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Jaula de sueños
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Libro electrónico358 páginas5 horas

Jaula de sueños

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Toda pesadilla empieza soñando.
El Espectro Pesadilla anda suelto. Pero en Newham hay cosas aún peores. Indefensa ante una realidad letal, Ness no sabe qué hacer para sentirse segura. Quizá la solución sea pedirle al Espectro que la convierta en un monstruo... O quizá debe aprender a confiar de una vez en quienes la rodean.
Ha llegado la hora de que Ness arranque los temores que la recubren como una segunda piel... y se despida del miedo.
IdiomaEspañol
EditorialTBR Editorial
Fecha de lanzamiento21 mar 2024
ISBN9788419621528
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    Jaula de sueños - Rebecca Schaeffer

    Para todos los que le dieron una oportunidad

    a «Ciudad sin sueños».

    UNO

    Antes, mi mayor miedo era quedarme dormida y despertarme convertida en Pesadilla, con el cuerpo y la mente transformados en un monstruo retorcido e irreconocible que asesinaría a todos mis seres queridos.

    Ahora hay veces que sueño con ser un monstruo; así, al menos, dejaría de asustarme por todo.

    Me agazapo tras la barra del bar clandestino en el que llevo trabajando un mes, mientras una tormenta de disparos resuena a mi alrededor. Ha estallado una reyerta entre bandas porque alguien ha mirado de mala manera a otra persona, o porque alguien ha hecho un comentario sobre las inminentes elecciones a la alcaldía, u otra tontería por el estilo. Los clientes del bar se pasan la vida enzarzándose en peleas, y siempre acaban liados a tiros.

    La barra está fabricada con materiales a prueba de balas, por supuesto; por eso me he escondido detrás de ella, como una buena cobarde. Aquí solo me acompañan las botellas de alcohol variado, que también se guardan dentro de la barra blindada. Si un disparo alcanza a un camarero, se puede contratar a otro nuevo, pero la bebida es lo que genera dinero. Y Dios no quiera que le pase algo al bebercio.

    El chaleco almidonado del uniforme se me clava en el costado cuando me hago un ovillo. Soy terriblemente consciente de que mi cuerpo es muy frágil, de que una bala podría atravesarme con facilidad y hacerme papilla los órganos.

    Pero no pasa nada. Detrás de la barra estoy a salvo.

    Normalmente me traigo una novela barata al trabajo por si suceden cosas así, porque estos tiroteos pueden durar un buen rato. Por desgracia, ya me terminé el último libro y todavía no he comprado otro.

    Por lo tanto, mis pensamientos son mi única distracción.

    Y no se me ocurre un acompañante peor.

    Los Amigos del Alma Sosegada siempre me explicaban que la paz estaba en mi interior, y que las respiraciones y la meditación reposada podían tranquilizarme incluso en las situaciones más estresantes.

    Sin embargo, dicha organización resultó ser una secta que captaba a las personas con promesas de ayuda y luego las secuestraba. Así que últimamente no me tomo sus enseñanzas muy en serio.

    A veces trato de analizar todo el asunto de los Amigos con un enfoque más positivo. Vale, a mí también pretendían secuestrarme, pero escapé antes de que lo consiguieran. Y encima, les gorroneé comida y alojamiento gratis durante años. A la hora de la verdad, ¿quién timó a quién?

    Ellos a mí. No hay duda: la víctima soy yo.

    Nunca lo admitiría delante de nadie, pero hay una pequeña y desesperada parte de mí que anhela volver con los Amigos. Una parte de mí que sueña con mi habitacioncita y sus ásperas paredes de ladrillo. Una parte de mí que añora la paz y la seguridad que sentía cuando me acostaba en mi cama y cerraba los ojos, con la certeza de que el mundo exterior no podía hacerme daño, de que estando allí encerrada me encontraba a salvo.

