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Janet: La Noche De Las Aguas Turbulentas
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Libro electrónico317 páginas3 horas

Janet: La Noche De Las Aguas Turbulentas

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La historia del huracn Janet virtualmente no tiene fin; al menos no concluy el 28 de septiembre. Su secuela se inici de inmediato y no se detuvo al paso de los aos, los lustros ni las dcadas, hasta llegar a nuestros das. Desde el primer momento su impacto fue abrumador; su trascendencia insospechada. Influy de manera determinante en quienes tomaban las grandes decisiones y tambin movi los mejores sentimientos de solidaridad entre la gente de bien.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento20 feb 2013
ISBN9781463351045
Janet: La Noche De Las Aguas Turbulentas

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    Janet - Francisco Bautista Pérez

    JANET

    La noche de las aguas turbulentas

    FRANCISCO BAUTISTA PÉREZ

    Copyright © 2013 por Francisco Bautista Pérez.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2013902327

    ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-5106-9

    Tapa Blanda 978-1-4633-5105-2

    Libro Electrónico 978-1-4633-5104-5

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

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    Fax: 01.812.355.1576

    401182

    ÍNDICE

    Prólogo

    Luz de sombras

    Testimonio de gratitud

    Introducción

    1

    El huracán abuelo

    2

    Janet y Juaniquita

    3

    Chetumal, hasta el 27 de septiembre

    4

    La noche de las aguas turbulentas

    Testimonio gráfico

    EPÍLOGO

    Notas finales

    FUENTES DOCUMENTALES

    A los mártires del huracán Janet.

    A ninguno conocí, pero he visto cómo

    sus deudos aún lloran por ellos.

    Prólogo

    La tarde del 28 de octubre de 1998 la angustia se había apoderado por completo de más de 120 mil habitantes de Chetumal, ante lo inevitable: el azote del huracán Mitch. 20 mil personas ya habían sido movilizadas a los albergues, saturados e inseguros, mientras que otros aseguraban sus viviendas de la mejor manera posible. El Ejército, la Armada, Protección Civil y cuadrillas del servicio de energía eléctrica permanecían en alerta máxima, en tanto que el gobernador Mario Villanueva daba por hecho que el meteoro entraría a tierra cerca de las 18 horas.

    Hacia el medio día las lluvias se intensificaban; el tránsito de vehículos se volvía problemático al ser retirados los flamantes semáforos; en las estaciones de gasolina se formaban largas filas para llenar los tanques; los supermercados se hallaban repletos de gente presa de ansiedad haciendo compras de pánico y los reporteros detectaban incrementos hasta del 300 % en productos básicos y en las viviendas sus moradores clavaban puertas y ventanas, o cruzaban con cinta adhesiva plástica las vidrieras al exterior. Toda una parafernalia en torno a una nueva cultura de huracanes… dicho así, por emplear dos giros idiomáticos que por entonces fueron lanzados desde las esferas oficiales y los medios informativos se encargarían de popularizar.

    Nunca podrá saberse dónde se hizo aquella tarde la primera invocación a San Judas Tadeo, ni la hora, ni quien fue su autor; pero la realidad es que siendo él, el santo de las cosas difíciles y desesperadas y que, por añadidura esa era la fecha precisa que se le rinde culto, mucha gente comenzó a orar y a pedirle con toda su fe: Ruega por mi, que estoy sólo y sin ayuda.

    A las 9:00 p. m. del martes 27 Mitch había sido reportado en los 16.5 grados de latitud Norte y los 85.6 grados de longitud Oeste, y sus vientos seguían siendo superiores a los 250 kilómetros por hora, esto es: de categoría 5. Se hallaba, pues, en la misma ruta que siguieron Janet, en 1955 y Carmen, en 1974, lo mismo que Dean, en 2007, y como es bien sabido, los tres azotaron a la capital de Quintana Roo en su oportunidad. Empero, el comportamiento de Mitch durante las siguientes 24 horas cambió radicalmente: dando un giro de 45 grados hacia su izquierda, se situó sobre la isla de Guanaja y al día siguiente tocó tierra en la ciudad hondureña de Trujillo, ya como tormenta tropical, con vientos máximos de 150 kph.

