La Confrontación Entre Algunos Textos Aristotélicos Y La Posición Bruniana
Por Stefano Ulliana
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La Confrontación Entre Algunos Textos Aristotélicos Y La Posición Bruniana - Stefano Ulliana
La Confrontación entre algunos textos Aristotélicos y la posición Bruniana
Stefano Ulliana
––––––––
Traducido por Marcela Gutiérrez Bravo
La Confrontación entre algunos textos Aristotélicos y la posición Bruniana
Escrito por Stefano Ulliana
Copyright © 2018 Stefano Ulliana
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Traducido por Marcela Gutiérrez Bravo
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LA CONFRONTACIÓN ENTRE ALGUNOS TEXTOS ARISTOTÉLICOS Y LA POSICIÓN BRUNIANA
OBSERVACIONES INICIALES
Postulado interpretativo fundamental de la explicación de la reflexión de Giordano Bruno es el hecho de razón e imaginación que la posición del principio bruniano del infinito móvil. (Uno, infinito y movimiento son los términos y las nuevas categorías especulativas propuestas por el pensador nolano) tiene como consecuencia la afirmación de la insuprimibilidad de la apariencia de la oposición. Esta apariencia se traduce en la imagen de la divisibilidad o desdoblamiento interno de la materia.
La distinción en sí misma, móvil entre materia ‘incorpórea’, o de cosas superiores, y materia ‘corpórea’, o de cosas inferiores, es, de hecho, la artimaña que Giordano Bruno utiliza en De la Causa, Principio y Uno para preparar el terreno especulativo sobre la inserción de la centralidad del factor imaginativo y desiderativo en el trato de aquella apertura moral y religiosa tematizada a lo largo de la entera antología de los Diálogos Morales (La expulsión de la bestia triunfante; la Cábala del caballo Pegaso, agregando el Asno cilénico; de los heroicos furores). Al comienzo de su especulación en lengua vulgar el autor nolano se preocupa, sin embargo, de concentrar la atención del lector en el principio y el movimiento ético que es el fundamento de aquella distinción y de su movimiento interno: la relación inagotable, continua, creativa y dialéctica, entre la perfección y aquello a lo que parece dar lugar. La alteración, como espacio y tiempo de la reunión amorosa e igual a la libertad.
No es menos verdad, al mismo tiempo, que el filósofo nolano recuerde, justo en el cierre de la serie de los tres diálogos de contenido moral, precisamente y de nuevo el mismo principio y el mismo movimiento (la posibilidad de infinire o volver infinito),[1] en recuperación y coronamiento de la intención más profunda y justificadora de su entera obra especulativa en lengua vulgar. Sin embargo, aquí, en la parte que más directamente cuestiona la estructura aristotélica del mundo (la serie de los Diálogos Metafísico-cosmológicos: cena de las Cenizas; de la Causa, Principio y Uno; Del Infinito, Universo y los Mundos), nuestra atención debe ser capturada inmediatamente por la construcción de aquel fundamento filosófico que determinará luego (en los Diálogos Morales
) el reflejo de la crítica a la idea, constitutiva de la tradición occidental, de posesión y de dominio.
Pero esta construcción podrá encontrar mejor y más clara visibilidad, sobre todo en su arquitectura, en cuanto la relación opuesta entre la posición aristotélica y la especulación bruniana logre encontrar oportuno lugar y definición.
La identidad y la pluralidad de las realizaciones del Espíritu constituyen, juntas, la fuente, infinitamente creativa, de la reflexión filosófica y de la acción práctica bruniana. La inexhausta e inextinguible intención del originario se revela como deseo de realización universal, arte ineliminable y necesario: además, se vuelve en el espacio y tiempo de la alteración un reclamo ético a la reciprocidad, igual y fraterna, de la libertad. Solamente el infinito intensivo del universal puede presentar como propio efecto y apariencia aquella idea abierta de posibilidad que logra acoger en su seno la totalidad de las determinaciones, es decir, el infinito extensivo.
Así es la utopía bruniana del infinito creativo la que salvaguarda la pluralidad y la pluralidad de voz de la determinación; la Identidad de la distinción aristotélica entre potencia y acto, con la prioridad del segundo sobre la primera,[2] puede, en cambio, solamente sustituir la apertura plural bruniana con la materialidad de una sustancia absoluta, homogénea y aniquilante.
