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El jardín prohibido, tomo 1 (Bekhor): Bekhor, #1
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Libro electrónico300 páginas4 horas

El jardín prohibido, tomo 1 (Bekhor): Bekhor, #1

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Información de este libro electrónico

Debbie Cohen, una californiana de 16 años no se imagina la extraordinaria aventura que va a vivir. Bajo la creencia de una leyenda contada por un anciano, ella viaja a África con su madre antropóloga. Pero lo que debía ser una simple misión de observación toma un camino inesperado cuando una criatura rapta a Debbie y la lleva a un misterioso jardín. Allí, Debbie hará un descubrimiento que va a transformar su vida y atará su destino a un ser excepcional. 

Alain Ruiz es doctor en Ciencias de la Religión de la Universidad de Montreal. Es autor de varias novelas y guías prácticas de las cuales ha vendido más de 130.000 ejemplares. Entre otras, se encuentran la serie Flibus (Ian Flix) que tuvo un gran éxito en Quebec y Las Crónicas de Braven Oc que también fue adaptada a tiras cómicas. Alain Ruiz es casado y es padre de 3 hijos.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento6 sept 2018
ISBN9781547545735
El jardín prohibido, tomo 1 (Bekhor): Bekhor, #1

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    El jardín prohibido, tomo 1 (Bekhor) - Alain Ruiz

    El jardín prohibido, tomo 1 (Bekhor)

    Alain Ruiz

    ––––––––

    Traducido por Ileana Iribarren 

    El jardín prohibido, tomo 1 (Bekhor)

    Escrito por Alain Ruiz

    Copyright © 2018 Alain Ruiz

    Todos los derechos reservados

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Traducido por Ileana Iribarren

    Diseño de portada © 2018 Agnes Ruiz

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube Inc.

    Dedicatoria

    A mi alma gemela, cuyo nombre es el anagrama de Anges (Ángeles)

    Capítulo 1 - Expedición en Amazonas

    Selva amazónica, abril 1912.

    Sobre el Orinoco, uno de los principales ríos del Amazonas, la piragua remontaba lentamente las interminables curvas de agua amarillenta dejando detrás de ella un surco efímero que era devorado rápidamente en las entrañas del río. Después de cinco días la espesa selva virgen que se extendía sobre centenas de kilómetros a la redonda ofrecía a los tres pasajeros, acompañados por un guía y cuatro portadores venezolanos, la desagradable impresión de no haber avanzado.

    John McAllister, antropólogo y explorador británico de 56 años, estaba sentado en el centro de la larga embarcación cavada en el tronco de un cachicamo gigante. Una inquietud profunda se dibujaba en su rostro escondido tras una generosa barba blanca mal cuidada debido a las difíciles condiciones del viaje. El eminente profesor de Oxford estaba muy lejos de preocuparse de su apariencia. Solo pensaba en un esposa Lucy, que estaba acostada a su lado. Ella estaba ardiendo en fiebre y sufría delirios. La pequeña mujer de 48 años, de largos cabellos castaños y piel clara y pecosa, gemía débilmente a ratos. Su salud se había agravado considerablemente desde el día anterior y se podía temer lo peor.

    —Resiste Lucy, llegaremos pronto —advirtió el explorador británico posando tiernamente una mano sobre el rostro sudado de su mujer.

    Un nuevo quejido hizo eco a su gesto, lo que estaba lejos de tranquilizarlo.