    Sé que todo era mentira, que en realidad nunca estuve protegida. No era más que una ilusión. Soy consciente de ello, de verdad que sí.

    Pero en ocasiones como esta, en las que los tiros retumban a mi alrededor y me veo obligada a tirarme al pegajoso suelo de un bar clandestino, con un sueldo de mierda, un horario terrible y el riesgo constante de perder la vida o una extremidad... Qué queréis que os diga, la ilusión vuelve a parecerme atractiva.

    El estrépito de los disparos cambia de tono cuando las pistolas se giran hacia un nuevo objetivo. La gente empieza a gritar, y oigo cómo alguien golpea a los miembros de las bandas con un objeto pesado. A continuación, los cuerpos de los liantes se estrellan contra el suelo uno tras otro, como un ritmo macabro hecho de balazos.

    Un momento después, los disparos y los golpes cesan, y el silencio cae sobre el lugar.

    No soy tan tonta como para sacar la cabeza y mirar al otro lado de la barra. Ya vendrá alguien a buscarme cuando pase el peligro. No pienso jugarme el pellejo solo por satisfacer mi curiosidad. Es más, no tengo ningún inconveniente en pasarme la noche entera escondida. Incluso podría quedarme a vivir aquí, acurrucada tras este mostrador a prueba de balas que me protege de las amenazas del mundo. La idea no suena nada mal.

    Una cabeza se asoma por encima de la barra y me mira.

    –¡Hola, Ness!

    Pestañeo y observo a mi amiga Priya, que esboza una sonrisa tan resplandeciente como su cabello degradado en negro y turquesa neón. Tiene cuerpo de atleta, con una altura imponente y piernas largas, y siempre va vestida como si estuviera preparada para luchar. O para irse de fiesta. O para las dos cosas a la vez, a ser posible. Hoy, eso significa que lleva una panoplia de armas muy ilegales colgadas de su cinturón de lentejuelas, unos pantalones de cuero, unas botas militares, un ajustado jersey rojo de cuello alto y un chaleco negro.

    –No me habías contado lo emocionante que es tu trabajo –añade con alegría mientras se sienta en el mostrador, dejando caer las piernas por el borde–. ¿Esto pasa todas las noches?

    –Casi todas –confieso sin salir de mi escondrijo.

    –Parece divertido –comenta mi amiga con cordialidad, y yo pongo cara de exasperación.

    Priya y yo opinamos cosas muy distintas sobre qué es la diversión. Yo tengo miedo de casi todo, y ella de casi nada.

    –¿Ha pasado el peligro ya? –pregunto.

    –Ah, sí –responde ella, haciendo un gesto distraído con la mano–. He acabado con los pistoleros. No me ha costado demasiado.

    Claro que no. Priya se desvive por el subidón de adrenalina que le produce dar caza y matar a Pesadillas descontroladas, desde lagartos de diez pisos de altura que destruyen edificios de oficinas a serpientes marinas que devoran barcos. Supongo que, para ella, enfrentarse a un puñado de pandilleros es pan comido.

    Me encantaría ser como mi amiga... Ella sabe pasar a la acción, pelear contra las criaturas que acechan entre las sombras y hacerlo con una sonrisa en la cara.

    Yo, por mi parte, me escondo y fantaseo con regresar a una secta corrupta.

    ¿Cómo puede ser tan valiente Priya en un mundo tan desquiciado? ¿Y por qué no puedo ser yo así también?

    Me levanto y me sacudo el polvo de la ropa. Como me arrastré por el suelo para meterme detrás de la barra, mi camisa blanca se ha vuelto tan gris como mi chaleco.

    Priya se sienta en un taburete de un salto, ignorando el montón de mafiosos inconscientes que yace a su espalda. Bueno, espero que solo se hayan quedado inconscientes, aunque me daría igual que estuvieran muertos.

    –Ponme un twist newhamita, por favor. Con hielo –me pide.

