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Pronto vendré a buscarte: Un asesino en serie aterroriza Madrid
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Pronto vendré a buscarte: Un asesino en serie aterroriza Madrid
Libro electrónico409 páginas6 horas

Pronto vendré a buscarte: Un asesino en serie aterroriza Madrid

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Cada cinco años, con la llegada del verano, un asesino en serie aparece en la ciudad de Madrid, segando la vida de cinco mujeres durante cinco días. Una vez más, con el inicio de una nueva sucesión de asesinatos, el equipo del inspector Santiago Argentosa debe trabajar a contrarreloj para evitar las siguientes muertes, y descubrir la personalidad que se esconde tras el autor de los crímenes.

Una novela en la que se muestra el factor psicológico de los personajes, que refleja una constante tensión en el avance de la investigación, y un incisivo análisis del caso desde distintas perspectivas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 oct 2018
ISBN9788468529967
Pronto vendré a buscarte: Un asesino en serie aterroriza Madrid

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    Pronto vendré a buscarte - Javier González Alcocer

    PRONTO VENDRÉ A BUSCARTE

    Javier González Alcocer

    © Javier González Alcocer

    © Pronto vendré a buscarte

    ISBN papel: 978-84-685-2991-2

    ISBN epub: 978-84-685-2996-7

    Impreso en España

    Editado por Bubok Publishing S.L.

    Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Para Pilar, mi esposa,

    para Javier, mi hijo,

    y para Beatriz, mi madre

    ÍNDICE

    CAPÍTULO UNO

    CAPÍTULO DOS

    CAPÍTULO TRES

    CAPÍTULO CUATRO

    CAPÍTULO CINCO

    CAPÍTULO SEIS

    CAPÍTULO SIETE

    CAPÍTULO OCHO

    CAPÍTULO NUEVE

    CAPÍTULO DIEZ

    No me asusta saber qué tipo de hombre soy, lo que me incomoda es que la figura que camina a mi lado, en ocasiones, desee imponer su criterio.

    A un individuo con dos o más personalidades, cada una de ellas con su propia forma de percibir la realidad, es preceptivo diagnosticarle trastorno de identidad disociativo, aunque esta definición sea controvertida.

    Tal vez todo sea un mero engaño de mi imaginación. Hacerme creer a mí mismo que soy otro; o quizás sea mi alma escondida de artista, que necesita encumbrarse de la manera más creativa posible. Ya lo intuí a medida que iba creciendo; ahora, en la edad adulta, es un hecho irrefutable.

    Las decisiones de ayer se reflejan, como en agua cristalina, sobre nuestras acciones de hoy.

    Mediados de los años noventa

    Se lleva el dedo índice de su mano derecha al oído para ajustar un pequeño auricular que tiene introducido en el mismo. Las palabras que le llegan proceden de una conversación que tiene lugar en una habitación situada al fondo de la casa; en concreto, en un amplio dormitorio con un magnífico baño en su interior.

    —Tú dirás lo que quieras, pero no es normal.

    —¿Estás diciendo que tenemos un hijo subnormal? ¿Que es retrasado? ¡Por Dios!

    El tono le llega con toda la fuerza que va adquiriendo la voz del hombre:

    —Sus notas son de las mejores de la clase. Ha pasado la selectividad con una puntuación que le da acceso a cualquier carrera, ¿qué más quieres?

    Por unos momentos no le llegan más palabras, tan solo unas respiraciones agitadas. La voz femenina contesta a la pregunta:

    —Quiero un hijo corriente. Tú lo sabes como yo, no quieras hacerme sentir idiota —el silencio lo rompe de nuevo el tono calmado de la mujer—: No digo que no sea un magnífico estudiante, lo que intento hacerte comprender es que en ocasiones se comporta de forma extraña.

    —¿Qué quieres decir con eso?

    Sin dejar que le responda, el hombre continúa:

    —Es lógico que tenga cambios de humor, a su edad es bastante fácil, todos nos hemos comportado así cuando éramos jóvenes. Poseíamos un carácter que variaba de un día para otro.

    —No digo eso. ¡Por favor! No quieras ignorar lo que pasa desde hace tiempo.

