Espacios de ficción: Espacio, poder y escritura en la literatura latinoamericana
Por Andrea Ostrov
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Espacios de ficción - Andrea Ostrov
I. INTRODUCCIÓN
Lugar, espacio, territorio
Espacio y poder
Toda configuración espacial representa y constituye a la vez un orden determinado de inclusiones y exclusiones, de usos apropiados e inapropiados, prescripciones y permisos, centros, márgenes, direccionalidades, sentidos de circulación, recorridos posibles e imposibles. Ese orden –ordenamiento en tanto es pensado como efecto o resultado de relaciones de poder– diseña un entramado complejo que habilita y determina cuerpos, identidades, prácticas y relaciones sociales. Sin embargo, hasta las últimas décadas del siglo XX, el espacio fue concebido como una mera superficie o escenario, un recipiente
o receptáculo material inerte e inmóvil –frente a la movilidad y dinamismo atribuidos al tiempo– donde transcurren las acciones y se ubican los objetos y las personas: El espacio es lo que estaba muerto, fijado, no dialéctico, inmóvil. Por el contrario, el tiempo era rico, fecundo, vivo, dialéctico
¹. En tanto extensión, fue históricamente objeto de estudio de la geometría y la geografía que elaboraron sistemas de medición y de representación cartográfica. Por su parte, la crítica literaria concibió la categoría de paisaje
o naturaleza
para referirse a la dimensión espacial constitutiva de todo relato.
Esta consideración del espacio como superficie, escenario o mero decorado promueve una visión estática y naturalizada del mismo que disimula tanto las operaciones mediante las cuales ha sido construido como las determinaciones que toda organización espacial prescribe. Como señala Michel de Certeau, el mapa constituye un recorte sincrónico, una fotografía de un momento determinado del saber geográfico que, sin embargo, es el resultado de recorridos, expediciones, navegaciones, itinerarios, trazados, mediciones, escalas, realizadas con mayor o menor disponibilidad tecnológica según las épocas. Al mismo tiempo, el mapa establece ese territorio que pretendidamente representa, lo fija y lo constituye en el mismo acto en que lo dibuja².
Por su parte, Henri Lefebvre señala que nuestra imaginarización cultural del espacio proviene de dos ilusiones: la ilusión de transparencia
y la de opacidad
. La primera se refiere a la suposición de que el espacio constituye en sí mismo una entidad objetivamente cognoscible y representable; la segunda, supone la consideración del espacio como una materialidad real, exterior y autónoma³. Esta noción del espacio como algo dado, a priori, en tanto escenario de un acontecer que se despliega en un plano fundamentalmente temporal resulta sin duda un efecto discursivo que responde a una operación ideológica de naturalización. El ocultamiento de las operaciones y procesos de construcción del espacio deja intactas las relaciones de poder que intervienen en la producción y reproducción de un ordenamiento espacial determinado. El poder –sostiene Michel Foucault– se ejerce en el espacio, requiere un espacio para desplegarse. Toda organización social, cultural, familiar, sexual, lleva implícita una distribución espacial, una atribución de lugares, accesos, prohibiciones y formas de relacionalidad que resultan determinantes en los procesos de construcción de identidades. El poder establece demarcaciones, clausuras, cierres, límites, fronteras, implantaciones, distribuciones, estructuras arquitectónicas, que ordenan los cuerpos espacialmente, distribuyen lugares (lugar: posición o ubicación de algo o alguien en el sistema de relaciones espaciales) y sancionan los desvíos, intromisiones y des-ubicaciones considerados escándalos
socialmente intolerables. En efecto, si toda espacialización produce al mismo tiempo una especialización, los lugares, las posiciones, las conductas, los movimientos se legitiman en la coincidencia, en la coherencia o continuidad de estos dos aspectos. Precisamente, en una cultura donde los dispositivos de sedentarización ordenan, disciplinan e identifican los cuerpos, la autoridad sanciona el cuerpo fuera de lugar
, errante o nómada: el domicilio deviene marca identitaria, como el nombre, como el sexo o la edad.
