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Camino de Hierro: Ferrocarril Bucaramanga-Puerto Wilches Guerras civiles, conflictos e incidencia geopolítica
Camino de Hierro: Ferrocarril Bucaramanga-Puerto Wilches Guerras civiles, conflictos e incidencia geopolítica
Camino de Hierro: Ferrocarril Bucaramanga-Puerto Wilches Guerras civiles, conflictos e incidencia geopolítica
Libro electrónico159 páginas2 horas

Camino de Hierro: Ferrocarril Bucaramanga-Puerto Wilches Guerras civiles, conflictos e incidencia geopolítica

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Hace cien años existía a orillas del río Lebrija un pequeño caserío llamado Botijas. Allí se almacenaba la carga que bajaba desde Bucaramanga por el camino de herradura, y se transbordaba la que había llegado por el río con destino a esa ciudad.
El puerto era un pequeño espacio talado en la inmensidad de la selva, en donde los "tambos" hacían de bodega y casa de administración. Separadas de ellos por alambradas, unas chozas formaban el resto de la población. Botijas parecía insignificante; pero por este lugar pasaba casi toda la mercancía exportada e importada en la Provincia de Soto, Departamento de Santander.
A comienzos de 1892, en los últimos días de la temporada seca, llegó a Botijas el gobernador del Departamento. El general, grado por el cual se conocía más a don José Santos, comenzó su visita con la inspección de las estibas en el depósito de sal, los techos de algunas bodegas y los doce mil bultos almacenados en ellas, de los cuales, más de diez mil eran de café.
Con sus acompañantes se introdujo en la montaña por la trocha de Peñas Blancas; pues planeaba abrir un camino para ir al encuentro del ferrocarril cuando éste avanzara en su construcción desde el río Magdalena hasta Bucaramanga, la capital. Satisfecho con el desarrollo de las obras, regresó a la ciudad.
De aquellas charlas nació la idea de instalar en Bucaramanga una industria de maquinaria para el beneficio del café, compañía para la cual Orestes se ofrecía como socio. Inesperadamente, el colombiano perdió su empleo y precipitó el desarrollo de los planes, coordinando con los Penagos la importación, desde Inglaterra, de los elementos necesarios para la empresa.
Todo ésto sería transportado por una empresa naviera a través del Lago de Maracaibo y sus afluentes, hasta la localidad fronteriza de Puerto Villamizar.
Desde allí, el ferrocarril los llevaría a Cúcuta, donde serían reclamados por sus propietarios y trasladados por caminos de herradura hacia su destino final.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 dic 2019
ISBN9780463557945
Camino de Hierro: Ferrocarril Bucaramanga-Puerto Wilches Guerras civiles, conflictos e incidencia geopolítica
Autor

Emilio Arenas

Emilio Arenas, escritor, historiador y político santandereano nacido en Bucaramanga-Colombia

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    Camino de Hierro - Emilio Arenas

    Camino de Hierro: Ferrocarril Bucaramanga-Puerto Wilches

    Guerras civiles, conflictos e incidencia geopolítica

    Emilio Arenas

    Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    Camino de Hierro: Ferrocarril Bucaramanga-Puerto Wilches

    Guerras civiles, conflictos e incidencia geopolítica

    ©Emilio Arenas

    Historia de Colombia Las guerras civiles N° 13

    Primera edición 2007

    Reedición diciembre de 2019

    ©Ediciones LAVP

    © www.luisvillamarin.com

    Cel 9082624010

    New York City, USA

    ISBN: 9780463557945

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.

    Camino de Hierro

    Capítulo 1 El viaje

    Capítulo 2 La provincia

    Capítulo 3 La ruina

    Capítulo 4 La guerra de Palonegro

    Capítulo 5 Disolución de el gran ejército

    Capítulo 6 Retorno

    Capítulo 7 La reconstrucción

    Capítulo 8 La línea del ferrocarril

    Capítulo 1

    El Viaje

    Hace cien años existía a orillas del río Lebrija un pequeño caserío llamado Botijas. Allí se almacenaba la carga que bajaba desde Bucaramanga por el camino de herradura, y se transbordaba la que había llegado por el río con destino a esa ciudad.

    El puerto era un pequeño espacio talado en la inmensidad de la selva, en donde los tambos hacían de bodega y casa de administración. Separadas de ellos por alambradas, unas chozas formaban el resto de la población. Botijas parecía insignificante; pero por este lugar pasaba casi toda la mercancía exportada e importada en la Provincia de Soto, Departamento de Santander.

    A comienzos de 1892, en los últimos días de la temporada seca, llegó a Botijas el gobernador del Departamento. El general, grado por el cual se conocía más a don José Santos, comenzó su visita con la inspección de las estibas en el depósito de sal, los techos de algunas bodegas y los doce mil bultos almacenados en ellas, de los cuales, más de diez mil eran de café.

    Con sus acompañantes se introdujo en la montaña por la trocha de Peñas Blancas; pues planeaba abrir un camino para ir al encuentro del ferrocarril cuando éste avanzara en su construcción desde el río Magdalena hasta Bucaramanga, la capital. Satisfecho con el desarrollo de las obras, regresó a la ciudad.

