El Silencio Que Queda Dentro
Por Chima Ugokwe
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Una familia unida por el amor es arrasada por el gélido y sigiloso balanceo de la muerte de un joven esposo y padre. Una viuda emerge de los vestigios de esta pérdida y empieza a ver la vida desde puntos de mira divergentes, como madre y como protectora de una familia desconsolada. Con el paso del tiempo, atravesando duros trabajos, lágrimas y pesares, a través de muchas noches silenciosas y días agitados, ve llegar las horas inmaduras de la vejez. Carga con el dolor como tierra desecada con su silencio dentro y un corazón afligido, y lentamente intenta liberar ese silencio hasta el día de su muerte.
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El Silencio Que Queda Dentro - Chima Ugokwe
EL SILENCIO QUE QUEDA DENTRO
Sobre la historia
Una familia unida por el amor es arrasada por el gélido y sigiloso balanceo de la muerte de un joven esposo y padre. Una viuda emerge de los vestigios de esta pérdida y empieza a ver la vida desde puntos de mira divergentes, como madre y como protectora de una familia desconsolada. Con el paso del tiempo, atravesando duros trabajos, lágrimas y pesares, a través de muchas noches silenciosas y días agitados, ve llegar las horas inmaduras de la vejez. Carga con el dolor como tierra desecada con su silencio dentro y un corazón afligido, y lentamente intenta liberar ese silencio hasta el día de su muerte.
CAPÍTULO 1 Cosechas de lágrimas
CAPÍTULO 2 Reflexión
CAPÍTULO 3 Ocaso al amanecer
CAPÍTULO 4 Moscas nocturnas
CAPÍTULO 5 Lo siento, mamá
CAPÍTULO 6 Murió el abuelo
CAPÍTULO 7 Más razones para las lágrimas
CAPÍTULO 8 Los pesares de la maternidad
CAPÍTULO 9 Me estaba perdiendo mi infancia
CAPÍTULO 10 Inquebrantable
CAPÍTULO 11 Mis pantalones caqui
CAPÍTULO 12 El orgulloso Udodi
CAPÍTULO 13 Madre cae enferma
CAPÍTULO 14 Contra viento y marea
CAPÍTULO 15 La noche de las historias
CAPÍTULO 16 Desmoronado
CAPÍTULO 17 Madre hallada culpable
CAPÍTULO 18 Viviendo para el mañana
CAPÍTULO 19 Abandonando el hogar
CAPÍTULO 20 Lejos de casa
CAPÍTULO 21 Los dolores de la maternidad
Sobre el autor
Chima Ugokwe es un escritor de origen nigeriano. Es el autor de la novela igbo Iwe Nwanne Anaghi Eru n’Ọkpụkpụ, ganadora del premio ANA/ZIK de literatura indígena. Su novela El silencio que queda dentro (The Silence Within) ganó en Inglaterra el premio internacional Wordinaction. Además de ser premiado en 2014 por la Commonwealth, el autor ha conseguido más de 36 galardones por sus obras. Además de novelas, escribe poesía y ensayos. Es traductor, actor, lingüista y promotor de la cultura y la lengua igbo. Ha publicado en numerosas revistas y periódicos. Actualmente vive y trabaja en Nigeria.
CAPÍTULO 1
Cosechas de lágrimas
Era una tarde muy calurosa. Nos habíamos refugiado del sol abrasador bajo el árbol de nuestro recinto. Como era un día festivo en la granja, las voces de los niños resonaban en los recintos vecinos. Las mujeres estaban regresando ya del mercado y saludaban a Madre cuando pasaban por nuestra casa. Hasta ese mismo instante, su condición no le permitía moverse con libertad. Al mediodía había estado pelando ñame para nuestra comida. Como era día de mercado Orie, Madre había enviado un mensaje a nuestra abuela por medio de una de nuestras vecinas y estaba esperando una respuesta. Al poco rato, esta también regresaba con un grupo de mujeres.