Por lo tanto, si el espacio es la condición de posibilidad misma del ejercicio del poder, no resulta casual la persistencia histórica de esta concepción naturalizada del espacio. Del mismo modo, hasta hace pocas décadas también el cuerpo –considerado una entidad anterior a la cultura, un a priori prediscursivo, una organización ahistórica y natural– constituyó el objeto privilegiado de la biología. El gesto de instalar tanto el cuerpo como el espacio dentro del ámbito de lo natural conlleva necesariamente un efecto de fijación que anula cualquier intento de transformación y promueve en cambio la aceptación del orden dado como inamovible.
Espacio y escritura
Todo texto escrito crea y configura un espacio. La escritura es una operación esencialmente espacializadora, territorializante, al menos en dos sentidos. En tanto incisión, marca o recorrido, el trazo instala la posibilidad misma del espacio. En la medida en que el signo escrito avanza materialmente sobre la página en blanco, la organización temporal del lenguaje cede ante el privilegio de la organización espacial: juegos con el significante perceptibles únicamente a través de la mirada; rupturas de la linealidad del texto; alteraciones tipográficas; ocupación arbitraria del espacio de la página, constituyen procedimientos que –principalmente en la poesía– desmantelan la linealidad temporal y contribuyen a hacer visible la dimensión espacial del lenguaje y del discurso. Pero además, los relatos construyen un espacio –textual, ficcional– organizado y regido por leyes propias. En función de esto, las narraciones ratifican, anulan, re-configuran, subvierten, re-marcan o inventan un determinado orden espacial. Así, todo texto constituye un espacio de representación donde lo que se pone en escena es precisamente el espacio mismo, su configuración, las relaciones de poder que lo atraviesan, sus imposiciones, sus límites. En este sentido, en la medida en que un determinado orden espacial se hace visible en la escritura, toda textualización del espacio admitiría ser leída como una operación des-naturalizadora y deconstructiva.
Michel Foucault propone la noción de heterotopía para referirse a aquellas utopías localizables, espacios reales que impugnan o se oponen a todos los demás espacios, lugares fuera de todos los lugares donde se interrumpen los circuitos cotidianos y donde se despliega también una heterocronía, un tiempo propio que deja momentáneamente en suspenso el tiempo cotidiano: los pueblos de vacaciones; los museos; las bibliotecas; los teatros; los cines; los viajes; las fiestas; los jardines⁴. Ahora bien, en tanto el acto de leer implica no solo una interrupción, un paréntesis en el tiempo cotidiano sino también un recorrido, un desplazamiento –visual– a través de la cadena de significantes desplegada en la página o en la pantalla, también la literatura conformaría un contra-espacio. La introducción de quien lee en la dimensión espacio-temporal creada por el texto y la aceptación de las reglas que este propone conlleva una suspensión de las coordenadas reales durante la lectura. De manera que el espacio literario conforma de pleno derecho una heterotopía en el sentido foucaultiano. Pero además, me atrevo a proponer aquí otro valor, otro sentido u orientación del carácter heterotópico de la escritura, si consideramos que la literatura no solo propone un espacio propio sino que también configura una puesta en escena donde se exhiben y se hacen visibles precisamente los procesos de espacialización, esto es, las operaciones de construcción, los modos de funcionamiento, las relaciones de poder que son constitutivos de todo orden espacial. De acuerdo con esto, la literatura constituiría un contra-espacio no solo en tanto propone una alteridad temporo-espacial, sino además porque configura un espacio de representación donde el espacio mismo, su producción, sus efectos y sus leyes de funcionamiento son deconstruidos.
Tal vez sea posible pensar a cierto lenguaje poético como heterotopía absoluta. Si el lenguaje es, en efecto, la condición de posibilidad de toda construcción de realidad; si no hay acceso a ninguna realidad prediscursiva; si la organización misma del lenguaje –sus categorías morfológicas, su ordenamiento sintáctico, sus posibilidades léxicas– interviene en la constitución de lo real y configura nuestra estructura mental, perceptiva y afectiva; si el lenguaje es, en última instancia, ese espacio donde se organiza el mundo, la desestructuración de sus leyes, la ruptura de sus convenciones, la disolución de sus categorías en el discurso poético hacen de este un contra-espacio radical donde, en palabras de Foucault, no solo asistimos a la desintegración de la gramática y la sintaxis sino además a la destrucción del vínculo entre las palabras y las cosas⁵.