    El tono se vuelve sarcástico:

    —Todos hemos pasado por la juventud y en ocasiones hemos hecho tonterías o nos hemos levantado con días de un mal humor estúpido, sucedía porque nuestras hormonas estaban disparadas: éramos adolescentes. Pero no me refiero a eso, no es eso de lo que estoy hablando —una pausa larga que corta la voz densa, teñida de pesar de la mujer—: No sabe quiénes somos muchos días, lo leo en su mirada. Es otro, no mi hijo —calla antes de añadir—, y me da pánico.

    Hace rato que el muchacho mira por la ventana. El aparato de escucha reposa en una caja de madera que fabricó él mismo. La construyó de manera que tuviese un habitáculo donde guardar las piezas de un ajedrez que le regaló hace años su padre, y otro que es un doble fondo, que oculta el audífono.

    La noche otoñal ha teñido Madrid hace ya rato. La temperatura es templada, las personas visten abrigos ligeros, incluso los más calurosos van en mangas de camisas ellos y en vestidos ligeros ellas. La luz de las farolas de la calle Príncipe de Vergara crea un espejo sobre el cristal de la ventana, de manera que el rostro del joven se ve reflejado en él.

    El cabello castaño está bien cortado, la piel del rostro está limpia de una barba que afeita cada cinco o seis días. Mentón y pómulos se compaginan a buen compás, la boca es de labios finos y la nariz muestra un tamaño y una forma bien compensados en el conjunto de la cara. Sus compañeras de instituto le consideran de los más atractivos de la clase.

    Pero ahora no presta atención al reflejo de sus facciones. Su mirada permanece concentrada en los movimientos que se producen en la calle, mientras su mente navega por distintas ideas.

    Van y vienen ensimismados en su mundo. En la mayoría de las ocasiones, caminan ajenos a cuanto les envuelve. Rodean sus vidas de un enjambre de costumbres, y procuran teñirlas de sensaciones suficientes para sentirse felices. Olvidan mirar alrededor, pararse un segundo para ver que en este orbe existe algo más que ellos y sus existencias.

    Fija la atención sobre una muchacha que, con paso rápido, cruza la calle; el semáforo ha dejado atrás el ámbar hace un par de segundos, y ella acelera todavía más su caminar. Sabe que viene hacia él, sabe quién es y dónde vive, un piso por encima del suyo.

    Se despiertan, alzan sus cuerpos de las camas, comen, trabajan. Buscan lograr objetivos soñados durante años. Pelean, discuten, rivalizan en todo y por todo, con el único fin de creerse mejores, de sentirse que son dueños y amos de sus destinos.

    Abandona el seguimiento que hacía de la joven para fijar sus ojos oscuros sobre la figura de una mujer de mediana edad; acaba de bajarse de un taxi y, cargada con varias bolsas de El Corte Inglés, camina sobre unos elevados tacones hasta llegar a un portal situado enfrente de la ventana del joven, que la contempla impávido. También conoce muchos detalles de su día a día.

    Son incapaces de entender ni por un segundo que el discurrir de sus caminos puede verse alterado por motivos ajenos a sus más o menos plácidas vidas.

    25 de mayo de 2005

    Su turno comenzó a las diez de la noche. Ahora son ya algo más de las doce, y Luis siente que la tensión de los primeros momentos se va disipando.

    Mi primer servicio. No puedo negar que estaba algo nervioso, una cosa son las prácticas y otra muy diferente cuando tienes que asumir de verdad las responsabilidades tú solo.

    Se encuentra sentado en un sillón de color azul oscuro. Frente a él, un mostrador de madera tintada en tonos azules y grises. Tiene a su alcance el teclado de un ordenador, orientada hacia su derecha la pantalla del mismo, y al lado un teléfono con botones negros; junto a ellos, unas etiquetas le dicen a quién pertenece cada extensión. Lo mira todo una y otra vez, como si existiera la posibilidad de que al perder los objetos de vista, estos pudieran desaparecer.

