos ojos
cuando se miran cómplices. Son piedras
que se frotan. El sol deja
sus manchas en los hombros
sus esquirlas más hondas
debajo de la piel
y un cáncer infumable en la garganta
que es un tubo
de ensayo
para otra bomba atómica.
El hongo es tan secreto
que se curva y retrae.
Desaparece incluso los ojos de quien ama
durante esa ebriedad
: mensaje
que no llega en botella
a un puerto del Pacífico
y cuya insolación le viene de saberse
misil.
La palabra cayó
como una bomba. Eso era.
Descreer en la guerra no disipa su efecto.
Como si la ceniza se diese
por vencida
al ver a Little Boy. Y cediera
al poder expansivo de una simple respuesta que nunca
imaginara dentro del alfabeto: el sol
se deslizaba desde su mano al mundo
que apenas vio
de frente: la palabra
cayó
impertinente
y sólida
(como la vista
a ese mar
amarillo
que fue dejando
atrás)
del hongo
de lo incierto.
Calló
pálidamente
a los peces metálicos
que observaban
su avance…
y en un cerrar los párpados
en una obturación para la historia
eso dejó de ser el Little Boy:
al tocar el botón se hizo
el silencio.
El piloto se llamaba Paul Tibbets
y Robert Lewis, el Irlandés Indómito
le dijo estas palabras: ¡Dios mío, qué hemos hecho!
Pero ambos oficiales lo sabían: era un trabajo más.
Hicieron de este mundo un sitio más seguro.
No soy ninguno de ellos.
Cada vez que despierto, pongo mi pie
en su sombra y no debo moverme
(se activaría la mina del diario
caminar sin rumbo fijo).
Sin embargo, tengo un miedo
terrible de amar a ese soldado
en cuya cara brillan los átomos que cargo
en mis costillas. Qué espesura tan púbica
lo esconde, y cuánta inmediatez me lleva a no
decir su nombre a la manera
de antes. Lorca diría
que el toro es su derrota. Durero
lo sabemos, que algún rinoceronte.
Pero el buey desollado del deseo a qué sal me encomienda
si es amarillo el mar y será
un hongo ardiente
si lo digo.
Así es como se deben silenciar los afectos
de alta temperatura. Vocación de explotar bajo tierra
lo que correspondiera arrasar con nuestras vísceras.
Sin esa expectativa, no seríamos personas. Ni existiría el cielo
prometido de la patria
compuesto por uranio enriquecido
(cuatro mil kilogramos).
Tal vez con la ilusión de percibir que dentro del avión
existe un mundo, en