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El Viento Susurra Su Nombre
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Libro electrónico313 páginas4 horas

El Viento Susurra Su Nombre

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Información de este libro electrónico

En la isla griega de Spetses, el autor Kenneth Graham está intentando terminar su
novela.

Nada impresionado por el lugar, quiere terminar su trabajo rápido y regresar a la
civilización. Pero después que la historia local, las tradiciones y los misterios lo atraen,
Kenneth conoce a la enigmática Kyria, quien es diferente a cualquier otra mujer que
haya conocido.

Sus conflictos internos pronto se vuelven más fuertes. Kyria y la isla poseen un
dominio sobre él que no entiende, y los hechos y la ficción empiezan a mezclarse.

¿Qué presencia maligna tiene la isla, y puede Kenneth llegar al fondo de ello?

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento12 abr 2020
ISBN9781393207160
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    El Viento Susurra Su Nombre - Mary Irvine

    Prólogo

    Un hombre mayor, con la cabeza llena de puro cabello blanco y vestido de manera impecable, se movía dolorosamente lento por la pasarela del Delfín. Su mano derecha descansaba sobre un bastón de ébano con punta de plata. Un miembro de la tripulación depositó una maleta cara y desgastada en el embarcadero. El sol de otoño rozó la cresta que se desvanecía en la valija.

    El Delfín se fue y el hombre viejo giró hacia el taxi que le esperaba, pedido como siempre por adelantado. El mismo taxista, el mismo bigote, ahora gris al igual que su antiguo cabello negro azabache. La complexión muscular desapareció hace mucho, como tantas otras cosas. Tenía la edad de su pasajero, pero aún ofrecía un brazo para ayudar.

    —Bienvenido, señor Kenneth. Ha pasado mucho tiempo.

    Kenneth sonrió mientras alejaba el brazo.

    —Tal vez la próxima vez, amigo mío. Por ahora el bastón es suficiente.

    Sin embargo, Kenneth sabía que no habría una próxima vez. Esta sería su última visita. Su asesor había desaconsejado con firmeza este viaje. Pero él debía venir. Una última vez. A sentir su presencia, a respirar su esencia. Solo aquí podía hacer eso.

    —¿Las Siete Islas de nuevo?

    —Por supuesto. Pero pasa de largo la casa.

    El taxi avanzó por la calle costera. Los bares y los restaurantes, tal como los recordaba, habían desaparecido en su mayoría; el bar de Kostas ya no era el bar de Kostas. A la derecha, arriba por la colina Horse Buggy, a la izquierda en Crossbows, que ya no era Crossbows y era tan diferente. El parque infantil se veía cansado y sin utilizar cuando giraron a la derecha por la calle Agia Marina; eran los giros enrevesados que recordaba. El taxi disminuyó la velocidad mientras pasaba la iglesia en la izquierda.

    —¿Quiere bajarse?

    —No, gracias, pero detente un momento en la cancela.

    La cancela metálica pintada de azul oscuro estaba empotrada en el muro que rodeaba una casa solitaria. Aprensivo por lo que vería y cómo se sentiría, Kenneth miró primero a la derecha. El hotel estaba abandonado, aunque la buganvilia fuera de control lo enmascaraba un poco. Los dos pisos de la casa a la derecha del hotel estaban cerrados, el jardín cubierto de vegetación. Casi como una burla, en medio de tal entorno, los árboles de vainilla, níspero y damasco exhibían frutas.

    Viendo el retorcido árbol de higo, recordó con cariño las horas de placer que esas ramas retorcidas le brindaron a las tres niñas pequeñas; la de en medio invariablemente colgando boca abajo, tan ágil como cualquier trapecista. Ninguna de ellas se había caído nunca, ni les dijeron que no treparan porque era peligroso, solo que tuvieran cuidado. Tres niñas pequeñas cuya foto todavía atesoraba, aunque el marco hacía mucho se había hecho pedazos. Se permitió reflexionar un momento. ¿Dónde estaban todas ahora? ¿Esparcidas por el mundo, casadas y con hijos?

    Él nunca se había casado. ¿Cómo podría? Después de ella. Sí, había tenido relaciones, pero fueron efímeras, un momento de satisfacción y, después, nada. No tenía hijos, hasta donde él sabía. Siempre había sido responsable en cualquier encuentro sexual, al menos en ese aspecto. La falta de producción de un heredero legítimo del hijo mayor había preocupado un poco a sus padres, pero cada uno de sus hermanos menores había cumplido el deber que Kenneth descuidó de manera tan egoísta. Ahora había una cuestión masculina en abundancia para garantizar la continuación de un linaje largo y noble. No tenía remordimientos en esa esfera de su vida.