    Empiezo a preparar el cóctel mientras los otros empleados sacan a rastras los cuerpos. Algunos dejan una estela de sangre en el suelo, y uno de mis compañeros se encarga de limpiarlas con la fregona. Los tiroteos entre bandas siempre lo dejan todo perdido. Esta vez, por lo menos, hay una clienta en la barra, así que tengo una excusa para librarme de limpiar los restos de cerebro de la pared.

    El único inconveniente de no llevar los cuerpos al callejón del bar es que no podré registrarles los bolsillos. A la persona encargada de sacarlos se le permite robarles todo lo que llevan. De hecho, por lo menos la mitad de nuestro salario procede de esa triquiñuela.

    Inclino la coctelera sobre la copa con cuidado y vierto la bebida. Esta meticulosidad me ayuda a camuflar el leve temblor de mis manos, que es el único vestigio de lo sucedido hace cinco minutos, cuando la muerte ha recorrido el edificio.

    Le paso el cóctel a Priya, que se lo bebe de un trago y deja la copa en la barra de golpe.

    –Ponme otro.

    –Sabes que esto lleva bastante alcohol, ¿no? –le recuerdo con una ceja enarcada.

    –Esa es la gracia.

    Me encojo de hombros y le preparo el cóctel.

    Se lo vuelve a beber de un trago.

    –¿Estás bien? –inquiero con los ojos entornados.

    –¿Qué pasa? ¿Te piensas que no sé beber? –me pregunta, como si esa posibilidad la ofendiera.

    –No –respondo despacio, tratando de encontrar las palabras adecuadas para expresar mi preocupación–. Pero es que no sueles hacerlo tan deprisa. ¿Te ha sucedido algo hoy?

    Priya se deja caer en el asiento.

    –La verdad es que no –admite–. Todos los días han sido iguales desde que empecé a trabajar para Defensa contra Pesadillas. Por la mañana entrenamos, y luego nos sentamos a esperar que nos avisen de algún ataque. Pero nunca recibimos ninguna llamada. Por la tarde entrenamos otra vez, y después nos vamos a casa. Y vuelta a empezar. –Agita la copa vacía–. Es solo que... Esto no es como me lo imaginaba. Me enrolé para luchar contra Pesadillas peligrosas, para hacer estallar a dinosaurios asesinos y decapitar zombis voladores –concluye con cara de amargura.

    –A ver –comento con cautela–, quizá se deba a que eres nueva. Seguro que los miembros más experimentados se estarán haciendo cargo de todas las misiones.

    Mi amiga sacude la cabeza antes de hablar:

    –Mataste a todos los miembros experimentados, ¿o es que ya no te acuerdas?

    –No fui yo quien los mató –replico con una mueca.

    –Perdona, se me había olvidado: buscaste a alguien que los matara por ti. Qué tonta soy. ¿Cómo he podido pasar por alto ese matiz? –contesta ella, irritada.

    Hace un mes, Defensa contra Pesadillas –la única organización de Newham que nunca me había parecido maligna– nos secuestró a mi amigo Cy y a mí. Sobrevivimos por accidente al atentado masivo que habían organizado, y encima los provocamos al informar a los medios del asunto. Y, dado que no me apetecía especialmente morir, liberé al monstruo que vivía en los sueños de la gente y convertía a las personas en Pesadillas. Haciendo uso de un solo dedo, transformó a todos y cada uno de los miembros de Defensa contra Pesadillas en cucarachas y mariposas, y luego los aplastó con sus brillantes zapatos negros.

    No me arrepiento de haber liberado al Espectro. Sí, saqué a un monstro del mundo de los sueños y él liquidó a la mitad de las fuerzas defensivas de la ciudad. Pero sigo viva, y Cy también. Eso es todo lo que importa.

    Llevo demasiado tiempo en Newham para sentir arrepentimiento por haber sobrevivido, fuera cual fuera el precio.