    Luis lleva el uniforme pulcramente lavado y planchado, se ha encargado de ello su madre, incluso le pasó la mano por la cara para comprobar que el afeitado era perfecto, como si se tratara de la camisa o de la chaqueta. Al despedirlo en la puerta de la casa donde han vivido toda la vida, su madre le dijo con voz tenue:

    —Que todo te salga bien.

    En lo que va de noche varias personas han entrado y salido del edificio, la mayoría le han saludado con un parco ‘buenas noches’ o un disperso ‘hasta mañana’; él, educadamente, ha contestado a todas.

    Mira la puerta de entrada y, como si poseyera un poder mágico, ésta se abre bruscamente: un hombre entra ella.

    De mediana estatura, se adivina algo de sobrepeso bajo el traje azul marino que viste. Tiene el pelo cano, barba y bigote también blanquecinos y gafas redondas de montura metálica. Su rápida forma de andar le lleva a colocarse frente a Luis antes de que éste haya asimilado del todo su presencia.

    —Buenas noches.

    Las palabras las pronuncia al mismo tiempo que saca del bolsillo interior de la americana una pequeña cartera de piel; en realidad es un portaplacas. La coloca delante de Luis el tiempo suficiente para que éste lea las palabras ‘inspector jefe’.

    —Vengo a ver al subinspector Tordesillas —el tono es educado pero con una dosis de clara autoridad.

    —Buenas noches, inspector.

    Luis intenta situar al subinspector dentro de la vorágine de despachos y salas que constituyen la comisaría. Los segundos pasan y siente que su cerebro va demasiado despacio, es consciente de que a un inspector jefe eso no le va a gustar.

    Antes de que Luis pueda decir algo, el hombre habla de nuevo:

    —Está en la tercera planta, sé bien el camino.

    Ahora el tono es seco, demostrando que la inoperancia de Luis le ha resultado frustrante.

    Sin decir más rebasa el mostrador por la derecha y se encamina a una puerta. Coge el picaporte redondo. No tarda más de dos segundos en darse la vuelta y mirar a Luis de manera furiosa.

    Luis se da cuenta de su torpeza y, mientras balbucea unas disculpas, pulsa el interruptor que abre la puerta.

    El hombre sube con rapidez la escalera, mucho más de lo que se podría suponer por el tamaño de su barriga. En la tercera planta se encamina hacia la derecha del pasillo y se mete en los aseos masculinos.

    Es un espacio que posee un par de lavabos, tres urinarios de pared y dos reservados, las puertas de ambos están abiertas. Se introduce en el de la derecha y echa el cerrojo.

    Se sube a la taza del inodoro y, con cuidado, sobre la cisterna. Con la punta de los dedos desliza hacia un lado una placa de las que cubren el techo; son de lana de roca, el peso es ínfimo.

    Se abre la chaqueta y lleva la mano hasta la pistolera que cuelga en su costado. Saca un arma, aunque ésta posee una variación sobre las auténticas: la boca del cañón está adaptada para poder sujetar una broca de ocho milímetros. De otro bolsillo de la americana saca la lezna.

    Apoya la punta de la barrena sobre el tabique que separa los baños de la sala contigua. Pulsa el gatillo y, de manera silenciosa y rápida, introduce los seis centímetros que mide la broca. Vuelve a colocar las herramientas en sus respectivos sitios.

    Lleva dos bolígrafos en el bolsillo de su camisa azul. Coge uno de ellos, que bajo su apariencia esconde algo más, y lo introduce en el agujero que ha realizado en el ladrillo. Cierra el techo y baja al suelo. Con un poco de papel higiénico recoge el polvo que ha soltado la perforación.

    Tres minutos después está en la calle, se ha despedido de Luis con la mano. Mira el reloj que lleva en su muñeca izquierda y para el cronómetro.

    Perfecto, quince segundos menos de lo entrenado. No está nada mal, tres meses repitiendo a diario los pasos a seguir han dado su fruto. Todo ha salido según lo planeado: el agente novato en su puesto que no pone en entredicho la placa de un inspector jefe, el subinspector casi jubilado que dormita a ratos en su sillón y que ignora a los policías nuevos, y las herramientas perfectamente diseñadas que han cumplido su función de manera excelente.