    Chetumal se había salvado, y no son pocos los atribuyen este milagro a San Judas Tadeo; un hecho que cada año se conmemora con una misa solemne en el muelle fronterizo, el sitio donde dio comienzo la historia moderna de la ciudad y en cierta forma la del estado. No obstante, poco se ha profundizado en relación con el inesperado cambio en la trayectoria del huracán y las causas que lo determinaron, que de acuerdo con los entendidos son estas:

    A la llegada del equinoccio de verano, el 23 de septiembre, cuando los polos de la Tierra están a la misma distancia del Sol, la cuenca del Caribe, entre el ecuador terrestre y el Trópico de Cáncer, registra por igual los tiempos de luz y de oscuridad. Pero a partir de entonces, la trayectoria aparente del Sol, declina hacia el hemisferio Sur y el horario de luz solar se ve reducido día con día en casi dos minutos. Es de entender –sin adentrarse en la complejidad de la astrofísica, el analema o la ecuación del tiempo—, que al disminuir la luz solar, las aguas del mar se enfrían y se reduce la fuente de energía que alimenta a los huracanes. Fue así que Mitch no tuvo la energía suficiente para alcanzar la bahía de Chetumal.

    Pero que un huracán pierda fuerza o se desvíe de su trayectoria, no significa en absoluto que también haya perdido su peligrosidad, y de ello da cuenta el propio Mitch. Siete días transcurrieron desde que entró a tierra en Honduras, hasta que abandonó la península de Yucatán el miércoles 4 de noviembre. En este lapso realizó un recorrido nunca antes visto, muy semejante al de las manecillas del reloj; como si el centro hubiera sido Chetumal, y el horario de 4 a 12. O bien, de 270 grados en otra escala. ¿Otro milagro? Seguramente no, puesto que en su derrotero mató a más de 11 mil personas, dejó sin techo a dos millones y causó daños en la región por diez mil millones de dólares. Una vez más se comprueba que la lluvia en demasía y una topografía adversa, siempre serán los principales factores de muerte, muy por encima del viento, así se trate de huracanes de categoría 5.

    Si una vez que ha pasado cada huracán hicieran los expertos un ejercicio semejante al que se realiza con la caja negra rescatada de los escombros en los accidentes aéreos, se contaría con elementos de prevención más efectivos y específicos para cada región, porque todos son diferentes, de tal suerte que cada ciudad o región debería formar su propia cultura de huracán.

    Veamos lo ocurrido en Galveston a principios de septiembre de 1900: Era el martes 4, cuando el Servicio Meteorológico recibió informes sobre una tormenta tropical procedente de Cuba con dirección al norte, sin que ello produjera mayor alarma por tratarse de una notificación muy común en el verano. Cuatro días después la ciudad estaba destrozada y el número de muertos ascendía a 6,000. Aunque con cifras inferiores, fue semejante lo ocurrido en 1955 en Chetumal al anunciarse la amenaza de Janet. En ambos casos, como era costumbre, se desatendieron las advertencias oficiales, además de que ni las mismas autoridades conocían algún antecedente sobre el desbordamiento del mar. Este ocurre cuando el ojo del huracán alcanza la costa y descarga sobre tierra una muralla liquida de más de cuatro metros de espesor que lleva consigo si el nivel de las aguas se levanta por efecto de la baja presión atmosférica.

    De origen muy distinto, pero ambos con efectos fatales, son el desbordamiento del mar de leva, y el tsunami. La ola portuaria, que es la traducción del tsunami japonés al español, poco conocido como fenómeno natural, hasta el 26 de diciembre de 2004 (tres meses después de la edición de Janet, donde ya se habla del mismo) cuando se produjo la catástrofe de la costa noroeste de Sumatra.

    Otro escenario que suele engendrar consecuencias aterradoras, es el de una tormenta prolongada sobre zonas habitadas a pesar de de ser topográficamente vulnerables, sea en la costa o en las montañas. Este problema fue resuelto en Galveston, elevando el nivel de la ciudad y construyendo un muro de 16 kilómetros en la costa atlántica, de manera que hizo frente sin mayores consecuencias a seis poderosos huracanes que pasaron sobre ella a lo largo de un siglo. Chetumal no volvió a ser azotado por otro huracán como Janet, y no habiendo desbordamiento marino, las lluvias escurrieron de manera normal, dejando tan sólo inundaciones menores. De repetirse las condiciones, las víctimas serían considerables, a pesar de que ya exista una cultura de huracanes.