Recorridos
En las páginas que siguen me propongo un abordaje de una serie de textos de la literatura latinoamericana contemporánea que ponen en escena de maneras diversas las imbricaciones entre espacio, poder, cuerpo, legalidad, escritura y representación. En ningún caso ha sido la intención aplicar
una determinada teoría. Por el contrario, el recorrido ha sido siempre inverso: las herramientas de análisis y las categorías teóricas han sido utilizados en la medida en que resultaran pertinentes para trabajar la singularidad de cada texto, esto es, en la medida en que permitieran (re)construir sentidos, iluminar aspectos, problematizar lecturas y establecer vinculaciones significativas. Por esta razón, los conceptos arriba esbozados interesan en la medida en que contribuyen a presentar una problemática necesariamente abierta a la vez que –en tanto disparadores de lecturas– plantean un punto de partida y fundamentan la perspectiva crítica.
Si bien este libro ha sido organizado en diferentes secciones de acuerdo con la elección de distintos ejes de análisis, en muchos casos resultará evidente la posibilidad de establecer más similitudes que diferencias entre las partes. En la medida en que las nociones de espacio, poder, representación, escritura, cuerpo, ley, resultan indisociables y mutuamente constitutivas, sus diferentes articulaciones y formulaciones a través de los capítulos responden por un lado a las particularidades y diferencias entre los textos trabajados pero también se vinculan con decisiones y estrategias de lectura que se proponen en cada caso privilegiar algunos aspectos o iluminar determinados matices. Así, por ejemplo, el primer capítulo, dedicado al cuento En la madrugada
de Juan Rulfo, se incluye en la sección denominada Espacio, poder y alienación
. Sin embargo, la lectura que propongo se detiene particularmente en los modos de funcionamiento de la ley que este texto pone en escena, por lo cual su inclusión en Espacio, cuerpo y legalidad
se vería ampliamente justificada. Del mismo modo, la problematización explícita del lenguaje justifica la inclusión del capítulo consagrado a Yo El Supremo de Augusto Roa Bastos en el eje Espacio y representación
, pero los juegos significantes que atraviesan toda la novela autorizarían su ubicación en Heterotopías
.
En los capítulos que componen la primera sección examino las distintas articulaciones que se establecen entre espacio, poder y alienación en tres relatos breves: En la madrugada
de Juan Rulfo; El acomodador
de Felisberto Hernández y
Un hombre muerto a puntapiés de Pablo Palacio. Los capítulos de la sección
Espacio, cuerpo y legalidad" se refieren a los efectos concretos del poder y de la ley sobre los cuerpos. Los regímenes de legalidad habilitan determinados cuerpos y prácticas y deshabilitan otros que resultan, en los textos trabajados, confinados a distintas formas de exterminio. Así, la ley del género y del latifundio se impone sobre el cuerpo travesti en el caso de El lugar sin límites de José Donoso; la enfermedad y la represión política aniquilan los cuerpos ilegales
de las locas
de Loco afán. Crónicas de sidario de Pedro Lemebel; y la explotación y la guerra asolan el cuerpo indígena en Hijo de hombre de Augusto Roa Bastos así como la escritura introducida por los conquistadores en el territorio paraguayo reduce la lengua y la cultura de los guaraníes.
En la tercera sección me ocupo de tres novelas donde se plantea explícitamente la problemática de la representación: El jardín de al lado de José Donoso; Cagliostro de Vicente Huidobro; y Yo El Supremo de Augusto Roa Bastos. Si –como planteamos más arriba– la literatura configura un espacio de representación del espacio, se trata aquí de tres textos donde las articulaciones entre espacio, género, escritura y lenguaje problematizan además no solo los modos sino también los límites, las posibilidades y las imposibilidades de la representación. En particular, la novela de Roa Bastos da una vuelta de tuerca más en tanto las reflexiones sobre la representación sígnica se entretejen con cuestiones referentes a la legitimidad de la representación política.