    Luis no preguntará nunca al subinspector Tordesillas por la visita del inspector jefe, y en un par de días no recordará quién vino. Dos años después será trasladado de comisaría y cuatro más tarde fallecerá en un accidente de automóvil camino del trabajo; su madre, como todas las mañanas, le había deseado un buen servicio.

    25 de junio de 2005

    La primera elección es importante. Se verán las reacciones ante un suceso que les llenará de inquietud. Las acciones siguientes me mostrarán el hilvanado que realizan sus cerebros, si expresan algún signo de comprensión o bien hallan datos que, por un error inesperado, pudiera dejar tras mis pasos.

    Sentado frente al ordenador observa la fotografía de una mujer joven.

    Hoy es un gran día, la tarea comenzó hace tiempo, pero es en esta jornada cuando se verá la primera muestra de mi trabajo. El desenlace todavía se encuentra lejos, pero la empresa merece la pena. Los inconvenientes que puedan surgir no alterarán mi propósito final. Hoy ya puedo vislumbrar la última escena, casi todos los rostros de la misma se dibujan diáfanos.

    Un hombre y una mujer suben los escalones con pasos enérgicos, no se detienen hasta alcanzar la tercera planta.

    Hay dos puertas, en la de la izquierda un policía nacional vestido de uniforme permanece quieto, custodiando la entrada; sus ojos tardan unos momentos en analizar los rostros que se sitúan frente a él. Los reconoce y realiza una leve señal de asentimiento, aunque no hace ningún movimiento para franquearles el paso.

    Ante la falta de reacción del agente, la inspectora Carmen Escolar le dice con una voz que mantiene un tono de autoridad mesurado:

    —Tenemos que entrar, ¿puede abrir la puerta?

    El policía se aparta a un lado, mantiene la vista extraviada en algún punto inexacto de la pared de enfrente. Apoya la mano en la madera de la puerta y la empuja; sólo estaba parcialmente encajada, se abre con un suave crujir de bisagras antiguas.

    Entra primero la inspectora, seguida por Santiago Argentosa, su mano derecha dentro del equipo de subinspectores que dirige: un grupo de policías que trabajan para dilucidar asesinatos dentro de la Comunidad de Madrid, una unidad creada para investigar crímenes fuera de las esferas habituales. Después de siete años de investigaciones, a su favor cuentan con la resolución del noventa por ciento de los casos encomendados. Hay un total de doce criminales que han dejado de delinquir y que cumplen condena; con seguridad, una con menos años de los que les habrían echado los policías que los han detenido.

    Se quedan parados en la puerta, como si un hilo invisible les impidiese caminar; la mirada de ambos se queda perpleja, suspendida de letra a letra, intentando cuajar las palabras completas.

    Es el subinspector Santiago el que susurra con su voz bien atildada:

    —Pronto.

    Su posterior comentario es la expresión en voz alta de los pensamientos de su superiora:

    —En apariencia, todas las letras son de igual tamaño, y diría que mantienen una distancia exacta entre ellas.

    Carmen graba en su mente cada letra: son de veinte centímetros de alto por cinco de ancho y están escritas en color rojo, en un trazo de medio milímetro. Cuando las midan y las cotejen, comprobarán la exactitud perfecta de cada trazo.

    ¡Dios mío! No, no era una broma de mal gusto, se trataba de un anuncio, de un envío premonitorio. ¡Es increíble!

    Santiago no se ha percatado de que su jefa está aún parada, asimilando lo que significa ver escrita esa palabra en la pared de una vivienda donde se ha cometido un crimen; él ha continuado por el pasillo hasta una puerta donde dos policías de uniforme los observan. Uno de ellos responde a su compañero a una pregunta que no ha llegado a escuchar el subinspector Santiago, tan solo le llega la voz queda de uno de los agentes:

    —Jamás había visto algo igual.

    Rostros cetrinos con los ojos perdidos y los hombros hacia delante, hay una extraña comunión entre los dos policías, como si pretendiesen servirse de apoyo, sosteniéndose el uno al otro de manera invisible; esa es la sensación que percibe Santiago.

    Un segundo después se le une Carmen. Traspasan la puerta entreabierta ante la mirada huidiza de los dos policías, que actúan como los porteros obligados de un lugar al que no desean volver.