    En otros casos: Monterrey, con Gilberto, en 1988; Nueva Orleáns, con Katrina, en 2005 y, sobre todo, Nicaragua, con Mitch, en 1998, fueron castigados severamente por huracanes que en principio no eran diferentes a los demás, pero que al final dejaron un crecido número de víctimas a su paso. A Gilberto se le catalogó como el huracán del siglo desde que impactó Jamaica y las islas Caimán; pasó sobre Cozumel, azotó Playa del Carmen y Cancún, con cifras catastróficas para el norte de Quintana Roo, de 60 % de las viviendas destrozadas; 35,000 hectáreas de cultivo devastadas; afectación a la infraestructura urbana, turística, comercial y pesquera, con balance final estimado en un billón 200 mil millones de pesos, de acuerdo con reportes del gobierno central.

    No obstante la pérdida confirmada de vidas fue de una docena a lo sumo, en tanto que Nuevo León nunca logró precisarlas —de entre 318 a 433, según la fuente— debido a que la totalidad murió arrollada por la furiosa corriente del río Santa Catarina: El primer cadáver de Cadereyta apareció a la altura de San Juan al medio día del 17 de septiembre y a la media noche ya eran 30 los encontrados; 26 más el día 18, y así hasta sumar 109. Abraham Nuncio, autor del libro GILBERTO apunta una paradoja: los muertos no eran ni de San Juan ni de Pueblo Nuevo, como tampoco de Cadereyta: todos procedían de Santa Catarina y San Pedro Garza García, 20 o 30 kilómetro arriba. Río abajo el torrente cobró más vidas: En Santa Bárbara más de 100 perecieron atrapadas en cuatro autobuses y en el cauce del río, sobre el área metropolitana de Monterrey, una cifra semejante fue arrastrada por el caudal desmesurado.

    Otro ejemplo patético es el de Nueva Orleáns flagelado por Katrina el lunes 29 de agosto de 2005. Fueron 1,577 muertos en Louisiana (1,836 en total) prácticamente todos ahogados y no por efecto de los vientos. No podía ser de otra manera en una urbe asentada en el laberinto fluvial que forman el río Misisipi y varios canales, pero que además la rodean los lagos, Pontchartrain, Catacuatche y Borgne.

    En cuanto a los mayores desastres causados por huracanes del Atlántico a través de la historia, es el Gran Huracán de 1780, que mató a 22,000 personas en el Caribe oriental el que encabeza la lista; Mitch es el número 2. Y aún así, a 14 años del suceso, un editorialista del Diario Sur hace la misma reflexión de millones de hondureños: No sé cual haya sido nuestro pecado, pero creo que no merecíamos tanta furia sobre nuestra tierra. El Heraldo, por su parte, reporta que millares de afectados en 1998 continúan viviendo sobre las zonas arrasadas durante la crecida de los ríos.

    Ante escenarios de tal magnitud no habrá, pues, ni cultura de huracanes ni milagros capaces de evitar futuros desastres si, por otra parte, no se toman en cuenta las evidencias recogidas por investigadores y periodistas, ni se corrigen los vicios de origen en los distintos frentes. Un documento extraordinario en tal sentido, es el libro Katrina, editado por The Times Picayune, de Nueva Orleáns, trabajo que le mereció el premio Pulitzer de 2006.

    En su libro 60 horas con Wilma, Fernando Martí afirma que aún viviendo frente al Caribe la gente de Cancún no tiene ni idea de cómo se cocina un huracán, y nos ofrece esta bizarra interpretación de la tan cacareada cultura: "Por costumbre, la gente maneja con estudiada soltura unos pocos tecnicismos, categoría tal, vientos así, presión asá, pero la secuencia que obedece el torbellino nos resulta un misterio".

    Lo más inquietante quizá sea, al fin y al cabo, la creciente veneración a San Judas Tadeo, por haber resguardado a Chetumal de la furia de Mitch, cuando los vecinos de Centroamérica continúan sin restañar las heridas y consideran aún que esa misma furia llegó hasta ellos de forma inmerecida. No bastará entonces conocer a fondo los caprichos de la física para pretender ser culto en materia de huracanes. Es preciso también adentrarse en el nebuloso campo de la metafísica.

