Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Gemas Que Matan
Gemas Que Matan
Gemas Que Matan
Libro electrónico180 páginas2 horas

Gemas Que Matan

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La vida de Jorge ha sido difícil desde su nacimiento. La muerte de su padre, su niñez junto a su madre y sus primeros pasos como limpiabotas hicieron de él un hombre noble y bueno. Don Rodrigo; un hombre de corazón de oro, le ensaña a leer y escribir y termina contratándolo y ofreciéndole su negocio a su muerte.

Posteriormente Jorge se casa, pero es lejos de su hogar donde conoce el amor, y se enamora perdidamente de su empleada. Él deseo por ella lo consume y después de un día de incondicional entrega, la pareja sufre un accidente de coche. Su amante muere y él es salvado de las llamas por una hermosa y mística mujer. Jorge pierde todo esa noche. Su vida nunca más será la misma, todo lo que conocía y por lo que luchó quedó atrás.

Ámbar, Rubí y Perla, tres gemas preciosas, tan hermosas como despiadadas, son ahora sus guías en el mundo de oscuridad y muerte al que ahora él pertenece. La noche será su única aliada, el dolor su mejor amigo y La sangre su objetivo. A Jorge solo le queda sobrevivir.

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento25 jun 2011
ISBN9789897140518
Gemas Que Matan
Autor

Édgar Jaimes

Édgar O. Jaimes Gómez nació en Bucaramanga, Colombia, el primero de diciembre de 1978. Cursó estudios en Administración de Empresas. Es autor de los cuentos “El hombre frente a la tumba”, “el santuario perdido”, “la noche en que se extravío Rodolfo”, “la armadura del guerrero invencible”, entre otros. En el 2010 publicó su primera novela “El Cristo en la pared”.

Relacionado con Gemas Que Matan

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Gemas Que Matan

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Gemas Que Matan - Édgar Jaimes

    Abril

    Era el nueve de abril del año 1948 cuando sentí por primera vez el aire helado de la entonces floreciente ciudad de Santafé quemando la de piel de mi cuerpo. Lloré mucho cuando nací me dijo mi madre, también me dijo que mi llanto le había devuelto nuevamente el alma al cuerpo, el alma que el olor a pólvora y el retumbar de los cañones le habían arrebatado.

    Mi madre, una joven provinciana había llegado a la ciudad en compañía de mi padre unos meses antes huyendo temeros de las represalias que pudiera haber tomado mi abuelo, un hombre irracional y violento, en contra de mi padre cuando él se enterara del embarazo de su inocente hija.

    Mi padre apareció de la nada en la vida de mamá un día cualquiera cuando ella tenía apenas catorce años de vida. Ella era una niña. Mi padre era un hombre curtido por la vida que doblaba en edad a mi madre.

    Mamá fue criada en el seno de una familia puramente conservadora donde la tradición mandaba que la mujer podía dejar su casa solo después de que ella hubiera contraído sagrado matrimonio como Dios y la Iglesia Católica lo ordenaban no sin antes tener el consentimiento del padre de la novia.

    Poco tiempo después de que mis padres se conocieran se enamoraron y fue solo cuestión de semanas para que mamá diera a papá la buena nueva de su repentino embarazo. El pánico se había apoderado por completo de ella. Luego, y casi sin discutirlo, papá y mamá decidieron huir de casa y continuar con sus vidas en Santafé, una ciudad moderna, que según papá, ofrecía infinidad de oportunidades a sus habitantes y donde la presencia de una joven pareja de campesinos no llamaría la atención ni estorbaría a nadie. Allí seremos felices por siempre, mi vida, le dijo papá a mamá, y ella le creyó.

    Mamá dejó atrás a su familia y todo lo que conocía para seguir a mi padre en busca de la felicidad.Mis padres dejaron atrás su pasado y empezaron una nueva vida juntos lejos de todo lo habían conocido. Ellos hicieron lo que consideraron necesario para estar juntos.

    Papá fue un hombre sin rumbo antes de conocer a mi madre y ella le dio a su vida el norte que él necesitaba. La de ellos era apenas una de las tantas historias de amor de un caótico país que se estaba desangrando disparatadamente.

    Después de que mis padres se instalaran en un cuartucho de una pensión del centro de la ciudad, papá salió a ganarse la vida honradamente en la calle, como siempre lo había hecho a pesar de lo ingrata e injusta que había sido la vida con él.

    Los primeros días fueron desalentadoramente difíciles, él caminó y caminó las calles enlodadas de la ciudad y no encontró absolutamente nada en que ocuparse. La ciudad promisoria y llena de oportunidades que él había soñado encontrar no era más que una ilusión que un campesino ingenuo había creado en su mente. La Santafé que mi padre imaginó no existía y en su lugar estaba una urbe agresiva repleta de un sinfín de puertas cerradas y de personas egoístas a las cuales no les importaba nada más que su propia suerte.

