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Los recuerdos de Ana Calderón
Los recuerdos de Ana Calderón
Los recuerdos de Ana Calderón
Libro electrónico278 páginas4 horas

Los recuerdos de Ana Calderón

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“They said that no boy could live where I had lived. I knew my father resented me for what I had done to my mother’s insides.” After her birth, Ana Calderón’s mother isn’t able to carry a male child to full term, losing three baby boys. And when her mother dies, she becomes fully responsible for her seven younger siblings, ending her days of carefree romping on the beaches of southern Mexico. But even worse, she will carry forever her father’s resentment.
Ana is a young girl when her father decides to move his large, motherless brood to the United States. She just knows that her life will change for the better in the U.S. “My dream was beginning to come true. I didn’t know where we were going, but I felt that each step away from the palapa would lead me to the fulfillment of what I knew was my destiny.” Ana does encounter greater opportunity, but she discovers that in the U.S. too, society, family and religion scheme to hold her back. In order to succeed, Ana must sacrifice all that she holds dear and re-make herself into a rootless and obsessed individual. But even after accomplishing this, fate still conspires against her.
Now available for the first time in Spanish, this fictional memoir of a talented woman born in tradition-bound rural Mexico takes a compelling look at immigration, women’s rights and the perennial search for love and the meaning of life. Originally published as The Memories of Ana Calderón, this is a powerful exploration of society’s expectations about women’s roles and one woman’s fight to rise to her full potential.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ago 2018
ISBN9781611925562
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    Los recuerdos de Ana Calderón - Nuria Brufau Alvira

    8-11

    Me llamo Ana Calderón, y mi historia comienza en una palapa situada cerca de Puerto Real, al sur de México. Aunque ya han pasado muchos años, a menudo me vuelven los recuerdos de aquella cabaña. Tenía un techo fabricado con largas frondas entrelazadas y atadas a una estructura de postes de troncos de palmeras tallados. El suelo no era sino la arena negra esparcida por las olas orilla arriba muchos años antes de nuestra era. Nuestra palapa se encontraba en el borde de un grupo de viviendas, y, aunque en realidad no llegábamos a formar parte del puerto, desde donde vivíamos podían verse las luces. Veíamos hasta los barcos que descendían a lo largo de la costa desde Veracruz.

    Mi padre se llamaba Rodolfo y, como todos los hombres del pueblo, era pescador. Mi madre se llamaba Rosalva. No la recuerdo tan bien como a él, porque murió cuando yo tenía doce años, pero sí sé que la quise mucho. Aunque conservo recuerdos, incluso algunos muy vivos, de cuando era niña, siempre he pensado que mi vida empezó en realidad al nacer César, mi hermano menor. Eso ocurrió el día en que cumplí diez años.

    Oí la voz de mi tía Calista, que me llamaba aquella tarde, y, aunque se sentía llena de frustración, fingí no enterarme. Estaba sentada a la sombra de una pequeña palmera, movía los pies bajo la arena y apretaba las rodillas contra mi barbilla con mucha fuerza mientras contemplaba el agua de color esmeralda. Solía soñar casi todo el tiempo cuando me sentaba junto al océano.

    Cuando oí a tía Calista llamarme, en lugar de correr hacia donde estaba, cerré los ojos para intentar olvidar que mi madre estaba dando a luz a otro bebé. No quería pensar en eso. Sabía que aquello significaba que tendría que ocuparme de otra hermana más porque, de todos los embarazos de mi madre, solo sobrevivían las niñas. Los niños habían muerto todos. Y eso había empezado después de que yo nací.

    Desde que tengo memoria, todo el mundo siempre me recordaba que yo debí haberle hecho algo malo al vientre de mi madre cuando estaba en su interior, porque después de que yo nací habían muerto dos niños, uno tras otro. Y no fue hasta que llegó Aleja, tres años después, que tuvimos otro bebé, pero incluso después de ella vino otro niño, que también murió. Así es que todos me convencieron de que había sido yo quien lo había hecho.

