Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Enigmas de una ilusión
Enigmas de una ilusión
Enigmas de una ilusión
Libro electrónico309 páginas5 horas

Enigmas de una ilusión

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Donde todas las preguntas conducen al origen y todos los caminos hacia el mismo destino, Enigmas de una ilusión, una historia llena de esperanza, nos lleva a descubrir qué es la inocencia. A causa de un accidente menor, Juan Cruz comienza a vislumbrar la vida oculta de su padre y a medida que lo hace, se cruza con una sospecha. Un supuesto crimen está por suceder entre las personas de su entorno y para resolver el enigma, deberá enfrentarse a una decisión trascendental que lo transformará para siempre. La novela está escrita con un estilo y un tono que generan un clima que oscila entre lo onírico, los recuerdos y la intriga de tinte metafísico.
"En la comodidad y bajo la luz del calor de un hogar apacible llegué a este mundo. Hasta último momento dudaron de mi sexo, pero en cuanto lo supieron, mis padres me llamaron 'Juan Cruz'. Fui concebido en las entrañas de sus primeros anhelos y fecundado en la primera noche de verano. En primavera, anuncié en llantos mi llegada a este mundo, y cuentan que la partera, en su último aliento de mi acto fundacional, vaticinó: 'Este niño será especial'. Tras esa sentencia, con los primeros albores de mis palabras, fui educado para albergar en la construcción de mi perspectiva sobre la naturaleza de la realidad un remanso donde sumergir en los movimientos de la duda todas las verdades y mentiras, para que, en las profundidades de las aguas aparentemente calmas, se mixturen, se confundan unas a otras, hasta el momento de sacarlas nuevamente y enfrentarlas a un nuevo día, tan nuevo como el fruto de ese proceso que permite al ser humano obtener ciertas certezas, tan evidentes y ensordecedoras, como las que yo obtuve al momento de escuchar el primer disparo."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 sept 2019
ISBN9789878602806
Enigmas de una ilusión

Relacionado con Enigmas de una ilusión

Libros electrónicos relacionados

Misterio para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Enigmas de una ilusión

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Enigmas de una ilusión - Federico Del Pup

    Federico Del Pup

    Enigmas de una ilusión

    Enigmas de una ilusión

    1a ed. impresa Buenos Aires. 2019.

    1a ed. digital Buenos Aires. 2019.

    Digitalización: Proyecto451

    © Federico Del Pup, 2019.

    ISBN 978-987-86-0280-6

    Foto de autor en solapa: Norberto Del Pup.

    Corrección: Lorena Mangieri y Juliana Cornago

    Diseño e ilustración de portada: Marcos Vergara.

    www.editorialpensamientosliterarios.com

    info@pensamientosliterarios.com

    Libro de edición argentina.

    Las ideas y conceptos vertidos por la presente obra son creación libre de sus autores y no reflejan posturas u opiniones del grupo editorial.

    No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor o los autores. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

    Índice de contenidos

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Capítulo XIII

    Capítulo XIV

    Capítulo XV

    Epílogo

    A mi abuelo Dante, quien sin saberlo hizo de mí un escritor.

    A mis padres, hermana y familia.

    A PDM y amigos.

    CAPÍTULO I

    Es en tardes como esta, cuando la ciudad es tan nostálgica, tan lejana y a la vez tan cercana a mi pasado, que recuerdo todo lo sucedido, aquello que podría haber ocurrido y fue evitado. La memoria de esos acontecimientos confirma mi más profunda sospecha. La vida es como un mazo de cartas donde algunas están predestinadas por un gran crupier con el poder de repartirlas de acuerdo a sus intenciones. Entre aquellos que se las reparten, hay personas denominadas testigos, quienes inconscientemente comprenden este funcionamiento y, guiados por la fe, tratan de hacer una buena jugada. También se encuentra el grupo partícipe, personas que de igual manera perciben el asunto y que, por aquellas extrañas circunstancias a la comprensión del ser humano, hacen consciente este juego, este entramado vital. Aprenden las reglas y, en este proceso, tornan visibles los límites de acción para el desatento testigo. Así, obtienen un cálculo preciso de los hechos y, determinando la aparente organización caótica, vislumbran un futuro más acertado a sus intensiones. Para ellos, nada está librado al azar, nada está previamente establecido, todo es posible.