    Luz de sombras

    Por fortuna y por desgracia, la memoria es selectiva. Sólo guardamos lo que queremos, aunque tal vez sea más exacto decir que únicamente recordamos lo que podemos. Hablando de recuerdos, pero sobre todo de olvidos, a veces uno quiere querer y no puede poder. El dolor, por ejemplo, nos lleva a sepultar en la memoria oscura hechos, personas, situaciones que no deseamos repetirnos una vez y otra y otra vez. Deseamos olvidar y en la memoria nos golpea de pronto, vívida y actual, esa imagen recurrente y de pesadilla. Queremos recordar el nombre de la persona con la que acabamos de toparnos, y entre la pena y el aturdimiento el nombre se vuelve esquivo y burlón, se acerca pero no se deja; o bien, tenemos la palabra en la punta de la lengua, esa palabra que equivocamos, que nos hace falta, y la palabra juega con nosotros, se asoma, coquetea y se va más lejos cada vez que intentamos atraparla.

    Cuando se trata de reconstruir una tragedia casi bíblica, como el huracán Janet que construyó Chetumal y causó tantas muertes y tanto dolor hace casi medio siglo, se antoja recurrir a un mosaico de caras y voces que contribuyan a mantener vivísima la memoria colectiva. Que las voces antes niñas, hoy maduras, cuenten la angustia verdadera, el miedo atroz, que hicieron los minutos horas y las horas, siglos. Que los sobrevivientes, en una especie de coro riego omnipresente, vayan contando con la voz cambiante, aguda ahora y grave después, paso por paso, los grandes actos de la gente menuda, pero también los grandes yerros que causaron muertes evitables. Sólo revisando su pasado el pueblo entiende su presente y recuerda el porvenir, para enseguida fabricarlo con las manos.

    El tiempo es muchas veces como el agua de los ríos, que cuanto más corre entre piedras y arenas más se aclara. Pero el tiempo también puede ir oscureciendo las cosas: lo que hace decenios era claro, hoy re torna difuso y hasta negro. Al tiempo, decimos, convencidos de que con los años la verdad suele ir abriendo brecha hasta imponerse; pero el tiempo aquí va deslavando lo que en otros casos aviva. Por añadidura, no siempre la verdad de uno coincide con la verdad del otro.

    Traer a la luz pública la oscura memoria colectiva, reconstruir entero el rompecabezas a partir de los jirones arrancados a un documento gráfico, a un testimonio confrontado con diez o veinte o cien. Esa es labor del que construye la historia sin compromisos de orden sentimental o partidario. Y el periodista busca en la nota de color, en el reportaje o la entrevista, atenerse a los hechos como son o como fueron, no como querrían algunos que hubieran sido.

    Sólo una pluma bien iluminada podía penetrar con tino tamaña oscuridad. Con el solo compromiso de atenerse a los hechos comprobables, al dato irrefutable, a la comprobación científica –con registro históricos cuando es el caso—, Francisco Bautista ha venido trabajando años enteros para construir con bases firmes unas cuantas horas: de la tarde del funesto martes 27 de septiembre de 1955 a la madrugada del miércoles 28.

    Admirador confeso del cineasta Alfred Hitchcock –el mago del suspenso—, Bautista, microscopio de disección en mano, va recorriendo muro por muro, techumbre por techumbre, sopesando materiales y calculando resistencias o debilidades, asomándose a los interiores como si fueran un enorme set cinematográfico, todos los barrios del Chetumal anterior a la entrada del Janet. Cada cuadra es recorrida casa por casa, y diálogo a diálogo el autor va dando cuenta de los preparativos de esta familia para enfrentarse con la naturaleza y su fuerza descomunal, o bien, de la inconciencia de quienes siguieron hasta el último minuto jugando pool en los billares, acaso convencidos de que se trataba de un ciclón más, como tantos otros en la vida de los chetumaleños.

    Acá se describe, por ejemplo, cómo doña Julia Tescum, todavía a las tres de la tarde, no atinaba entre irse en busca de refugio al hotel Los Cocos o quedarse en casa de sus hijos a esperar lo que viniera, pues a fin de cuentas habría que caminar sólo una cuadra si la situación empeorara. Ya se verá que una cuadra, con sol y sin meteoro, no mide lo mismo en la oscura oscuridad y con vientos traicioneramente huracanados. Allá, Olga García de la Rivera Tescum bromeaba con su hermana Elda concitando al Janet para conocerlo antes de casarse. Horas después, la preocupación por proteger el atavío para la boda le haría descuidar lo principal.

