Lado A y Lado B - Retazos de una historia de amor
Por César Costa
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Roberto descubre la pasión de su vida cuando Jennifer se muda al otro lado de la calle. Se desarrolla una inocente historia de amor, llena de encuentros, desencuentros, alegrías y penas. Cuando finalmente el destino parece conspirar a favor de la pareja, vemos que no todo es lo que parece, que toda historia tiene más de una cara. Este libro de César Costa cuenta una trama dramática, con giros inesperados y un desenlace sorprendente. ¿Hasta dónde puede llegar un amor profundo y sin medida?
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Lado A y Lado B - Retazos de una historia de amor - César Costa
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CopyRight © 2021 by César Costa
Todos los Derechos Reservados
http://www.cesarcosta.com.br
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Edición
César Costa
Tapa, Revisión y Diagramación
César Costa
Traducido del idioma Portugués
Leonardo A. Torres
Índice
Lado A – Capítulo 1
Lado A – Capítulo 2
Lado A – Capítulo 3
Lado A – Capítulo 4
Lado A – Capítulo 5
Lado A – Capítulo 6
Lado A – Capítulo 7
Lado A – Capítulo 8
Lado A – Capítulo 9
Lado A – Capítulo 10
Lado B – Capítulo 1
Lado B – Capítulo 2
Lado B – Capítulo 3
Lado B – Capítulo 4
Lado B – Capítulo 5
Lado B – Capítulo 6
Lado B – Capítulo 7
Lado B – Capítulo 8
Lado B – Capítulo 9
Lado B – Capítulo 10
1. Lado A – Capítulo 1
No puedo quejarme de mi infancia. No fui el niño más feliz del mundo, pero de lejos no fui el más triste. Probablemente no fue el mejor de los alumnos, pero estaba bien adelantado de los peores. Por lo que me contaba mi mamá, dije las primeras palabras a los diez meses y, en seguida, aprendí a andar. Al crecer, no tuve todo lo que quería, pero a esa edad los niños tampoco quieren mucho. Me gusta decir que fui criado con lo esencial.
Sinceramente, no puedo decir que guardo cualquier pena o arrepentimiento de mis primeros diez años de vida. Por lo que recuerdo, fui un chico feliz, aunque no me acuerde de muchas cosas. Mis principales recuerdos comenzaron a ser almacenados cuando yo tenía once años, edad cuando me consideraba un hombrecito (los niños tienen esa manía de querer crecer rápido, pero yo daría todo por volver a aquella época y ser chico de nuevo). Bien, es a partir de ese punto que mi vida vale la pena ser contada.
En un verano, cuando tenía once años, conocí a Jennifer. Sus papás se habían mudado al otro lado de la calle donde vivíamos, un barrio en los suburbios de una ciudad del interior. La pequeña pelirroja llamó mi atención desde la primera vez que la vi. No es que a esas alturas estuviese particularmente interesado en las mujeres; aún estaba en una edad en que todas las niñas parecían aburridas y un desperdicio de oxígeno. Para ser más directo, ningún sentimiento o deseo carnal floreció en mi corazón o en mi mente en aquel momento, pero, aun así, por alguna razón que hasta hoy no consigo explicar, pasé a observar a aquella pelirroja de una manera diferente a la que miraba otras niñas. Ella conseguía llamar mi atención como nadie más era capaz.
Me acuerdo perfectamente del día soleado en que un gran camión azul se estacionó frente a la antigua casa desocupada del señor Matías. Él trabajaba en una fábrica multinacional de electrodomésticos, había sido promovido y se mudó para otra ciudad con su mujer e hijos. Entristecí en cuanto supe de la noticia, pues sus dos hijos, Juan y Pedro, acostumbraban a jugar conmigo durante las mañanas antes de irnos al colegio y en los fines de semana. No había muchos niños de nuestra edad en la cuadra. Por eso, los dos eran, por así decirlo, mis mejores amigos. Es claro, tenía mis amigos de la escuela y ellos me visitaban de vez en cuando, pero aquellos dos estaban más a mi alcance. Podíamos jugar siempre en los días en que mis otros compromisos cortaban la diversión.
