Los últimos rayos de sol despiden el día en Manningtree, un pequeño pueblo perteneciente al distrito de Essex, en la costa de Inglaterra. Lo único que se escucha en sus calles son unos pasos apurados, casi frenéticos, cuya dueña ya no se preocupa en esconder, ya que su destino está en manos de un puñado de hombres, entre los que resuena el nombre de Matthew Hopkins. Podría tratarse de Elizabeth, Rebecca o Sarah, entre muchas otras; mujeres que tienen en común un supuesto delito que probablemente las lleve a encontrarse con su final. Siglos después ganarían popularidad convirtiéndose en las brujas de Manningtree.
Es marzo de 1644 y un joven Hopkins llegaba a esta localidad, en un contexto en el que Inglaterra vivía fascinada por la brujería y las artes oscuras. Y es que, cuarenta años antes, el rey James VI ascendía al trono y, tras publicar su superventas Demonología, conseguía contagiar a las Cortes de su obsesión por los peligros de la práctica de la magia. Así, en 1604, el Parlamento británico publicaba un estatuto en el que se categorizaba de crimen cualquier acto de brujería y era castigado con la muerte.
El cazador aseguró que cuatro de ellas, llevadas por el odio, enviaron al Diablo disfrazado de oso a su casa, con el único fin de asesinarle
Hopkins, aprovechando esta corriente de miedo hacia la magia y la hechicería, llegó a autoproclamarse cazador de brujas, alegando que Manningtree era el hogar de varias mujeres que, al parecer, se reunían en secreto. Según se explica en el libro , de Christina Hole, el propio Hopkins escribió una obra titulada , donde afirmaba que cada