    Poco después comenzaron las lluvias. El caudal del río aumentó y permitió el acceso al puerto de las primeras naves de carga.

    De una de ellas desembarcaron el inspector del camino de Peñas Blancas, una cuadrilla de peones negros y una familia española que iba para Bucaramanga.

    Todos habían viajado en un buque de vapor hasta Bodega Central, sitio en el cual tomaron una canoa y subieron por el río Lebrija hasta las cercanías de Botijas, para continuar por tierra y así esquivar los raudales de los últimos cinco kilómetros de navegación, en los cuales las embarcaciones cargadas demoraban hasta una semana.

    Los peninsulares provenían de Caracas, donde se establecieron en 1878, año en que partieron hacia América debido a las "guerras carlistas". Como casi todos sus compatriotas, que en esa época llegaban al Nuevo Mundo, estos españoles viajaban hacia Argentina o Uruguay. Sin embargo, cuando el buque hizo escala en La Guaira, decidieron quedarse y probar fortuna en Venezuela.

    Francisco Penagos Fernández era el padre de aquella familia. Había nacido en Quintanortuño, Provincia de Burgos, el 2 de abril de 1836, y residió por muchos años en Celadilla Sotobrin, localidad de la misma provincia, de donde era oriunda su esposa Nieves Villalaín Laredo, nacida el 4 de agosto de 1844. Allí también nacieron sus hijos: Eugenio, el 22 de abril de 1868; Felisa, el 21 de febrero de 1872; Mariano, el 2 de febrero de 1874; y Eusebio, en 1878, año del viaje hacia América.

    Don Francisco, industrial por vocación, inició el montaje de un aserrío en el valle del Río Tuy con el dinero proveniente de la venta en España de un molino de trigo. Pero al poco tiempo murió, junto con su hijo menor, víctima de una epidemia de fiebre amarilla.

    Los Penagos sobrevivieron en Caracas con lo poco que lograron salvar de aquel desastre, hasta cuando Eugenio tuvo edad para emplearse como ayudante de construcción y así contribuir al sostenimiento de la familia. El muchacho inició sus conocimientos de metalmecánica al vincularse como obrero en el taller de fundición de William Condencyen.

    Tiempo después, logró ingresar como aprendiz de mecánica en los talleres de la compañía inglesa que construía el ferrocarril de Caracas a La Guaira. De esta forma, sus hermanos menores pudieron concluir la primaria; ingresando luego Mariano al afamado Colegio Fontes y Felisa a la casa de modas "El Palacio de Cristal".

    Con sus ahorros, Eugenio compró máquinas y herramientas usadas a los ingleses, formando con ellas un pequeño taller que dejó a cargo de Mariano. A los 24 años llegó a ocupar el cargo de director general de los talleres del ferrocarril, y fue entonces cuando conoció al colombiano Orestes Bautista. Oriundo de Pamplona, Orestes se desempeñaba como secretario del presidente de la República y, al parecer, había decidido ganar la amistad de la familia por la atracción que sentía hacia Felisa.

    En sus frecuentes visitas solía hablar de su patria y, en especial, de una población cercana a la de su origen, llamada Bucaramanga. La describía como una de las ciudades más importantes de Colombia, tan avanzada como la misma Caracas, llegando a afirmar incluso que se hallaba en su mejor época debido a los buenos precios del principal cultivo: el café.

    De aquellas charlas nació la idea de instalar en Bucaramanga una industria de maquinaria para el beneficio del café, compañía para la cual Orestes se ofrecía como socio. Inesperadamente, el colombiano perdió su empleo y precipitó el desarrollo de los planes, coordinando con los Penagos la importación, desde Inglaterra, de los elementos necesarios para la empresa.

    Lo adquirido comprendía un horno o cúpula T. White Brothers número 1, con antecrisol para fundición de hierro y ladrillos refractarios de recambio, una máquina de vapor con su caldera, una punzonadora hidráulica o quimete hidráulico y algunas herramientas menores. Todo ésto sería transportado por una empresa naviera a través del Lago de Maracaibo y sus afluentes, hasta la localidad fronteriza de Puerto Villamizar.

    Desde allí, el ferrocarril los llevaría a Cúcuta, donde serían reclamados por sus propietarios y trasladados por caminos de herradura hacia su destino final.

    Los Penagos partieron a Bucaramanga en mayo de 1892. El buque en el cual viajaban arribó a los pocos días a Puerto Colombia y, en el ferrocarril que ingresaba al muelle, recorrieron veintidós kilómetros hasta llegar a la Aduana de la ciudad de Barranquilla. El ferrocarril, llamado Bolívar y construido en 1870, pertenecía, con el puerto, a la The Colombian Railway Harbor Company.

    Hacía parte del gran esfuerzo que modernizó los transportes en el Río Magdalena y convirtió a Barranquilla en paso obligado de las tres cuartas partes del tráfico del país, y en el segundo centro comercial de las costas colombianas, después de Panamá.