Finalmente, en Heterotopías
me ocupo de pensar el lenguaje poético como un contra-espacio donde la subversión de las leyes del lenguaje pone en cuestión los sistemas de legibilidad y de construcción de sentido. En Altazor de Vicente Huidobro la deconstrucción de las reglas y convenciones lingüísticas, morfológicas, sintácticas y gramaticales conmueve la organización del mundo conocido y pone en evidencia la convencionalidad de lo real. Y Trilce de César Vallejo intenta la recuperación –utópica– del vínculo primero con la madre al proponer una lengua materna que impugna el orden de lo simbólico mediante la suspensión de las leyes del significado y el privilegio de la materialidad de los significantes.
1 FOUCAULT, Michel, Preguntas a Michel Foucault sobre la geografía
, Microfísica del poder, Madrid, Ed. La Piqueta, 1980, p. 117.
2 DE CERTEAU, Michel, La invención de lo cotidiano 1: Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana, 2000, pp. 132-133.
3 LEFEBVRE, Henri, La production de l’espace, Paris, Ed. Anthropos, 1974.
4 FOUCAULT, Michel, El cuerpo utópico. Las heterotopías, Buenos Aires, Nueva Visión, 2010, p. 21.
5 Ibídem, p. 37.
II. ESPACIO, PODER Y ALIENACIÓN
Voces y silencios: En la madrugada
de Juan Rulfo
Es ya un lugar común de la crítica la referencia a la apatía, la pasividad, la desesperanza, el pesimismo, la indiferencia ante la muerte, el ensimismamiento, el mutismo y la resignación que caracterizan a los personajes de Juan Rulfo: Los hombres de Rulfo no luchan contra la fatalidad: la aceptan, y sólo esperan la muerte, su única esperanza
sostiene, por ejemplo, Luis Leal¹. José Luis de la Fuente niega incluso, en relación con Pedro Páramo, la tímida esperanza [de la muerte], porque los muertos quedan anclados en este mundo que los había rechazado en vida
². Mucho se ha insistido, también, en vincular estos rasgos con ciertos aspectos de la identidad mexicana
que Octavio Paz, por ejemplo, despliega abundantemente en El laberinto de la soledad: Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor
³. La violencia, la muerte, el crimen gratuito, recurrentes tanto en los cuentos de El llano en llamas como en Pedro Páramo, se explicarían a partir de esta actitud de indiferencia hacia la muerte y el dolor, que muchos consideran herencia ancestral, resabio de prácticas culturales precolombinas. A esto se suma una interpretación de las rupturas temporales presentes en muchos de los textos como acronía
, que deriva en la afirmación de que los personajes de Rulfo habitan fuera del tiempo
. Esta línea de lectura, que ha predominado desde los primeros abordajes críticos a la obra del autor hasta la actualidad, establece además recurrentes vinculaciones entre los personajes rulfianos y el paisaje en que habitan –árido, pedregoso, polvoriento– para demostrar correspondencias, isomorfismos o especularidades entre ambos. De este modo, el espacio en el que transcurren los relatos queda identificado con el ámbito de la naturaleza
y resultan fácilmente invisibilizadas las condiciones históricas, económicas y sociales que intervienen en su conformación⁴.
Todo esto contribuye, por cierto, a la proyección del mundo
rulfiano a una dimensión mítica y a su consiguiente abstracción de cualquier determinante sociohistórica, ya porque se lo considere una ajustada representación de la mexicanidad
esencial, o porque se le atribuya un remarcable valor universal: El pesimismo y el fatalismo inundan toda la obra literaria de Rulfo sin que nadie pueda escapar del destino que les persigue despiadada e inexorablemente. Pero esta terrible y concreta realidad es trascendida al convertirse en profunda meditación sobre los grandes temas humanos universales: la muerte y la incomunicación, el dolor, la violencia y el destino y, en definitiva, la soledad del hombre y la desolación del mundo en el que ha sido arrojado
⁵. Para George Ronald Freeman, los personajes de Rulfo son una proyección de la condena humana, del relato de la caída de la gracia del hombre⁶.