    Aquí atestiguamos cómo el doctor Antonio Zaleta Islas practicaba un legrado de emergencia a doña Amalia Gasca de Mayo con la sola ayuda del esposo, Manuel Mayo Escalante. Más allá vemos a doña Paula Sosa Canul, que salvó la imagen venerada del Cristo de Esquipulas pero no pudo salvarse ella misma.

    Como en una versión macabra del cuento infantil de los tres cochinitos, el autor va repasando las casas de taciste, embarro de sascab y palma de guano, y nos deja adivinar el destino de los ocupantes. Luego las de madera, que tampoco aguantarían el embate de los vientos, menos aún los de las aguas salidas de madre. Ni siquiera las construcciones sólidas darían certeza en los peores momentos, pero al menos habrían de resistir las primeras andanadas del Janet.

    La descripción del fenómeno mismo sigue un orden interrumpido pero riguroso, diríamos científico, de los vientos y las aguas desatadas, incluida la falsa tranquilidad que sobrevino cuando Chetumal estuvo en el ojo del huracán, esa engañosa calma que a muchos hizo confiarse y morir en el engaño.

    Lo peor, como en los cuentos que todavía nos sobrecogen si conservamos la capacidad de asombro de los niños, ocurrió al filo de la medianoche. Ya desde las once, los vientos fabricaban guillotinas voladoras con las láminas de zinc arrancadas de los techos. Los hombres se trenzaban con los brazos para enfrentar como cadenas humanas lo que individualmente habría sido un suicidio colectivo.

    Como si fueran niños aterrados ante lo inexplicable, hombres y mujeres buscaron refugio debajo de la cama o de la mesa. Joaquín Mena Noble y Alfonso Manzanilla, niños de aquel tiempo, salvaron su vida aferrándose como pudieron a las ramas de un naranjo, tan fuerte como su esperanza. Y los sacerdotes, en la desesperación ante las aguas crecientes que amenazaban arrasar con el santísimo sacramento, apuraron todas las hostias, convencidos de que así las aguas calmarían su furia.

    En 1889, en Johnstown, ocurrió una de las peores inundaciones de que se tenga noticia en los Estados Unidos. El joven reportero que llegó a cubrir los hechos, puesto al teletipo, escribía en su nota: Dios miró desde las colinas que rodean a Johnstown y vio un espantoso panorama de destrucción… Al otro lado de la línea, luego de leer aquel producto del humor involuntario, el jefe de redacción le contestó por la misma vía; Olvida inundación, entrevista a Dios.

    Francisco Bautista Pérez, historiador, periodista, escritor, también dejó de entrevistar a Dios, pero sólo a él: todas las voces de todos los chetumaleños que vivieron aquella angustia están en este libro. Su autor ha tejido mejor que nadie los testimonios de cada superviviente, los cabos que por mucho tiempo anduvieron sueltos, y los ata de una vez y para siempre en esta escritura que nos mantiene en vilo, llevada con la técnica del reportaje histórico y narrada por el escritor que sabe cómo usar las herramientas para llevarnos al final desde el principio.

    Roberto Zavala Ruiz

    Testimonio de gratitud

    Muchos de ellos ya han partido hacía el más allá. Fueron sobrevivientes del huracán Janet, pero después terminaron rindiendo tributo al padre Tiempo.

    A ellos, en primer término, debo manifestar mi gratitud amplia, sincera, solidaria con sus descendientes, así por haberme brindado su amistad, como por haber relatado las penosas experiencias vividas durante el huracán del 55. Ha sido una prolongada charla, iniciada con los primeros vecinos de la calle Cinco de Mayo, tan entrañablemente chetumaleña, en los lejanos 60s. del siglo pasado. Y al evocar aquel lugar y aquellos tiempos, se concluye que virtualmente la conversación continúa, porque al releer los apuntes se puede escuchar la voz del vecino de enfrente, Iván Villanueva Aguilar; del de la esquina, José Marrufo Hernández y la de Fina Muza Vda. de Barrios Gómez, a cuya mesa se acudía para tomar los alimentos, unos pasos más allá.

    No fue una plática sino muchas, generalmente con largos intervalos, y en cada oportunidad la narración era la misma, sin variar en nada lo cual viene a ser la mejor prueba de que cuanto aquí se lea es totalmente verídico, sin afectación alguna, ni siquiera por el tiempo.