    Sus comerciantes poseían una flota de veinte embarcaciones de vapor, destinadas a movilizar carga y pasajeros por el Magdalena y sus afluentes, y dos más dedicadas al servicio del correo. Los empresarios navieros garantizaban a sus clientes el despacho de los vapores necesarios para evitar la demora en el transporte.

    El rápido reconocimiento que la Aduana de la ciudad hacía de las mercancías, había reducido a dos o tres días la espera entre el desembarco en Puerto Colombia y el transbordo a los vapores.

    Una vez en el puerto, los viajeros eran trasladados de inmediato a la ciudad y, en ocasiones, lograban embarque el mismo día.

    Para los Penagos la espera fue mínima. El Administrador de Aduanas, al ver las máquinas y conocer sus planes de instalar una industria metalmecánica, les franqueó el paso exonerándoles de cualquier impuesto; declarándose incapaz de cobrar a quienes traían a su país aquello que con tanta urgencia se necesitaba.

    La navegación por el Magdalena reveló el contraste. Poco a poco la selva hizo presencia hasta convertirse en espectáculo permanente. Había momentos en que el inesperado pito del vapor rompía la monotonía del viaje para saludar alguna embarcación. También alertaba su proximidad a los proveedores de leña y anunciaba su llegada a algún pueblo. Así arribaron a El Banco, poblado desolado de casas pajizas con paredes de bahareque.

    Al día siguiente, los inmigrantes oyeron decir a la tripulación que estaban cerca de La Gloria; donde, creyéndola el comienzo de la civilización, se sintieron decepcionados al verse ante un caserío miserable con un grupo de curiosos agolpados en la playa. Una tarde, el capitán del vapor les anunció la llegada a Bodega Central, desde donde debían continuar el viaje, a bordo de un "champán", por el río Lebrija.

    La nueva embarcación era, en realidad, una canoa de madera de unos diez metros de eslora por un poco más de dos de manga, cubierta en parte por un techo de palos y hojas de palma y con una letrina improvisada en la popa para los pasajeros. El champán era movido por una tripulación de ocho negros semidesnudos que remaban o empujaban, según las circunstancias, navegando muy cerca de la orilla.

    Hundían en el lecho del río unas palancas de madera terminadas en horqueta y, apoyándolas en el pecho, muy cerca del hombro, caminaban por el techo hacia la popa; impulsando así la embarcación hasta conseguir una velocidad de tres millas por hora.

    Aquellos tripulantes, conocidos en el río como "bogas", eran famosos por sus ruidosas conversaciones y la costumbre de abandonar de improviso el trabajo para dedicarse a interminables borracheras.

    La familia se alojó en la parte cubierta de la embarcación, junto a José Cogollos, inspector del camino de Peñas Blancas. Pasaban todo el día en sus hamacas, muy cerca al fogón de piedras donde se cocinaba el "sancocho" que servía de alimento.

    Al caer la tarde, la tripulación amarraba el champán a los árboles de la orilla. Al anochecer, mientras los blancos dormitaban en hamacas enfundadas en toldillos, los bogas y peones que llevaba don José, descansaban en esterillas, indiferentes a los mosquitos.

    Estos hombres, que contaban historias en la oscuridad y reían iluminados por grandes tabacos, eran los predilectos de los capataces por su excepcional resistencia a la fatiga y las enfermedades.

    Su capacidad de trabajo por término indefinido en climas malsanos, los hacían superiores a los blancos y mestizos del interior del país que frecuentemente morían o quedaban inutilizados.

    La vista de los pueblos, y la aparición de vapores, había desaparecido. Sólo se veía el desfile interminable de selva, interrumpida por caños o por algún champán que bajaba veloz sobre la corriente. Desde ellos, la tripulación agitaba los brazos, saludo que los bogas respondían invariablemente con insultos.

    La compañía de don José se había convertido en un alivio para la angustiosa expectativa de los Penagos, pues su conversación era fuente de valiosos conocimientos. Según la tradición, la soledad de la montaña que ahora veían, había sido un solo vecindario desde Barranquilla hasta Honda, antes de que la codicia del blanco llegara a América. Don José relataba las desiguales batallas donde los cristianos, amparados en la absoluta superioridad de sus armas, disparaban los cañones y mosquetones sobre las canoas repletas de indios.

    Los cuerpos de los nativos, arrastrados por la corriente, eran presa de caimanes alertados por los estallidos de la pólvora. Fue tal la magnitud del genocidio, que en pocos años los españoles se vieron obligados a traer esclavos desde África. De ellos descendían los bogas y los peones que ahora les acompañaban.

    También contaba don José que los primeros europeos en llegar a estos territorios habían sido los exploradores de la Casa Welsser. Venían de Maracaibo comandados por el alemán Ambrosio Alfinger y se habían adentrado hasta estas latitudes creyéndolas parte de su gobernación en Venezuela. Siguiendo la margen del Río Lebrija, llegaron a una laguna situada en el lugar donde ahora se construía la casa de mercado de Bucaramanga.

    Después de la muerte de Alfinger, a

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