    Asombrosamente, siempre me he cruzado con esta segunda clase de personas. Aunque yo sea una de ellas, esos encuentros siguen develándome nuevos interrogantes. Hace tiempo, por primera vez tomé conocimiento de este género de hombres. Pero fue en el otoño del año más extraño de mi existencia, el año donde todas las coincidencias confluyeron en un mismo punto en el tiempo, cuando tuve remembranza de todos ellos. Regresaba de un extenso viaje a la ciudad donde había cursado mis estudios académicos. Había sido invitado a dictar un curso de literatura, La palabra extraviada de los jóvenes poetas. Sucedió en una mañana destemplada. De acuerdo a mis planes de regreso, después de realizar los trámites de migraciones, debía esperar en el salón principal a mi secretaria.

    Al tiempo que miraba a las personas para entre ellas hallar a Marion, prestaba atención a mi equipaje. Los minutos transcurrieron lentos hasta llegar a la hora de espera. Decidí recorrer cada pasillo del aeropuerto, pero la suerte no estaba de mi lado. No encontraba rastros de su presencia. La tensión sufrida por las turbulencias del vuelo me había dejado susceptible a cualquier tipo de desconexión capaz de afectar el inicio de mis planes al llegar. No quería, pero debí apelar al último recurso. Me acerqué a un teléfono público y luego de discar cada número de memoria, nadie atendió mi llamado. Insistí varias veces, pero nada ocurría. Desconcertado por el desencuentro inesperado, le di otra oportunidad a Marion. Esta vez, atendió una persona, pero no era la voz de ella, tampoco de una conocida. Algo extraño sucedía. No era habitual encontrar en mi despacho a otra persona que no fuera mi secretaria. Mis actividades eran tan celosamente seguidas, que jamás nadie se presentaba en mi ausencia. Lo único que alcancé a escuchar fue una respiración agitada, luego el ruido del teléfono al cortarse la llamada. Decidí emprender el regreso y no a mi casa. Algo indicaba ir en búsqueda de la mujer en la cual más confianza depositaba. Caminé apurado hasta llegar a la parada de taxis. Había tanta gente esperando que, para calmar mi ansiedad y hacer de la espera algo más interesante, encendí un cigarrillo. Cuando se estaba por consumir el cigarrillo y ya era mi turno para subirme, la persona delante de mí subió a su taxi. Ya era mi turno. Un auto se detuvo en la misma línea de mi equipaje y en el momento de prepararme para subir, sin esperarlo, sobre mi hombro derecho, sentí la mano pesada de un hombre. Esa distracción permitió a la persona que esperaba detrás de mí subirse sin siquiera pedir permiso. Ese gesto me devolvió a la realidad de entenderme nuevamente en mi ciudad. Ante semejante situación, miré al señor con enfado y ganas de insultarlo. Pero supo anticiparse con elegancia.

    – ¡Juan Cruz! ¿No es cierto? – Sumado al hecho de haber perdido mi transporte, tanta efusión de un extraño hizo de mi mal humor una carga difícil de llevar.

    – Si mi apellido y señas coinciden con la persona que intenta identificar, yo soy ese Juan Cruz. – Ser en extremo formal junto a un poco de ironía, siempre me sirvió para poner distancia ante el avanzar de una persona inesperada –. Debe disculparme, pero no lo conozco.

    – ¡Soy yo! – Con sus dedos índices se señalaba la cara pretendiendo que lo reconociera.

    – ¡Y yo también soy yo! ¡Qué dilema! Los dos somos yo.

    – Te escucho y no lo creo. Te ha cambiado el humor.

    – Muy amables sus palabras. Gracias a usted he perdido mi turno. – En ese momento, con alguien debía desquitarme, y ese hombre había llegado en el momento de mi máximo nivel de fastidio.