    Con el correr de los años hubo nuevas relaciones de amistad y un acopio de nuevos testimonios y hoy, nuevos motivos de gratitud para Miguel Rosado Castillo, Apolonio Valencia Guerrero, Romualdo Coral Cáceres, José Padrón Cetina, Audomaro Andrade Oropeza, Abigaíl Sabido de Souza, Herlindo Lin Carballo, Arturo Namur Aguilar, Raúl Ruz Maldonado, Chiqri Hadad, Raúl Mendoza Aguilar, Ramón González Téllez, José Muñiz Couoh, Jorge Pérez Garrido, Raymundo González Ibarra, Pedro Madrid Santín, Bernardo H. López Mezo, Jorge López Medina, Audomaro Castillo Herrera, Guillermo Macías, Angel López Ituarte, Antonino Sangri Serrano, Aurelio Aranda Trigueros, José Zavala Cruz, Rosalía Sansores Monima y Miguel Salazar Tzuc.

    El mayor bloque de testimonios proviene de amistades o personas de mi estimación, o bien conocidos de mucho tiempo, a quienes se solicitó que aportaran sus memorias para este propósito. Con ellos estoy igualmente agradecido y para esto se relacionan sus nombres, advirtiendo que el orden en que aparecen, no significa otra cosa que, la ubicación en que se hallaban la noche del Janet: por razones prácticas en la redacción del capítulo 4, La noche de las aguas turbulentas, la ciudad se ha dividido en 15 zonas, desde La Compañía Fija y el Faro, hasta el Aeropuerto y una más para Xcalak.

    Gracias pues a quienes aquí se menciona, por fortuna aún gozando de esta vida o, en algunos casos, recientemente fallecidos: Antonio Handall Marzuca, Dora Rabanales, Ma. Del Rosario Marín, Angel Torres Pérez, Angelina Díaz Guea, Vda. de Hendricks, Ma. Del Carmen Medina Alvarez, Alberto Medina Moguel, Manuela Noble Navarro, José Cilia Tescum, Ma. Elena Briceño Montalvo, Ma. Ester Angulo de Rodríguez, Lucio T. Osorio Martín, Pedro Martínez Torres, Marcelina Carrillo Vda. De Muñoz, Jaime Gabriel Sansores Monima, Marta Sosa de Bellos, Natalia Martín de Briceño, Aurelia Hernández de Yedalaqui, Juana Bustillos Vda. De Hernández, Elena Velazquez de Nava, Salvador Vélez López, Miguel Rosado Canul, Valentín Terrazas Zapata, José Moreno Padilla, Claudio González Martínez, Addy Guerrero Polanco, Irma Elena Ocejo Fernández, Faustina Canul viuda de Manjarrez, Miguel Oliva Canul, Isela Montalvo de Barrera, Andonay Rodríguez Barrera, Víctor Martín Alcocer, Cenobio Aguilar, Jorge Vargas de Regil, Felipe Barquet Armenteros, Alicia Sosa de Andrade, Elina Coral Castillo, Juan oliva Díaz, Nelvia Villanueva Martinez, Noemí Mólgora, Octavio Osorio Domínguez, Wilbert López Coral, Manuel Jiménez, Manuel Villanueva Enriquez, Manuela Gabourel Rivero, Eyden Azueta Novelo, Prudencia Martín Briceño, Antonia Madrid de Villanueva, Elda García de la Rivera, Bertila Andrade de Argüeta, Raúl Godoy Bobadilla, Amed Salvatierra, Margarita Pérez Escárraga de Rendiz, Guadalupe Rendiz Escárraga, Amalia Gasca de Mayo, Felipa Angulo de Alonso, Mercedes Alavez Vda. de Pérez, Atanasio Alpuche Angulo, Eduardo Cárdenas Alavez, Carlos Cardín Pérez, Ramiro García Manzanilla, Enrique Sánchez Medina, Inés Dorantes de Amar, Ernesto Aguilar Leal, Florence Hermin de Palma, Manuel Moreno, Ildefonsa Peña Alamilla, Carlota Amar de Xacur, Onofre Hernández Loría, Pedro Acosta Rodríguez y Socorro Hernández de González.

    Un recuerdo tambien para Lidia Landa, de quien tuve la primera referencia directa del huracán Janet, aún antes de haber

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