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El juego del palo negro Orígenes republicanos, guerras civiles, pérdida de Panamá y violencia política
El juego del palo negro Orígenes republicanos, guerras civiles, pérdida de Panamá y violencia política
El juego del palo negro Orígenes republicanos, guerras civiles, pérdida de Panamá y violencia política
Libro electrónico199 páginas3 horas

El juego del palo negro Orígenes republicanos, guerras civiles, pérdida de Panamá y violencia política

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La revolución estalló en firme el 18 de octubre de 1899, fecha en la cual hubo pronunciamientos en el sur de Santander. Ese día ocurrió un levantamiento en Zapatoca, liderado por Eduardo Rueda Rueda, un masón que era a la vez propietario y rector del Colegio Liberal de esa ciudad. A él se unieron algunos de sus alumnos y los alzados procedentes de la aldea de San Vicente de Chucurí.
La columna recién formada se puso en marcha hacia San Gil, ciudad acordada como punto inicial de reunión. Los alzados se concentraron luego en la árida y poco poblada Mesa de los Santos o Gérira, cuartel general provisional desde donde divisaban la ciudad de Bucaramanga y al que llegaron también los alzados en El Socorro.
Diez días duraron allí los insurgentes, dedicados a ejercicios militares diferentes a los de balística y tiro al blanco, pues carecían de materiales. Después de hacer entre ellos numerosos ascensos y nombramientos, decidieron salir a combatir. Partieron hacia la cercana localidad de Piedecuesta, donde, según informes, se hallaban varios batallones del gobierno dotados de modernos fusiles norteamericanos, de los cuales, estaban seguros, muy pronto se iban a apoderar.
Armados de una colección de antigüedades, entre las que sobresalían revólveres personales, sables, trabucos, rifles de piedra de chispa y algunos "grasses" venezolanos ocultos desde la última revolución, los rebeldes bajaron de la Mesa de los Santos el 28 de octubre. En la retaguardia llevaban, sobre un buey enjalmado, un cañón fabricado por los pronunciados de Zapatoca con los restos de una vulcanizadora donada por un simpatizante conservador. Iban a la espera del primer combate para probarlo, guardando para la ocasión el único par de proyectiles.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 sept 2019
ISBN9780463327524
El juego del palo negro Orígenes republicanos, guerras civiles, pérdida de Panamá y violencia política
Autor

Emilio Arenas

Emilio Arenas, escritor, historiador y político santandereano nacido en Bucaramanga-Colombia

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    El juego del palo negro Orígenes republicanos, guerras civiles, pérdida de Panamá y violencia política - Emilio Arenas

    El juego del palo negro

    Orígenes republicanos, guerras civiles, pérdida de Panamá y violencia política

    Emilio Arenas

    Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    El juego del palo negro

    Orígenes republicanos, guerras civiles, pérdida de Panamá y violencia política

    © Emilio Arenas

    Historia Militar de Colombia-Las guerras civiles N° 6

    Ediciones LAVP

    Reimpresión octubre de 2019

    © www.luisvillamarin.com

    Cel 9082624010

    New York City, USA

    ISBN: 9780463327524

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.

    El juego del palo negro

    Capítulo 1 La Estirpe de Santander

    Capítulo 2 La Patria boba

    Capítulo 3 La división de Vanguardia

    Capítulo 4 La campaña libertadora

    Capítulo 5 Los orígenes del Partido Liberal y el Estado de Santander

    Capítulo 6 Las cafeteanzas

    Capítulo 7 La guerra de los mil días

    Capítulo 8 La batalla de Palonegro

    Capítulo 9 La campaña de Panamá

    Capítulo 10 El sentimiento de culpa

    Capítulo 11 El colegio de Santander

    Capítulo 1

    La Estirpe de Santander

    Cerca de la frontera entre la Nueva Granada y Venezuela, vivía un propietario de tierras de nombre Juan Agustín Santander. De tiempo atrás este hacendado había formado estancia en terrenos regados por el río Táchira, muy próximos a los que fueron parte del ya extinto resguardo del pueblo de indios de Cúcuta. Era memoria antigua que dichos parajes tuvieron fama de criar las mulas más finas del país, pero ahora se hallaban cubiertos en parte por grandes cultivos de caña de azúcar y plantaciones de cacao.

    Estos productos eran no sólo causa de la prosperidad de los agricultores, sino también de los comerciantes blancos de la vecina parroquia de San José, que los enviaban en bestias de carga a las ciudades de Pamplona, San Cristóbal y Ocaña, y en canoas al puerto marítimo de Maracaibo.