Frente a esta corriente interpretativa, muchos autores como Garrido, Ruffinelli y Monsiváis han reclamado la necesidad de reintegrar los textos de Rulfo a una lectura sociohistórica⁷. Es precisamente en este sentido como me propongo abordar el cuento En la madrugada
incluido en el volumen El llano en llamas, para trabajar el funcionamiento de los silencios textuales –tan característicos de estos relatos– no como un rasgo constitutivo de los habitantes de un paisaje determinado sino más bien como estrategia narrativa plena de significación que conlleva una función ideológica específica. En otras palabras, me interesa estudiar el silencio no como una marca de identidad de lo representado sino más bien en tanto elemento estructurante fundamental del relato como acto de representación⁸.
Si bien resulta innegable –tal como sostiene Gabriela Mora– la consideración de los cuentos que integran El llano en llamas como un todo o conjunto textual relativamente homogéneo, lo cual habilita productivos abordajes totalizadores⁹, me interesa concentrarme particularmente en el cuento En la madrugada
que, al contrario de otros que han recibido especial atención –como Luvina
, Talpa
, Nos han dado la tierra
o No oyes ladrar los perros
–, ha sido objeto de muy contados abordajes monográficos y de alusiones relativamente breves en los estudios generales sobre la obra de Rulfo.
El viejo Esteban es condenado por haber matado a su patrón Don Justo. Sin embargo, de esto no hay evidencia. Si bien Justo ha muerto, la causa de su muerte es incierta. El texto propone dos interpretaciones posibles pero excluyentes de los hechos: Esteban mató/Esteban no mató al patrón. Ninguna de las voces narrativas del cuento es asertiva al respecto.
Un narrador en tercera persona –que tiene a su cargo cinco de los ocho fragmentos que componen el relato– adopta el punto de vista de Don Justo para narrar la muerte de este:
Corrió y agarró al viejo por el cuello y lo tiró contra las piedras, dándole de puntapiés y gritándole cosas de las que él nunca conoció su alcance. Después sintió que se le nublaba la cabeza y caía rebotando contra el empedrado del corral. Quiso levantarse y volvió a caer, y al tercer intento se quedó quieto. Una nublazón negra le cubrió la mirada cuando quiso abrir los ojos. No sentía dolor, sólo una cosa negra que le fue oscureciendo el pensamiento hasta la oscuridad total¹⁰.
Ahora bien, en todo este pasaje no es posible encontrar una sola marca lingüística de causalidad. En cambio, la narración de estos hechos se organiza a partir de una serie de indicios temporales: después,
cuando,
hasta. Es decir que el párrafo no postula, en rigor, una relación de causa-efecto entre los acontecimientos narrados sino únicamente una relación de contigüidad temporal. El narrador describe solamente una sucesión de hechos en el tiempo. Por su parte, Esteban tampoco puede asegurar si mató o no mató a Justo:
Que dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también pudo ser que él se haya muerto de coraje. Tenía muy mal genio. Todo le parecía mal" dice el viejo (51). Del enfrentamiento entre ambos solo recuerda que
me zurró una sarta de porrazos que hasta me quedé dormido entre las piedras, con los huesos tronándome de tan zafados que los tenía. Me acuerdo que duré todo ese día entelerido y sin poder moverme por la hinchazón que me resultó después y por el mucho dolor que todavía me dura.
¿Qué pasó luego? Yo no lo supe. No volví a trabajar con él. Ni yo ni nadie, porque ese mismo día se murió (48).
La causa de la muerte de Justo constituye, por lo tanto, un punto de indeterminación en el texto. En la versión del narrador en tercera, la niebla –elemento preponderante en el marco descriptivo constituido por el primero y el último párrafo– envuelve
los hechos narrados. La historia está, de este modo, rodeada de niebla. Paralelamente, también en el relato de Esteban los acontecimientos permanecen borrosos:
Y que dizque yo lo había matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser, pero yo no me acuerdo. ¿No cree usted que matar a un prójimo deja rastros? […] Aunque, mire, yo bien que me acuerdo de hasta el momento que le pegué al becerro y de cuando el patrón se me vino encima, hasta allí va muy bien la memoria; después todo está borroso (49)¹¹.
Ahora bien, a partir de los fragmentos en primera persona, que corresponden a la voz del viejo Esteban, surge que la mera sucesión temporal de los hechos ha sido transformada en una relación causal. En efecto, Esteban habla desde la