    A pesar de los constantes desencantos con que se encontraba en la calle, papá regresaba siempre sonriente a la pensión en busca de un abrazo de mamá.

    —¿Cómo te fue hoy, Lorenzo? —preguntaba amorosamente mamá.

    —Tan bien como era de esperarse, Anita —respondía papá tratando de ocultarle a mi madre su inmensa desesperación y tristeza por no haber encontrado un empleo con el que pudiera ganarse la vida y mantenerla a ella.

    —Me alegra mucho, Lorenzo, me alegra que todo saliera bien, rezo tanto para que todo te salga bien. —Mamá lo abrazaba y trataba de calmar con su calor la angustia que agobiaba a mi padre—. La ciudad no es cómo la esperabas, ¿verdad, Lorenzo?

    —No, Anita, no lo es —respondía mi afligido padre—, pero hay mucha puertas que aún no he tocado, ya veras que mañana las cosas serán diferentes, ya lo veras… confía en mí, Anita, por favor.

    —Siempre confiaré en ti, Lorenzo, siempre.

    Papá se sentaba pensativo en el borde de la cama y esperaba a que mamá preparara la cena, que no era más que una taza de café y un trozo de pan rancio que por lástima le regalaba a mi madre alguna de las inquilinas de la pensión, y luego, después de cenar, se recostaba en la cama junto a mamá y rogaba en su interior por un milagro que lo salvara.

    Al día siguiente papá se despertaba a las cuatro de la madrugada para alistarse y salir nuevamente a la calle en busca de empleo. Antes de salir oraba de rodillas, se persignaba y salía en ayunas a la calle cubierto con una armadura de esperanza y valor con la que enfrentaba a la adversa Santafé.

    Pasaron varias semanas en las que mi padre difícilmente pudo ganar algunos centavos para pagar la renta del cuarto y comprar café y pan para medio subsistir.

    Una mañana, mientras papá descansaba en una banqueta en la plaza central, un hombre culto de piel mestiza y cabellos bien peinados, al que los citadinos llamaban el Caudillo, se sentó milagrosamente a su lado y le extendió de manera cordial la mano. Papá le dio su mano también respondiendo la cortesía que aquel ilustre hombre le brindaba.

    No hablaron mucho, papá comentó a mamá cuando regresó a casa que eran tantas las personas que se acercaban efusivamente a saludar a ese prestigioso hombre y eran tantos los que querían estrechar su mano que difícilmente pudo cruzar un par frases con él.

    Antes de que el Caudillo se despidiera de papá sacó un pañuelo blanco del bolsillo trasero de su pantalón para limpiar el sudor de su frente y al sacarlo cayeron al suelo un par de billetes a los que papá se apresuró a recoger.

    —Son suyos, señor, se le han caído al suelo al sacar el pañuelo de su bolsillo —le dijo papá temiendo ser acusado de ladrón por aquel hombre.

    El Caudillo se quedó inmóvil observando a mi padre que inconscientemente se negaba a levantar su rostro para mirar a la cara a tan distinguido personaje.

    —Tal parece que usted, apreciado amigo, necesita de ese dinero mucho más que yo —le dijo cálidamente el Caudillo a mi padre—, no se preocupe, puede usted conservar lo que del suelo ha levantado, solo le pido humildemente, por favor, que dé un buen uso a ese dinero, recuerde que mañana también habrán necesidades que suplir.

    —Gracias, señor, miles de gracias a usted por su infinita generosidad —respondió papá con lágrimas en sus ojos y besando la mano generosa de aquel hombre.

    Papá pensó en regresar inmediatamente a casa y compartir con mamá su buena suerte, pero pensó en las palabras de aquel distinguido caballero que le decía sabiamente: mañana también habrán necesidades. Y era verdad. El dinero, al igual que la vida misma, se acaba y había que aprovecharlo con sabiduría. Papá comprendió lo que le acababan de decir y antes que gastarse insensatamente el dinero, pensó en hacer algo rentable con él. Entonces observó a su alrededor y vio la enorme cantidad de hombres bien vestidos que caminaban por la plaza. Hombres importantes, doctores, abogados, maestros, todos ellos vestidos cuidadosamente con trajes de elegantes y calzando zapatos de cuero. Luego papá corrió apresuradamente a una tienda del centro de la ciudad y regresó a la plaza con un cajón de lustrador de zapatos para ponerse de inmediato a trabajar, a ganarse la vida.

    Lustrando zapatos mi padre empezó a ganarse la vida dignamente, dando brillo a la opaca ciudad de Santafé, como él decía a mi madre. Lustrando zapatos, un trabajo decente para un hombre humilde y analfabeta.