—Tus mercancías gustaron a los compradores hoy —anunció Madre, saludando a otras mujeres que no podían esperar.
—Hermana, ya se habían repartido la carga cuando todavía estaba en lo alto de mi cabeza y ni siquiera la había colocado en el suelo —contestó Mama Nduka con entusiasmo.
—Estoy segura de que Ndu te ayudó a sacar tus productos mientras tú estabas yendo al mercado —dijo Madre en broma.
—No, no lo hizo esta vez. Yo tenía buen producto. Un buen producto se vende solo.
—Mama Ikem, estos son los mensajes de su parte. Está bien y fuerte. Me dijo que te animara a ser fuerte y a cuidar de los chicos, y que ella vendrá a verte pronto.
—¡Mi madre! Pero ella no puede dejar las tierras y a su marido para venir a visitarnos tan pronto. Sin embargo, me alegra que dijeras que está fuerte —contestó Madre.
Madre volvió al trabajo y me mandó que colocara las cosas que traía Mama Nduka. Yo no le quitaba ojo a las chucherías, esperando que Madre no tardara en sacarlas. Mientras mi espera continuaba, me uní a mis hermanos y reanudamos nuestro juego de nuevo. Oímos llorar a mi hermana menor, Mma, que acababa de despertarse de su siesta llorando dentro de la casa. Cuando Madre la oyó, dejó aparte el ñame que estaba pelando, fue corriendo a la casa, abrió la puerta y la trajo consigo a la sombra del árbol que nos cubría a todos del calor del ardiente sol del mediodía y donde todos estábamos sentados jugando. Observó atentamente los ojos de la niña que seguía llorando y le limpió el sudor de la cara con su kanga. El continuo llanto de mi hermana nos hizo dejar de jugar y todos concentramos nuestras miradas en Madre, que estaba haciendo lo indecible para aliviarla.
Madre la acariciaba con dulzura, la lanzaba suavemente al aire y la llamaba de muchas maneras distintas.
—Mi preciosa y única niña. Mi niña, la que me llevará a lejanos países. Por favor, para de llorar —le suplicaba a la niña envuelta en lágrimas—. Ya sabes que tendré que cocinar la comida y lavar tus ropitas —seguía murmurando mientras le daba mimitos y le rogaba que dejara de llorar.
Mma continuaba sollozando y estaba inquieta en los brazos de madre. Esta la había besuqueado por todo el cuerpo y había que reconocer que a cualquiera le sería difícil llevarla así, excepto a madre. Siendo nuestra única chica y la última en llegar a la familia, requería toda la atención de madre.
—Debe de tener hambre. Ve a la casa y tráeme su comida —me pidió y de nuevo se quedó absorta en mecer a la niña, a la que seguía implorando que parara de llorar.
Los lloros hicieron que mis dos hermanos más pequeños se acercaran a mi madre a quien se agarraron con fuerza mientras esperaban que esta les diera la comida que todavía no estaba preparada. Como madre sola, joven e inexperta que era, tenía múltiples tareas por delante y se había propuesto llevarlas a cabo en el menor tiempo posible.
Ndu, mi abuelo, entró caminando lentamente en el recinto con una alegre sonrisa en la cara. Cuando caminaba apretaba los dientes. Esto producía un terrible sonido chirriante que siempre me exasperaba. Era un anciano de verdad, con arrugas por todo el cuerpo. Su cabello era completamente canoso y se le habían caído casi todos los dientes superiores, y los pocos que le quedaban tenían las manchas del consumo constante de tabaco de mascar. Sujetaba su bastón con firmeza y temblaba con cada paso que daba. Cuando finalmente levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de Madre, su sonrisa se desvaneció y bajó la cabeza lleno de tristeza. Para nuestra sorpresa, de repente se paró un momento en la entrada de nuestro recinto, con su cuerpo frágil soportado por el bastón. Madre no sabía todavía que estaba allí.
