PACIENTE 56-78
Por David Tique
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David Tique
David Tique es oriundo de la ciudad de Cali. Administrador de Empresas. Amante de la literatura juvenil, el suspenso, la fantasía y el drama. Paciente 56-78, su primera novela, surge como un discurso dedicado al pasado, la culpa y la guerra interna librada entre el querer y el deber ser. Hace un par de años decide hacer caso a un viejo proverbio que reza: El hombre y la mujer sólo son plenos cuando escriben un libro, siembran un árbol y traen un hijo al mundo... Entonces, va por el camino correcto.
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PACIENTE 56-78 - David Tique
Raigoza
PARTE I:
CULPA
(Hernán)
A TODO PULMÓN
Cumpleaños Feliz... Cumpleaños a ti…
La canción estridente de cumpleaños: siempre aguda, desapacible y chirriante. La infaltable en cualquier reunión en la que se celebre un año más de vida. Una especie de azote que castiga y al mismo tiempo acaricia al homenajeado y lo hace sentir ridículo, vulnerable y sin duda más viejo.
…cumpleaños, Hernán…
No me excluyo para nada.
…cumpleaños feliz…
Todos parecen disfrutar de la melodía; en especial Isabel, quien tiene dibujada una sonrisa de felicidad. Sus ojos me miran y no puedo evitar perderme en ellos. Han pasado más de veinte años desde que me perdí por primera vez en su mirada.
…que los cumpla feliz, que los vuelva a cumplir…
La vida no tenía sentido. La espesura de las mañanas frías me agarrotaba el alma y el corazón. Ni siquiera confiaba en la pequeña luz de la caja de Pandora. No tenía esperanza alguna, o eso era lo que yo creía. pero un día cualquiera, en una calle cualquiera, mientras el viento abrasador de las primeras horas de la tarde me azotaba las mejillas, la vi. Era la jovencita más bella que jamás hubiera visto. Alta, con movimientos delicados, una sonrisa de ensueño y unos ojos infinitos. Más infinitos que la galaxia entera. Estaba sola en una de las mesas del café-restaurante al aire libre La bahía
; o quizá esperaba a alguien. Tal vez a su novio o a su amante, o tal vez estaba ahí sin mucho que hacer.
Nunca se lo pregunté.
Me encontraba a solo unos cuantos pasos. Me acerqué. Aclaré la voz y apreté los puños.
—Me estoy cocinando —dije mientras el cantar de un gallo se me escapaba de la garganta—.¿Puedo acompañarla?
Ella sonriendo me miró y supe de inmediato que ella no era cualquiera.
Era ella.
Isabel.
…que los siga cumpliendo… hasta el año diez mil…
Es reconfortante tener aquí a las personas que más amo: mi esposa Isabel y mis dos amados hijos: Anny, la mayor, y Leo, como le gusta que lo llamen, el menor.
…5, 10,… 20,… 30,… 49.
El sonido de los aplausos es relajante y marca el final de la temida canción. Desde que tengo uso de razón y ahora en mi cuadragésimo noveno cumpleaños, no dejo de sentirme tonto cuando la cantan o cuando me toca cantarla.
Isabel se acerca y me susurra al oído: Feliz Cumpleaños… Señor Guzmán; lo dice en un tono que me gusta (lento, pausado y siseado), y ella lo sabe. Me pone la piel como de gallina cada vez que me susurra al oído Señor Guzmán. Es como si me invitara, de manera cautelosa, a perderme con ella en lo más recóndito del mundo, para hacer de nosotros la prueba más infalible de que el amor se hace sólido y resistente con el paso de los años. Que solo es cuestión de tener la voluntad de amar y dejarse amar.
Isabel remata con un beso en la boca.
Anny sostiene la torta de chocolate con fresas bañadas en salsa de mora. Se ve deliciosa. Leonardo, como me gusta llamarlo a mí, pone una especie de vela en el pastel y saca una candelilla para encenderla. Parece un pequeño volcán del que sale un brillante espectáculo de juegos pirotécnicos.
—¡No olvides el deseo, papá! —grita Leonardo, que parece más emocionado que yo.
Miro las chispas que salen de la vela y pienso en algún deseo realizable que pueda pedir. En mi mente se crea una especie de libro en el que busco, página por página, algo que desee tener o algo que tenga y desee mejorar. Mi búsqueda es rápida. Me quedan escasos segundos antes de que se apague la vela. Mi enciclopedia mental es grande y son muchas páginas las que debo revisar. Busco y busco hasta que, en negrilla y subrayado, está la palabra Familia. Por una millonésima de segundo pienso en ella. Familia, familia, familia. La palabra me comienza a rebotar en la cabeza. Lo que más adoro en el mundo, pero no puedo pedir ningún deseo.
La vela se acaba y decenas de ojos se posan sobre mí. Miradas cargadas de emoción y entusiasmo, salvo una. La mirada profunda e inquietante de Leonardo me obliga a incorporarme. ¿Me acusa?