    – Disculpame, Juan Cruz. No te molesto más. ¡Ah! – Y con una sonrisa picaresca como muy pocas –. ¿Puedo hacerte una pregunta?

    – No deseo ser mal educado, pero acaba de hacerla. – Había perdido la paciencia.

    – ¿Cuál era el nombre de El Húngaro?

    Al recordar ese nombre, una corriente de energía recorrió todo mi cuerpo hasta estremecer cada músculo. Mis pensamientos se detuvieron en las imágenes de mi juventud. Las calles arboladas donde solía jugar con mis amigos, el estanque natural del bosque sur, la revolución en la ciudad por la llegada de los primeros automóviles, los libros que me llevaron más allá de las fronteras de mi imaginación, mi último año de estudios secundarios, la cochera de carruajes o, como luego comenzamos a decirle, el garaje. Tengo siempre presente ese espacio. De memoria puedo describir cada centímetro de su fachada. Llamaba la atención a los transeúntes no solo por su construcción prominente, sino también por su portón. Tenía un entramado cruzado verde y, según el viento y cómo las plantas de los alrededores se moviesen, parecía el portal encantado de un bosque fantástico. En el centro de esta gran entrada, había una pequeña puerta con una aldaba dorada formada por siete flores de lis y un rostro calvo, sin nariz ni oídos, tan sólo una boca entreabierta donde se sostenía la argolla. Si alguien se atrevía a mirarla de cerca, tenía la sensación de escuchar el susurro de voces misteriosas. Por encima de la puerta, la pared estaba decorada con diseños de seres mitológicos y ornamentaciones silvestres que, descendiendo por los laterales, parecían enterrarse. Entre las figuras semihumanas, había una inscripción tímidamente cincelada, un conjunto de letras, una palabra, que, desde cierta distancia, nadie podía distinguir. Se escribía y pronunciaba Arjé.

    Aunque ha transcurrido mucho tiempo desde la primera vez que logré ingresar y otro tanto de la última, las imágenes del interior de aquel lugar son muy claras en mis recuerdos de aquellos días. Tanto mi padre como mi tío Juan jamás me dejaban entrar, ni siquiera me explicaban el motivo. Con cada negativa, más deseaba conocer lo prohibido. A la cochera de carruajes se podía ingresar a través del portón y su pequeña puerta en el centro, pero también había una tercera alternativa. Sin creerlo posible, por primera vez ingresé desde el despacho de mi padre. Al rememorar ese momento, siento el estremecimiento de la emoción experimentada. Hay días en los que siento estar viviendo en la sensación de entenderme frente a la puerta interna del despacho. Jamás había imaginado su existencia. Su disposición en el plano de la casa la revelaba como la única instancia previa para ingresar a ese lugar vedado a mi curiosidad. Solemne y resplandeciente a mis ojos, parecía de una época lejana, salida de un cuento de fantasía. La madera cuarteada por el paso del tiempo instigaba a pensar si siempre había estado en ese sitio. En el marco izquierdo, de un gancho como cualquier otro colgaban unas llaves hipnóticas. Su manufactura no podría haber sido otra que artesanal. Aunque eran tres, parecían tener el poder de abrir cualquier cerradura de la ciudad. Cada una con un código diferente sobre el lomo, cada una moldeada en un tipo de metal distinto. Lucían bellas y peligrosas para quien caía en la fascinación de verlas por primera vez. Tiempo después de mi primer contacto con ellas, escuché a mi tío llamarlas La Trinidad del Despertado. Al observarlas de frente, hipnotizado por su resplandor, en mi mente comenzó una secuencia frenética de conjeturas. Muchas quedaron grabadas a fuego en mi inconsciente. Sólo recuerdo la manera accidenta en la que ingresé al despacho para luego descubrir su existencia. Estaba en la biblioteca escudriñando la gran cantidad de libros. Todos ellos para mí tenían reservado algo revelador. Al tocarlos con las yemas para sentir su textura, daban la impresión de estar donde debían estar. Para descubrirlos de cerca y no perderme los detalles de aquellos ubicados en los estantes superiores, siempre me subía a un pequeño banco de carpintero. Verlo solitario, en un rincón apartado, causaba gracia. Jamás lo usaban para sentarse. Donde una persona debía sentarse había una inscripción que decía espacio reservado para libros; tal vez un desliz cómico de mi abuelo y su pasión por la carpintería. Siempre era objeto de mi curiosidad un libro en especial. De lejos, sobre su lomo de cuero, resaltaba el título en color cobre, El conde de Monte Cristo, y su autor Alejandro Dumas. Por debajo, tenía el dibujo de una fragata curtida en el cuero como si desde siempre hubiese estado navegando en ese espacio, como yo cuando entraba a la biblioteca y con mi mente surcaba las distintas aguas de esas obras literarias. En el colegio debía presentar un breve artículo sobre un libro y como éste era uno de mis favoritos, decidí empezar por copiar ese dibujo y hacer una aproximación a su trama mediante una explicación del significado de esa fragata. Tal vez haya sido una cuestión azarosa, o la intención del destino, que ese libro estuviera en el estante más alto, en el rincón más alejado. Debí pararme en puntas de pie en el pequeño banco de carpintero. Junté todas mis fuerzas y, con determinación, di los pasos necesarios para agarrarlo. Al hacer el último esfuerzo, ocurrió lo inesperado. El banco, ya inclinado por mis primeros movimientos, cedió su equilibrio a una caída estrepitosa. No recuerdo nada hasta el momento de abrir los ojos y ver a mi padre junto a mi tío tratando de reanimarme. Estaba dentro del despacho, recostado en un sillón de cuero verde profundo. Tras tomar tres sorbos de agua, ya tenía las ideas más claras acerca de mi situación. Sentí dolor, pero al ver el libro sobre la mesa ratona, ese malestar desapareció. Era la primera vez que estaba en ese lugar, y significaba, después de mucho tiempo, después de tanto suponer, que podía quitar el manto de misterio que envolvía aquellas paredes, sobre todo, comprobar la existencia de esa puerta, la que me abriría paso hacia el garaje, hacia el lugar prohibido.