    Carmen se queda quieta. Con un tono de voz helado le dice a Santiago, que ha quedado mudo a su lado:

    —Ayer recibí un paquete sin remitente. Contenía unas bragas blancas de encaje y una nota que decía: ‘PRONTO VENDRÉ A BUSCARTE’.

    Carmen percibe la mirada del subinspector clavada en su rostro, como buscando una aclaración en sus tensas acciones.

    —¿Hay alguna explicación? ¿Alguna relación?

    Gira su cabeza y sus ojos se clavan en los de Santiago, en ellos se abren un número interminable de incógnitas. Su mente medita, mientras busca una contestación a las interrogaciones planteadas por el subinspector.

    No sé qué está pasando, ayer me llegó un envío absurdo, que pensé que sería obra de algún zumbado al que hubiera mandado a prisión. No me dio miedo; pensándolo ahora, unas horas más tarde hasta sonreí ante lo infantil que me pareció. ¡Qué poco acertada estaba! ¿Pero cómo adivinar que hoy me encontraría en esta habitación, contemplando semejante barbaridad?

    Su mirada se desvía, dejando a un lado el perfil de Santiago, comenzando a absorber los detalles de la habitación en la que han entrado. Las paredes, pintadas en color crema, sin espejos, sin cuadros, con las tres palabras ‘VENDRÉ A BUSCARTE’ escritas con las mismas dimensiones y en el mismo color que la del pasillo. Están encuadradas en el ancho del tálamo a un metro del colchón, sobre el cabecero enrejado fabricado en madera y cuero.

    Pocos muebles en la estancia: una cama, dos mesillas de madera a sus lados, y un armario empotrado. El suelo es de tarima de roble, con una alfombra de color azul en el costado izquierdo de la cama; sobre ella unas chanclas rosas.

    Sobre el colchón, una mujer tendida a lo largo, desnuda, las piernas obscenamente abiertas. Las lesiones en su cuerpo son evidentes para los ojos de los dos policías: moratones en las costillas, las rodillas y los codos machacados, los dedos de las manos y de los pies quebrados. Y la más que probable causa de la muerte: la cabeza completamente separada del tronco, pero colocada a tan solo dos centímetros exactos de éste.

    La autopsia dirá que las lesiones, terribles en forma y dolor, fueron antes de la muerte; los abusos sexuales son también previos a la expiración final.

    Apenas ha pasado un minuto y Santiago aguarda una respuesta; le llega lenta, arrastrándose ante un escenario que le ha quitado el aliento:

    —Es probable que haya relación, y parece que nuestro cometido será encontrarla.

    10 de julio de 2005

    El despacho mantiene la misma estructura mobiliaria desde hace un par de décadas. Sus sucesivos ocupantes han obviado quebrar la coexistencia que durante años ha existido entre la amplia mesa de madera oscura, el sillón de cuero marrón, las dos sillas tapizadas en color ocre, y los secretos y decisiones que han escuchado en imperturbable silencio.

    Cuatro hombres ocupan la estancia. De menor a mayor grado por los cargos que ocupan en el escalafón del organismo público son un comisario de policía, el director general de la Policía, el secretario del ministro del Interior y el propio ministro. Todos sentados, a excepción del secretario, que permanece a la derecha de su jefe, con el cuerpo colocado de forma oblicua, de manera que no necesite mover ni un músculo para poder conectar visualmente tanto con los dos policías como con su superior.

    Tras los saludos preliminares el ministro, José Luis Varas, ha pedido a los agentes de los cuerpos de seguridad del Estado que le expongan el motivo que les ha llevado a requerir esta cita, reclamada con gran celeridad.

    El director general, antes de llegar a la reunión, le ordenó al oficial bajo su mando que se encargara él de exponer los acontecimientos que han acaecido en los últimos días.

    El comisario viste un impecable traje azul marino, camisa blanca con finas rayas azules y una corbata donde se difumina un tenue rojo. Su voz suena clara, en un estudiado tono neutro al explicar unos hechos brutales y, a su vez, desconocidos dentro en los anales de las investigaciones policiales en España.

