La ruta del tren dormido
Por Claudia Arroyave
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Así comienza este relato: «Antes, al lugar para el que voy se podía llegar en tren. Diariamente salían de aquí, de Medellín, locomotoras con servicio de primera y segunda clase que en unas ocho horas atravesaban la región hasta dar con el río Magdalena, única vía, durante más de cien años, para llegar y salir del interior del país a la costa Caribe, para conectarse con el mundo. Mucho antes, durante el siglo XIX, en otras latitudes fueron inventadas unas máquinas que se movían sobre rieles y que podían unir poblados y ciudades».
Claudia Arroyave
(Santa Rosa de Osos, Colombia) Es escritora y editora. Usa el seudónimo Koleia Bungard. Reside en Tucson, Estados Unidos. Estudió periodismo en la Universidad de Antioquia y terminó una maestría en Estudios Latinoamericanos, en la Universidad de Arizona. Es autora de los libros Mientras Dios descansa (Editorial Eafit, 2005) y El pueblo de las tres efes (Hombre Nuevo Editores, 2008). Es fundadora y autora permanente del portal www.diariodepaz.com. koleia.writer@gmail.com
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La ruta del tren dormido - Claudia Arroyave
Presentación
Han pasado trece años desde que terminé de escribir estas crónicas y diez desde que salí de Colombia. Quizá haya sido por el espíritu viajero que alimenté durante los meses que duró mi recorrido por las estaciones del ferrocarril antioqueño (a comienzos de 2007), pero la sed por descubrir nuevas rutas volvió a habitarme. Entonces empaqué otra vez mi mochila y me fui.
En septiembre de 2010, ansiosa por explorar distintos horizontes, dejé una copia impresa de estas crónicas guardada entre los libros de mi biblioteca en Medellín, y emprendí un viaje sin plan por todos los países centroamericanos. La ruta terminó para mí en una casa en el desierto de Sonora, a poca distancia de donde pasan cada día los trenes que atraviesan el sur de los Estados Unidos, de este a oeste y viceversa, cargados de mercancías. Su sonido me hace pensar a veces en el viaje que hice, me hace pensar en lo que sentirán hoy los que viven en Antioquia añorando el tren.
Hace algunos meses, cuando volví de visita a la casa de mi mamá en Medellín, obligada por la nostalgia a desempolvar libros y diarios, encontré en un sobre de papel el primer borrador de este libro, escrito originalmente para optar al título de periodista en la Universidad de Antioquia. Comencé a leer con el mismo afán con el que emprendí entonces aquel viaje, tratando de ponerles rostro a las voces de las personas que compartieron conmigo sus testimonios, sintiendo de nuevo el sopor del clima y preguntándome qué tanto habrá cambiado la realidad en estos poblados desde que pasé por allí, más de una década atrás. Leí el texto completo en los tres aviones que tomé de Medellín al desierto, y sentí el deseo de compartir con alguien estas historias que, con el reposo de los años, han dejado de ser, para mí, un reporte periodístico, para convertirse en un viaje a parte de la memoria de la gloria
antioqueña. ¡Tuvimos un ferrocarril! ¡Que no se nos olvide su historia!
Hoy, cuando todos en casa duermen y el silbato del tren anuncia su paso por el centro de Tucson, me dispongo en este escritorio a saldar una deuda con las memorias recogidas y con parte de la historia de mi país. Con los dedos temblorosos y una sensación de vértigo en mi alma, decido poner estas crónicas en manos de los lectores. Espero que la descripción de esta ruta y el viaje al pasado permitan, de algún modo, reconocer la valentía de quienes soñaron lo imposible, de quienes vivieron de cerca la magia del ferrocarril y de los que aún están vivos y cuentan la historia. Deseo que estas crónicas abran horizontes y esperanzas a quienes se han resignado a la desaparición del tren.
Tucson, Arizona, 20 de mayo de 2020
Antes de la larga siesta: introducción
En la Colombia de hoy los ferrocarriles son marginales y casi inexistentes, hecho triste para un medio que transportó el desarrollo pero que no se desarrolló, y ni siquiera sobrevivió, ante tanta descoordinación e incompetencia. Quedaron, sí, las estaciones como testimonios valiosos, cuya calidad persiste a pesar del abandono y su irónica inutilidad.
Carlos Niño Murcia¹
Antes, al lugar para el que voy se podía llegar en tren. Diariamente salían de aquí, de Medellín, locomotoras con servicio de primera y segunda clase que en unas ocho horas atravesaban la región hasta dar con el río Magdalena, única vía, durante más de cien años, para llegar y salir del interior del país a la costa Caribe, para conectarse con el mundo. Mucho antes, durante el siglo XIX, en otras latitudes fueron inventadas unas máquinas que se movían sobre rieles y que podían unir poblados y ciudades.
Pero mientras la maravilla de los ferrocarriles llegaba a Colombia, cada Estado del interior se las había ingeniado para conectarse con el río. En el caso de Antioquia, un gobernador de apellidos Baraya y La Campa aprovechó un primer camino conocido como Juntas del Nare –que había sido la ruta más importante del comercio indígena–, y en las orillas del río construyó bodegas para almacenar las mercancías que venían de afuera y que luego serían transportadas en mulas hasta el Valle de Aburrá. Para recorrer ese camino había que separar dos semanas y a cada paso darse bendiciones (me imagino) para no perecer por lo malsano del clima o por la proliferación de bichos. Fue la época de los arrieros, hombres vigorosos que dirigían recuas de hasta diez mulas con 250 libras encima cada una.
