Déjate querer
Por Gayle Kasper
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El doctor Luke Phillips había dejado su consulta en la gran ciudad para huir sin rumbo alguno de la tragedia. No esperaba sentirse tan atraído por la belleza y la amabilidad de Mariah. Junto a ella y a su preciosa hija empezó a sentir algo que creía haber perdido para siempre.
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Déjate querer - Gayle Kasper
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Gayle Kasper
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Déjate querer, n.º 1724- septiembre 2018
Título original: A Family Practice
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-616-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
EL DOCTOR Luke Phillips inclinó su enorme Harley plateada para tomar una curva, retando al viento en una carrera, en la que, a veces, ganaba. Era el único placer que se permitía.
Había salido de la interestatal en algún punto al sur de Flagstaff, Arizona, a favor de la soledad de aquella carretera de doble sentido hacia ninguna parte, con los cactus, el brutal sol y las rocas de color rojizo como única compañía. El seco polvo rojizo le salpicaba la cara y los brazos. Notaba cómo rechinaba en su boca.
En aquel momento vendería su alma por encontrar la sombra de un árbol, aunque tampoco podía decirse que su alma tuviera gran valor en esa época de su vida.
Había dejado atrás quien era y lo que hacía en Chicago. Para siempre.
Entonces, un poco más adelante divisó una pequeña franja de sombra producida por un esmirriado pino. Detuvo la moto en el arcén y desmontó.
Atravesó a la carrera el cauce seco de un arroyo y escaló la altiplanicie rocosa, decidido a alcanzar la sombra. Una reconstituyente siesta de veinte minutos y estaría como nuevo.
Pero a escasa distancia del árbol se detuvo, y comprobó que en el escenario había algo más, un femenino trasero embutido en vaqueros empinado hacia el cielo. La mujer estaba asomada al borde del saliente de roca, el brazo estirado para atrapar algo, ajena a que él se estaba acercando.
Se preguntó si la vista delantera de la mujer sería la mitad de intrigante que la trasera. Parecía no poder apartar la vista de ella, conteniendo el aliento en los pulmones mientras ella se estiraba más y más por encima de la cornisa.
¡Santo Dios!
Un golpe de brisa podría hacerla caer al otro lado.
Se quedó inmóvil para no asustarla y que cayera por el precipicio. Su intención no era quedarse allí con la boca abierta, pero dado que cualquier movimiento súbito podría contribuir al desastre, ¿en qué otra cosa podía emplear su tiempo?
Tiempo… algo que tenía en abundancia.
El resto de su vida, de hecho.
No pensaba regresar a Chicago. Ya no había nada allí que lo retuviera. El centro médico y el servicio de urgencias marcharían bien sin él. Tenían buenos médicos, los mejores.
Luke debería saberlo.
Él había sido uno de ellos hasta hacía dos meses. Sintió que se le formaba un nudo en la garganta, pero lo tragó, y con él, se tragó los malditos recuerdos. La vida continuaba.
Pero así lo había querido Luke.
No sabía cuántos kilómetros había recorrido, ni las autopistas que había tomado. Lo único que sabía era que nada de ello le había proporcionado solaz, amnesia para su alma.
El implacable sol caía de pleno haciéndole desear esa rápida siesta a la sombra, pero no se atrevía a moverse hasta que la dueña de aquel provocativo trasero se dejara de jueguecitos de trapecista y se pusiera de pie. Además, ¿quería perderse el aspecto que tendría cuando se pusiera de rodillas y se diera la vuelta?
Se preguntaba si tendría los ojos marrones como la tierra o tal vez poseerían el tono azul del cielo de Arizona que tenían sobre sus cabezas. Se la imaginaba con unos pómulos altos acariciados por el sol, unos labios curvados graciosamente para formar una sonrisa, o incluso un puchero femenino.
Justo en ese momento la mujer retrocedió levemente del precario borde de la altiplanicie rocosa y se puso de pie. Tenía el cabello oscuro y sedoso, y caía por encima de uno de sus hombros en una larga trenza poco apretada. En la mano derecha llevaba una planta con las raíces colgando, así como algo de tierra y piedras de donde había sido arrancada, colmada de pequeños retoños florecientes protegidos por unas hojas pálidas y espinosas.
—¿Ha arriesgado su vida por una maldita flor?
La mujer se giró sobre sus talones para mirarlo.
Se había equivocado. Tenía los ojos verdes, y en ese momento los tenía muy abiertos por la sorpresa.
