Corazón afiebrado
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Después de su muy aclamada colección de historias cortas Obsesiones peligrosas, todas ellas con un trasfondo de guerra, el autor belga/flamenco Van Laerhoven nos sorprende nuevamente con cinco historias con una mirada aguda de nuestros impulsos más auto destructivos. Un mercenario sirio Bashar-al-Assad repleto de esteroides está decidido a convertirse en “mártir” después de perder el brazo derecho por el “fuego amigo”. Un conductor de subterráneos retirado de Londres está obsesionado por su deseo de vengar el sanguinario asesinato de sus padres en Croacia con la muerte de su medio sobrino. Un cronista de viajes belga queda atrapado en la locura de la guerra de Kosovo en los años noventa y es testigo de sus consecuencias más dramáticas muchos años después en Nueva York. Un pintor bruto y hastiado de Bruselas traiciona a su mejor amigo, un falsificador de arte de Ruanda y lo entrega a la mafia, dando lugar a la culpa, la lujuria y el asesinato. Un mentiroso nato apodado Johnny di Machio de los años setenta busca en Poona, India, la salvación para sus problemas sexuales en el ashram de Bhagwan pero queda atrapado en un laberinto de violencia oculta desde hace mucho tiempo.
Aldous Huxley escribió en Bravo nuevo mundo (1932): “Las palabras pueden ser como rayos X si se usan apropiadamente: lo atraviesan todo”. Esto es exactamente lo que hace Van Laerhoven cuando expone nuestros egos voraces y nuestra soledad interior. Corazón afiebrado provoca mucho más que dolor en el corazón.
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Corazón afiebrado - Bob Van Laerhoven
La abominación
Faltan
aproximadamente quince minutos para el Al-Thar.
Después de la agonía y la humillación de estas últimas semanas, una certeza absoluta gobierna mi cabeza: la revancha es la única salida honorable de esta situación.
Refugiado en esta habitación, mirando fijamente al espejo que coloqué a propósito enfrente de mí, envío un mensaje con mi mente a mi khaal Bashar al-Assad, soberano de Siria «Mantente erguido, reverenciado tío de todos los Alawite, extiende tus brazos, extiende tu shabh hasta que tu sombra cubra a todos los ciudadanos y Siria, y ordénales que te obedezcan o mueran».
A los occidentales en este hospital y en especial a la mujer Quagebuur, les digo: «Váyanse a la mierda y ojalá se pudran en el infierno».
Allah ou akbar.
***
Calculo que me quedan diez minutos.
Afuera, Amman resplandece bajo el sol, sus rascacielos color pastel y sus ruidos voraces inundan la ventana. Bajo esa luz y en este momento, podría estar a las puertas de Akhirah, la vida después de la muerte.
Una parte piadosa que brotó en mí después del accidente en Al-Houla me susurra que seré un verdadero mártir musulmán.
Recibiré mi premio de sirvientes y esposas bajo la bóveda eterna adornada con perlas, aguamarinas y rubíes, tan grande como la distancia desde Al-Jabiyyah a Sana’a.
Una parte de mí, ese hombre salvaje que siempre habitó en mi corazón, me murmura: «Espero que las houris en el Paraíso sean como prometen. Si son vírgenes, como prometió el Profeta, tendrán mucho que aprender. Por ejemplo, como chupar bien una verga. Por supuesto, tendré toda la eternidad para enseñarles, y como todos los hombres musulmanes, seré el equivalente de Adán y mediré seis codos de altura. Esperemos que mi verga sea proporcionada.
Miro el vaso de whisky en mi mano izquierda. Siempre me gusta que mi bebida sea fuerte y pecaminosa.
Vacío el vaso. En la botella todavía hay suficiente para dos tragos.
Eso debería alcanzar.
El alcohol es como un demonio de dos colmillos: agudiza mis instintos, pero también despierta mis recuerdos.
Lo último que quiero ahora es recordar a esa enfermera belga, Quagebuur.
Pero no puedo evitarlo.
***
—Perdiste las ganas de vivir porque tu ego inflado y tu mentalidad de macho no pueden soportar lo que te ocurrió —me dijo esa mujer belga, Veronique Quagebuur, la jefa de enfermeras en este hospital de Médicos sin Fronteras, en un árabe aceptable y con contundencia cuando ya me habían quitado las esquirlas de la pierna y finalmente yo podía andar cojeando por ahí.
—También tienes depresión clínica porque tu sistema necesita esteroides para hacerte sentir hombre y aquí no los permitimos. Después de años de abuso de esteroides, tus pelotas son demasiado pequeñas como para volver a producir testosterona. Te obsesiona la idea de que tu cuerpo es tan delgado y débil como un papel. Tenemos un término médico para esa obsesión: anorexia inversa.