    ¡Cuán bien recuerdo la emoción de estar ahí adentro mirando la puerta interna del despacho! Un cosquilleo me recorrió todo el cuerpo. Me sentía afortunado. Había entrado de la única manera posible, junto a mi padre y mi tío. Pasados los minutos, sentí los golpes de la caída. Pero no importaba. Había triunfado en mis ganas de conocer ese mundo de adultos, de escritorio y máquinas de escribir, de cartas y lacres rojos, diplomas y libros de estudios. Estaba en ese lugar tan misterioso para mis días infantiles, para mis días juveniles. A pesar de rebasar de felicidad, comprendí que debía calmar mi ardor mental. No era conveniente demostrarles tanto entusiasmo. Debía ser cauteloso para permanecer el mayor tiempo posible entre esas paredes. Era el momento adecuado para descubrir sus actividades. Cuando le preguntaba a mi madre a qué se dedicaba mi padre, ella respondía a diferentes negocios. Jamás me había conformado esa respuesta ¿Por qué cerraba con llave ese despacho? ¿Y qué abrían las llaves? Aunque estaba lleno de interrogantes, más me inquietaba conocer los secretos tras esa puerta maciza como el roble y atrayente como el marfil de la estatua de Zeus. Tenía inscripciones en latín. Habían sido talladas con tanta suavidad que desde donde estaba sentado, no lograba distinguirlas correctamente. Sí, recuerdo con claridad verlas contenidas por dos ramas de laureles como paréntesis para advertir a quien deseara atravesar su límite. Ya no tenía dudas, esa puerta conducía al garaje. Si no, ¿adónde?