Preocupación de los gobernadores de entonces fue mejorar las condiciones del tráfico, pues aunque existían además los caminos de Herve y Palagua, ninguno de ellos era cómodo ni respondía a las necesidades del comercio. Pedro Justo Berrío (recordado por su espíritu progresista), impulsó y ejecutó la construcción del camino carretero que unió a Medellín con el río Magdalena, pasando por los municipios de Copacabana, Girardota, Barbosa, Santo Domingo y Yolombó, vía que se convirtió en la más importante desde 1872.
Pero ahí no se quedó la cosa. A una necesidad satisfecha, una nueva necesidad. El gobernador siguiente, don Ricaredo de Villa, se entusiasmó tanto con la idea iniciada por Berrío, que dimensionó como una realidad pronta la irrupción de un ferrocarril por las montañas antioqueñas, toda una proeza si se mira el mapa de la región y se consideran las prominencias que por este lado presenta la Cordillera Central de los Andes.
Se les ocurrió, pues, poner rieles sobre montañas, apoyándose en la realidad de entonces que traía a oídos de los gobernantes proezas ingenieriles como la emprendida en Perú en 1870, con la construcción de una línea entre Lima y Huancayo, esa sí en plena cordillera y ascendiendo de cero a 4.800 metros sobre el nivel del mar. Además, desde 1830 se estaban construyendo vías férreas por todos lados. Si en Gran Bretaña, Alemania, Francia, Estados Unidos, Australia, España, Cuba, México y hasta en Colombia ya el Ferrocarril de Panamá (todavía Estado colombiano) y el de Bolívar eran un ejemplo, ¿por qué no hacer entonces uno para Antioquia si ahí estaba el progreso y los caminos de herradura estaban mandados a recoger?
El tema se discutió en los recintos necesarios, pero como no había en la región quién se le midiera a trazar una línea férrea de 170 kilómetros que uniera al río Magdalena con Medellín, un comerciante del Atlántico recomendó a un ingeniero cubano experto en esos asuntos: Francisco Javier Cisneros, quien firmó con don Ricaredo un primer contrato el 14 de febrero de 1874, según el cual la construcción comenzaría en los primeros nueve meses del acuerdo y avanzaría, léase bien, a razón de 15 kilómetros por año. Ocho años tenía para terminar.
En principio, sobre la mesa estaba el contrato, pero él mismo tenía que conseguir la plata. Para ello viajó a Nueva York, Londres y París, y en noviembre de 1874 volvió a bordo del vapor Tequendama con su grupo de trabajo y el dinero para la obra. Hizo una primera expedición y ubicó como punto de partida el sitio conocido como Remolino Grande (luego llamado Puerto Berrío), donde ya existía un pequeño caserío. Allí se construyeron siete edificios para el funcionamiento de las oficinas del ferrocarril y para la residencia de los empleados, talleres, herrería y hospital, así como tres edificios más, dos para peones y uno para el presidio, para los reos que trabajarían en la abertura de la vía.
Como había urgencia en trazar la línea, el ingeniero se dirigió a la selva de La Malena, a quince kilómetros, pero junto con todo el equipo que iba (una cocinera, un asistente y cuatro presidiarios), se perdió. Casi que no ven la civilización de nuevo, después de trece días en un laberinto cenagoso, desierto y sofocante. Después de todo, para no hacer esta historia más larga, en octubre de 1875 lograron clavar los primeros rieles.
Al año siguiente, contrario a lo estipulado, no estaban terminados los primeros quince kilómetros. A Cisneros le debió doler mucho la cabeza ante tanta guerra civil seguida en Colombia, tantos peones desertores y tanta desconfianza extranjera para prestar dinero. Apenas en 1880 se vino a inaugurar el trayecto Puerto Berrío-La Malena. Para 1885 la línea no estaba en Medellín ni mucho menos, el Ferrocarril de Antioquia eran 48 kilómetros no más. Pronto, como el ambiente de trabajo no mejoraba, el ingeniero desistió, emprendió otros negocios y se fue a trazar nuevas líneas en distintas regiones, dejando lo hecho en manos del Departamento de Antioquia que, entre nuevos contratos, enredos, discusiones y críticas, fue extendiendo poco a poco el proyecto.
¡Y comienzan a emerger colonias a lo largo de la carrilera!; campamentos de trabajadores, tiendas y residencias de foráneos que fueron poblando la zona, siempre vecinos del tren. A 25 años de iniciada la construcción, por ejemplo, en lo que antes era selva ya existían 14 estaciones, 14 pueblos si se puede decir, que recibieron migrantes atraídos por las comentadas oportunidades laborales.
Todavía durante las primeras décadas del siglo XX, Antioquia giraba alrededor del sueño de un ferrocarril completo, pues en medio de la cordillera, la construcción no había sido fácil. Faltaba salvar el paso más penoso de todos
: la montaña de La Quiebra, que estorbaba en el kilómetro 115 desde Puerto Berrío y con la que me encontraré más adelante en este viaje.
En 1926 se ejecutó por fin la idea del ingeniero Alejandro López de abrir un túnel de casi cuatro kilómetros, y con esto se dio por terminada una línea con 43 paraderos y estaciones. En adelante, este medio de transporte tuvo, por supuesto, años de gloria. La navegación por el Magdalena y el tráfico de mercancías en el ferrocarril eran cosa de día y noche. Infinidad de productos –alimentos, enseres, instrumentos musicales, ropa, electrodomésticos, carros– entraban y salían por el puerto