Estaba sentado frente a ella en la ruidosa y ajetreada área de consultas del hospital. ¿Tus pelotas son demasiado pequeñas?
Si hubiéramos estado solos, le habría quebrado el cuello con un solo brazo por atreverse a hablarme así. Ella tenía el cabello recogido y no estaba usando un niqab, ni siquiera un pañuelo. ¿Cómo una puta como ella, con cabello castaño rojizo y ojos negros, se atrevía a cuestionar mi hombría?
Se apoyó en el escritorio: —Solo para saber: ¿eras uno de los Shabiha en Siria? ¿Uno de los Asesinos Fantasma?
Nos miramos fijo, cerca pero a un universo de distancia. Un brillo vidrioso de incredulidad en los ojos de ambos.
***
Podría haberle dicho a la mujer belga que Shabih no significa Fantasma. Es Shabah, plural ashbah. Así nos apodaron por el mercedes 600 que usábamos en nuestros ataques (llamado shabah) y por la forma única (tashbih) en que lanzamos odios sobre los demás, sobre aquellos que no son assadistas.
Nos gusta matar con el cuchillo para nuestro líder Bashar al-Assad, para que todos sepan que fue el Shabiha quien lo hizo y sepan quién es el jefe en nuestra madre tierra.
—Somos Médicos sin fronteras —dijo Quagebuur cuando se dio cuenta de que yo no iba a responder a su pregunta. —En este hospital, tratamos igual a las víctimas y a los agresores. Sunita, shiita, alauita, cristiano, seguidor del régimen de Assad o rebelde son palabras que pertenecen ahí afuera —señaló hacia la ventana, hacia las calle, —no aquí adentro.
Mi boca permaneció cerrada. Había escuchados que las fotos que nos habíamos sacado con nuestros teléfonos celulares habían llegado a la prensa occidental. Antes de que me trajeran aquí, me afeité la barba; algo no muy masculino pero astuto en estas circunstancias.
Supuse que eso alcanzaría, pero no podía ocultar mi cuerpo musculoso.
Seguí tratando de hacer que baje la mirada, como había hecho muchas veces mi hermano de sangre Massab.
Su mirada era como la de un perro: atenta y brillante. No evitó mi mirada.
—Si prefieres quedarte en silencio, está bien, pero debes saber que tu deseo de no seguir viviendo, que expresaste ayer por la tarde con mucha claridad cuando nuestro personal vino a vendarte las heridas de las piernas, es un síntoma de depresión grave. Tu cuerpo, que causó temor en todos los que lo vieron, está dañado y no puede ser arreglado, y no puedes soportar eso.
No reaccioné.
Murmuró, con un gesto de desprecio en la boca: —Piénsalo, mírate al espejo y sé honesto contigo mismo.
Cogió una lapicera, escribió unas notas y se puso de pie. En vez de abandonar la habitación, se acercó y se paró al lado de mi hombro derecho. Se agachó y me susurró al oído: —Si no te gusta lo que ves, ¿qué harás?
Miré por encima del hombro y vi sus ojos observando el muñón que una vez fuera mi brazo derecho; seis semanas atrás era sesenta centímetros de músculo.
***
¿Ocho minutos?
Me observo en el espejo mientras espero, a lo que queda de mí, justo como la infiel Quagebuur me pidió que hiciera.
Ella es como una vaca tonta. Habló como si mirarse en el espejo fuera un castigo, o aún peor, una humillación...
¿Qué sabe ella?
Antes de perder el brazo y algunos trozos de mis piernas, me gustaba mirarme en los espejos y ver la monstruosa fuerza de mis pectorales, mis hombros, mi torso, mis piernas, mis brazos.
Los espejos me definían.
Disfrutaba de golpear el rostro de las personas contra los espejos y salpicar sangre, vidrio y tejidos.
***
Recuerdo observarme en el espejo en nuestro gimnasio, tensando mis bíceps, el derecho tatuado con el rostro del jeque Bashar al-Assad, y escuchar a mi amigo Massab comentar:
—Rani, mira esos bíceps. Debes ser más fuerte que Hulk ahora. Te estás transformando en la Abominación.