Todos se acercan y me felicitan. Sus mejores deseos son para mí. Son pocos los invitados porque en realidad no es que tengamos muchos amigos. Están algunos compañeros de la universidad de Anny y Leonardo, y como cinco o seis de las amigas más cercanas de Isabel. Del trabajo no invité a casi nadie, solo a Julieth y Alberto, que vino con su hermano Henry, un hombre visiblemente inestable e incapaz de estar solo. No sé qué le pasó o que es lo que tiene y Alberto nunca habla del tema. Tal parece, le molesta cuando alguien le pregunta algo sobre el asunto. De hecho, creo que son tres hermanos: Alberto, Henry y quien sabe quién. En verdad no lo sé.
Hace tan solo tres años que nos mudamos al sur de la ciudad, alejados del ronroneo metálico y asfixiante de Cali. Esta casa tiene todo lo que me gusta: madera, cristal, colores fríos, un jardín amplio y con espacios suficientes para el libre esparcimiento. En cuanto puedo, me escabullo. Me dejo caer sobre uno de los sillones.
—¿Fue impresión mía o tarareaste la canción? —murmura jocosamente Isabel. Me sobresalto un poco y le tomo la mano.
—Intentaba concentrarme en la letra de La Canción de la Colina… es bastante sugerente —digo con suavidad.
De verdad hacía el mayor de los esfuerzos para no salir corriendo. Recordaba un par de líneas de la canción inventada por mi esposa.
El viento de la colina viene por nosotros.
No corras, no te escondas; solo déjate llevar.
Fijo mi mirada en el carmesí de su vestido y en el movimiento suave y elegante de su mano.
—Debiste cantarla a todo pulmón.
Entrecierro los ojos y me fijo en la sonrisa blanquecina que se asoma en su cara.
—No te veías tan desesperado —añade.
—Eres mala observadora —digo mientras le retiro una hebra de cabello de la mejilla—. Quería ser invisible. Ya sabes… No se me da muy bien esto de las fiestas.
—Lo hiciste mejor que el año antepasado —se ríe y me hala obligándome a ponerme de pie.
Me besa y me arrastra de nuevo al jardín.
Me acerco a una de las mesas y tomo una fresa, la más grande de la bandeja, y la sumerjo en la cascada de chocolate.
—A tu edad no me comería eso. El dulce de las frutas es azúcar y el azúcar produce diabetes —dice una voz detrás de mí. Sé quién es y finjo no prestar atención—. Y ni que hablar de la grasa del chocolate. Imagina lo que hará con tus venas. Arterioesclerosis, en el mejor de los casos, e inevitablemente un infarto al corazón… Y no finjas que no me escuchas —termina diciendo y ambos soltamos una carcajada.
Pongo la fresa en la mesa y me vuelvo hacia atrás. Alberto resopla y levanta las cejas, como de costumbre. Me estrecha con fuerza.
Henry nos mira y e ofrece la mano con timidez.
—Tienes una casa preciosa.
—Gracias —contesto sin más.
Alberto interviene:
—¿Qué se siente ser un año más viejo? —lo miro con desdén para que se sienta mal, pero él sabe que no me molesta el comentario. Entonces me da una palmada en el hombro—. Vamos, Hernán. La edad nos hace más interesantes. Nos hace atractivos —dice en un tono muy suave, como temiendo que Isabel lo escuche—, somos una hazaña para las jovencitas.
Lo miro a los ojos y por más que lo evito, río de nuevo.
Henry no muestra expresión alguna.
Alberto es un hombre modesto, de unos cuarenta años aproximadamente. No recuerdo muy bien hace cuanto lo conozco, pero sí recuerdo que se ha convertido en uno de mis grandes amigos. Lo conocí en la universidad. Iba unos semestres más adelante. Es leal y siempre se muestra imparcial cuando tomo una decisión en el trabajo. Es como si siempre estuviera de mi lado.
—¡Señores y señoras!, —exclama Isabel y llama la atención de todos— acérquense.
Todos hacemos un círculo en torno a ella.
—Hernán, —dice con dulzura— mi querido esposo, —continúa. Mira a Anny y a Leonardo para que estos se acerquen— esto no es más que un símbolo de unión y de amor. —Estira los brazos con las manos juntas. Parece un cofre, uno que guarda en su interior algo valioso. En cuanto las abre, queda al descubierto un medallón plateado. Las luces de los bombillos se reflejan en él y emiten una luz tenue.
—Ábrelo —sugiere Anny.
Es un tipo de caja pequeña. Lo abro y se despliega en dos secciones. En su interior hay dos fotos: una de nosotros dos (Isabel y yo) y otra de los muchachos. Aprieto el medallón con fuerza y decido que debo aferrarme a esa pequeñísima chispa de sosiego que me regala el frío de la plata.