    Aquellas sabanas de clima cálido sólo eran refrescadas por la brisa del atardecer, y azotadas invariablemente en la temporada de final de año por los vientos alisios que llegaban del mar. Las lomas aledañas, erosionadas por el viento, estaban cubiertas a trechos de arbustos espinosos y tierra arcillosa, muy apta para fabricar ladrillos. La campiña hacía recordar invariablemente a los viajeros, los paisajes cercanos a la ciudad portuaria de Maracaibo.

    La propiedad de Juan Agustín Santander debía parte de su progreso a quedar a la vera del camino real que iba a Venezuela, beneficio que había permitido a los vecinos pudientes de aquel valle hacer parte de los fundadores de la cercana villa del Rosario. De ese progreso también daba fe la casa principal de la hacienda de don Juan: estaba formada en amplio rectángulo, adornada con espaciosos corredores; en ella el dueño de la casa y su esposa Manuela Antonia Omaña levantaban numerosa prole.

    Una selva impresionante que marcaba entonces el final de la frontera agrícola, comenzaba en el cercano pueblo de San Faustino de los Ríos. Se interponía con la ciudad más próxima por el norte, manigua que sólo podía salvarse navegando por el río Zulia hasta el Lago de Maracaibo. El riesgo constante de contraer enfermedades tropicales y el peligro de ser sorprendido en cualquier recodo por los belicosos indios Motilones, hacían de Maracaibo opción sólo comercial.

    Por entonces las familias que poseían bienes de fortuna, enviaban a sus hijos a estudiar a la capital Santafé. Esto mismo hizo el matrimonio de Juan Santander, al decidir que su hijo Francisco de Paula cursara estudios de bachiller en leyes en el Colegio Real y Seminario de San Bartolomé.

    Lo resolvieron a pesar de preocupantes hechos, sucedidos diez años atrás y que creían superados, en los que resultaron involucrados hijos de familias respetables de la capital, jóvenes de la villa de El Socorro e incluso muchachos de la Provincia de Pamplona. Por eso recomendaron con especial insistencia a su hijo, rehuir cualquier junta peligrosa y dedicarse mejor a ser un buen abogado.

    Francisco de Paula contaba con trece años de edad al llegar en 1805 a la capital. Ya se observaban en él los rasgos distintivos de su carácter: era muy trabajador, fuerte, ordenado, severo, comenzaba a ser autoritario y era poco comunicativo. Santander no tardó en enterarse de boca de los estudiantes más antiguos, de las causas y pormenores del juicio en que una década atrás condenaron a largas penas de presidio y destierro a Antonio Nariño, Francisco Antonio Zea, José María Cabal, Enrique Umaña y Barragán, Bernardo Cifuentes y Sinforoso Mutis, este último oriundo de Bucaramanga y sobrino del sacerdote José Celestino Mutis, profesor de su colegio, científico y director de la Expedición Botánica. Los hallaron culpables de traducir y publicar la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, proclama redactada por los revolucionarios de la Asamblea Nacional de Francia en agosto de 1783.

    Antonio Nariño fue acusado por los jueces de publicarla en la imprenta de su propiedad el 13 de diciembre de 1793, fecha en la cual, afirmaron también, fueron impresos unos pasquines que las autoridades consideraron infamantes, fijados una noche por desconocidos en las esquinas de la plaza principal de Santafé.

    Entre los deportados figuraba el médico francés Luis de Rieux, a quien señalaron como el introductor de la proclama revolucionaria e iniciador de la conspiración. Según los magistrados, el francés había venido expresamente de Cartagena a fundar la organización sediciosa llamada Arcano sublime de la filantropía, que era en realidad una logia masónica, enemiga del rey de España y de la Iglesia Católica, y prohibida por varias bulas papales bajo pena de excomunión.

    Los investigadores también supieron, que entre los hermanos de la logia figuraban profesores y estudiantes de los colegios de San Bartolomé y El Rosario, que se reunían en casas convenidas de antemano, llamadas por ellos "santuarios, con el pretexto de estudiar obras de contenido literario. Se rumoró, además, que hasta su tierra natal en la Provincia del Socorro lograron llevar copias de Los derechos del hombre los socorranos Ignacio Sánchez de Tejada, Pedro Fermín de Vargas y Emigdio Benítez Plata, este último profesor de derecho en el Colegio de San Bartolomé. Los jueces llegaron a asegurar, que algunos de esos conspiradores habían organizado en El Socorro otra logia, a la que llamaron Estrella de Saravita".

    El Arcano sublime de la filantropía tuvo corta vida, pero logró propagar entre los estudiantes la idea de la Libertad. Sus enseñanzas afirmaban, que la Masonería estuvo entre las instituciones protagónicas del Siglo de las luces y que contribuyó a la difusión de las ideas de la Ilustración.