Evidentemente, no esperaba encontrar compañía allí en medio de la nada. Acercó la flor a su cuerpo y la aplastó como si temiera que se la fuera a quitar.
Tenía una constitución delgada, piernas largas y esbeltas, el tipo de piernas que cualquier hombre de sangre caliente soñaría con tener alrededor de su cuerpo en una noche de pasión desenfrenada.
Estaba seguro de que podría rodear con sus dos manos su pequeña cintura y hacer hueco en ellas a sus pechos elevados y firmes aunque modestos en tamaño. Se le había pegado el sol a la punta de la nariz y un manchurrón de tierra rojiza decoraba la punta de su desafiante barbilla. Se humedeció el carnoso labio inferior mirándolo con cautela.
—No era mi intención asustarla —dijo él con delicadeza.
Lo que no quería era que echara a correr como un ciervo asustado. No le importaría seguir mirándola todo el día.
O todo un mes.
Pero de algo estaba seguro: no había mujeres con aquella sensualidad innata en Chicago. Tal vez fuera por el agua.
O por la tierra roja.
Parecía formar parte de ésta, sentirse cómoda allí, dueña de todo aquello, y se dio cuenta de que le gustaba.
Ella también lo midió, evaluó su cuerpo de constitución fuerte, los hombros anchos, y a continuación echó un rápido vistazo en la dirección por la que había aparecido, y divisó la Harley que había dejado en el arcén.
—Me he parado en busca de un poco de sombra —explicó él, no muy seguro de por qué lo hacía.
—No hay mucha sombra por aquí.
Su voz era suave, baja e inocente, y tuvo la virtud de provocar peligrosas reacciones a su libido.
Luke no respondió, sino que continuó mirándola con firme deliberación, absorbiendo su belleza sensual, sus gestos tranquilos, y le gustó lo que vio.
Justo en ese momento, la mujer alargó la mano hacia la cesta que tenía en los pies y dejó caer la flor en su interior, una cesta que contenía otras plantas y lo que parecía una variedad de raíces y cortezas, según vio Luke.
—Yo… yo debería irme —dijo ella finalmente—. Adiós. Disfrute de su sombra.
—Espere…
Ella levantó la vista y su mirada encontró la de él, una de sus femeninas cejas levantada en gesto interrogativo.
Él no quería que se marchara.
—No ha respondido a mi pregunta. ¿Qué puede tener una flor de especial para que tenga que asomarse a un precipicio para conseguirla?
Ella miró el interior de la cesta que llevaba en la mano y jugó con un delicado brote.
—En realidad no es una flor. Es un tipo de camedrio silvestre, una hierba, muy poco usual en esta parte alta del país.
—¿Y que sea inusual la hace lo bastante especial para arriesgarse a caer por un barranco?
Le pareció ver que una sombra de dolor atravesaba sus delicados rasgos. Luke sabía lo que era el dolor, personal y profesionalmente, sabía cómo corroía el alma de un hombre.
La suya.
Ella cortó un retoño y se lo llevó a la nariz para captar su aroma.
—Es especial por su… valor medicinal —dijo ella, elevando la barbilla—. Y ahora tengo que irme.
Ella avanzó un paso, pero Luke la detuvo nuevamente.
—¿Cómo se llama?
Ella vaciló un poco mientras trataba de decidir si era apropiado presentarse a un hombre que acababa de conocer en una altiplanicie en medio de la nada. Tras un momento, la confianza ganó la batalla.
—Mariah —dijo ella con una leve sonrisa.
—Mariah —repitió él, saboreando su cadencia, su musicalidad—. Yo soy Luke. Luke Phillips.
Optó deliberadamente por ahorrarse la información de que era médico. No estaba seguro de tener el derecho de seguir afirmando tal cosa, ni de que quisiera hacerlo. Todas sus técnicas expertas le habían fallado en el momento que más las había necesitado.
Ya no le servían para nada.
—Hola, Luke Phillips —respondió ella. Se percibía un ligera reticencia en su suave voz, algo que él entendía perfectamente, dadas las circunstancias.
Pero también cierta cualidad tranquila, serena en ella. Algo que lo llenaba de paz de alguna manera. Fuera lo que fuera, le gustaba, y daría lo que fuera por conseguir un poco.
—Cuéntame más cosas del valor medicinal de este… este camedrio silvestre.