Siento paz y al mismo tiempo una terrible, terrible lástima de mí mismo.
PESADILLAS
La música suena suave, mientras los invitados se ríen y tratan de ser amables conmigo. Las reuniones no son de mi agrado, es más el compromiso el que me obliga a estar aquí; de lo contrario, ya me hubiera ido. Se hace de noche y ya se ve un poco el efecto del alcohol en las personas.
Alberto y su hermano se acercan.
—¿Qué harás en estos días de vacaciones? —pregunta Alberto, al mismo tiempo que me pasa una copa de vino.
—Voy a estar en casa, y no se lo digas a nadie, pero tengo la intención de viajar con Isabel y los muchachos. Estoy esperando la aprobación de una de las agencias de viaje, y bueno, ya elegiremos.
— ¿Y la idea cuál es?
—Descansar —digo con certeza.
Henry asiente en silencio.
Una vez se marchan Alberto, Henry y Julieth, el resto de los invitados hace lo mismo.
Al cabo de un par de horas, me tiro a la cama desprovisto de ropa. Isabel entra al cuarto y me mira incrédula.
—Ven aquí —le digo en tono seductor y temiendo sonar como un tonto, pero no me importa.
Ella sonríe y se acerca poco a poco, se acuesta a mi lado y me da un beso en la mejilla.
—Me siento cansada, esta noche no.
Esta vez el beso me lo da en la boca.
—Descansa, lo mereces —musito y dejo caer mi cabeza sobre la almohada.
La noche es tan silenciosa que se podría escuchar la caída de un alfiler a kilómetros. Tomo mi celular y miro la hora, son las doce y treinta y ocho de la madrugada; y justo antes de colocarlo nuevamente en el nochero, llega un mensaje de texto:
Si no sales, entro por ti.
En mi mente se dibuja una gran sonrisa y salgo de la cama. Me visto en poco tiempo y salgo al jardín. Llego al portón y ella está ahí de pie esperándome.
—Happy brithday to you… o como se diga —dice Natasha y me da un abrazo.
—No te esperaba.
—Te he echado de menos… y lo sabes.
—Bueno, aquí me tienes. ¿Qué te parece si vamos a caminar un rato? —le digo y la miro con entusiasmo. Ojalá diga que sí.
Algo me inquieta esta noche.
—Contigo a donde sea.
Comenzamos a caminar por las solitarias calles del barrio. Son grandes murallas vegetales que protegen las mansiones de mis vecinos.
—¿Qué tal estuvo tu día? Me imagino que Isabel te hizo una súper fiesta —suelta sin previo aviso y me mira de reojo.
—Sí, en realidad fue una pequeña reunión. Hubo pastel, comida y pocos invitados. Ya sabes que no me animan las fiestas y eso de estar sonriéndole a todo el mundo —trato de no sonar engreído.
—Pero…
—Pero, ¿qué? —contesto de inmediato.
—Algo no marcha del todo bien —afirma con seguridad.
—No es eso. Solo que… — antes de terminar con la oración, Natasha me interrumpe.
—Conozco esa mirada, Hernán. ¿Recuerdas hace cuánto nos conocemos?
Odio que me conozca tan bien, pero me siento tranquilo de poder contar con ella.
Por un instante me quedo mudo. Estoy buscando las palabras adecuadas para que me comprenda. Recorremos unos cuantos metros más y llegamos al parque del barrio. En la mitad hay un lago y en los alrededores hay palmeras altas y robustas.
Natasha me señala una de las bancas que da frente al lago y me invita a sentarme. Ella guarda silencio. Sé lo que está haciendo. Me da tiempo para que yo le suelte todo.
Al cabo de un rato, que no sé cuánto tiempo es en realidad, por fin puedo articular palabras.
—Por momentos no hago otra cosa que recordar y recordar.
Natasha se queda callada y me mira con su típica mirada de psicóloga empírica.
—Es realmente relajante este parque. Deberíamos venir más a menudo —me dice con voz de alivio y continúa—. Han pasado más de veinte años, Hernán. Tomaste tu decisión, ya no hay nada que puedas hacer.
La odio aún más porque sus palabras me hacen sentir como un hombre de cuarenta y nueve años con la mente de un adolescente irresponsable.
—Las pesadillas me persiguen con insistencia. Como si quisieran tatuarse en mi mente para no dejarme en paz.
—Sabes que nunca te he dado mi opinión, y creo que nunca lo haré. Te respeto y prefiero tener la imagen del Hernán que me tendió la mano. Tu pasado no me importa. Por lo menos no debe importarme —Natasha hace una pausa para tomar aire—. Solo no permitas que el pasado sea más grande que tú —me da un golpecito en la pierna—. Dedícate a vivir. Mira que ya estás un poco adulto. Ya estás viejo —remata en tono burlesco.
—Me hubiera encantado que estuvieras en la reunión —le digo, y de momento