    El embarazo de mamá transcurrió con normalidad, sin ningún tipo de inconveniente. A mi madre los días se iban rápida y tranquilamente, las horas se esfumaban en el lavadero de la pensión, donde ella lavaba montañas de ropa ajena y atendiendo las rutinarias labores del hogar. Así vivía mamá, así vivió siempre. Ella fue criada para vivir sirviendo, al igual que fueron criadas para vivir sirviendo las demás mujeres de su familia, y creo que así vivió feliz, y nunca se quejó.

    El día en que nací mi padre había salido muy temprano de casa, más temprano que de lo acostumbrado. Salió de casa directo a la Plaza Central. Algo lo había motivado a salir más temprano. Nunca supimos que fue. Mamá me dice que en sus manos llevaba su cajón de lustrador y la comida que ella le había preparado la noche anterior para el almuerzo.

    Ese día mi madre había terminado exhausta su tarea diaria y después fue a descansar un poco antes de preparar su almuerzo. Los dolores del parto empezaron apenas ella se recostó en su cama y tuvo que pedir a gritos ayuda pues rompió fuente inesperadamente.

    Los gritos de mamá alertaron a todas las mujeres de la pensión que se agolparon en el cuarto pero ninguna de ellas atinaba a hacer algo diferente a rezar o a llorar. Tan solo un espontáneo decidió ir en busca da la matrona del barrio y unos cuantos minutos más tarde apareció como de milagro en la puerta del cuarto con ella, la mujer que hacía las labores de partera.

    La partera llegó y de inmediato se dio a la tarea de ayudar a mamá utilizando su extraño conocimiento.

    —Respire profundo, Anita, respire —le indicaba cálidamente la partera a mamá tratando de tranquilizarla—, respire, respire… respire y no se me muera… respire… tranquila y respire.

    Pero mamá no dejaba de gritar. El dolor que yo le causaba desde su interior la estaba matando. Las mujeres de la pensión rezaban como si se tratara de un velorio y no de un nacimiento.

    —¿Dónde está Lorenzo? —preguntaba mi madre—, ¿dónde está mi esposo?

    —Ya veo a la criatura, Anita —decía la partera que no podía responder las preguntas de mi madre—, ahora necesito que puje, Anita, puje con toda su alma, puje, Anita.

    Mamá valerosamente hacía caso a la partera. Ella trataba de ignorar su dolor y después de causarle tanto sufrimiento a mi madre vine al mundo. Mi llanto alivio el dolor de mamá y la llenó de alegría. Pero mi padre no aparecía. De él no había noticia alguna. Los que fueron a buscarlo a la Plaza Central volvieron a la pensión muertos de miedo y sin noticias de él.

    Nací en una época negra de mi patria, pero a decir verdad, mi patria nunca ha tenido ni un solo minuto de claridad. El día de mi nacimiento las cosas se salieron de control en mi país y mi familia sufrió las consecuencias.

    Mientras a mí me cubrían con toallas blancas y me colmaban de bendiciones, afuera de la pensión, en las calles de Santafé el caos y la cruda violencia se habían apoderado del alma de los hombres.

    —¿Qué pasa en la calle que escucho tanto ruido? —preguntó mamá a la partera—. ¿Qué sucede?

    Pero la mujer ignoraba cortantemente las preguntas de mamá salvándola de lo dolorosas que pudieran ser las respuestas que tenía para darle.

    —¿Dónde está Lorenzo, mi marido? —continuaba preguntando mamá cada vez más nerviosa y con mayor insistencia.

    —Han matado al Caudillo, Anita —respondió entre dientes y con gran tristeza la partera—, los hombres malos han matado al Caudillo.

    —Lorenzo está en la calle…

    —Mira a tu hijo, Anita, abrázalo… él te necesita, mija, también es el hijo de Lorenzo.

    Mamá me tomó en sus brazos y volvió a llorar. Fue como si al cargarme por primera vez en sus brazos se despidiera de papá.

    La violencia había surgido de repente y con mayor ímpetu. En las calles se escuchaba el estruendo de las explosiones y frente a la pensión transitaban las amenazantes tropas del gobierno. Las ráfagas de las ametralladoras avivaban mi llanto.

    El asesinato del Caudillo del pueblo a manos de un inconsciente había sido el detonante de la matanza que se estaba llevando acabo en las calles. Inocentes perdieron la vida en la desatinada batalla. La ciudad parecía morir. El pueblo que había soportado mansamente tanto sufrimiento y humillación de parte de sus dirigentes durante décadas de repente había enfurecido y buscó venganza. Años de injusticias desbordaron por completo la racionalidad de un pueblo dócil y el monstruo de la guerra surgió. El simple color de un pedazo de trapo en el cuello desataba las más terribles y sangrientas batallas en las calles de Santafé. Hombres ilustrados desde sus cómodos escritorios avivaron con sus incendiarias letras el fuego de la barbarie y la gente seguía muriendo en las calles. La vida dejó de tener valor.

    La noche había llegado y mamá seguía esperando a mi padre, pero él no llegaba

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1