Mientras en Bruno, entonces, el Espíritu se reconoce a sí mismo a través de la universalidad del deseo, en la determinación de la finitud, de frente a la tradición aristotélica, el acto del fin justifica todos los instrumentos utilizados para reconocerlo, confirmarlo y aplicarlo. Si en Bruno el ideal del Amor igual constituye la ética infinita del saber y del ser, cuando el infinito de la oposición es y no es el infinito mismo, en el acoger cristiano de la especulación aristotélica el presupuesto suspendido de un mundo único vale cual materia predispuesta a un acto generativo y salvífico misterioso e inexplicable.[3] Con el riesgo, históricamente materializándose en la Iglesia Cristiana, de que la sustancialización institucional de este mundo único obnubile el propio principio mismo, a favor de una rígida, autoritaria y totalitaria organización de los fines y de los instrumentos aptos para realizarlos.
Contra la constitución de un espacio inmóvil y superior, en el cual hacer actuar un agente sopra-mundano, garante de la diferenciación y de la relativa clasificación, el movimiento creativo bruniano se desarrolla a través de la dialéctica natural y racionalmente espontánea operante entre los dos términos, aparentemente distintos, de la libertad (la figura teológico-trinitaria del Padre) y de la igualdad (la figura teológico-trinitaria del Hijo en el Espíritu). Aquí se muestra el elevado abismo de la diversificación desiderativa universal, que garantiza el ser y el poder ser de cada existente, en la unidad relacional (dinámica) infinita. Aquí el saber del ser y el ser del saber se suceden y se alejan recíprocamente, justificados y movidos por el término de la fraternidad del universal. [4] Aquí, todavía y concluyentemente, el Uno deja de sí la unidad infinita de la diversidad, abriendo en alto el campo innumerable de las libres ‘potencias’ y recordándose a sí mismo a través de su ‘perfección’ (horizonte no-exclusivo).
Si la posición metafísica del Uno abre, en Bruno, el espacio de la creatividad, y si la posición ética de su perfección instituye la relación dialéctica entre su libertad y su igualdad, en el campo infinito del recuerdo de su amor universal, la distracción de la sustancia material aristotélica parece, en cambio, abstraer principios atómicos individuales, imaginados como elementos compositivos neutrales. Entonces, tanto la posición bruniana de la unidad infinita salvaguarda ese impulso desiderativo como la razón de existencia y de la salvación, cuanto el pensamiento opuesto aristotélico de la finitud consiente el implante e inserción de la modernidad enumeradora, cuantificadora y medidora. En una apoteosis de organicidad, calculable y ordenable. Tanto el movimiento creativo inducido por el ideal de la divina posibilidad hace de la diversificación el motor y la ejemplificación de una amorosa e igual liberación, demostrando una grandeza emotiva capaz de contener todas las múltiples implicaciones y todas las innumerables finalidades determinadas, como el criterio de la monolítica física del ser, en cambio, se reduce y compacta, alrededor de la linealidad de la determinación, cada apertura y diversificación, aniquilando la búsqueda racional y sustituyéndole la solicitud por medio de la aceptación o la imposición de la dialéctica entre el despojo y el dominio de una materia
previamente neutralizada.
Si, entonces, las partes del universo bruniano no son despojadas, sino que mantienen una abierta e igual libertad, por tanto, quedando partes del infinito en el infinito no vulgarmente designado, la heteronomía de una orden estimulada por un sujeto separado limita, en cambio, y determina el espacio y el tiempo de la vida en la necesidad, y obliga la potencia a la identidad prioritaria de una acto que funge de orden interna del universo entero, según la predisposición de una impresión formal, tenida como imagen de la acción intelectiva divina.[5] Así, la concepción bruniana de la oposición infinita tiene el significado y valor del positivo y propositivo desenvolvimiento de la puntualidad y materialidad del individuo absoluto.[6]
Al mismo tiempo, la afirmación de la incomprensibilidad del universo, junto a la infinitud de Dios, no son el rechazo de la racionalidad, sino más bien, la conciencia de su misma infinitud, en su apertura y diversificación ilimitada. Son la morada de la posibilidad, siempre presente, de un comenzar inexhausto e inagotable. De un principio creativo infinito, verdadero y bueno.