    El joven Lawrence McAllister no sabía qué pensar. Estaba sentado justo delante de su padre. El adolescente de 14 años, de contextura menuda y rostro amable, se pasó una mano nerviosa por sus cabellos castaños. Tenía dudas de ese equipo. ¿Habían tenido razón al emprender un viaje tan arriesgado? Él había confiado en su padre. ¡Que su madre iba a sanar pronto y que finalmente iban a retomar una vida normal! Pero, ¿qué quería decir esto realmente? La humedad del ambiente que oscilaba alrededor de ochenta y cinco grados de saturación no ayudaba al muchacho a aclarar sus ideas. Sus ojos almendrados se posaron sobre el refugio improvisado formado de varillas de madera y recubierto por un techo de hojas de palma que había sido construido sobre su madre con el fin de mantenerla en la sombra. En seguida se cruzó con la mirada de su padre y apretó los dientes. En ese mismo instante un enésimo mosquito le picó en el antebrazo. Lo golpeó con su mano con rabia. El sol castigaba duramente su piel, clara y pecosa como la de su madre. Nunca se hubiera imaginado anhelar hasta ese punto el clima inglés. La camisa se le pegaba al cuerpo. Además de aquella humedad omnipresente, la temperatura se acercaba a los treinta y cinco grados y el paisaje, que se extendía hasta perderse de vista, permanecía desesperadamente igual.

    El explorador británico apartó algunas mechas morenas de la frente de su esposa murmurando palabras alentadoras. Estaba preocupado por una eventual crecida del río. Sabía que su hijo desconfiaba de él. Era inútil intentar hablarle para saber lo que estaba pensando. Sin embargo, el eminente profesor tenía que reconocerlo: mientras más pasaba el tiempo, más se arrepentía de haber sometido a su familia a una prueba tan difícil. No cesaba de repetirse las palabras de su más allegado colega, a quién había hecho partícipe de sus intenciones antes de partir a aquella aventura. Este último había intentado vigorosamente de hacerlo entrar en razón antes de que salieran hacia Liverpool, donde debían de tomar el barco con destino a Caracas : «Créame John, ¡ese viaje es una verdadera locura! ¡Por el amor de Dios, renuncie a hacerlo! Lucy no sobrevivirá en su estado, usted los sabe muy bien».

    John McAllister habría esperado escuchar otras palabras de su gran amigo, pero comprendía perfectamente que su confidente hubiese querido disuadirlo de llevar al Amazonas a su esposa gravemente enferma.

    «¿Quizás habría sido mejor seguir su consejo?», pensaba bajando la vista como para evitar los mudos reproches de su hijo quien lo observaba severamente sin decir palabra. «¡Oh, Lucy ! Perdóname!», imploraba en su interior. «Quedándonos en Inglaterra, Lawrence y yo, hubiésemos podido acompañarte dignamente hacia tu último descanso... Compréndeme, Lucy... No podía dejarte ir así. ¡Tenía que intentarlo todo!».

    Recordando las palabras que le había dicho a su mujer poco tiempo antes de partir, John McAllister se negaba a renunciar ahora que estaban tan cerca de su objetivo. «Lucy, te prometí que lucharía con todos los medios posibles contra esa enfermedad que te consume cada día un poco más... Y es eso lo que hago trayéndote a esta selva, ¡confía en mi! »

    Habían consultado con los mejores especialistas de Europa, que a su gran pesar, habían diagnosticado un tumor cerebral. Los días de la señora McAllister estaban contados, aunque su marido no quería aceptarlo. El eminente profesor de Oxford estaba consciente de que su esposa siempre había tenido una la salud frágil, sufría toda clase de enfermedades con un simple cambio de estación. Una situación que era aun más sorprendente para él que había pasado la mayor parte de su vida recorriendo los lugares más recónditos y salvajes del globo sin haber nunca contraído la menor infección. Sin embargo, John McAllister estaba decidido a no permitir que a su mujer se la llevara la muerte tan fácilmente.

    Luego de un largo silencio, Lawrence, quien no soportaba más ver sufrir a su madre, quiso abrir la boca para protestar contra las condiciones del viaje que le habían impuesto, pero el ceño fruncido de su padre lo disuadió. Sabía que no había ningún chance de hacerlo cambiar de parecer. Era demasiado tarde. Las lágrimas se asomaron a sus ojos pero se empeño en disimularlas para no mostrar demasiado sus temores.

