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Los dominios del emperador búho
Los dominios del emperador búho
Los dominios del emperador búho
Libro electrónico418 páginas6 horas

Los dominios del emperador búho

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Información de este libro electrónico

Kirochka, una piloto colonial casada con sus instintos, exploraba un planeta virgen cuando descubrió un puesto de avanzada alienígena. En vez de entregar el descubrimiento a los superiores que siempre se atribuían el mérito, convenció a su mejor amiga Mara, una científica, y a un colega xenobiólogo llamado Jing, para saquear el puesto de avanzada y así progresar en sus carreras. En las profundidades del complejo descubren un artefacto extraño. Kirochka se expone antes de pensarlo, y una proyección del artefacto anida en su cerebro como una segunda consciencia que le revela los pensamientos ajenos. Además, la cercanía de otras personas provoca que unas sombras la torturen. Mara insiste en subir el artefacto para justificar la misión ilegal, pero Kirochka entiende que nadie en casa debería experimentar el odio de esas sombras.

Una adolescente fantasiosa vive en lo profundo del bosque con la pareja que cree sus padres, y que abusa de ella. Durante una de las salidas de la adolescente en busca de un refugio en el que dibujar, y así escapar de las miserias que amenazan con destrozar lo que le queda de cordura, se topa con un hombre invisible. Aunque el intruso intenta espantarla, la adolescente pretende congraciarse con la primera persona nueva que ha conocido en años. Pronto cree entender el propósito de esa intrusión en su mundo cerrado: alguien ha venido para salvarla de la oscuridad.

Alan prefería la vida de ermitaño incluso antes de que la guerra lo devolviese desfigurado. Ahora malvive montando piezas en un taller, una rutina que bloquea sus pensamientos y que le permite pasar el resto del tiempo solo. El día de su cumpleaños escapa de la emboscada que su supervisora y sus compañeros han preparado, y celebra la ocasión en el desierto, a oscuras, fumando y escuchando música. Pero cuando volvía a casa un niño deforme se cruza ante el coche. Alan lo atropella. Incapaz de atraer nuevas miradas, decide llevarse el cadáver y aguantar hasta el fin de semana como se ha acostumbrado: ignorando las verdades irreconciliables que forman su vida.

Tres novelas cortas de horror psicológico que se abisman en las profundidades de la mente.

IdiomaEspañol
EditorialJon Ureña
Fecha de lanzamiento14 may 2018
ISBN9781386553458
Los dominios del emperador búho

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    Vista previa del libro

    Los dominios del emperador búho - Jon Ureña

    Los dominios del

    emperador búho

    Jon Ureña

    Contenido

    Impulsos neurales

    El emperador búho

    Basura en una cuneta

    Copyright - Sobre el autor

    Impulsos neurales

    ME ARRANQUÉ DE LA DANZA entre quemar combustible y vigilar el altímetro para otear por un ojo de buey. El perfil de Jing estorbaba la vista del cráter, que subía rodeado por un páramo marrón nuez. Las crestas de las colinas que circundaban el cráter relucían de hueso, y al fondo de su base roja arenisca centelleaba el domo, que alcanzaba una altura de cuatro pisos. Lo habían revestido con paneles hexagonales que reflejaban la luz azul ártico de la estrella como un caleidoscopio.

    Jing sonreía mientras manoseaba las cerdas negras de su perilla. Me centré en los mandos y vigilé nuestra velocidad. Quemé medio segundo de combustible para amortiguar el descenso. Cada cambio microscópico vibraba mi cuerpo a través del asiento, y yo apenas necesitaba los instrumentos para guiarme.

    Trescientos metros hasta tocar tierra. Dos metros por segundo. Las paredes del cráter subieron hasta que taparon el domo como una cortina invertida. Jing estiraba su cuello hacia un ojo de buey para beber del paisaje.

    Ciento cincuenta metros, metro y medio por segundo. La nave aceleraba en su caída y yo disparaba los propulsores por centésimas de segundo para ralentizarla. El altímetro bajó a setenta metros, a cincuenta, a treinta. Quemé combustible para mantener el descenso a menos de dos metros por segundo, hasta que el tren de aterrizaje tocó tierra en un rechinar metálico que resonó por la cabina.

    Sentada a mis cuatro y media, Mara se había vuelto hacia mí. Había desnudado los blancos de sus ojos y fruncía los labios esperando que yo confirmase sus sospechas.

    Apagué el motor. Yo comprobaba en los indicadores que nada se había roto cuando la cabina tembló en una indigestión. De un tirón nos deslizamos en un ángulo de ocho grados cuesta abajo.