    ¿Qué pasaría si de imprevisto, en un repentino cerrar de ojos, ante nosotros aparecieran las respuestas de aquellos enigmas de la humanidad que persisten a pesar del olvido intencionado? Supongamos al devenir humano resguardado en algún espacio de nuestra memoria, una memoria colectiva. Presumamos, a pesar de las creencias en contra, que la información nos ha sido revelada en una parcialidad finita adecuada a nuestros planes secretos no elaborados por nosotros. ¿Qué sucedería? Es en ese cerrar y abrir de ojos, de mente refrescada, el que determinará todos los impulsos de la vida, de las búsquedas equivocadas, de las búsquedas acertadas, de todo empleo de nuestros recursos mentales para dar con el plan maestro. Las experiencias vividas me enseñan que entramos en conocimiento del gran conocimiento a medida que le quitamos interés al contenido y le imprimimos atención a las coordenadas encontradas en el transcurrir de nuestros días. Estar en el despacho significó haber refrescado mi mente. Había encontrado las primeras coordenadas que hoy distingo con mayor claridad. Nicolás fue quien me ayudó a ser más lúcido sobre mi pasado y mi presente. Escucharlo nombrar a El Húngaro de inmediato me hizo recordar aquel día clave en mi vida. Había salido de mi casa a comprar unos útiles para el comienzo de clases. Iba en la bicicleta heredada de mi abuelo. En aquel entonces, no me gustaba; hoy la recuerdo con cariño. Mientras pedaleaba, con el pulgar junto al índice, lanzaba al aire una moneda que me había regalado mi padre. Nunca había visto una moneda así. No sé cuál era su propiedad transitiva e inmanente, pero cada vez que la tenía en la mano, me sentía otro, poseedor de un misterio capaz de cambiar el aura de mis días. De un lado tenía grabado un año lejano hacia el futuro del presente en el cual vivía, y del otro, una palabra que ha quedado impresa en mis latidos, Physis.

    Como si aún estuviese viviendo aquel incidente, las imágenes correctamente ordenadas le dan vida a la escena donde la torpeza de mis movimientos desarmaron las formas de mi cuerpo. A pesar de la amarga sensación, recuerdo el accidente de la bicicleta y me hace reír. Al lanzar por última vez la moneda al aire, me di cuenta de que la había arrojado con demasiada fuerza. Los cálculos usuales no se ajustaban a ese lanzamiento. Fueron segundos, instantes donde busqué con mi mirada mantener en foco la posición de la moneda y su movimiento en el espacio. Pero ocurrió lo inevitable. Como iba demasiado rápido, cuando intenté agarrar la moneda mordí una piedra con la rueda delantera y perdí el equilibrio. Terminé mi demostración de habilidad sintiendo el gusto de la tierra. Mi cara actuó de paragolpes y mis manos, como frenos gastados sin mucho por hacer. A pesar de estar golpeado y de haber quedado en ridículo, Sofía se acercó a ayudarme. Todo el ideal de mujer en una sola. Lucía inalcanzable. Su belleza era un páramo para las ansias de mis días juveniles. Cuando nuestras miradas se cruzaban, me sentía conmovido. Por dentro mi cuerpo era una revolución. Sofía. Hasta su nombre resultaba sublime. No puedo decir más sin antes confesar mi amor por ella. Rubia como el sol de primavera. Ese día llevaba un vestido blanco, combinando zapatos celestes con un pañuelo de la misma tonalidad sobre su cabellera, y en la cintura, una faja dorada como el sol otoñal. Tenía la peculiaridad de despertar los sentimientos más nobles en las personas que se encontraban con su mirada. El color de sus ojos variaba según la densidad del ambiente. Un encanto personal, difícil de describir, la distinguía entre el resto de las mujeres. Y ahí estaba ella, ofreciéndome las manos en señal de ayuda. Debía disimular el dolor, pero no podía. La mujer de mis ansias ahora estaba a mi lado.

    – ¿Estás bien? – Con su tono suave y dulce, logró que empezara a recomponerme.

    – Sí. Sólo fue una caída. La bicicleta tiene el piñón roto. Por eso se habrá trabado la rueda. – Mentira. ¿Iba a confesarle mi torpeza?

    – ¿Te ayudo a levantarte? – Y extendió los brazos para tomarme de las manos.