    –Lo siento, eso ha estado fuera de lugar –se disculpa Priya masajeándose las sienes–. Es que... Los miembros que se unieron a Defensa contra Pesadillas una semana antes que yo pudieron colarse por el ojo de un dragón para echarle ácido en el cerebro. Uf, suena alucinante, ¿no crees?

    La palabra «alucinante» no significa lo mismo para ella que para mí.

    –Vaya. Qué bien. –Me acerco a ella–. Pero tú también has hecho cosas alucinantes. ¿No te acuerdas del mazacote carnívoro que derretiste hace unos días? Y la semana anterior te liaste a palos con aquel cocodrilo de cuatro metros.

    –En realidad, no era una Pesadilla –señala Priya–. Era la mascota de alguien. El dueño lo tiró al váter y el animal siguió creciendo en las cloacas.

    –Bueno, pero parecía sacado de una pesadilla –insisto con una sonrisa alentadora–. Eso también cuenta, ¿no te parece?

    –Fue un rival digno, supongo –admite mi amiga a regañadientes, y luego suspira–. Desde que liberaste al Espectro, el número de Pesadillas ha caído en picado.

    –Eso es bueno, ¿no? –le digo.

    –Sí, por supuesto –contesta ella apartando la mirada.

    Parece que no se cree sus propias palabras.

    Todos los años hay miles de personas que se olvidan de tomar las pastillas para prevenir los sueños, o que se saltan la ley seca y beben alcohol (como Priya, ahora mismo). Eso neutraliza los efectos de la Helomina que hay en el agua de grifo para impedir que la gente sueñe. Porque, si no sueñas, no puedes tener una pesadilla ni despertarte transformado en ella.

    Sin embargo, el monstruo que convertía a la gente en Pesadillas ya no está en el mundo de los sueños.

    Porque yo lo traje a nuestra realidad.

    –¿Qué crees que estará haciendo el Espectro? –pregunta Priya, pensando lo mismo que yo–. Me imaginaba que se pondría a... Yo qué sé, a transformar a la gente en Pesadillas en plena calle y sembrar el caos por todas partes.

    –Yo igual –confieso–. Me resulta inquietante que no haya hecho acto de presencia.

    –Es como la calma que precede a la tormenta –coincide mi amiga, golpeteando la reluciente barra al son de un ritmo nervioso.

    Cuando liberé al Espectro, pensé que desataría el caos en nuestro mundo. Pero, de hecho, todo está más tranquilo que antes. Este silencio suyo me perturba. No paro de preguntarme si estará planeando algo mucho peor.

    Los empleados han terminado de fregar la sangre, así que el grupo musical vuelve al escenario y comienza a tocar una alegre melodía de jazz.

    Ahora que el tiroteo ha terminado, la música capta la atención de clientes nuevos, que van entrando poco a poco. Hay una pareja cogida del brazo que no para de reír. La chica lleva un vestido de charlestón con cuentas deslumbrantes.

    Y también es una loba de tres cabezas con pezuñas de cabra.

    Cuando pasa junto a nosotras, nos saluda sonriendo con sus tres bocas llenas de dientes serrados. Me obligo a soltar la coctelera, me seco los dedos sudados y temblorosos en los pantalones y le devuelvo una sonrisa educada.

    Aunque he mejorado –hace más de un mes que no prendo fuego a nada en un intento de huir de una criatura terrorífica–, todavía tengo problemas para tratar con las personas de aspecto claramente pesadillesco. La lógica me dice que ellas no tienen la culpa de haberse transformado en su mayor miedo mientras dormían, y que sigue habiendo seres humanos dentro de esos cuerpos monstruosos.

    Pero la lógica nunca ha tenido nada que ver con mis temores.

    Priya contempla a la chica con expresión esperanzada, como si deseara que se pusiera en plan asesino en algún momento. Pero la loba no la complace: se ríe y se pega más a su pareja –un elegante hombre negro con un sombrero de copa– para animarle a bailar.