    Con otros arrepentimientos en mente, volteó hacia la izquierda. La casa se veía abandonada, descuidada, con el jardín cubierto de maleza. Un coche polvoriento y sin llantas descansaba donde una vez habían florecido las vides. Tres bicicletas motorizadas de edad indeterminada yacían abandonadas a la izquierda de la calzada, incluyendo la moto roja que había estado ahí hace tanto tiempo. Una motocicleta nueva descansaba afuera de la cancela principal al igual que un perro desinteresado y somnoliento.

    La pintura estaba descolorida y se pelaba en todas las persianas. El conductor observó impasible a su pasajero salir del taxi. Con una sonrisa resignada al conductor, quien a cambio dio un imperceptible asentimiento de la cabeza, Kenneth caminó hacia la puerta más pequeña que llevaba a la entrada de la cocina. El balcón había ganado una fea estructura de madera alrededor de su perímetro. Un conjunto de cajas desordenadas reemplazaba el borde una vez limpio con macetas. Observó hacia la derecha, al jardín lateral, con la esperanza de evocar un recuerdo. El jardín permaneció callado a manera de burla. No la encontraría ahí. Regresó al taxi.

    —Continúa.

    El taxi se desplazó a derecha e izquierda siguiendo las curvas del camino y se detuvo afuera del hospedaje que Kenneth eligió.

    ***

    El atardecer cayó. Llevando su gin-tonic al patio desierto del hotel, Kenneth cerró los ojos para invocar una visión de la Reina de Hielo como la había visto por última vez. Pero la imagen era nebulosa. No podía retenerla. Ella no estaba ahí.

    Recordaba la noche en que se había descongelado. Tal deshielo. Tanta pasión, tanta urgencia, tanta necesidad. No solo lo había llevado a lugares olvidados hace tanto tiempo, sino a alturas nunca antes conocidas. Lo había drenado, física y emocionalmente. Sintió que le había arrebatado el alma. Después, cuando yacían callados, sintió un agotamiento total del cual no creía que alguna vez podría recuperarse. Pensó haberla oído susurrar: «Vuelve a mí, mi amor.» No sabía a quién le hablaba. Aunque pudo haberlo deseado, sabía en su corazón que no era a él.

    En la mañana, ella se había ido. El lugar donde se había acostado estaba frío. ¿Había estado ahí en realidad? Ya no distinguía los hechos de la ficción. Oyó la bocina de un auto. Su taxi. Con rapidez despachó lo último de su generosa bebida, más gin que agua tónica, y salió para el viaje a la ciudad.

    ***

    Kostas hace mucho tiempo que no estaba. Desde entonces el bar tuvo varios dueños, aunque el ambiente no había sobrevivido a la partida de Kostas. Los primeros dueños habían preservado la decoración y puesto la misma ecléctica mezcla de música, pero poco a poco la atmósfera generada por el tercer componente, Kostas en sí, se disipó. Algunos cambios se produjeron. La barra alta de madera barnizada, que había sido el orgullo y la alegría de Kostas, ahora era de un blanco deslumbrante. Había una televisión sacrílega en la pared donde los estantes de libros habían estado alguna vez.

    Kenneth dio su orden, la cual fue recibida y despachada con indiferencia. Eligió sentarse afuera, midiendo con cuidado su paso en el camino hacia las mesas para evitar el tráfico, aún más frenético que en su última visita. Se sentó con la espalda hacia la pared, desde donde podía inspeccionar todo. Solo vio extraños, gente nueva. No la encontraría ahí.

    Levantó un brazo cuando pasó una calesa. Ninguna campana anunciaba su acercamiento y ninguna flor silvestre lo adornaba. El joven conductor se detuvo mas no hizo ningún intento por ayudar al anciano caballero a sentarse. La cantidad escasa de bebida con la que Kostas se hubiera horrorizado, mucha más agua tónica que gin, permaneció intacta sobre la mesa.

    ***

    El restaurante Garden, ya no un jardín sino un patio pavimentado, tenía algunos invitados de finales de la temporada cuando Kenneth volvió a entrar. Algunos sonrieron; otros dijeron buenas tardes de manera amigable. Aceptó todo con un breve asentimiento de cabeza. Sin deseos de entablar o alentar una conversación sobre las vacaciones, eligió una mesa en la esquina más alejada donde los árboles estuvieron alguna vez, lejos de las luces del edificio principal. Una joven sonriente apareció. Encendió la vela que estaba en una corona de rosas de tela, colocada en un cristal opaco y ahumado.