    —Hace diecisiete días se cometió el asesinato de una mujer, al que siguieron dos más con una diferencia de cinco días entre ellos.

    Realiza una pausa, durante la cual repasa con la mirada a sus oyentes.

    —Todos se han realizado de la misma manera, pero tras las primeras investigaciones llegamos a la conclusión de que no existe conexión entre las víctimas; no hay ninguna relación que las una.

    Deja que la frase cale dentro de cada uno de los presentes, pero no más tiempo del necesario para que le tengan que hacer preguntas.

    —Los crímenes son absolutamente idénticos, hasta en el más mínimo detalle. El culpable no deja ninguna huella, tan solo unas palabras escritas: ‘PRONTO VENDRÉ A BUSCARTE’. No disponemos de rastro alguno que nos indique un camino a seguir. No hay testigos que hayan visto algo.

    Ahora sí guarda silencio, deja que sus ojos vaguen entre el ministro y su secretario; de ellos vendrán las interpelaciones, su superior ya conoce cuanto ha contado.

    —Si han solicitado esta reunión tan urgente, es obvio que este asunto los tiene muy preocupados. No hay pruebas ni testigos, tampoco huellas.

    El traje gris confeccionado a medida, ajustado sobre una camisa blanca, le da el aspecto de un hombre elegante. El cabello negro conserva todavía todo su esplendor, su rostro luce un afeitado diario. La mirada, calculadora y distante, es la de aquel que se sabe por encima de sus interlocutores. La voz de Manuel Castro de Lucas, secretario y encargado de solucionar asuntos complejos, contiene un ambiguo acento, difícil de identificar; muestra un tono didáctico, que cambia ligeramente al preguntar:

    —¿Qué más sucede?

    El comisario asiente con la cabeza un par de veces, no ha dejado de estudiar al secretario mientras hablaba.

    Un buen colegio ha corregido ese acento que un día fue profundo, y que hoy no soy capaz de identificar. Práctico el hombre, ni ha preguntado por las víctimas, sólo quiere saber qué nos inquieta tanto como para quebrantar su agenda. Vamos a mostrarte lo que tenemos, y así empezaremos a entendernos.

    Se lleva la mano al interior de la chaqueta y extrae un sobre blanco. Se levanta de la silla y lo deposita en la mesa, cerca del secretario.

    Ministro y subalterno se miran, luego contemplan el sobre; como si de una película muda se tratara, declinan hacer comentarios. La mano bien cuidada del secretario coge el sobre. Lo coloca de nuevo en la mesa, después de sacar un fajo de fotografías.

    Las mira cada vez con más lentitud. Su rostro, inicialmente imperturbable, a pesar de los esfuerzos no logra ocultar una mueca que discurre entre el asco y la incredulidad. Ver las veinte instantáneas le lleva casi cinco minutos, ha sido un peregrinaje por los límites del infierno. Carraspea un par de veces y cruza con su jefe una mirada lenta, expresiva; son ya muchos años trabajando juntos, y cada cual sabe la medida del otro. El ministro coge las fotos de la mano de su secretario, aunque ya sabe que debería dejarlas en el sobre; también es consciente de que los otros dos hombres le observan, no quiere parecer un cobarde.

    El repaso que hace de las instantáneas es rápido, sólo sus ojos muestran el escalofrío que le recorre el cuerpo. Como si de un terrible animal se tratara, las introduce de nuevo en su jaula, lejos de su mirada, en el sobre blanco. Mientras lo hace, se deja oír la voz del secretario, su acento se muestra más de lo que él quisiera:

    —¿Tienen idea de quién puede ser el responsable de estos homicidios?

    —De momento no —es la rotunda aseveración del comisario—, carecemos de cualquier indicio, desconocemos absolutamente de quién pueda tratarse.

    —¿Y qué posibilidades hay de que continúe asesinando?

    —Diría que todas —el comisario percibe que debe añadir algo más—: No conocemos sus motivos para hacer lo que hace: locura, sadismo, cualquiera sabe. Todo indica, por cómo se han ejecutado los homicidios, que hay una estudiada preparación de los mismos. Conocía los horarios de las víctimas, cuándo el otro miembro de la pareja no se encontraba en la vivienda, ha entrado y salido en fincas donde hay porteros y varios vecinos, y nadie le ha visto. Los asesinatos le han llevado bastante tiempo, esto no es algo concebido en dos días. Lo más lógico es pensar que seguirá adelante.