    Conmovido, pero incapaz de verbalizar, John McAllister prefirió pretender no darse cuenta del malestar de su hijo. Más bien se esforzaba en pensar en esas últimas semanas que había pasado reclamando un milagro frente al fracaso de la medicina occidental. Se vio aquella tarde cuando se encerró en la biblioteca privada que daba hacia su jardín. Allí se quedó toda la noche, de rodillas, suplicando una intervención divina a favor de su mujer. Desgraciadamente, al amanecer, solo la desesperación abrigaba su corazón. Al fin, agotado, con las piernas entumecidas y doloridas, se levantó apoyado en la esquina de su escritorio de caoba y dejó caer accidentalmente una libreta con las anotaciones de su última expedición en Amazonas. Al contacto con el piso, la libreta recubierta de cuero, se abrió en una página donde el explorador había dibujado cuidadosamente, cuatro años antes, un árbol tropical sin la menor vegetación para vestir sus ramas. Con los párpados pesados, el antropólogo fijó su mirada mecánicamente. Después de tantas horas pasadas orando por la salud de su mujer, ¿se trataba de una señal? ¿Qué había que interpretar de la visión de ese viejo árbol despojado de toda forma de vida? ¿Sería el mensaje de una muerte cercana y no negociable? A menos que... De repente, John McAllister se levantó rápidamente sosteniendo con cuidado su cuaderno, salió corriendo de la biblioteca y subió de dos en dos los escalones de la larga escalera de madera rústica de la casa.

    —¡Es maravilloso, Lucy! —gritó mientras entraba en la habitación—. ¡Nuestras oraciones han sido escuchadas! ¿Escuchas? ¡Nuestras oraciones han sido escuchadas!

    Esa mañana, luego de algunas breves explicaciones, John McAllister convenció a su esposa de acompañarlo al corazón de la selva más vasta del mundo :

    — Si el milagro no viene a nosotros, ¡nosotros iremos hacia él!

    Pero su hijo Lawrence permaneció escéptico ante esa posibilidad. Le costaba creer que sus padres pudieran hallar algún tipo de remedio en un lugar tan alejado y aislado de la civilización. A pesar del respeto que tenía por su padre, esa leyenda amazónica sobre un árbol milagroso protegido por un espíritu sanador le parecía completamente ridícula.

    —¿Cómo puede estar seguro de que mi madre se curará yendo al Amazonas? —preguntó inmediatamente.

    — Porque mis amigos Yanomami me describieron con detalle las virtudes curativas de ese árbol...

    — ¡Y eso le basta para convencerse de que dicen la verdad! ¿Quién le dice que no han inventado esa historia para impresionarlo?

    — Eso es imposible hijo mío porque la mentira no forma parte de la cultura Yanomami.

    — ¡Vamos padre! ¡Hay que ser muy ingenuo para creer eso! Tratándose de usted es sorprendente...

    — En ese caso hijo mío, eres libre de creerlo o no, pero tu madre y yo zarparemos en el primer barco hacia Caracas, lo quieras o no. Mi decisión está tomada.

    Lawrence no insistió más en disuadir a su padre aunque estaba firmemente convencido de que el árbol llamado milagroso solo existía en los cuentos infantiles. De la altura de sus 14 años, que mostraba orgulloso desde hacía poco, hacía ya tiempo que él no creía en todas esas historias. «Mi padre, el eminente profesor McAllister, autoridad reconocida en numerosos países, ¿habría perdido la razón repentinamente?» Por primera vez Lawrence comenzó a dudar de las palabras de aquel por quien había sentido siempre una admiración cercana a la adoración. Se había deleitado con las numerosas historias del explorador, al punto de aspirar él mismo a ser un antropólogo reconocido. Pero la noticia de la enfermedad incurable de su madre había puesto un velo negro sobre todos sus sueños y sus brillantes proyectos para el futuro. Frente a la firme decisión de su padre, y con el temor de nunca más volver a ver a quien más amaba en el mundo, Lawrence aceptó finalmente que sus padres emprendieran el largo viaje, con la condición de que él pudiera acompañarlos.