    Recuerdo experimentar una mezcla de emociones tan intensas que sentí que se desmoronaba mi mundo. Quería llorar, el dolor era cada vez más intenso y la nariz no dejaba de sangrarme. Era la primera vez que me encontraba a solas con Sofía y debía disimular mi llanto. Al tomarle la mano para levantarme, incurrí en el error de abrazarme a su cuerpo. Empecé a llorar como muy pocas veces. Ya no importaba mantener la compostura de chico fuerte, valiente y ávido de aventuras. Mis lágrimas fluían con tal libertad que sentía mi alma desnuda. Fue una sensación sublime, como muy pocas. Mientras lloraba, ella me acariciaba el pelo. Pero al alejarme de ella para mirarme las heridas, vi que tenía el vestido manchado con mi sangre. Perdí la fuerza de la voz.

    – ¡Disculpame! – Atiné a decir y salí corriendo.

    Estuve sin verla durante un largo tiempo. No quería salir de mi casa. Pasé la mayor parte del verano leyendo en el jardín o en el techo mirando la nada. Mis padres no entendían mi repentino aislamiento. El cambio de humor había sido notorio. Intentaron ayudarme de varias maneras, hasta mi padre me compró una nueva bicicleta. Pero nada funcionaba. Por las tardes, trepaba el árbol más alto y desde una de sus ramas, en dirección a la casa de Sofía, contemplaba lo sucedido. No podía sacarme de la cabeza la imagen de su vestido manchado con mi sangre. Estaba sumergido en la inacción, en la parálisis de lo vivido. No sólo pensaba en Sofía, sino en la moneda perdida. Al día siguiente del accidente, luego de buscarla entre la ropa y de preguntar si alguien la había visto, volví al lugar donde se me había caído. La busqué por todos lados. Había desaparecido. A partir de ese día, empezaron a cambiar las percepciones de mi entorno. La intriga de esa pérdida marcó mis días hasta el presente. Todavía la siento en mi mano, la veo elevarse y caer nuevamente. Muchas veces le pregunté a mi padre sobre su significado. ¿Por qué tenía un agujero octogonal en el centro? Pero nada, ese era el resultado cada vez que intentaba indagar en sus detalles. Un mundo de respuestas siempre me era vedado. Tan solo mi padre relataba sobre la pertenencia de la moneda a una tradición familiar que excedía a la familia misma. Señalaba que yo todavía no tenía la edad suficiente para ser merecedor de la historia detrás de su simbología, que cuando menos buscara respuestas, más pronto aparecerían. Su bálsamo favorito era, La vida es una sumatoria de paciencias. Si de algo carecía en aquellos años de juventud, era de paciencia. Dentro de mí habitaban la ansiedad y el impulso. Sus palabras diluían mis ganas de seguir indagando. Si algo calmaba un poco mi ansiedad, era escucharlo decir que el primer paso en la tradición ya lo había dado, y consistía en algo tan simple como entregar en mi poder y custodia aquella moneda. No debía preocuparme por lo siguiente. En el momento adecuado, aparecerían las respuestas buscadas, que darían origen a nuevas preguntas.

    – Una última observación respecto a la moneda –. En este momento del diálogo, el tono de su voz se volvía más grave e intenso.

    – Decime –. Trataba no mostrarme expectante.

    – La moneda ayuda a abrir muchas puertas, pero así como las abre, también cierra otras.

    – Está bien. Quedate tranquilo. Lo abierto encierra la posibilidad de cierre –. Debía recurrir a una ironía porque tanto misterio en sus palabras resultaba fastidioso.

    – No. Aún no sos capaz de comprenderlo; algún día lo harás.

    Con él, las conversaciones en torno a la moneda siempre terminaban igual. Al confesarle que la había perdido en el accidente, en lugar de encresparse, pareció tomárselo con indiferencia. No atinó a decir nada, ni siquiera palabras de consuelo. Su silencio al respecto impregnó el resto de mis días. Ante cada recuerdo lejano, percibo ciertos aromas flotando en el aire que van y vienen. Son pendulares, me llevan a un pasado, recupero imágenes, afloran percepciones de los sucesos vividos, y la nostalgia colma todo el instante, todo el tiempo en el cual permanezco atrapado en esos olores, ahí, en el centro, donde el péndulo hace una parada ilusoria y se me dibuja una sonrisa para sin darme cuenta, proyectarme hacia un futuro esperanzador hacia la moneda.