    La vista de las rosas caseras y el aroma a jazmín de la noche lo inundaron de recuerdos confusos. Sus ensueños fueron interrumpidos por la joven. Joven para él, cómo la mayoría lo era en estos días, pero en los treinta tardíos.

    —Sí, gracias. Comeré la chuleta de cerdo con ensalada, sin papas.

    —¿Le gustaría algo para beber?

    —Una jarra de blanco, por favor. Y...

    —¿Sí?

    —¿Y la pareja que dirigía este hotel?

    —Mi madre y mi padre. Están jubilados, aunque a veces mamá viene a ayudar. Les haré saber que preguntó por ellos. Yo soy Rhea, su hija. No tenemos tantos extranjeros ahora. Principalmente atenienses que vienen para el verano o los fines de semana largos. Por supuesto, siempre estamos llenos para la Armata. Mi esposo cocina ahora. Es muy buen cocinero.

    Rhea fue a atender a otros invitados, dejando que Kenneth recordara la Armata que pasó con la mujer a quien tanto quiso fuera aquella con la que compartiría su vida. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Las preguntas permanecían sin respuesta como siempre. Observó a Rhea entrar a la cocina y llenar una jarra con vino de un barril. Lo trajo, junto con el pequeño vaso del cual este vino se bebía, a su mesa.

    —De mí y mi esposo para darle la bienvenida.

    —Es muy amable. Gracias.

    Kenneth tomó un sorbo del vino un poco tibio, reemplazando su copa con lentitud y asintiendo en agradecimiento.

    —Dime, Rhea. ¿Recuerdas a una dama inglesa que vivió aquí hace unos treinta años? Vinimos aquí una o dos veces cuando viví en la isla por un año.

    —Recuerdo a la maestra de inglés. Pero yo era muy joven. Siempre venía aquí después de estar sola. Yo practicaba mi inglés con ella. Traía a su perro con ella. Por lo general no tenía compañía, pero creo recordarle con ella algunas veces, cuando usted se quedó en su vieja casa. Creo que es muy triste...

    ***

    Rhea regresó a la cocina, dejando a Kenneth reflexionar sobre la historia que le acababa de ser revelada. La Reina de Hielo jamás mencionó un perro, pero él recordaba con claridad la tumba más grande y la cruz celta. Una cosa más que nunca había sabido. Y eso era su perro. Entonces, hubo alguien más. ¿La había conocido en realidad?

    Apenas fue consciente de la chuleta de cerdo y la ensalada ser colocados frente a él o del Kalí órexi que los acompañaba mientras trataba de aceptar sus sentimientos. ¿Podría, debía, haber hecho un esfuerzo mayor para encontrarla? ¿Debía haber regresado a la isla inmediatamente después de haber entregado el manuscrito de la isla a su agente? Aquel libro tuvo mucho éxito. También había procedido a escribir el libro que su agente esperaba en un principio. Que su amateur detective fuera comido por tiburones le había dado a Kenneth gran placer, pero nunca había escrito otro libro. Al descubrir que no podía concentrarse en un proyecto largo, se había limitado a escribir artículos basados en sus viajes sin descanso. Nunca escribió solo por dinero. No lo había necesitado. El fideicomiso familiar se había encargado de eso.

    Después, sus visitas esporádicas a la isla nunca coincidieron con las de ella, aunque por poco se encontraban en ocasiones. En una de esas visitas comió en un restaurante en la plaza del Reloj, un lugar que siempre le había gustado, pero al que ella siempre se rehusó a ir... con él. La comida era excelente; el servicio, amigable.

    Había sido una tarde fresca y con viento, así que se había sentado en el interior. Sus ojos habían sido atraídos a una foto en blanco y negro que colgaba en la pared. Era una foto de Dapia, quizá de los años veinte. Hombres jóvenes con pantalones blancos, chaquetas y sombreros de paja lo observaban.

    Parecía vagamente familiar mas estaba seguro que nunca la había visto antes. Argyres había regresado con su comida, un plato de mariscos con ensalada.

    —Ah, admira la foto vieja. Fue un regalo de la dama. Kalí órexi.

    La Dama. La memoria de Kenneth regresó a la figura oblonga en la pared de la sala que indicaba el lugar donde había colgado la foto alguna vez. Fotos de diferentes partes de la isla habían colgado en ambos lados. Eso era lo familiar. Todos los marcos eran idénticos. La imagen observándolo fijamente hubiera encajado a la perfección en el oblongo.