    Mi amiga se traga otro cóctel y deja la copa en la barra.

    –Ponme uno más –me pide.

    –Creo que ya has bebido suficiente –digo mirándola.

    –¿Me vas a cerrar el grifo? –pregunta, visiblemente ofendida–. Aunque a ti se te suba el alcohol muy rápido, a mí no me pasa.

    –Huy, no tengo dudas de que puedes beber un montón. Pero la normativa del bar establece un límite de copas, y tú ya has llegado al tope. No puedo ponerte otra hasta dentro de una hora –le explico.

    Es una trola de cuidado: el bar no tiene ninguna normativa semejante. En todo caso, su política sería: «Sacadles tanto dinero como podáis a los clientes y, en cuanto el alcohol los deje inconscientes, robadles todo lo que lleven encima».

    No me haría mucha gracia ver a Priya desmayada y convertida en víctima de un atraco.

    Mi amiga dice algo entre dientes y se lanza a la pista de baile, donde agarra a la primera persona que pilla para empezar a bailar una polca.

    Suelto un suspiro. Priya me tiene preocupada. Se ha pasado la vida soñando con unirse a Defensa contra Pesadillas y, ahora que lo ha conseguido, el trabajo no se parece en nada a lo que ella imaginaba. Cada vez que la veo parece más desdichada.

    Ojalá supiera como ayudarla...

    De repente, se oye un estallido. Me agacho de inmediato tas la barra blindada y me pego al suelo.

    ¿Han regresado las bandas? ¿Vamos a sufrir el segundo tiroteo de la noche?

    Priya estaba en la pista de baile. ¿Le habrán disparado?

    Y, ahora que lo pienso, ¿me habrá alcanzado alguna bala a mí?

    Me palpo el cuerpo en busca de heridas, por si la adrenalina y el miedo estuvieran impidiendo que perciba el dolor, pero no encuentro nada. He salido ilesa. Estoy bien. Sí, estoy bien, no hay ningún problema.

    –¿Ness?

    Levanto la cabeza y me topo con Estelle, que se ha asomado por encima del mostrador para mirarme. Es una chica blanca y pecosa, con una brillante aureola de rizos pelirrojos. Fue ella quien me consiguió este empleo hace un mes, aunque creo que lo hizo porque le di pena, más que nada.

    –Ness, ¿se puede saber qué haces? –me pregunta.

    –Eso debería decírtelo yo a ti. ¿Es que no has oído el disparo? –replico sin apartar los ojos de ella.

    –No ha habido ningún disparo. Una jarra de cerveza se ha caído y se ha roto en pedazos –contesta ella con un suspiro de exasperación.

    Ah.

    Vaya, ahora me siento estúpida. Me pongo de pie lentamente y me sacudo la ropa, como si no hubiera pasado nada.

    –¿Estás bien? –me pregunta ella con cara de preocupación.

    –Sí, estoy bien, genial. Mejor que nunca –insisto con voz aguda y alegre.

    A ver: teniendo en cuenta que vivo en Newham, las cosas me van todo lo bien que se puede esperar. Estoy viva y no he perdido ninguna extremidad. Y, por ahora, nadie ha intentado devorarme hoy. Solo por eso, ya ha sido un día mejor de lo habitual.

    Estelle me observa con atención antes de hablar:

    –¿Y cómo estás llevando el tema de vivir con Cy? No te habrá...

    Me sonrojo y aparto la mirada.

    –Ya te lo he dicho: solo somos amigos. Me deja quedarme en su casa mientras ahorro el dinero suficiente para alquilar un piso. No le ofrezco servicios sanguíneos.

    Estelle frunce los labios como si no me creyera del todo. Ha estado preocupada por mí desde que nos conocimos, y entiendo sus razones. Al fin y al cabo, los vampiros pueden ser increíblemente peligrosos, y es muy fácil morir desangrada. De todas maneras, no estoy alimentando a Cy.