Mariah Cade estudió detenidamente al hombre que tenía delante. No tenía miedo de él, aunque sí lo había tenido al principio. Sólo un poco. O tal vez sólo hubiera sido sorpresa al encontrarse con él. Era muy raro que se encontrara con otro ser vivo cuando salía a recolectar hierbas.
Era su momento de paz, un tiempo que ella aprovechaba para hacer balance de su vida, tal vez para desear que las cosas fueran distintas, mejores. Mejores para Callie. Haría lo que fuera para hallar las hierbas adecuadas para su hija, tanto si crecían en una pared de piedra en la altiplanicie como si se criaban en la cara más alejada de la luna.
Consideró cómo responder al hombre, cuya sombra hacía que pareciera enana en comparación. Tenía unas espaldas anchas como una montaña, un torso amplio y musculoso, caderas estrechas y una fuerza, una potente masculinidad que emanaba de todo él como las ondas de calor que despedía la llanura desértica.
Su rostro llamaba la atención de una mujer, con sus marcados rasgos nórdicos que recordaban al despiadado vikingo de sus ancestros: ojos de color azul acero, una nariz recta de porte orgulloso, mentón cuadrado y una melena de cabello castaño aclarado por el sol que lanzaba destellos dorados. La caricia del sol también se dejaba notar en su piel, su cuerpo entero resplandecía como polvo de oro.
—Es una hierba con muchos usos —contestó ella, no muy segura de si quería revelar más cosas a aquel extraño. Tal vez se debiera a que quería proteger a Callie, o tal vez a sí misma.
No le había pasado desapercibida la sonrisa que le había levantado las comisuras de los labios, una sonrisa que seguía jugando con sus labios en ese momento, como si se estuviera burlando de ella y de sus simplistas formas de curar.
Mariah recorrió con un dedo una larga y ensortijada raíz, segura de sus conocimientos y de que aquella hierba podía curar a Callie, que era lo importante. Lo único, pensó mientras la resplandeciente sonrisa de su hija se le aparecía en la mente.
Callie era su vida, lo había sido desde el momento en que fue concebida. Estaban unidas por el lazo más fuerte que podía unir a dos personas.
—Las plantas pueden curar —dijo ella, con un hilo de voz—. Y a veces se puede obtener de ellas paz y tranquilidad.
Paz.
Tranquilidad.
A Luke no le irían mal ninguna de las dos cosas, y se preguntó si aquella mujer menuda tenía todas las cantidades disponibles de ambas cosas, si tenía la llave en su cesta junto con las raíces y las flores.
Se sintió tentado de echar un vistazo, pero él vivía en un mundo de realidad. Una dolorosa realidad. Y la única cura era seguir moviéndose. Adónde, no sabía. Ni le importaba. A cualquier parte, con tal de que su dolor se suavizara, con tal de olvidar, aunque sólo fuera un poco.
La miró un momento por encima, tomando nota de las atractivas curvas que exhibía con aquellos vaqueros y la suave blusa roja. Llevaba unos pequeños pendientes indios de cuentas de brillantes colores y con plata y sintió el deseo de alargar la mano y tocarlos.
Tocarla a ella.
Aunque sólo fuera para ratificar que era de carne y hueso, no un sueño que su cansada mente hubiera conjurado.
—¿De modo que ahora vas a buscar más hierbas? —preguntó él.
Ella valoró el nivel en que se encontraba el sol, y calculó el tiempo que tenía como cualquier otra persona haría con un reloj.
—Sí… aún tengo un poco de tiempo.
Y se dio la vuelta para marcharse. Luke sintió la necesidad de hacer que se quedara más tiempo con él, pero no veía razón para ello, al menos ninguna lógica. Él sólo estaba de paso y sus caminos se habían cruzado.
La observó mientras se alejaba por el sendero con sus mocasines de piel suave y se preguntó qué o quién la estaría esperando en casa.
¿Un marido? ¿Un hijo? Aunque aquello no era asunto suyo. Al menos, había conseguido que olvidara su dolor durante un breve espacio de tiempo. Y eso era algo que nadie había logrado hacer en los últimos lúgubres y vacíos meses.
Unas cuantas horas más tarde, el contenido de la cesta de Mariah estaba a punto de desbordarse. Higos indios, regaliz silvestre, raíz de consuelda. Mariah estaba contenta de haber encontrado todas aquellas hierbas. Había sido un buen día. Ya tenía hierbas suficientes para bastante tiempo.