A pesar de estar siempre en compañía de los dos hermanos, me acuerdo de que no me gustaban algunos juegos que Pedrito, como lo llamábamos, acostumbraba hacer. En aquella época no entendía ciertas actitudes de él y lo consideraba muy afeminado y quejica. Hoy, Pedro se llama Bianca y vive con otro hombre. Pasé, entonces, a entender los motivos reales motivos de su extraño comportamiento de infancia. Tal vez nos faltaba un poco de tacto para ciertas cosas, pero ¿qué se puede esperar de unos niños inocentes?
Bien, volviendo al camión azul y al día soleado, donde estaban Jennifer y sus papás. El día no estaba soleado, sino caliente como el diablo. Debían hacer unos cuarenta y dos grados y no había ninguna nube en el cielo para minimizar los efectos de los rayos solares; no había ni para sentir un poco de brisa. Frente a la casa desocupada del señor Matías, un carro popular se había estacionado atrás del camión de mudanza. El jefe de familia salió del pequeño vehículo, destrancó el oxidado portón y, enseguida, abrió la puerta principal de su nuevo hogar. Envuelta por el fuerte calor, descendió del carro, abanicándose con la tapa arrancada de un cuaderno, la chica pelirroja. Luego, de él también salió su mamá. Me quedé sentado bajo la manguera que tomaba gran parte de nuestro jardín y observé a un sudado señor Machado ayudar al conductor del camión al descargar la interminable mudanza.
Por ser sábado, nada me impidió permanecer allí contemplando el movimiento – no es que tuviese muchos compromisos en días normales; mi rutina era ir al colegio, ver televisión, hacer las tareas de casa y jugar a las canicas con otros chicos. Era interesante observar el entrar y salir de la casa, con cosas y más cosas, ropa, muebles, cajas y cajas siendo llevadas, algo desconocido para mí, que vivía en aquel mismo lugar desde el día en que nací
La chica pelirroja, evidentemente, no ayudaba en nada, apenas corría dentro y fuera de la casa atrás de su papá y del conductor del camión. Ella quería seguir cada detalle, mientras que no necesitara hacer fuerza. Viendo la alegría estampada en su rostro, me acordé de cómo la partida de Pedro y Juan me había entristecido. ¿Cómo aquella chica podía estar feliz si había tenido que dejar a sus amigos, su escuela y su casa? Bien, quien sabe, quizás ella no tuviese muchas amistades, no gustaba de su antiguo colegio o estuviera viniendo de una casa pequeña y fea... No podía estar seguro. Solo sabía que la niña estaba allí feliz; y, por algún extraño motivo, yo también lo estaba.
Aún me acuerdo, como si fuera hoy, de la primera vez en que nos vimos más de cerca. Pasó unos dos días después de la mudanza. Mi mamá, decidida a darle la bienvenida a la nueva familia, vino a buscarme.
– Ellos tienen una linda hija, que debe tener tu edad. Podría ser tu nueva amiguita. Has estado mucho tiempo solo... – me dijo, intentando convencerme de ir con ella.
La miré fijamente durante unos segundos, esperando que me presentara mejores argumentos.
– ¿Amiguita? – hice una mueca cuando me di cuenta que ella no tenía nada más que añadir.
Mi mamá me lanzó una mirada de desaprobación.
– Está bien. Si no quieres amigo de ella, no lo seas, pero aun así quiero que vengas conmigo.
Resoplando y tratando de mostrar mi insatisfacción, obedecí. Ya en la acera medio rota de nuestros nuevos vecinos, mi mamá, con una delicadeza que solo ella tenía, aplaudió, mientras sostenía el pastel preparado especialmente para la ocasión, un regalo para los vecinos y su pequeña hija pelirroja. Pensé que era un desperdicio. Ella ni siquiera había hecho uno para nosotros.
Nadie respondió. Repitió los aplausos. Luego los llamó de forma casi inaudible. Impaciente, llené mis pulmones y dejé escapar un fuerte grito:
– ¡Oigan, casa!
Mi madre me miró con desaprobación, pero no con enfado. De hecho, tenía esa bonita sonrisa irónica en la cara que era única en la faz de la tierra. Le devolví la sonrisa y me encogí de hombros. Mi llamada había funcionado después de todo. En cuestión de segundos, la madre de la niña pelirroja salió saludando por la puerta de la cocina.
– Buen día. ¿Cómo puedo ayudarlos? – saludó, ya junto al portón.
– Buen día, vecina. Solo quería que se sintieran bienvenidos en nuestro barrio. Me llamo Cristina, este es mi hijo Roberto y mi marido se llama Mario, pero ahora está en el trabajo.