    Bueno, lo hice una vez. Pero fue una ocasión excepcional.

    Aun así, Estelle debería saber que no le estoy dando mi sangre a Cy. A fin de cuentas, ya lo hace ella.

    –De verdad, Estelle, estoy bien –repito. En ese momento, me doy cuenta de que tiene el rostro cansado y ojeroso–. La pregunta es: ¿lo estás tú?

    –Sí, sí –responde ella, quitándole importancia a mi comentario con un gesto–. Pero pareces un poco nerviosa. Si quieres, nos intercambiamos las tareas; solo tendrías que tirar el resto de la basura y fregar la cocina.

    Relajo un poco los hombros. No pienso admitirlo, pero agradezco su oferta. Limpiar la cocina es uno de los pocos trabajos seguros en este bar clandestino.

    –De acuerdo, suena bien –acepto con una sonrisa.

    Me apresuro a coger la bolsa de basura y me dirijo al callejón de atrás. Si tengo suerte, quizá se hayan olvidado de registrar los bolsillos de los mafiosos que sacaron a rastras antes.

    En la calle sopla una brisa fría; es un recordatorio de que ya nos vamos adentrando en el otoño. La gente sin hogar, que habita en los callejones y los rincones ocultos de la ciudad, ya ha empezado a prepararse. Pero no para protegerse de las heladas que cada año matan a unas cuantas personas: lo que necesitan es defenderse de las estafas que surgen con la llegada del invierno. Refugios que, en realidad, sirven de tapadera para los experimentos de algún científico chiflado, que usa como conejillos de Indias a personas que nadie echará de menos; monstruos que buscan carne humana para comérsela, hacer ropa o venderla, y que seducen a los indigentes prometiéndoles comida caliente y cobijo...

    Un escalofrío me recorre el cuerpo, y no tiene nada que ver con la temperatura. Yo también podría haber acabado en la calle. Y, si no ando con cuidado, todavía podría terminar así.

    Respiro hondo. No. Ahora tengo un trabajo y estoy ahorrando. Pronto podré permitirme alquilar un apartamento, un cuchitril seguro para mí sola. Seré independiente y me valdré por mí misma; no necesitaré la ayuda de nadie.

    Y tampoco acabaré viviendo en la calle. De eso estoy segura.

    Aprieto con fuerza las asas de la bolsa, porque me gustaría ser capaz de creerme mis propias palabras.

    Lanzo la basura al callejón y me paro a mirar la montañita de cuerpos, preguntándome si merece la pena rebuscarles en la ropa; alguien podría haber pasado por alto algún objeto de valor. Al dinero que nos ganamos así lo llamamos «propinas», porque los clientes nunca nos dan ni una mísera moneda mientras están con vida.

    Doy un paso adelante, pero me detengo al ver a la chica.

    Le han arrancado el chaleco del uniforme, lo que resalta el agujero sangriento en su camisa blanca. El resplandor de las farolas rebota en su rostro pálido y su cabello oscuro. Por suerte, tiene los ojos cerrados.

    No recuerdo cómo se llamaba. ¿Lesley? ¿Lisa? ¿Linda? Era una empleada nueva, que había empezado a trabajar esta misma semana. Se suponía que hoy le tocaba vigilar la puerta para dejar entrar a los clientes en el bar clandestino. Por eso, cuando el tiroteo empezó, debió de sorprenderla en la línea de fuego.

    No participó en la disputa. Era una chica normal y corriente, como yo.

    Ahora está muerta.

    Y encima, la han dejado tirada en el callejón, junto al resto de la basura.

    Me quedo mirándola, incapaz de apartar los ojos. El problema no es que me importe su muerte; al fin y al cabo, fallece gente a todas horas. Y tampoco es que me cayera bien y me sienta apenada, porque ni siquiera la conocía lo suficiente para acordarme de su nombre.