    De ello habían quedado tres grandes frutos que cambiaron la faz del mundo: la Revolución de Independencia de los Estados Unidos, la Revolución Francesa y la consolidación de la Revolución Industrial. Testificaban que masones fueron varios de los más insignes representantes de ese siglo: Montesquieu, Diderot, D´ Alembert, Helvetius, Voltaire, Federico II de Prusia, Mozart, Fichte, Washington y Franklin, entre otros; y que en Norteamérica todos los delegados encargados de firmar la Constitución de ese país, fueron, sin excepción, masones.

    El Arcano sublime difundió también el conocimiento del origen de la Masonería, institución desconocida hasta entonces en estas latitudes. Según sus tradiciones, las guildas de constructores conocidas en la Edad Media como cofradías de masones, se convirtieron después de la revolución inglesa de 1648 en la masonería denominada simbólica, que se institucionalizó en 1717 con la Gran Logia de Londres.

    Desde allí extendieron rápidamente su acción a los demás países europeos, llegando también al continente americano y al Cercano Oriente. Dos décadas después de fundada la logia de Londres, en 1738, el Vaticano expidió la primera de sus bulas contra la Masonería: la In Eminenti de Clemente XII, condenando a los Hijos de la Viuda a la pena de excomunión.

    El joven Francisco de Paula Santander, pudo notar el temor reverente que sentían por los socorranos las autoridades españolas. Los elogiaban por su gran laboriosidad, pero a la vez los consideraban peligrosos por su extrema altivez y sus inclinaciones constantes a la revuelta. Entre los estudiantes era muy conocido, que por esa prevención las autoridades ejercían especial vigilancia sobre los oriundos de esa provincia. Francisco de Paula recordó entonces sucesos ya lejanos relatados por sus padres, quienes presenciaron la marcha de los Comuneros socorranos que en 1781 se tomaron la Provincia de Pamplona.

    A su paso habían insurreccionado a los mineros de Las Montuosas y Las Vetas, bajando de la cordillera hacia el valle de Cúcuta rumbo a Venezuela, con el ánimo de sublevar también ese reino. Los rebeldes se nombraban así mismos como gente del común, y explicaban que estaban en desobediencia contra el mal gobierno y los nuevos impuestos.

    Algunos de sus jefes exhibían proclamas redactadas en Bucaramanga por el capitán Manuel Mutis, español y hermano del director de la Expedición Botánica, que finalizaban diciendo: O mandan los peninsulares, o mandamos nosotros.

    En esa insurrección, las autoridades españolas sólo pudieron salir del apuro mediante los oficios del arzobispo de Santafé, Antonio Caballero y Góngora. El dignatario eclesiástico logró detener con promesas la marcha de Los Comuneros ya muy cerca de la capital; pero una vez disuelta la protesta, el Virrey español Manuel Antonio Flórez incumplió los pactos e hizo ahorcar a José Antonio Galán, Isidro Molina, Lorenzo Alcantuz y Manuel Ortiz, líderes militares de la insurrección.

    Desde entonces se había ahondado la discordia con los socorranos: su memoria registró indeleble la traición de la autoridad española y de la Iglesia Católica. Nadie olvidó en El Socorro la infamia de los españoles y para siempre cayó en descrédito su palabra.

    Francisco de Paula también conoció, que siendo ya Virrey el arzobispo Caballero y Góngora, trajo de la región de Valencia en España, a un grupo numeroso de monjes capuchinos, para que expresamente predicaran en El Socorro contra el pecado de infidelidad al rey.

    Pero una mañana se enteraron en Santafé de una noticia alarmante: un barco de guerra llegado a Cartagena, había traído semanas atrás informes de que los ejércitos de Napoleón Bonaparte eran dueños de España, y que el rey Fernando VII y su hijo eran rehenes de los extranjeros. Fue pasado ese tiempo, cuando se conocieron noticias procedentes de Quito, asegurando que sus habitantes habían proclamado la independencia, el 10 de agosto de 1809.

    Poco después, las autoridades anunciaron haber debelado un plan preparado en El Socorro, para emboscar en el sitio de El Portillo a las tropas que el Virrey enviaría en refuerzo de las derrocadas autoridades españolas de Quito. Según rumores, los conspiradores se proponían volver luego a El Socorro con las armas capturadas, para engrosar sus filas y sitiar a Santafé. Pero una infidencia les había obligado a abandonar su plan a último momento, decidiéndose entonces por un proyecto alterno que consistía en asaltar con igual propósito las guarniciones de San Juan de los llanos de Casanare. De ello también tuvieron informes las autoridades.