    Decían que ningún niño podía vivir donde yo había vivido. No me era ajeno que mi padre me resentía por lo que le había provocado a las entrañas de mi madre, y eso me hacía sentir muy sola. Así es que, hasta donde recuerdo, traté de hacerle creer a todo el mundo que no me importaba lo que me dijeran; aunque no era cierto. A veces incluso me ponía a temblar solo con pensar en lo que había hecho, así es que decidí, cuando era muy pequeña, que viviría dentro de mí misma, en lo más profundo, donde nadie pudiera culparme por lo que había sucedido.

    De las hermanas, yo era la mayor, y por eso se esperaba que cuidara a las más pequeñas. No me gustaba, pero cuando me quejaba me decían que todas las niñas nacían para tener bebés o para cuidar de ellos. Mi tía Calista, mi madre y mi padre creían eso de verdad, pero ya para entonces yo sabía que existía otra explicación para lo que me decían. Mi madre tenía que lavar ropa para la gente de Puerto Real y ayudar así a mi padre a alimentarnos, por lo que debía haber otra persona que se ocupara de mis hermanas. Yo me decía a mí misma que no estaba tan mal porque en cuanto cumplieran los dos años más o menos, cada una se iría por su cuenta a jugar durante el día. No recuerdo exactamente adónde iban. Creo que pasaban el rato jugando con los niños de al lado.

    Yo apenas había cumplido los diez, pero ya sabía cómo parir un bebé y cómo cuidarlo desde el principio hasta que aprendía a caminar. Lo único que no podía hacer era darle de comer. Para eso tenía que llevar a la niña allá donde estuviera mi madre lavando ropa, y no era necesario decirle nada porque ella ya sabía por qué estaba allí. Dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y se sentaba bajo un árbol. Con los brazos aún chorreando jabón, se descubría el pecho y le metía el pezón rosado en la boca al bebé. Recuerdo que los pechos de mi madre eran grandes. Se veían redondos y morenos. Me hacían pensar en las jarras de arcilla en las que guardábamos el agua que bebíamos.

    Alejandra nació cuando yo tenía tres años, y tras ella los bebés que sobrevivieron fueron cinco niñas. Mi padre, creo, había perdido la esperanza de volver a tener un hijo, hasta que llegó César. Fue el único capaz de vivir hasta llegar a convertirse en un joven. Después de que él nació, mi madre dejó de tener bebés.

    También estaba Octavio Arce. Lo llamábamos Tavo. No era mi hermano. Y tampoco me acuerdo de cuándo llegó por primera vez a nuestra familia. Era huérfano y, pese a que no lo había acogido nadie en particular, pasaba casi todo el tiempo con nosotros. Incluso dormía en nuestra cabaña. Él, Alejandra y yo éramos como trillizos. Es que casi nunca estábamos separados unos de otros. Bueno, hasta que nos hicimos mayores.

    El día en que nació César, tía Calista me llamaba, y yo, que estaba soñando con convertirme en una bailarina famosa, hacía como que no la oía. Alejandra y Tavo estaban conmigo, pero yo tenía una forma especial de aislarme que me permitía quedarme a solas con mis planes. Solía hacerlo porque quería prepararme para el día en que le mostrara a mi padre que yo podía ser tan buena como el hijo que él deseaba. Quería hacerlo cada día, pero él casi nunca me miraba, salvo para hacerme saber con los ojos que me odiaba por no ser un niño, y que él creía que yo había envenenado el tránsito para los hermanos que me siguieron. Con todo, estaba segura de que algún día le haría ver que se había equivocado.

    Aquel día, en cambio, oía la voz de mi tía. No quería responder porque en mi mente, junto con mis fantasías, también visualizaba las piernas despatarradas de mi madre. Veía el líquido viscoso que le resbalaba por el cuerpo y hasta cómo manchaba la sábana áspera que tenía debajo, y la dejaba pegada al suelo arenoso. No quería volver a la palapa, pero sabía que, si no lo hacía, me arrepentiría.

    —¡Anaaaaaaaaa! ¡Anaaaaaaaaa! La voz se quebró por el esfuerzo del grito.

    —¿Dónde andas, muchacha? ¡Anaaaaaaa! ¡A tu madre le ha llegado el momento! ¡Por Dios, dónde estás! ¡Que me haces falta! Si no vienes ahora mismo, te arrancaré la piel de la espalda a tirones. ¡Anaaaaaaaaaa! Sé que estás ahí afuera. ¡El bebé ya está aquí y te necesito!