    Al final, le habían dicho que ella ya no venía. Nadie tenía información alguna, por lo que él también había dejado de venir. Incluso Nikki había sido incapaz de ayudar. Aunque Kenneth sabía que ella tenía un pasaporte británico, no parecía haber evidencia de ella viviendo en Reino Unido después de que, al parecer, se había ido de la isla. Y rara vez había hablado sobre su vida antes de conocerlo. A menudo había pensado que, en su mente, ella todavía vivía en el pasado. Mas, al abordar el tema sobre su vida anterior, ella había respondido que solo existía el presente, el aquí y el ahora.

    Después de varias consultas con especialistas, decidió que regresaría una vez más a la isla para buscarla. Aunque no la había encontrado en ningún lado, el viento todavía susurraba su nombre. Creía que ella estaba ahí, en algún lado, y ahora con esta nueva información la encontraría. Mañana decidiría si abandonaría o no esta isla para siempre. Pidió un café y un brandy.

    Entrada de diario (mediados de mayo - unos treinta años antes)

    Qué paisaje. Ininterrumpido hasta el mar. Me pregunto qué será eso. ¿Otra isla? Apenas parece lo suficientemente grande. Debo decir que esto es bastante aceptable después de todo. Por corto tiempo. En definitiva, no me quedaré un año. Apenas parece una semana desde la llamada de esa horrible mujer.

    En el escritorio había una hoja de papel en blanco, un papel secante donde la hoja yacía prístina, una pluma estilográfica con monograma sobre un portaplumas de roble exactamente paralela a la parte superior del papel secante. Kenneth se quedó viendo la hoja como había hecho por varios días. Nada venía. El teléfono, ubicado de forma directa a la izquierda del papel secante, había estado sonando con molesta regularidad. Tomó el auricular.

    —¿Sí?

    —Encontré el lugar perfecto para ti.

    Al reconocer la sedosa voz, Kenneth estuvo tentado a colgar. Se abstuvo, sabiendo que tal acción podría resultar en una llegada a su puerta. Su hogar era sacrosanto. Definitivamente no quería a la dueña de aquella voz entrara en sus portales. Con ella, había producido un conjunto de cuatro volúmenes sobre la historia de su familia, una hazaña nada menor, reconocida a regañadientes por su padre cuando obtuvo el éxito académico.

    Su agente, que tenía un buen ojo para la economía y con quien tenía una relación fracturada, le había insistido en ingresar al mercado popular de la novela de detectives. Los viajes de Kenneth permitirían un trasfondo muy auténtico. A manera de burla, había traído a la vida a Denny Dee.

    Los primeros dos libros que narraban las aventuras del detective amateur y cantante en cruceros obtuvieron un éxito sorprendente. Kenneth no entendía cómo una lombriz tan banal había sido bien recibida por una gran sección del público. Pero, varios libros después, Denny seguía demostrando ser popular. Ahora su agente, de quien pensaba con poco cariño como «la Perra», se preocupaba por su fracaso para producir el siguiente. Ella había abordado una variedad de tramas para hacerlo escribir, pero hasta ahora había fallado. Era obvio que creía tener la solución.

    Oyó vagamente «Grecia», «pequeña» e «isla» ser dicho de manera entusiasmada. Todos los arreglos habían sido hechos, un mensajero estaba en camino con todos los detalles. Podía empacar mientras esperaba. Las implicaciones eran claras. No le estaba dando una opción.

    ***

    Firmó el paquete y lo abrió de inmediato. Una breve nota le informaba que la Perra se encargaría del departamento, los gastos y las cancelaciones. También enviaría paquetes de artículos esenciales durante el año de su estadía. ¿La mujer por fin había llegado al límite? Escribió que esperaba recibir el manuscrito lo más pronto posible. Había un sobre grueso. Adentro, había una hoja A4 con un itinerario detallado más una cantidad de dracma. Otros trozos de papel resultaron ser una variedad de boletos de viaje.

    El teléfono sonó. ¿Podía el señor, por favor, confirmar el taxi al aeropuerto, reservado para llegar en dos horas? Kenneth agarró los boletos. Cinco horas para el vuelo. ¡Maldita Perra! El itinerario daba Spetsai como el destino final. Nunca había oído de ese lugar.

    ¿Dónde demonios estaba? Tomó su Atlas del Mundo de Times. Ponía Spetses como alternativa. Resultó ser una isla pequeña en el Golfo Argo-Sarónico. Pob. c. 4,000. Una ciudad principal: Spetses. ¡Original! Al buscar rápido información adicional, su más grande declaración de fama parecía ser que no tenía automóviles. «Era algo», supuso.