Así, las infinitas e ilimitadas virtudes creativas del Uno bruniano chocan contra una concesión que absolutiza la unidad de la sustancia en el regreso a un Ente primitivo, fundamental para la propia manifestación como otro.[7] Contra una voluntad de potencia que se hace potencia actuada de esta voluntad, la referencia bruniana, abierto y plurívoco, lleva al sujeto a convertirse, por reciprocidad de afectos: le retira la propia impermeabilidad e indiferencia emotiva a la cualidad, y lo hace, nuevamente, sensible, le asigna una determinación a través de aquella idea de igualdad que le mueve la existencia, como ideal y fuente deseosa. Contra la formalidad del acto de existencia de tradición aristotélica, el Espíritu bruniano se renueva en el propio valor inmediatamente afectivo y sentimental. En el infinito del deseo y de la imagen logra componer el aspecto, por el cual es algo modificante, con la característica, a través de la cual, esta inconclusa consciencia se mantiene en su real apertura de libertad.[8]
Si el humanismo aristotelizante cristiano, o la más reciente posición maquiaveliana, mantenían que la hegemonía de la practica pudiese y debiese ejercitarse a través de una forma selectiva y discriminante de los intereses materiales superiores, la materia superior bruniana, la materia de cosas incorpóreas, atestigua, al contrario, precisamente en el ideal de su capacidad creativa, el Espíritu mismo en su latencia. Contra aquella autorrealización del sujeto, que se funda en la voluntad de potencia, y se gradúa y selecciona en manera heterónoma e incontestable, el recuerdo bruniano de la alta unidad abisal mueve a la realización del perfecto y de cada consecuente movimiento y alteración.
La consciencia ineludible de que cada variación esté en la estabilidad del ideal, genera la unidad del real y descarta cada separación pretendida. Niega, sobre todo en raíz, la posibilidad de insertar esa circularidad del pensamiento abstracto, que es únicamente capaz de reproducirse a sí misma. La idea bruniana, de hecho, en cuanto a unidad móvil y abierta, tiene en sí, reunidas, las características de la libertad y de la igualdad: no pone manifestaciones que se entiendan como instituciones discriminantes, instrumentales al absoluto de un estado del que pretendan descender y del que quieran ser los custodios.[9]
El rechazo bruniano para todos los usos instrumentales y absolutistas (ideológicos) de las religiones positivas pretende todavía fundarse, sobre todo, en aquella razón dialéctica que se declina y se desarrolla a través de aquel plexo entre la espontánea creatividad, el impulso y la imaginación simpática que se constituye al interior de la triada conceptual identificada por los términos de la libertad, igualdad y amor (la Trinidad teológico-filosófica). De esta manera, la negación del absoluto como forma y materia de la posesión funda, a su vez, la disolución bruniana de esa singularidad que se constituye cual posibilidad de una representación universal.
Contra la singularidad de representación del originario y la cesión y cesación del aparente, la relación infinita entre subjetividad creativas y determinaciones,[10] que la especulación bruniana pone, indica en la temporalidad la fuente de la creación y animación universal. En este modo negando la distinción aristotélica entre necesario y contingente, [11] Bruno puede presentar una suerte de apertura de la imaginación productiva, ya sea natural (los mundos
en su completa autonomía desiderativa y conservativa) como moral y religiosa (la diversidad de los cultos y de los ritos religiosos).
Esta apertura se prolonga en sí al infinito: la creatividad reprende continuamente a sí misma, en un impulso de la imaginación que se hace deseo. Deseo de infinito, que, para nosotros, toca el infinito y lo realiza, extendiéndolo así, nuevamente al infinito en su apertura de horizonte. La apertura creativa ideal superior que así se genera, representada desde las primeras obras brunianas en latín (De umbris idearum) a través de la imagen de la Y de la tradición pitagórica, impide la consideración encerrada y restringida de la relación: impide el construirse en la coincidencia entre el darse de la determinación divina y ofrecerse del orden universal,[12] y en su lugar inserta el concepto de la multiplicación infinita (innumerabilidad de los mundos
).
Aquí está, entonces, que en el infinito del movimiento del Espíritu (Providencia) la innumerabilidad de las pulsiones desiderativas y conservativas ‘mundiales’ viene jugada al interior de la dialéctica entre astros solares y planetas terrestres; al interior de una dialéctica por demás sustanciada por la relación entre el éter y los demás elementos brunianos.[13] Al mismo tiempo, la ética bruniana del in-finire (no terminar), traducción religiosa y moral de la apariencia natural, determina la posición de aquella consciencia de la apertura infinita, que en la incomprensión encuentra y relaja la razón de una creatividad infinita, imprevisible e in-determinable. Una razón de libertad e igualdad, que reaviva el amor recíproco cual ideal de la humanidad y lo hace ‘sustancia’ del vivir y desear común.
Contra la unidad que es afirmada a través de un agente apartado y separado (superior), ideológicamente predispuesto, orientador y determinante,[14] y contra el dominio de la fuerza que suscita la materia al interior de un horizonte preformado,[15] la disolución bruniana de la figura absoluta asume la vestimenta, apariencias y las características de la crítica al desarrollo infinito y abstracto del ser.