    Ana contempló el agua brillante y las olas espumosas que rompían a lo lejos contra los muros de contención de la cárcel del puerto. Oía la llamada exasperada de su tía, pero no quería interrumpir sus pensamientos. También le llegaban las risitas de Octavio y de Alejandra, que la empujaban con los pies para que echara a correr a la cabaña. Transcurrieron varios minutos.

    Cuando por fin Ana se decidió a responder, sacó las piernas de la arena y se puso de pie a toda prisa, como siempre. Luego la niña empezó a bailar de una palmera a otra, y de un helecho a otro. No había nada en su cuerpo o en su rostro que indicara que tenía prisa, que estuviera asustada o preocupada. Al contrario, saltaba para alzarse lo máximo posible hacia las copas de los árboles. En el punto más elevado de cada brinco, el cuerpo se le quedaba suspendido en medio del aire; la espalda, arqueada; una pierna extendida hacia adelante y la otra dispuesta hacia atrás con elegancia, mientras levantaba los brazos para trazar un amplio círculo por encima de la cabeza. Cada vez que Ana aterrizaba en la arena tras una cabriola tocaba con los pies unos trampolines invisibles que de nuevo la impulsaban hacia el cielo aturquesado.

    En cuanto divisó la cabaña de su familia, Ana redujo el paso y empezó a arrastrar los pies y a dibujar con ellos unas largas líneas sobre la arena. Al agacharse para atravesar la baja entrada, los orificios nasales se le ensancharon al percibir el olor punzante del cuerpo de su madre en combinación con el humo amargo del fuego que, encendido en el suelo, chisporroteaba en el rincón más lejano. Al ver a la niña de pie en la puerta, Calista se aproximó a donde estaba y habló con una voz apagada. Le pellizcó el brazo hasta hacerla estremecerse de dolor.

    —¡Muchacha condenada! ¿Dónde has estado? ¡Sabes que te necesito! Supongo que has estado soñando otra vez. No me contestes. Ven, tráeme esas sábanas y echa más agua a la olla. ¡Muévete!

    La niña se movió con soltura por la oscura cabaña hacia el rincón que su tía le había señalado. En cuanto dio con las sábanas, se las llevó a Calista. Luego se puso en cuclillas para ver mejor a su madre, que estaba sudorosa y polvorienta. Tenía ambas manos en puño y se mordía uno de ellos para no gritar.

    —Grita, Amá, grita. Todas lo hacen. ¿Por qué tú no?

    —¡Cállate, malcriada! ¿No ves lo que está sufriendo tu madre? Pasó por lo mismo para tenerte a ti, y mírate. Como si no pasara nada. Espera cuando paras a tus propios niños. Solo entonces lo comprenderás.

    —Yo nunca voy a tener hijos, tía.

    —¡Sí, ya! De jóvenes, todas decimos lo mismo, pero al final, nadie nos pregunta lo que queremos o no queremos hacer. Ándale, hermana, puja, puja, un poquito más y ya está.

    La voz de su tía sonaba ronca por el cansancio y por lo que Ana creyó era resentimiento. Ana sabía que el bebé estaba a punto de llegar. Se alegraba porque odiaba las palabras de su tía al asegurarle que sería como las demás mujeres de su familia. Aquellos pensamientos la dejaron inquieta. Quiso huir; quería correr a la playa otra vez.

    De pronto apareció entre las piernas de su madre un cuerpo sucio y pequeñito. Calista sostuvo a la criatura mientras cortaba el cordón. Un chillido agudo rasgó la penumbra. Calista se volvió para mirar a Ana. Fue una mirada intensa; en sus ojos albergaba un sentimiento que la niña no logró comprender. Calista notó su asombro y, entre profundos suspiros, bajó la vista para observar al bebé.

    —¡Santo Dios! ¡Es un niño! Hermana, ¡es un hombrecito! A lo mejor esta vez … —Calista se mordió el labio y susurró a su sobrina—: Toma, sujétalo. Ya sabes lo que tienes que hacer, pero trátalo con cuidado y dáselo a tu madre enseguida.