    ***

    Estaba en un asiento económico estrecho, no había área privilegiada de primera clase en aquel avión. Otro punto para la Perra. Su firma no solo estaba en la pared, sino que estaba en grande. Había conseguido asegurar un asiento en el pasillo para poder levantarse y estirar las piernas varias veces durante el vuelo. Un hombre delgado, un poco calvo y con lentes, tenía el asiento de ventanilla y pasó la mayor parte del tiempo admirando las nubes. La montaña de carne, que Kenneth creía era la esposa, desbordaba el asiento de en medio.

    Cuando estuvieron en el aire y la señal del cinturón de seguridad fue apagada, ella había levantado, con trabajo, el descansabrazo que era la única salvación de Kenneth contra su ataque físico. Con una sonrisa que Kaa hubiera envidiado, regresó poco a poco el descansabrazo a su lugar. Fin de la discusión. Si la señora quería o necesitaba dos asientos, debió haber pagado por ellos. Esta acción también aseguró que la señora no le dirigiera la palabra por el resto del vuelo. Aunque le dio comentarios continuos a su presunto esposo, probablemente el motivo por el cual le parecían tan fascinantes las nubes.

    Kenneth dormitó, vagamente consciente de los refrigerios y las bebidas a la venta. Nada de comidas gratis en aquella baratija. La Perra en verdad pensó todo a fondo. Pero, ¿estaba él equivocado? ¿Podía oler pollo frío? Y, en definitiva, huevo cocido. Kenneth miró a través de pestañas largas que muchas mujeres envidiaban, otras más considerándolas sensuales y atractivas, para ver el origen del olor movido por la señora a su lado. Arrugó la nariz en desagrado.

    Consultó su reloj: dos horas más. La comida terminada, la señora arrastró su masa fuera del asiento. Complacido de poder estirar las largas piernas, Kenneth saltó al pasillo con agilidad y, como el caballero que era, se inclinó y empujó ambos descansabrazos a una posición vertical para facilitarle el paso. Durante su ausencia caminó arriba y abajo del estrecho pasillo, moviendo los brazos y las piernas de tal manera que le causó bastante gracia a varios pasajeros. A Kenneth le importó poco, consciente de los peligros de la inactividad en un vuelo de cuatro horas.

    Cuando la señora más que rubensiana había regresado a su asiento, hizo lo mismo, notando que ella había regresado ambos descansabrazos a su posición horizontal. Cerró los ojos hasta que una mano se colocó con amabilidad sobre su hombro. El aterrizaje era inminente, los cinturones de seguridad debían abrocharse.

    La señora se unió a su acompañante para observar fuera de la ventana. Esta vez Kenneth sabía que no veían las nubes sino la vista de la ciudad abajo. Atenas. Había ido varias veces a visitar a su amigo, Nikki. Amaba la vida nocturna de la ciudad, se sentía cómodo ahí. Incluso había aprendido algo de griego moderno.

    Pero esta vez Atenas no era su destino final. Tuvo que esperar varias horas antes de la siguiente etapa de su viaje. Su amigo Nikki vivía y trabajaba en Atenas, pero difícilmente podía hacer una llamada social a las dos de la mañana sin haber tenido tiempo de anunciar una visita. Los vuelos nocturnos eran mucho más baratos que los diurnos. La Perra. Tal vez se regocijaba bastante al imaginarlo atrapado en el aeropuerto con nada abierto, excepto los baños públicos.

    ***

    Después de haber pasado por el control de seguridad, un oficial muy aburrido y un control de aduana desierto por completo, Kenneth recogió su equipaje y caminó al extremo más alejado del aeropuerto, donde estaban los camiones y los taxis para Atenas y Pireo. También había autobuses esperando a grupos de turistas. Mientras se acercaba a la oficina de boletos, vio a sus compañeros de vuelo en la fila. Los oyó pedir boletos para Pireo. Kenneth no se movía en camiones. Cruzó la calle y se subió a un taxi que esperaba.

    Salieron directo al suburbio de Glyfada. La calle costera estaba relativamente tranquila para ser la mitad de la semana. La mayoría eran taxis que trabajaban entre el aeropuerto y los puertos, y camiones que transportaban turistas a los hoteles o al puerto para esperar los ferris a las islas sin aeropuerto. Las luces de los bares, los restaurantes y los clubes nocturnos, las cuales brillarían hasta tarde durante el fin de semana, no existían, pero sabía dónde buscar la belleza de Atenas. Era una oportunidad breve, pero estaba listo. Ahí estaba, parado con orgullo

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