    La información les permitió detener a los cabecillas, los socorranos Carlos Salgar, José María Rosillo y Vicente Cadena, que habían huido a Pore y provocado un alzamiento el 17 de febrero de 1810; los dos primeros fueron fusilados el 30 de abril del mismo año, siendo sus cabezas expuestas al escarnio público en Santafé, y a Rosillo le postergaron la sentencia de muerte; sería liberado el 20 de julio por la Junta Revolucionaria.

    Por esos hechos, los españoles enviaron como Corregidor a la Provincia del Socorro a José Valdéz. En él confiaban para poder controlar la levantisca provincia y evitar así que su mal ejemplo volviera a contagiar al reino. Pasado un tiempo, cuando conocieron que la ciudad de Caracas estaba también insurreccionada, circuló en El Socorro un rumor de la existencia de un pacto secreto del virrey Amar y Borbón, secundado por el corregidor Valdéz, para vender el reino al emperador de Francia.

    Las confusas hablillas daban por cierto que el cura Nepomuceno Azuero Plata había afirmado de la presencia en la costa de tropas francesas y de una promesa hecha por las autoridades de Santafé, de premiar a El Socorro designándola capital si lograba derrotar a los invasores.

    Por último, y para colmo de la zozobra, miembros del Cabildo local aseguraron que el Corregidor tenía una lista de personas para asesinar en la Provincia del Socorro, y otra de igual designio con veinte nombres de Santafé, en la que figuraban en primeros renglones Antonio Villavicencio, Miguel Tadeo Gómez, el canónigo Andrés Rosillo y el regidor José Acevedo y Gómez, los tres últimos oriundos de esa provincia.

    La tensión estalló el 9 de julio de 1810. Después de puesto el sol unos transeúntes que pasaban frente a los cuarteles en El Socorro, fueron detenidos con voces de alto y amenazas de abrir fuego. El pueblo no tardó en acudir indignado al lugar, y sobre la multitud dispararon nerviosos los soldados: allí cayeron muertos ocho hombres. Pero en lugar de amedrentar a la multitud, lo único que lograron los chapetones (españoles) con tan injustificado ataque, fue que ésta creciera y que más gente acudiera de los barrios y cercara el cuartel.

    La muchedumbre, armada de herramientas de labranza y hondas (guaracas) pasó el resto de la noche en la plaza, en tensión de ser agredida de nuevo. Amanecía el 10 de julio cuando el Corregidor Valdez salió a la carrera del cuartel, rodeado de la tropa y en dirección al convento de los capuchinos situado cuadras arriba, seguido de cerca por la multitud. Tan pronto los escapados llegaron al convento, los frailes les abrieron de par en par las puertas, cerrándolas tras ellos. Los soldados se atrincheraron desplegando banderas de guerra, y desde el altozano de la iglesia del convento, mataron de un disparo a Tomás Aguillón y al poco dieron muerte a otro hombre.

    Las nuevas víctimas enardecieron aún más a la multitud. A duras penas los dirigentes la contenían y el riesgo de una matanza era enorme. Sumaban ya cerca de ocho mil las personas convocadas por la furia, pues desde Barichara y La Cabrera, poblaciones vecinas, se habían trasladado en masa sus habitantes.

    Fue tan grande su apremio ante el estruendo de los disparos que avisaba del peligro en que estaban los de El Socorro, que al no bastar las cabuyas de Sardinas y Mahabita para atravesar el río Fonce, muchos se lanzaron a las aguas para cruzarlo. Al poco llegaron también los habitantes de Simacota, Palmas, Páramo y Culatas de los Confines.

    Los sitiadores disparaban hacia el convento con cañones de guadua liados con bejucos, mientras otros juntaban piedras y lanzas, y no faltaban los que preparaban escaleras para asaltar los muros del convento convertido en fortaleza. Anunciaban a gritos a los sitiados que pasarían a cuchillo a todos los que allí hallaran, incluidos los monjes capuchinos, pues los consideraban traidores por haber delatado los planes de El Portillo y Casanare.

    Era ya imposible contener a la enfurecida multitud, cuando los jefes insurrectos pudieron hacer llegar un memorial al jefe de la guarnición militar, teniente coronel Antonio Fominaya. Al ofrecerles seguridad para sus vidas, rindieron las armas y abrieron las puertas: acto seguido bajaron escoltados a la plaza la tropa, el teniente coronel, el Corregidor y diecisiete monjes.

    La gente gritaba borbones a los frailes, en respuesta del apelativo de jacobinos que éstos les habían dado. Posteriormente,

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