Como yo era muy joven, un cierto entusiasmo había empezado a recrearse dentro de mi cabeza. Mi abuelo era justo la persona que necesitábamos en ese preciso momento. Abandoné la tarea que Madre me había asignado, corrí a toda prisa hasta él y lo abracé. Fue entonces cuando lo vio Madre. Todavía cogidos de la mano, el abuelo y yo fuimos caminando la distancia que faltaba para llegar hasta donde estaba Madre, quien lo saludó, viendo la preocupación en sus ojos y mirando a la niña que no dejaba de llorar. El abuelo no dijo nada mientras se dirigía al asiento más cercano.
Se sentó en silencio, chasqueando las articulaciones de sus dedos. Su cara dejaba entrever su tristeza. Desde la muerte y el consiguiente entierro de su hijo, mi padre, parecía como si todo el coraje de la familia hasta entonces se hubiera enterrado también con él. En cada instante que el abuelo estaba en la casa, los recuerdos del pasado inundarían su avejentado corazón. Ahora, incluso mientras se sentaba, mirando en una sola dirección, parecía estar recordando muchas cosas. Miró a Madre de nuevo.
—Hija, ¿cómo estás hoy?
—Estoy bien, padre. He estado ocupada con los niños desde por la mañana temprano; debería haberle llevado algo de comida. ¿Cómo se encuentra? —preguntó Madre.
Ese era uno de sus muchos delicados detalles: pensar en la felicidad y satisfacción de los demás.
—No te preocupes. Me hago cargo de que no ha sido fácil para ti, cuidar de estos niños y de este recinto sola por completo. He visto tus esfuerzos desde la muerte de mi hijo. Por eso te elegí para Nwandu. Eres una mujer capaz de sobrevivir, con o sin un hombre, una mujer que puede vivir con un hijo único a pesar de la desaprobación de la gente. Solo me inquietan dos cosas: una es que moriré pronto y que la carga de la familia aumentará cuando me haya ido. La otra es que eres demasiado joven para continuar sola. No querría poner en riesgo las oportunidades de que te cases con hombres que puedan merecerte, todo pensando en que mis nietos estén bien. Todavía eres joven y muy pocos hombres pueden rechazarte. Es un riesgo que sigas aquí totalmente sola con los niños.
—¿Y qué debo hacer? Nwandu está muerto y usted es demasiado mayor para soportar la carga de estos niños. Me temo que ningún hombre se ocuparía de ellos del mismo modo que lo haría con sus propios hijos. Todavía son demasiado pequeños para dejarlos solos. Yo quiero estar aquí... Quiero estar aquí... Quiero sentarme aquí para ver cómo acaba todo. —Madre estaba casi llorando cuando dijo esto.
El abuelo se quedó callado de nuevo. Era verdad. Sería despiadado por parte de Madre abandonarnos ahora que todavía éramos tan pequeños. El abuelo había mencionado ese nombre, el nombre de mi padre, el que devuelve todos los recuerdos a Madre. Ahora era como una vieja herida.
—No, hija —empezó, rompiendo el silencio que por un momento parecía haberse alargado demasiado—, no verás acabar nada. Eres demasiado joven para continuar aquí con nosotros. No tengo ningún otro hijo que pueda casarse contigo y cuidar de vosotros. Ya sabes que todos mis hijos varones murieron en un incendio junto con su madre, y que solo Nwandu se salvó por su chi. Incluso a esa corta edad, cuando era todavía demasiado pequeño para conocer a sus hermanos, Nwandu era lo único que me quedaba.
Para entonces, los ojos de Madre estaban llenos de lágrimas. Hablar de nuestro futuro y de mi padre difunto era lo único que podía hacerla llorar. Esto no me gustaba, incluso el abuelo también parecía lamentarlo a juzgar por su expresión. Él era la causa y admitía que lo era. Me aproximé a ella y apoyé mi cabeza en su hombro como solía hacer cuando la veía llorar. El abuelo tenía razón: Madre era demasiado joven para ser una viuda. La observé de nuevo. Madre era una mujer alta y encantadora, cuya belleza se echaría a perder si