    – Nicolás es tu nombre. ¡Qué cambiado estás! Claro, hombre. Nicolás te gritaba tu madre a la hora de la tarde. <>. ¡Cómo me voy a olvidar! Ha pasado tanto tiempo. ¡Qué sorpresa! Estás tan cambiado. Disculpá mi falta de cortesía, pero hace tantos años que no sé nada de vos… ¡y hace tanto que no voy para nuestra tierra!

    – No te preocupes. Escucharte decir nuestra tierra me emociona. – Algo en el brillo de sus ojos me indicó preocupación –. Entiendo que estás apurado. No te retengo más. Te doy mi tarjeta de contacto así nos juntamos a hablar. Tengo algo importante que comunicarte. Llamame. Si no, yo te estaré ubicando.

    Había quedado sorprendido ante lo inesperado del encuentro. Al alejarse, se metió la mano en el bolsillo y de un llavero con varias llaves sacó algo que no pude distinguir. Me miró con picardía cuando, de pronto, me arrojó ese objeto. Sentí un fuego abrazador en las palmas. Al abrir las manos descubrí qué era. Me emocioné. Me sentí renacer. Inspiré como si lo hubiese hecho por primera vez en la vida. Era la moneda. No podía creerlo. La tenía él. Durante todo este tiempo la había guardado para devolvérmela el día en que el destino decidiera reunirnos. Nuevamente estaba en mi poder. Escuché la voz de mi padre. Sus palabras se hicieron carne. <>. Era mi moneda. Estaba eufórico y desconcertado. También feliz. Mi mente otra vez había sido refrescada.

    CAPÍTULO II

    Tiempo atrás, en este mismo despacho, al sentarme en mi escritorio y observar los extraños objetos de mis viajes y aventuras, no sentía las ganas de volver a sorprenderme, de encarar algún proyecto nuevo, alguna investigación sobre preguntas que se pueden responder, sobre respuestas que no encontraron sus preguntas. Tiempo atrás, al abrir la ventana y observar el jardín en su extensión, ya no sentía la brisa refrescante de lo novedoso y misterioso. Pero ese día, que aquella moneda había vuelto a mis manos, al recorrer con mi vista los libros de mi juventud, me encontré otra vez con numerosas inquietudes, con nuevas preguntas por responder, y con la necesidad de iluminar esas viejas respuestas con las preguntas equivocadas. Hoy, al abrir la ventana, la brisa refrescó mis ganas, acentuó esos misterios y me sumergió en lo novedoso de lo extraviado.

    Desde la infancia lo llamaban por su segundo nombre, Xavier. Le decían El Húngaro. Se caracterizaba por su gran manejo lingüístico. Con sus artilugios al hablar, lograba programar el discurso del otro. Era un manipulador, y de los buenos. Su voluntad parecía filtrarse en el carácter de quien él quisiese. En una época donde predominaban los acuerdos de palabra, él era un especialista en cerrarlos. Su nombre, envuelto en un aura de desconfianza, encontraba justificación en el rumor que lo señalaba como un asiduo concurrente a reuniones sociales de personas relacionadas con labores sospechadas. Aunque mucho se decía de él, no había sentencia capaz de conjeturar algo cierto sobre sus actividades. Su andar era el característico de una persona con elaboración de potentes aproximaciones intelectuales a la verdad, pero en realidad, era un genio del péndulo ensayista. Camaleón por excelencia. De noche se disfrazaba de día, y de día, de noche. De ser necesario, hacía lo contrario a sus intereses. Fue aquella tarde, cuando lo vi doblar en la esquina e incorporarse tras un tropiezo, cuando comprendí no conocerlo. Algo en esa primera imagen, en su mirar, en su avanzar y discurrir entre el espacio que nos distanciaba me hacía entender

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1