    Sentado en la proa de la embarcación, el guía se dirigió haca el explorador británico, interrumpiendo sus pensamientos:

    —En seguida vamos a atravesar los rápidos, señor McAllister. Creo que no tendremos muchas dificultades en hacerlo pero tenemos que tener cuidados con las rocas. Hay montones por este lugar. Les aconsejo agarrarse bien.

    La canoa, de nueve metros de largo y un metro cincuenta de ancho, comenzaba a balancearse bajo la presión de los remos. Con sus remos y muy calmados, el guía y los cuatro portadores venezolanos se involucraron inmediatamente en una maniobra delicada y exigente.

    Lo que sigue ocurrió muy rápido. Los primeros obstáculos fueron atravesados  fácilmente pero la corriente se volvía cada vez más fuerte.

    —¡Aleje sus dedos del borde! —advirtió el guía observando la mano del joven McAllister peligrosamente expuesta.

    Poco tiempo después, una enorme roca negra golpeó fuertemente el flanco de la canoa y casi la vuelca. John McAllister retuvo aún más fuerte a su esposa, mientras agarraba a su hijo con la punta de los dedos, en ese momento otra sacudida acompañada de un tenebroso crujido rozó a nivel del casco.

    —¡Pongan cuidado, nos van a matar a todos! —gritó levantando la cabeza para hacerse escuchar entre el rugido de las aguas tumultuosas.

    —¡Hacen lo mejor que pueden señor! aseguró el guía mientras se sacudía el agua que lo había salpicado generosamente. Son los mejores remeros que he conseguido, créame.

    John McAllister se tranquilizó con esas simples palabras. De todas maneras, ¿qué podían hacer si no era confiar en la experiencia de la tripulación? Se inclinó de nuevo hacia su mujer rogando en su interior que salieran todos vivos de ese infierno.

    La piragua y sus pasajeros continuaron a tropezones durante varios minutos, chocando en varias ocasiones con las piedras esparcidas por el furioso río. Afortunadamente los remeros eran hábiles. Fueron evitando uno por uno los obstáculos que iban apareciendo hasta alcanzar finalmente una corriente menos fuerte.

    — Acabamos de atravesar el trayecto más difícil de nuestro viaje —anunció el guía. 

    Una calma, también repentina, sucedió a las aguas agitadas. Gritos de alegría irrumpieron en la canoa. El alivio se leía en todos los labios. John McAllister hasta creyó ver una ligera sonrisa dibujarse en el rostro de su esposa, lo que vino a tranquilizarlo y a regresarle las esperanzas. Siempre agradeciendo la mano divina que los había protegido de los rápidos, el antropólogo británico lanzó una breve mirada a su hijo, quien parecía estar bien, mientras apretaba la mano ardiente de su mujer.

    — ¡Aguanta, Lucy ! Casi llegamos. 

    Escuchando a su esposo, la señora McAllister hizo un pequeño gesto para asegurar a su marido de su estado, sin que tuviera la fuerza de pronunciar una sola palabra. Las recientes sacudidas no parecieron haberla incomodado demasiado, el refugio improvisado había soportado bien.

    La canoa tomó la bifurcación por el Río Ocamo que debía conducirlos al corazón del territorio de los indios Yanomami.