    El secretario frunce el ceño un instante, después mira a su jefe y al director general de la policía. Un pensamiento asalta al comisario:

    Es como si estuviesen unidos por un cordón umbilical, del que los demás estamos exentos. No les hacen falta las palabras, se comunican a través de ese cordón invisible. Sus ideas se ven interrumpidas por la voz de su jefe directo:

    —Comisario, haga el favor de esperar fuera —lo ha dicho sin dirigirle la mirada.

    Éste se levanta y con un parco ‘buenos días’ se marcha camino de la puerta. Es la voz del ministro la que le detiene a dos pasos de la entrada y hace que se dé la vuelta:

    —Comisario, gracias por venir y por exponernos sus ideas.

    Acto seguido deja de mirarle y comienza a hablar con los otros dos hombres.

    El comisario sale del despacho reteniendo en su cabeza la mirada descompuesta de un hombre que ha visto ante sus ojos la realidad de lo que puede hacer otro ser humano.

    Algo más de media hora tarda en salir el director general. Hace un gesto con la cabeza hacia el comisario, que permanece sentado en un sillón, en la zona de espera anterior al despacho del ministro.

    Los dos hombres caminan en silencio, dejando tras sus pasos los pasillos y salas del Ministerio del Interior. Descienden por unas amplias escaleras de mármol blanco, gastadas por los años hasta llegar a un vestíbulo; sobre un mostrador, atendido por un agente de policía de uniforme, dejan sus identificaciones de visitantes. Todavía sin intercambiar ninguna palabra, caminan hasta llegar a la zona de aparcamiento.

    El chofer del director general comparte conversación con otros hombres con su misma ocupación; en cuanto ve venir a su jefe, abandona a sus colegas y, diligente, abre la puerta del vehículo.

    Una vez instalados en el interior del coche, es el director general el que rompe el silencio. Su voz sale parsimoniosa, autoritaria, en un registro bajo, mientras los dedos de su mano izquierda trazan arabescos indescifrables sobre la tela de su pantalón.

    —Se mantendrá todo este asunto ajeno a interferencias exteriores. A partir de este momento tan solo usted y el grupo de personas que designe tendrán acceso a estos casos. Nadie, repito, nadie, y con esto me refiero a la prensa y a otros agentes del cuerpo, deberá saber nada de estos crímenes.

    Un espeso silencio se deja caer en la atmósfera del coche, ambos hombres son conscientes de que la conversación no ha terminado. Nuevamente el superior toma la palabra:

    —Los jefes no quieren que en Madrid exista un asesino de estas características. Estamos vendiendo al extranjero que esta ciudad es una de las más seguras del mundo, incluso podemos ser ciudad olímpica. El turismo cada temporada aumenta de manera sustancial, y no quiero recordarle lo importante que es esto para la economía de esta ciudad, de esta región. Por ello resolveremos el caso de manera discreta.

    El director se toma un respiro antes de preguntar:

    —¿Quién llevará el caso?

    El comisario Jorge Auras mantiene la mirada clavada en el reposacabezas del asiento delantero; le ayuda a mantener la concentración y no perder detalle de las palabras de su superior. Decide tomarse un par de segundos antes de dar una respuesta y llegar hasta el fondo de lo que desean sus próceres:

    —La inspectora Carmen Escolar, ella fue la que acudió al primer crimen y ha estado también en los siguientes.

    Hay algo en el tono del comisario que llama la atención de su jefe, por vez primera gira la cabeza; ésta es de forma cuadrada, el pelo gris se mantiene en un discreto rasurado. La frente es ancha y surcada de arrugas, los ojos grandes de color miel denotan inteligencia, la boca, excesivamente grande, se esconde tras una barba bien cuidada. La pregunta la realiza sin aditivos, con un tono gélido:

    —¿Qué está pasando, comisario?