La vecina sonrió ampliamente. Mientras tanto, la pequeña pelirroja, curiosa, se acercó. Se detuvo junto a su madre, sujetando su falda y mirándome inquisitivamente.
– Gracias – respondió la señora de la casa. – Mi nombre es Ruth; y esta tímida joven de aquí es Jennifer. Su padre es Octavio, pero prefiere que le llamen Machado. Es una cosa del servicio militar. Se acostumbró a su nombre de guerra y hasta yo tengo que llamarle así, explicó sonriendo.
– Espero que no la haga saludar y que lance una moneda a la cama para ver si se hace bien. – hablé impulsivamente.
Mi madre me agarró del brazo y me miró con desprecio. La Sra. Ruth se echó a reír, y acabamos riendo con ella.
– Qué gracioso, jovencito, pero él no llega a tanto.
Al darse cuenta de la vergüenza de mi madre, Lady Ruth añadió:
– Niños... No te preocupes por eso. Y el chiste fue muy divertido – sonrió dulcemente.
Mi madre asintió a medias y sonrió también, esta vez mirando a Jennifer, que se puso aún más tímida.
– Este pastel es un pequeño regalo. Espero que te guste – dijo mi mamá amablemente.
– Pero si no les gusta, pueden dármelo y yo me lo como. – interrumpí.
Ruth soltó otra carcajada ante la inesperada interrupción. Mi madre repitió una más de esas miradas; acompañándola luego de una sonrisa a la nueva vecina, diciendo torpemente:
– Discúlpeme por el niño...
– No fue nada. Muchas gracias por su amabilidad. ¿Te gustaría entrar y comer el pastel con nosotros?
– ¡Sí! – respondí más que rápido.
– No, gracias. Me imagino que aún están ordenando las cosas – mi mamá me miró mucho más severo, como mostrándome que esa sería la última intrusión que pasaría por alto.
Entendí el mensaje. Hasta que ambas terminaron su conversación, permanecí mudo. Mantuve la cabeza baja, mirando a mis pies. De esta manera también pude ver los piececitos de Jennifer con sus zapatillas rosas. Los diseños de los bichos me parecieron afeminados, pero al fin y al cabo, era una niña pequeña, así que no podía esperar nada diferente. Después de cinco tortuosos minutos, finalmente nos despedimos.
Muy bien, sé que ese no fue el gran encuentro, pero fue así que pasó; y de cualquier forma me marcó. Todavía no lo sabía, pero aquel día de verano había sido el primero de muchos encuentros entre la niña pelirroja y yo. En pocos días – una de esas situaciones de la niñez que forjan verdaderas amistades – nos convertimos en amigos inseparables.
Ocurrió unos doce días después de la llegada del señor Machado y su familia. Salí de casa con mi bicicleta para dar una vuelta por el barrio, como siempre hacía. Como vivimos en un barrio tranquilo, nuestros padres no solían preocuparse y nos daban libertad para jugar. Allí estaba yo, dirigiéndome al campo, cuando vi la hermosa cometa roja y negra sujeta a las ramas de un árbol. Miré a mi alrededor. No hay nadie alrededor. No podía creer mi suerte. La cometa estaba allí, nueva, intacta, sola, abandonada. Era mía, yo la había visto primero; esa era la regla. Sólo pensé que era una pena que no hubiera otro chico allí dispuesto a disputarlo, para poder soltar el famoso ¡Es mía!
Subí rápidamente al árbol y llegué a una de las ramas más altas donde se había enredado la cometa. Me estiré y alcancé el objeto deseado. Ya me veía volando la cometa en el campo, haría que mis amigos me envidiaran por haberlo conseguido – ¡Y gratis! Estaba en estado de pura felicidad hasta que oí un crujido. Volví a la realidad cuando la rama en la que me apoyaba cayó en cámara lenta, llevándome con ella. Con la agilidad de un gato, me lancé hacia otra rama. De lo contrario, la caída habría sido fea.
– ¿Estás bien? – dijo una suave voz.
– ¿Quién está ahí? – pregunté.
– Soy yo. Jennifer.
– Está todo bien, no necesito ayuda. Puedes irte ahora.
– Parece que te vas a caer de ahí – habló con inocencia.
– Está bien, solo vine a buscar la cometa, salté para bajar más rápido – respondí, haciendo un esfuerzo para no revelar la situación crítica en la que me encontraba.