    La causa de mi inquietud es que esa de ahí podría ser yo.

    A mí también me ha tocado vigilar la puerta, y se han desatado peleas mientras yo trabajaba. La casualidad es lo único que me ha salvado de las balas perdidas.

    ¿Cuánto faltará para que se me acabe la buena suerte?

    Las manos empiezan a temblarme de nuevo, pero esta vez el estremecimiento se extiende al resto del cuerpo. Siento la necesidad de acuclillarme, hacerme un ovillo y abrazarme a mí misma, para que los huesos no se me salgan por culpa de los escalofríos.

    En el suelo hay un periódico roto con una enorme foto en primera plana. El director de los Amigos del Alma Sosegada me sonríe desde el papel, con su familiar y acogedora cara de lagarto. Casi puedo oír cómo su relajante voz me invita a volver a casa, a mi maravillosa habitacioncita, a ese refugio que me está esperando.

    Pero no es cierto.

    Me quitaron la habitación. Y, aunque pudiera recuperarla, la ilusión ha quedado destrozada. Ahora sé que no es un lugar seguro.

    Aun así, querría regresar. Añoro esa sensación, esa certeza de que estoy a salvo. Me gustaría volver a la vida que llevaba allí, aunque no encajara con los demás. Tuve que fingir que tenía fe y que me interesaban los asuntos de la organización, pero lo que recibía a cambio de ese pequeño precio era comida y alojamiento gratis. Y las tareas que me encargaban eran mucho más seguras que un puesto en un bar clandestino: entregaba el correo o repartía folletos.

    Vale, sí: la última vez que dejé folletos en una casa, una mujer se transformó en Pesadilla e intentó asesinarme. Y la última vez que me pusieron a cargo del correo, acabé a bordo de un barco que saltó por los aires.

    Soy consciente de todas estas cosas. En realidad, no era un sitio seguro, incluso si nos olvidamos del tema de los secuestros. Pero eso no impide que desee recuperar esa vida, la abrumadora sensación de seguridad y estabilidad que me proporcionaba el hecho de estar allí.

    El deseo de regresar es tan intenso que duele. Si creyera que el director pudiera acceder a mi petición, le rogaría que me dejara volver. Costase lo que costase.

    Pero no puedo.

    Porque ese lugar ya no existe. Esa sensación de seguridad era un engaño, y todavía no sé cómo ni dónde encontrar la versión auténtica. Lo único que quiero es estar a salvo, dejar de tener miedo.

    ¿Y cómo voy a estar a salvo en un lugar donde los tiroteos descontrolados forman parte habitual de la velada?

    Es imposible.

    Esa es la pura verdad: ni este trabajo ni esta ciudad son seguros. Y solo es cuestión de tiempo que se me acabe la suerte y termine muerta en algún callejón.

    DOS

    Cuando digo que vivo en un armario empotrado, la gente piensa que exagero o que bromeo sobre la dificultad para encontrar un piso de alquiler en Newham. Se equivocan.

    Nadie se imagina que yo misma tomé la decisión de vivir ahí.

    Mi armario es pequeño y angosto, pero también está aislado del mundo. Me gustan los lugares así. Lo elegí porque me recordaba a la habitacioncita perfecta que tenía en los Amigos, aunque en realidad no le llega a la suela del zapato. Las puertas son de lamas, por lo que la luz y el ruido de la estancia principal se cuelan con facilidad y perturban la paz del interior. Eso me recuerda constantemente que solo es una imitación de una ilusión destrozada.

    Aun así, no tengo intención de marcharme de mi armario. Para empezar, si lo hiciera tendría que dormir en el sofá del salón, un sitio demasiado expuesto para mi gusto. Y ya me siento culpable por quedarme en el apartamento de Cy sin pagar alquiler, mientras pongo mi vida en orden. No quiero ocupar más espacio del necesario.

    Mientras vuelvo a casa, trato de centrarme en lo relajada que me

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