    A pesar de que se conocen desde hace muchos años, el director siempre mantiene la distancia con sus subordinados, utilizando para dirigirse a ellos el cargo, no su nombre ni apellido.

    —Un detalle. He preferido mantenerlo en silencio hasta saber qué camino se tomaba en estas circunstancias —deja que transcurran unas bocanadas de aire antes de proseguir—: La inspectora Escolar recibe un paquete anunciándole el asesinato que se va a cometer —su tono mantiene cierto aire de arrojo, el justo para dejar claro que él no es un mero comparsa que solo recibe órdenes.

    —Por sus palabras está claro que habrá que trabajar en el límite de la legalidad.

    Ha mantenido el aplomo sabiendo que ahora las circunstancias le dan la posibilidad de estar al mismo nivel. Hace una pausa antes de preguntar:

    —¿Sin juez que instruya el caso?

    La respuesta es tajante:

    —Exacto, se derivarán los tres casos hacia la oficina del ministro y allí quedarán archivados en un cajón. ¿Qué más desea saber, comisario?

    El director continúa hablando, sin dar tiempo a respuestas:

    —Aunque siempre le he tenido por un hombre inteligente, de los que les hacen falta pocas preguntas para saber lo que se espera de ellos.

    Un amago de sonrisa surca los labios del comisario Auras. Deja que su voz exprese lo que su mente lleva minutos diluyendo:

    —Estos crímenes jamás saldrán a la luz, la prensa nunca sabrá de ellos. Se encargarán las autopsias siempre al mismo forense, la policía científica será obviada de los escenarios de los crímenes, es decir —ahora sí mira a su jefe con la cabeza alta, dirigiendo las palabras hacia él—, que cuando detengamos al culpable, a falta de instrucción de sumario, se tomará una medida in situ.

    El vehículo recorre las calles de un Madrid en pleno verano. Calor en el ambiente, puestos de helados en plena efervescencia, jóvenes con las clases acabadas que disfrutan de parques y piscinas, niños pequeños que llenan columpios, aceras con hombres y mujeres con la cabeza y el sentimiento en las vacaciones estivales.

    —Nosotros nos ocuparemos del forense —el director mira sin prestar atención a las escenas de la vida cotidiana que se desarrollan ante él—. Por lo que he visto en tu informe, dos de las autopsias las ha realizado Cristóbal García Alma; es un tipo que pretende llegar lejos en su profesión y, por lo que sé de él, es poco escrupuloso fuera de su trabajo —realiza una pausa antes de añadir—: Sobre la jueza que estuvo en el levantamiento del primer y segundo cadáver, también nosotros zanjaremos el asunto; el ‘in situ’ corre de su cuenta.

    Los dos hombres se mantienen la mirada, ya saben que acaban de hacer un pacto en el que cada cual correrá con su parte.

    Jorge abandona el coche cerca de la comisaría donde trabaja; se despiden sin mirarse a los ojos, con un consensuado ‘buenas tardes’. Recorre los pocos metros que le separan del edificio con una idea que se empeña en apuntalarse en su cerebro: Sin dar propaganda a los crímenes, ninguna mujer pondrá más atención a su seguridad de la normal; por lo que sabemos, las elige al azar, sin un patrón común, así que el millón y medio de mujeres que habita esta ciudad está ahora mismo en peligro, y ellas no lo saben.

    El ‘no lo saben’ se le atenaza en la garganta.

    15 de julio de 2005

    —Lo esencial es que todo cuanto se haga o diga esté a mi disposición, y que nadie sustraiga para sí mismo datos relativos a este asunto. Necesito un flujo constante de información que me mantenga al día de los acontecimientos.

    El hombre realiza una pausa que le sirve para escrutar el rostro de su interlocutor, y apreciar que sus palabras están produciendo el efecto que desea.

    —Una vez que todo concluya, hay que asegurarse de que todo queda destruido, y si por algún lado se hubiera producido un escape, hay que taponarlo de la manera adecuada.

    Silencio, los ojos del dueño del despacho donde se desarrolla el encuentro preguntan, obviando hacerlo de palabra.

    La espera es breve, como el alzamiento del vuelo de un ave en busca de su presa diaria.

    —Me encargaré de

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