    Capítulo 2 - Los Yanomami

    La riveras del río Ocamo se habían acercado considerablemente a la frontera brasileña. La larga embarcación navegaba ahora lentamente. El estrecho corredor fluvial se torcía y retorcía sin cesar. Los remeros se detenían por momentos con cautela, dejándose guiar por la corriente. La impresionante y espesa vegetación que desfilaba a cada lado del río formaba un arco que hojas que posaba majestuosamente su amable sombra sobre el curso del agua. Desde la canoa uno podía darse cuenta de la extravagancia de la vegetación amazónica. Algunos árboles alcanzaban fácilmente los 70 metros y solo permitían a los rayos del sol penetrar en algunos raros sitios, lo que ofrecía una luz filtrada en aquella parte del río. Aquí y allá el viento y las torrenciales lluvias habían derribado árboles de los bordes que no hubiesen caído en condiciones normales. Muchos de aquellos troncos llevados por la infatigable corriente, arrastrados en su caída junto con secciones enteras de bancos de arcilla,  habían terminado por unir las dos riveras. Los enredos de sus ramas y sus lianas, más gruesas que un puño, hacían la navegación difícil y más lenta que nunca.

    Siembre aferrado al borde de la piragua, Lawrence no podía evitar admirar la inmensa selva tropical que los rodeaba. Aunque el paisaje le había parecido monótono antes de los peligrosos rápidos, la impresionante vista que disfrutaba ahora se le antojaba una prueba incontestable de que todavía estaba vivo. Levantaba la vista al cielo para contemplar un vuelo de garzas inmaculadas o una pareja de guacamayas de colores deslumbrantes y observaba la superficie del agua estancada donde flotaban hojas y flores, que parecían animadas por los sobresaltos que provocaba el comportamiento voraz de los pececitos. Esta agitación submarina le inquietaba porque estaba convencido de que abajo del barco pululaban pirañas ansiosas de carne fresca.

    Lawrence sintió que le corazón le latía aceleradamente. Cuando se dio vuelta, esforzándose a no pensar en lo que le sucedería si cayera en esas aguas repletas de vida, creyó ver una silueta entre el espeso follaje que bordeaba el río. Tuvo la extraña sensación de que alguien los espiaba y le invadió un pánico indescriptible.

    « ¿Quizás se trata simplemente de animales atraídos por nuestro olor? », pensó para calmarse. « A menos que esas miradas invisibles sean de los hostiles indios por la presencia de extranjeros en su territorio... »

    John McAllister notó que su hijo estaba pálido de miedo y se apresuró a preguntar:

    — ¿Te pasa algo hijo?

    — Me parece haber visto una silueta en el río. Por un instante, hasta me pareció que nos observaba, pero con este calor agobiante y este cansancio seguramente lo imaginé...

    — No creo Lawrence. Recuerda que estamos en territorio Yanomami. Los indios que viven cerca del río probablemente nos observan desde hace varias horas.

    — ¿Varias horas? ¿Usted cree que nos van a atacar? —se inquietó el adolescente mirando a su padre con angustia.

    — Mientras no emprendamos ninguna maniobra que pueda se interpretada como una amenaza, no creo.  Además, si hubieran querido atacarnos ya lo hubiesen...

    John McAllister no tuvo tiempo de terminar la frase cuando una silueta apareció en su campo de visión. Continuó sin hacer el menor gesto evitando así cualquier forma de provocación: 

    — Lawrence, mira disimuladamente a tu izquierda. Son Yanomami. Han decidido mostrarse.

    El adolescente hizo exactamente lo que le había dicho su padre pero la espesa selva camuflajeaba a sus habitantes y los volvía invisible.

    — No veo nada...

    — Mira bien, pero sobre todo sin señalar con el dedo. Podrían pensar que los amenazas...

    De pronto, Lawrence exclamó :

    — ¡Ya padre, vi uno! ¡Oh! ¡También otro más!

    De repente una veintena de indígenas, solo hombres, se presentaron sobre el río. Uno de ellos llamó particularmente la atención de Lawrence, sin duda porque parecía tener su misma edad. El joven Yanomami de piel mate, aunque era bastante pequeño, parecía esbelto y ágil. Vestía únicamente con un taparrabo. Sus cabellos cortos eran negros como plumas de cuervo. Su cara estaba tatuada con ondas que salían desde la nariz hasta lo alto de las mejillas. Una varilla atravesaba su nariz de lado a lado, lo que dejó impresionado al adolescente inglés. Lawrence nunca había vista nada tan insólito. Ciertamente su padre le había descrito muchas veces los pueblos que había conocido, pero era la primera vez que veía esas historias cobrar vida.