    Ana tomó a su hermanito de las manos de Calista y se movió hasta la luz para poder contemplarlo. Era el primer niño al que había mirado de verdad. Mientras le limpiaba el cuerpo no dejó de fijarse en sus genitales y le pareció que aquel pene parecía una manija pequeñita. Sintió una oleada de cariño hacia aquel ser al recordar que había venido al mundo el día de su cumpleaños. Se dijo a sí misma que era un regalo para ella y deseó que no muriera. Eso demostraría a todo el mundo que ella no había hecho nada malo.

    Despacio, Ana envolvió al niño con la manta raída que se había usado con cada uno de los bebés anteriores a él. Era consciente de que su tía estaba limpiando a su madre, pero, aunque podía oírlas susurrar a las dos, no alcanzaba a comprender lo que decían. En cuanto acabó de limpiar a su hermano, se lo acercó a su madre.

    —Toma, Amá. ¿Ya me puedo ir?

    Calista, irritada, se humedeció los labios.

    —¡Muchacha, buena para nada! No puedes esperar a salirte a brincar por ahí como una burra, ¿no? Sabes lo especial que es tener por fin un niño, y aquí dejas a tu madre …

    Ana no escuchó el resto de lo que le dijo su tía porque ya estaba fuera de la cabaña y avanzaba veloz hacia la playa. El corazón le latía con fuerza, aunque le constaba que no era la carrera lo que producía aquellos latidos: ella también se daba cuenta de lo especial que era que hubiera ya un niño en su familia. Se dijo que había venido para salvarla, y por ello sería exactamente igual que ella. Ella y su hermano habían nacido el mismo día por alguna razón especial: ella, para convertirse en una bailarina famosa, y él crecería y también se convertiría en alguien importante. Ana corrió tanto como pudo hasta dar con Alejandra y Octavio para contarles la noticia.

    Sabía dónde encontrarlos. Los tres niños tenían una caleta favorita donde pasaban el tiempo jugando cada vez que lograban escaparse de la cabaña y de las aburridas tareas del hogar. Iban ahí sobre todo en los meses en los que el cura que les enseñaba a leer y a escribir se iba de viaje a otros pueblos para casar a las parejas y bautizar a sus niños.

    Ana llegó sin aliento. Encontró a Octavio y a Alejandra acostados boca arriba sobre la arena. Se entretenían con un juego en el que tenían que señalar las nubes que se parecían a animales o a plantas.

    —¡Es niño!

    La voz de Ana asustó a su hermana y a Octavio, que se pusieron de pie de un salto. Ninguno de ellos iba calzado ni con mucha ropa. Alejandra fue la primera en emitir lo que pareció un rugido.

    —¡Ay! ¿Está muerto?

    —¡No! Está vivo y es muy lindo. ¡Vamos! ¡Vengan a verlo!

    Alejandra estaba enojada. Se quedó erguida, sin dejar de mirar a Ana para dejar ver que le molestaba. Odiaba la seguridad de Ana y su actitud distante, pero, sobre todo, Alejandra envidiaba el aspecto de su hermana, tan distinto del suyo. Si la piel de Ana era de color cobrizo oscuro, la suya era blanca; herencia, según Calista, de un abuelo francés. El cuerpo de Ana era delgado y vigoroso; sus extremidades, largas y delgadas, como si la hubieran extraído de un molde de porcelana. Alejandra, por su parte, era redonda y guanga, y aunque solo tenía siete años, ya empezaban a notársele los pequeños pechos por debajo del vestido de algodón puro. Ana, en cambio, aún estaba plana y contaba con un cuerpo que ofrecía el aspecto de un niño más que el de una niña.

    Ana le devolvió la mirada de desaprobación a su hermana durante unos segundos. Luego apartó la vista repentinamente de los ojos de Alejandra y se volvió para mirar a Octavio, que estaba de pie; los brazos le colgaban lánguidos a los lados. Con la boca abierta parpadeó, sin saber qué decir. Exclamó lo primero que se le vino a la cabeza:

    —¿Cómo crees que le van a poner, Ana?

    —Creo que las oí llamarlo César —respondió enseguida.