La noche antes, en su apartamento, Massab había puesto el DVD de su película americana favorita, El Increíble Hulk. Mientra mirábamos la película, bebimos el licor su cuñado había contrabandeado de Jordania. El apartamento de Massab era un lugar seguro para emborracharse, dada la reputación que tenía en el vecindario de ser un loco de las armas. Entrar en su apartamento sin ser invitado era una sentencia de muerte y todos lo sabían, incluso nuestros mudir, Shaheed Batala, el jefe de nuestro clan Alawite. Sin que él lo supiera, lo llamábamos el Corredor nocturno por su apetito por las jóvenes vírgenes. Pero incluso si Massab hubiera sido un hombre pacífico, Shaheed no hubiera interferido con la bebida. Estaba convencido de que beber era un pecado menor a los ojos de Alá, el Todopoderoso, y por cierto perdonable para soldados como nosotros que teníamos que combatir todos los días a los enemigos de nuestro país.
Pocas horas antes me había inyectado un cóctel de esteroides y el alcohol me adormecía y me volvía apático, pero me senté erguido cuando la Abominación apareció en la pantalla. Cuando la película terminó, le pedí a Massab que la pusiera de nuevo.
Y de nuevo.
La Abominación: un monstruo de músculo. Una criatura de destrucción.
Inspira temor y respeto.
Homicida e implacable. Una presencia imponente, dura como una roca, incluso mas fuerte que Hulk, que se caga de miedo cuando luchan. Pero El Increíble Hulk es una película estadounidense; el idiota de Hulk finalmente gana porque los infieles occidentales prefieren la basura emocional y la confusión interna en vez de la fuerza viva y la determinación incisiva. Hulk le gana la batalla a la Abominación solo porque es engañoso y taimado, la marca de un cobarde. La Abominación es el más fuerte de los dos; habría ganado en una lucha justa. Perdió porque no hizo lo necesario: pelear con todo lo que uno tiene cerca.
Luchábamos por la victoria sobre nuestros enemigos con lo que sea que tuviéramos: pistolas, cuchillos, garrotes y con nuestras propias manos.
En nuestra región de Al-Nasiriyah, la gente susurraba a nuestras espaldas que éramos unos idiotas, bandas de bandidos con el cerebro de niños de siete años.
Tal vez eso era cierto en alguno de nosotros. Pero no en mi caso.
Yo sabía por qué me entrenaba como un desquiciado. Teníamos que ser colosales y hacer que la gente en la calle viera nuestros gigantescos músculos para que instantáneamente sintiera terror. Nosotros, los alauitas, somos la raza superior de musulmanes. Así lo dijo Shaheed Batala: «Un alauita vale siete shiitas y siete sunitas»
Entonces no es solo nuestra obligación sino también nuestro derecho defender el poder de nuestro khaal Bashar al-Assad con lo que sea necesario.
Así de simple.
Pero no es tan fácil: ser poderoso y superior también es una carga.
Siempre tienes que estar en guardia. Siempre tienes que ser el mejor.
Esa noche me llevé el DVD del Increíble Hulk a casa conmigo.
En el camino me imaginé que era la Abominación y una explosión abrupta de lujuria de sangre me recorrió por completo, hizo que las calles resonaran y que mis dientes rechinaran.
Mañana, pensé, limpiaremos el pueblo de Al-Houla.
***
—Sería bueno si tuviera el espinazo con pinchos como la Abominación —bromeé cuando estábamos en la carretera de Trípoli camino a Al-Houla, recordando la primera vez que había visto El Increíble Hulk, casi sin aliento cuando el súper monstruo apareció por primera vez. Sabiendo lo que estábamos por hacer en Al-Houla, cuáles eran las familias escogidas para este ataque, me hizo sentir como si la Abominación acechara dentro mío, esperando para metamorfosearme.
Massab estaba sentado al lado del conductor de nuestro vehículo utilitario. Sonrió y levantó su teléfono celular para sacarme una foto. Ese se había convertido en uno de sus pasatiempos favoritos en los últimos meses, ya que yo había aumentado más o menos dos kilos de músculos cada aproximadamente tres semanas.
—Cuando hayamos acabado en Al-Houla, seguro sentirás crecer los primeros pinchos —me dijo en voz baja. Nuestros ojos se encontraron en el espejo retrovisor.
—Quizás no seas un superhéroe como la Abominación pero tienes el aspecto de un oso gigantesco —dije yo.
Estuvo en silencio durante algunos minutos.
—Ni siquiera un oso tiene la fuerza suficiente como para taclearte —respondió finalmente, doblando el brazo derecho mientras lo observaba. —Pero pronto seré tan grande que incluso tú tendrás que aceptar que soy el más fuerte.
Sabía lo que quería decir: en los últimos días había estado tomando dosis gigantescas de esteroides con la idea fija de ser el más fuerte de todos. Ya había un rumor dando vueltas que decía que eso le había costado su hombría, pero nadie se atrevía a mencionarlo en su presencia. Otros susurraban que su hígado «tenía el tamaño de