    El joven Yanomami tenía una larga lanza en la mano. Sin embargo Lawrence no se sintió amenazado. Era curioso. La comparación entre ese mundo y el suyo casi lo hacía sentir mal. Si embargo estaba consciente de que era un extranjero en ese territorio, con todos los riesgos que eso pudiera implicar. Varios Yanomami adornaban con plumas sus orejas. Otros llevaban pinturas o tatuajes en alguna parte de sus cuerpos o en la cara. 

    Sin esperar, los remeros detuvieron la canoa mientras que el explorador británico daba sus instrucciones sin elevar el tono. Lawrence notó, con una cierta admiración, que su padre estaba extrañamente calmado para las circunstancias.

    Con las flechas montadas en sus arcos, los Yanomami parecían listos para tirar al mínimo movimiento sospechoso del grupo. De repente, sintiendo la amenaza, el guía venezolano puso discretamente su mano derecha sobre el arma que tenía al lado, pero John McAllister le susurró rápidamente :

    — Quieto Manuel. No tenemos ningún chance frente a todos esos hombres. Le aconsejo regresar despacio su mano.

    En ese momento una flecha pasó silbando frente a la cara del guía. Dada la corta distancia que separaba la piragua de la rivera izquierda, era evidente que solo se trataba de una advertencia.

    Inmediatamente, el explorador británico levantó sus brazos exclamando:

    — ¡Shori, shori ! ¡Amigo, amigo !

    El pesado silencio que siguió inquietó a los ocupantes de la piragua. El guía se frotó nerviosamente la mano contra su muslo sin quitar la vista del río, listo para agarrar el arma. John McAllister temía que hiciera algún gesto imprudente. Lawrence tenía ahora la impresión de estar viviendo sus últimos instantes. Sin embargo, una cosa era cierta. La intervención de su padre parecía haber creado un efecto sorpresa entre los indígenas. Estos se miraban entre sí confundidos. Finalmente una voz autoritaria se escuchó entre el follaje y todos los autóctonos bajaron sus arcos y sus lanzas. Entonces un Yanomami de tamaño mediano apareció con los brazos abiertos y gritando :

    — ¡Shori, Shori !

    John McAllister, visiblemente aliviado, sonrió ampliamente. Acababa de reconocer al jefe. Susurró dirigiéndose a la todo el grupo:

    — Todo estará bien. No nos harán daño...

    Lawrence miró a su padre sorprendido. Era evidente que esos Yanomami lo conocían.

    El explorador británico sonrió generosamente a su amigo Shaweiwë. Este no había cambiado desde su último encuentro, cuatro años atrás. El hombre no era muy corpulento pero su musculatura se mostraba en cada gesto. Era difícil saber su edad. Los rasgos de su cara habían permanecido iguales a como el antropólogo los recordaba. Era evidente que no había perdido nada de su agilidad y a pesar de su desnudez irradiaba nobleza. Collares de conchas de caracol adornaban su torso. John McAllister se emocionó al reconocer que llevaba la medalla que él mismo le había regalado para sellar su amistad.

    Sin embargo su vida había corrido peligro el día de su primer encuentro, los indios Yanomami eran generalmente hostiles con los extranjeros. A pesar del aspecto primario de sus armas sus gestos eran muy precisos y aquel que invadía sus territorios lo pagaba con su vida. John McAllister se frotó la barba recordando aquel día. Le debía la vida exclusivamente a su piel clara y a su espesa barba blanca. Efectivamente los indios habían quedado fascinados al ver por primera vez en

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