    Octavio tenía la piel oscura y su cuerpo comenzaba ya a dejar ver que sería un chico alto. Aunque la gente adivinaba que solo tenía nueve años, ya lucía una pelusa transparente sobre el labio superior que brillaba por el sudor de la excitación que le producía escuchar hablar a Ana. Siempre que lo hacía, a Octavio se le aceleraba el corazón de forma inexplicable.

    Ana seguía mirándolo.

    —¡Vamos! ¡Vamos a ver al nuevo bebé!

    Fue Alejandra, sin embargo, quien respondió:

    —¡No! Luego lo podemos ver. Estábamos jugando a algo. ¡Vamos, Tavo! Te voy ganando.

    Octavio miró a Ana como si esperara que dijera algo. Siempre que la miraba, Octavio esbozaba una leve sonrisa, perceptible no tanto en la boca como en los ojos. Se sentía atraído por la energía de la niña y su habilidad para recrear mundos imaginarios que a él le resultaban hermosos. Secretamente, prefería los juegos ideados por Ana que los de Alejandra.

    —Bueno, ¿y por qué no cambiamos y jugamos al juego que Ana estaba contándonos? El de los aztecas y la princesa que van a sacrificar.

    —¡Ay, no! Lo odio. A ella siempre le toca ser la niña hermosa que muere después de bailar hasta perder la cabeza. ¡A mí me aburre!

    Alejandra se mostraba irritada tanto con Octavio como con Ana. Se daba cuenta de que a él le gustaba más su hermana mayor y de que, hiciera lo que hiciera y propusiera lo que propusiera, a él le parecía estupendo. Con todo, Alejandra lo quería para sí, como cuando su hermana no estaba. Incapaz de pensar en cómo deshacerse de ella, gritó:

    —Ana, creo que tía Calista está llamándote otra vez.

    —No, no es verdad. ¡Tienes razón, Tavo! Vamos a hacer el ritual del colibrí. Tú haces de Gran Sacerdote y yo, de Huitzítzilin …

    Ana se olvidó del bebé y de su madre, y saltó por el aire, mientras su vestido se agitaba con la brisa cálida. A pesar de su corta edad, ya se había inventado unos cuantos bailes, cada uno con un título, una historia y unos personajes. A menudo incorporaba a su hermana y a Octavio como parte del elenco, y les mandaba saltar, dar patadas y vueltas.

    Alejandra protestó más que nunca contra el baile del colibrí, consciente de que constaba de dos personajes principales. El único papel que ella podía representar llegaba hacia el final de la representación, cuando aparecía brevemente como una vieja hechicera.

    —¡No, no! ¡A eso otra vez no! Huit … Huit … ¡Ni siquiera puedo pronunciar esa estúpida palabra! Estoy harta de que tú seas siempre la señora-de-no-sé-qué-o-de-no-sé-cuál, y Tavo, siempre el guerrero que está enamorado de ti.

    Ana y Octavio ignoraron las quejas de la niña. Sin introducción o calentamiento alguno, ambos se pusieron a dar vueltas sobre la arena mientras el sol poniente proyectaba destellos dorados en sus cabellos. Al principio, Alejandra se enfurruñó y se dejó caer en la arena con los brazos cruzados sobre el pecho. Luego les hizo muecas mientras imitaba sus movimientos. Al final, cuando perdió la paciencia, se puso de pie de un salto, le sacó la lengua a la pareja danzante y corrió hacia la cabaña, donde sabía que hallaría a su madre, a su nuevo hermano y al menos a alguna de sus otras hermanas y primos con quienes jugar.

    Los bailarines ni se dieron cuenta de los gestos de burla de Alejandra y continuaron su danza ritual tal y como Ana había imaginado que la llevarían a cabo un Gran Sacerdote y una virgen que fuera a ser sacrificada. Brincaron y giraron hasta que el aliento se tornó jadeo, y empezaron a respirar agitadamente por el cansancio. Corrieron de un extremo al otro de la caleta sin dejar de mover los brazos en el cielo mientras gesticulaban y adoptaban posturas hasta que Ana se dispuso a interpretar la escena de la muerte y se desplomó sobre la arena. Octavio, que se sabía el papel, cayó a su lado, primero de rodillas y luego sobre el puñal imaginario de ónix con el que se quitaría la vida tras sacrificar a la princesa.

