Soledades: Cuatro narraciones breves fantásticas
Por Mark Debrest
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Soledades - Mark Debrest
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© Mark Debrest
Diseño de edición: Letrame Editorial.
ISBN: 978-84-17608-62-0
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A la memoria de mi madre
MISTERIO EN LA RESIDENCIA FORESTHILL
Situada no muy lejos de Edimburgo y cercana a la costa del Mar del Norte se encontraba la residencia Foresthill, una de las más importantes y lujosas de la zona. Anteriormente, muchos años atrás, había sido un hospital para enfermos de tuberculosis, pero con la erradicación de la enfermedad, el local tuvo que cerrarse al cabo de muy poco tiempo. Pasados bastantes años, un riquísimo matrimonio llamado Forest lo compró y arregló, convirtiéndolo en una bonita residencia de ancianos, aunque debido a la grandiosidad de este y a los turistas que venían sobre todo en verano, también quiso convertirlo en hotel.
Este edificio, de estructura cuadrada, se había construido en el siglo XIX y constaba de cuatro pisos. La parte exterior era de piedra; el tejado, inclinado, la formaban unas tejas nuevas que habían substituido a unas anteriores ya vetustas; en su centro había una torre, como una especie de faro, en cuya parte superior se alzaba un pararrayos. También había un gran y bonito jardín formado por árboles dispuestos paralelamente y rodeados circularmente por césped y florecillas de múltiples colores. La vista desde la residencia era espléndida, pues se divisaban las verdes colinas en las que no se había edificado aún; sin embargo algunas veces la niebla lo invadía todo y no podía verse nada.
Todos los veranos coincidían allí los hermanos Julian y Maureen Pritchard. Ambos rondaban ya los ochenta años. Sus cabellos eran grisáceos, sus ojos de un color azul marino; altos y bastante gruesos. Julian, que tenía un par de años menos que su hermana, sufría de demencia, el pobre, y estaba en la etapa en la que mezclaba frases coherentes con otras que no lo eran. Vivía allí durante todo el año. Sus hijos y nietos no podían ocuparse de él porque trabajaban, aunque venían a verlo con frecuencia. Su hermana iba a visitarlo el mes de agosto, durante las vacaciones. Sin embargo, aquel verano fue diferente, pues la señora Pritchard se había caído en su casa y cojeaba ligeramente, ya que se había roto la pierna derecha. También su artritismo empeoró hasta el extremo de que a veces no podía ni andar, y entonces iba en una silla de ruedas.
Maureen debió de ser una mujer guapa, sin embargo el paso del tiempo no perdonaba y ahora se encontraba bastante desmejorada, con una cara un poco fofa. Psicológicamente era una mujer íntegra y agradable, con un sentido del humor a veces un poco desconcertante. Su hermano, por el contrario, no había perdido su atractivo aunque a veces resultaba un poco infantil. Los dos eran viudos. La distracción preferida de Maureen era la lectura y sobre todo hacer punto; en cambio, la de su hermano, los juegos de mesa y en concreto el dominó. Precisamente aquella mañana, Julian se dirigió hacia su hermana, que se encontraba en el jardín haciendo crochet. Se sentó a su lado haciendo un gruñido. Parecía muy molesto.
—¡La señorita Sorlack ha vuelto a hacer trampa! ¡No sé cómo nadie le dice nada!
—¿Y por qué juegas con ella? —le respondió sin mirarle pues estaba muy concentrada en su labor.
—¡Pero si es ella la que se une a nuestro grupo! Y nadie le dice nada; solo me doy cuenta yo. Creo que no lo resistiré.
—Yo de tú se lo diría. ¿Jugáis con dinero?
—A veces.
—Pues cuando lo hagáis, díselo.
—Sí —afirmó con la cabeza—. La próxima vez voy a decírselo. ¡Mira! —exclamó de pronto sonrojándose un poco—, por ahí va el señor Jones. Es muy simpático, ¿verdad?
—Pse, un poco empalagoso —le respondió de forma inexpresiva.
—Claro que si te regala flores por tu cumpleaños, te invita a comer bombones a menudo y cuando puedes andar sola, dejas que él te ayude con su brazo...
Al oír estas palabras su hermana paró su labor y se fijó en él. Su cara no denotaba alegría precisamente.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Creo que está enamorado de ti —le dijo sonriendo.
—¡Oh, por favor! —exclamó para hacer una breve pausa y continuar—. Sí, es muy amable, ¡y qué! Además, eso no quiere decir nada. La otra vez vi que le compraba bombones...a la señorita Sorlack.
—¿A esa tramposa? No puedo creérmelo.
—Pues sí —dijo mientras proseguía con su crochet—, creo recordar que el señor Jones va a cumplir los 87.
—¿El señor Jones? No los aparenta.
—No, aunque debería comprarse otro peluquín, ¿no te parece?
—¿Usa peluquín?
—Sí —afirmó con cierta pena—. Además, le sienta fatal. En cambio el señor Holley sí que me es simpático... Pero todavía me acuerdo tanto de William —dijo refiriéndose a su marido—. Pronto hará cinco años que murió.
La señora Pritchard solo tenía una hija de su matrimonio y también era abuela. Sus nietos ya eran mayores y precisamente uno de ellos estaba a punto de venir a visitarlos.
La conversación de los dos hermanos prosiguió:
—Han dado ya las doce y media en el reloj de la residencia —dijo Julian.
—Pues vayamos a comer —contestó su hermana que se levantó con cierta dificultad—. Hoy viene un grupo de turistas en autocar y el comedor estará llenísimo, ya verás.
Efectivamente, cuando llegaron había mucha gente. Una joven camarera se dirigió hacia ellos y les dijo con voz cansada:
—Lo siento, pero hoy deberán sentarse en otra mesa. La han ocupado ya.
—Vaya por Dios. ¿Y permanecerán muchos días aquí? —preguntó la señora Pritchard señalando con el dedo al numeroso grupo.
—No —negó como aliviada la joven—, solo dos o tres días. Hacen un tour por esta zona. Deben visitar Edimburgo y algunos pueblos de su alrededor. ¡Turistas, turistas! —se quejó entonces—, estamos en 1980 y todavía se presentan sin avisar, ¡estas agencias! y tendremos que trabajar el doble, a marchas forzadas. En fin, señora Pritchard, si me disculpa, tengo mucho trabajo por hacer.
—Vaya, vaya, nosotros nos sentaremos allí.
Los dos ancianos se dirigieron hacia una mesa que estaba vacía y que se hallaba en el vértice izquierdo del comedor.
—Nos la cogerán —dijo Julian a medida que se iban acercando.
—¿Qué te apuestas a que no?
—Si llegamos te compraré aquella blusa que te gusta tanto.
—No exageres. ¿Qué tal si solo me invitas a comer?
—Hecho.
Avanzaron lentamente, muy lentamente; pero al final pudieron sentarse.
—¡Menos mal que hemos llegado! Ya me imaginaba andando como un pingüino por todo el comedor en busca de una mesa. Vaya pareja más cómica que hubiéramos sido —comentó la señorita Pritchard con ironía.
—Todo está carísimo hoy. ¡Cómo se nota que ha venido más gente! —se quejó su hermano cuando se fijó en el precio de cada plato.
—Pero si era una broma, tonto. No quiero que me pagues nada.
—Pues algo debo hacer —dijo muy en serio—, una apuesta es una apuesta.
Fue en aquel momento en que la señora Pritchard se fijó en una anciana que estaba un poco separada del grupo. Le extrañó que usara gafas negras y no se