– Hum... ¿Aquella rasgada? – La chica pelirroja señaló, y mis ojos siguieron instintivamente hacia el punto sobre mi cabeza.
Mi corazón casi se detiene. La hermosa cometa con la que sería la envidia de mis amigos, y que me había puesto en una situación tan embarazosa, estaba desgarrada; hasta estaba medio rota. Me quedé sin mi premio y, encima, humillado delante de la chica nueva del barrio.
Me había aferrado tanto a esa rama salvadora que me faltaba fuerza y equilibrio para recuperar una posición que me permitiera bajar. Admitirlo ante Jennifer y pedirle ayuda estaba fuera de discusión. Mi orgullo masculino me impidió pedir ayuda a una chica menuda de ojos marrones pequeños, pelo color fuego y piernas tan finas como palos. Al reflexionar, respiré profundamente y traté de mostrar indiferencia.
– Sí, esa misma. No te preocupes, la cogeré y bajaré enseguida. Puedes volver a lo que estabas haciendo.
– No estaba haciendo gran cosa, solo iba en bicicleta. Puedo ayudarte a coger la cometa si quieres – ofreció con dulzura.
– ¿Y tú, por casualidad, puedes subirte a un árbol así? – dije con un tono de superioridad.
– ¡Claro que sí! – respondió Jennifer, recostando la bicicleta del árbol.
La vi trepar con agilidad hasta llegar a la rama donde estaba la cometa y atraparla con la gracia que solo una niña puede tener. Con la cometa sujeta a la boca, bajó con la misma gracia con la que había subido. Al pasar de nuevo junto a mí, se detuvo y se sacó la cometa de la boca.
– ¿Está seguro de que todo está bien? – me preguntó.
– Sí – respondí. – Pero mi brazo se está durmiendo. Si no fuera por eso, bajaría solo.
– Todo bien, entiendo, no necesitas explicarte.
Jennifer esbozó una pequeña sonrisa y me jaló tan fuerte como pudo. Conseguí recuperar el equilibrio y me agarré a otra rama cercana. Nos pusimos cara a cara, ojos a ojos. Reaccioné a la extraña situación lanzándome de repente a la rama de abajo. Nunca había experimentado algo tan embarazoso. Cuando por fin llegamos al suelo, todo lo que pude balbucear fue un gracias
casi inaudible.
Jennifer sonrió, y su sonrisa me iluminó. Me sentí aún más avergonzado. Empecé a sudar frío (tiempo después me di cuenta de que en ese momento me había enamorado por primera vez). Nos subimos a nuestras bicicletas y pedaleamos tranquilamente de vuelta a nuestra calle. En el suelo quedó la hermosa cometa roja y negra, desgarrada y rota. Y no me importó.
En los días siguientes, Jennifer y yo empezamos a andar juntos con una frecuencia cada vez mayor, hasta que nos hicimos inseparables. Por las mañanas, montábamos en bicicleta, íbamos al parque y a la panadería por un helado. Después del almuerzo, íbamos en el autobús, sentados en el mismo asiento, a la escuela; y a la misma clase – también nos sentábamos uno al lado del otro en el aula. A la hora del recreo, pasábamos todo el tiempo juntos. Mis compañeros estaban indignados porque ya no jugaba con ellos, ya no jugaba al fútbol (y además estaban resentidos porque habían perdido al mejor jugador del equipo). Las chicas, en cambio, no tenían nada de qué quejarse. Como Jennifer apenas había hecho amistad con ellas, su ausencia pasó desapercibida.
En cuanto sonó el timbre, recogí mis cosas y cogí la mochila de Jennifer, que ya no tenía que cargar con ella. Una vez más, viajamos juntos en el autobús escolar. Después de la cena todavía encontrábamos tiempo libre para jugar y ver la televisión.
Con el paso de las semanas, nuestros padres se dieron cuenta de lo bien que nos llevábamos, y empezó a surgir una amistad natural entre nuestras familias. No pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a reunirnos en días festivos y fechas conmemorativas. El señor Machado y mi padre iban a pescar, nuestras madres intercambiaban recetas y charlaban. La llegada de la familia Machado trajo muchos beneficios, entre ellos el poder quedarme en la casa de los vecinos cuando mis padres iban a algún lugar aburrido. Fue como matar dos pájaros de un tiro: dejé de ir a