    Sin embargo, estaba tan asfixiado que perdió el equilibrio y cayó encima de Ana. Había sido sin querer, pero cuando sintió el cuerpo de ella bajo el suyo, una urgencia inesperada lo retuvo ahí. Octavio se sentía unido a Ana, y no quería separarse de ella. Se dio cuenta de que nunca hasta entonces había experimentado una sensación como aquélla, pero le gustó y se quedó ahí, sin moverse.

    Ana también se sorprendió y se quedó quieta durante varios segundos. Luego, sin saber qué hacer, se giró hacia un lado hasta que Octavio se retiró. Aún entonces, sus rostros estaban muy cerca y se les mezclaron los alientos. Ambos continuaron en silencio hasta que se les normalizó la respiración. Entonces Octavio le puso la mano en el pecho y, sin pensarlo, dijo:

    —Ana, ojalá pudiéramos estar siempre así.

    Y como si su voz hubiera sido una nota musical que le marcara el paso siguiente, Ana se puso de pie de un salto, se rio y ondeó la falda del vestido. Salió corriendo lejos de ahí sin dejar de gritar palabras que parecían dirigidas a las copas de las palmeras más que a él.

    —¡Siempre estaremos así!

    Mi madre murió gritando. Nadie supo en realidad cuándo ocurrió exactamente, ni el nombre de la enfermedad que la afligía. Lo único que recuerdo es que empezó una mañana cuando susurró: ¡Ay! ¡Me duele mucho la cabeza! No le hablaba a nadie en particular. Lo dijo al darle a César una taza de chocolate.

    Al principio, el dolor la hacía suspirar constantemente. Poco después, los suspiros se volvieron quejidos que a veces sonaban como pequeños jadeos. Al final llegó el momento en que sus gruñidos pasaron a ser gritos que rasgaban la noche como si fueran un afilado cuchillo invisible.

    Tía Calista se vino a casa para estar con mi madre en esos terribles días y noches, aunque, a pesar de todos los brebajes que preparó, los gritos de mi madre no hicieron sino intensificarse. Durante ese tiempo, los niños nos sentábamos fuera de la cabaña, con nuestro padre, mientras Calista y otras mujeres probaban sus menjurjes con la esperanza de aliviar el dolor de mi madre. Le pregunté a mi padre varias veces qué haría si ella moría, pero guardaba silencio. Nunca respondía a mis preguntas; se limitaba a mirarme fijamente con los ojos llenos de resentimiento. Recuerdo que no lloré, a pesar del enorme agujero que iba creciéndome en las entrañas con cada minuto que pasaba.

    La última noche mi madre dejó escapar un gemido que nunca he conseguido olvidar. Fue tan fuerte y tan desesperado que la vibración espantó a los búhos de las palmeras. Recuerdo ver ascender sus oscuras siluetas mientras batían las alas con furia contra un cielo apenas iluminado por el brillo de las estrellas. Después de aquello, mi padre se quedó solo para criarnos. César tenía dos años.

    La madre de Ana murió en 1932. Había sido un año duro para las comunidades de pescadores que vivían cerca de Puerto Real. Las luchas y las matanzas surgidas en la zona central de México habían sobrepasado la sierra de Orizaba para extenderse hasta las orillas del Golfo, desde Tamaulipas, al norte, hasta Campeche, en el sur. La gente que vivía sumida en la pobreza hablaba de mudarse para buscar nuevas formas de vida. Nadie parecía saber con exactitud qué era lo que estaba sucediendo. El semanal de Puerto Real describía las ejecuciones de sacerdotes y colaboradores a los que se le achacaba no respetar la Constitución. Un poco después, las personas que iban llegando desde distintas partes del país rebatían aquellos informes con sus propios relatos. Un día se adentró un hombre entre el conjunto de cabañas y gritó: ¡Vivan los Cristeros! pero fueron pocos quienes comprendieron lo que significaban aquellas palabras.

    Rodolfo Calderón no anduvo envuelto en esos eventos. Tenía la mente sumida en el dolor de la pérdida

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