Si el pensamiento clásico de la finitud determinaba el reunirse y aglomerarse de una potencia material separada (mundial) a una forma prioritaria agente (ordenadas y organizadas), su versión infinita abstracta (cristiana) proponía, en cambio, la necesidad de una suerte de meditación absoluta, continuamente reproponiéndose en su función de unidad dogmática y de expresión. La unidad entre la intersección del Espíritu y la Iglesia visible causaba, en tal modo, la presencia de una precomprensión doctrinaria de los fines existenciales. La imposible variación de estos y su inmodificabilidad restringía y determinaba (hacía finito) al sujeto (cada sujeto), de cuanto consentía a ello una presa total en el mundo. La afirmación del absoluto, obtenida a través de la negación de lo finito, convertía así a la muerte en un instrumento (el morirse) de cada existencia. Neutralizaba la separación, imputada al afecto, por la grandeza originaria a través de la frialdad de un objeto necesario, capaz de ofrecer participación total y de quitar los fantasmas fluctuantes de la apariencia. Profundizando y afianzando el fundamento libre de la determinación total, quitaba las raíces a la llegada del afecto, del sentimiento y del deseo: rompía la unidad móvil y universal, sustituyéndola con una graduación progresiva, ordenante y discerniente. Contra el principio de la conservación sistemática la especulación bruniana, en cambio, recuerda la génesis de la oposición de la reflexividad del Uno, define la aparente separación de la ‘Causa’ en el infinito de la libertad, pone en ella el ‘Principio’ de su igualdad a través de la Unidad universal del amor.
Así, el infinito de la unidad, en el infinito de la oposición, genera esa dialéctica ética del Ser bruniano que abre el infinito del creativo y del dialéctico: genera la consideración de cómo y cuánto la explicación desiderativa infinita sea el momento intrínseco del universal. La relación bruniana entre el infinito y el universal abre, de tal manera, una razón de sensibilidad, que revitaliza el existente, recordando en ello la presencia tanto del deseo aparentemente inconsciente (materia) como del aparentemente consciente (alma). Contra la posición aristotélica tradicional y la expresada por el humanismo aristotelizante, que parecían calificarse por la erradicación de la materia de la virtud del deseo, el infinitismo creativo y dialéctico bruniano acoge y hace fructificar las semillas especulativas arrojadas por el retomar renacentista del platonismo, contextualizándolas en una relación metafísica dialéctica (el infinito de la unidad en el infinito de la oposición), capaz de demostrar la propia apariencia y fenomenalidad a través de una ética constituida alrededor del plexo originario de la posibilidad de in-finire.[16]
Entonces, la tradición teológica con marca aristotélica impone tanto la necesidad interna del Dios como término de la finitud, como, y en oposición a la abierta y viva posibilidad universal bruniana concuerda, en el juego dialéctico de la unidad ideal, el generarse de la trinidad filosófica: la oferta de la igual libertad al advertir la universalidad del amor, con respecto a la igual dignidad de cada movimiento desiderativo.
Por tanto, si la incomprensibilidad del Uno constituye en Bruno la matriz de una eterna reflexividad, la forma a través de la cual, esta reflexividad se expresa es la de una oposición infinita. En la especulación bruniana esta oposición infinita es el movimiento de la unidad infinita: la relación que la creatividad ideal constante y continuamente varía y se reconstituye, entre el ser del deseo y su viva y abierta imagen. Un movimiento dialéctico que es capaz de fundir, a través de la consciencia ética del in-finire, en el único término de la libertad y amorosa igualdad, la inmensa mole de lo creado.
La consciencia ética del in-finire del Deseo (Espíritu), por tanto, la infinitud de la relación entre Unidad (Padre) e Idealidad (Hijo), constituyen el corazón y el núcleo teórico de la especulación bruniana. Esto permite distribuir el entero articulado de las argumentaciones presentes en los Diálogos Italianos según un análisis que, para comenzar, analiza y confronta – en la serie de diálogos que constituyen la obra De l’Infinito, Universo y mundos - la posición expresa por la tradición aristotélica (donde existe el concepto de una oposición finita) con la posición bruniana (caracterizada, en cambio, por el concepto de una oposición infinita); entonces encuentra la presencia –en los Diálogos Metafísicos-cosmológicos - de la oposición infinita en las semblanzas naturales del Espíritu, definiendo a través de la nueva concepción del éter y de los elementos la subsistencia de una dialéctica del deseo material; finalmente determina – en los Diálogos Morales - la valencia moral y religiosa de la oposición infinita a través del advenimiento de una dialéctica de la igualdad. Tanto en el campo de la naturalidad, como en el de la moralidad y de la religión, el concepto de la oposición infinita permite el constituirse de una apertura de imaginación, que se expresa en el primer contexto a través de lo infinito del éter y en el segundo a través de lo infinito del amor.
El impulso infinito de imaginación e infinitud del deseo constituyen así la apertura pluriversa de la voluntad intelectual bruniana, capaz de