    Agarré los mandos. Me encorvé para otear por el ojo de buey de Jing. La ladera que tapaba la vista del domo, ese caparazón de paneles hexagonales, resbalaba hacia el noroeste.

    Mara habló sobre el ruido metálico de arrastre.

    —Hemos aterrizado en una pendiente.

    —Gracias. No me hubiese percatado en caso contrario.

    —Mejor asegurarme.

    —Me distraes.

    La inclinación se acentuó hasta los doce grados. Una pata del tren de aterrizaje se despegaba unos centímetros y volvía a tocar tierra rasando la pendiente, mientras la otra pata barrería el mineral arenoso como un rompeolas. Por la cabina resonaba el zurrido de una cascada.

    Quemé el combustible durante un segundo y nos despegamos de la ladera en diagonal. Flotábamos en una parábola que nos distanciaba del punto de aterrizaje, que nos volcaría de costado salvo que yo enderezase la nave. Quemé los propulsores laterales a empujones. En el altímetro y en el medidor de metros por segundo, los números se sucedían. Contrarresté por centésimas de segundo el ángulo hacia un lado y el otro, como reduciendo a toques el oscilar de una campana, hasta que bajamos en vertical.

    Jing habló sobre el estrépito de combustible ardiendo.

    —Placas solares, el revestimiento del domo. Y en la explanada frontal surcos de orugas.

    Mi mano derecha estrechaba el mando, y ese pulgar se tensaba sobre el botón del quemador, como si yo fuese una extensión de la nave. Balanceaba el descenso guiándome por las vibraciones de la cabina mientras los indicadores cambiaban en borrones. Mi instinto decidía antes de que yo considerase contradecirlo.

    El tren de aterrizaje se posó en tierra. La torre cilíndrica de compartimento de carga, tanque de combustible y cabina se asentó, hundiéndonos unos centímetros en el suelo arenoso.

    La yema de mi pulgar descansaba en el botón del quemador, mis hombros seguían tensos y despegados del respaldo, hasta que respiré hondo. El suelo aguantaba.

    Solté los mandos y froté el sudor de mis palmas en las rodilleras acolchadas del traje. Desabroché la equis de cinturones.

    A mi izquierda, Jing correspondió a mi mirada sonriendo. Su frente de pensador y la porción de cuero cabelludo que la calvicie había conquistado, húmedas de sudor, reflejaban los indicadores.

    Miré sobre mi hombro derecho a Mara. Escondía su mentón tras el aro del cuello de su traje. El vistazo que me echó me recriminó el aterrizaje como si yo le hubiese prometido un descenso de libro. ¿Se lo había prometido? Pero mi sonrisa se desplegaba sola. Igual que otro centenar de veces, yo había dominado la gravedad, me había abismado por el pozo que algún titán de roca hundía en la fábrica del espacio-tiempo, pero esta vez yo lo había conseguido con una nave de entrenamiento.

    Saqué de un compartimento la caja de pastillas de menta. Recliné mi cabeza y sacudí la caja hasta que tres pastillas cayeron sobre mi lengua y la refrescaron. Alargué el brazo sobre ese hombro para ofrecer la caja a Mara.

    —Hubiese preferido que prescindiéramos de la suerte —dijo la mujer.

    —He aterrizado raro otras veces.

    Mara me quitó la caja. Soltó dos pastillas en su palma, tomó una entre dos yemas como un medicamento y lo metió por la ranura entre sus labios, acentuados en la cara palidecida.

    —Si hubiésemos volcado, ¿hubieras podido enderezar la nave?

    —No hubiésemos volcado. Yo la manejaba.

    —Hubiéramos necesitado llamar para que nos rescatasen. ¿Entonces qué?

    —Hemos aterrizado, Mara. Respira.

    Me levanté mientras Jing desabrochaba sus cinturones. Me vadeé encorvada hasta la compuerta a la cámara de despresurización. Dentro, en una pared lateral, tres trajes de repuesto colgaban como globos desinflados. Por los pliegues del material plástico resbalaban curvas de luz. El tejido lucía dorado desde los hombros a los guantes, en los costados del tronco y en la mitad exterior de las piernas, mientras que el pecho y el interior de las piernas habían quedado blancos.

    Descolgué un casco y lo encajé en el aro del cuello de mi traje. Cuando la interfaz de la lente se encendió, se proyectó entre la pared de la cámara de despresurización y yo, escribiendo mis constantes vitales con una fuente azul. Alineé la espalda de mi traje con el alimentador de la bombona de oxígeno. La enganché. Mi casco se inundó de aire fresco y ligero como el que yo había respirado en las montañas de varios planetas.

    Mientras me enguantaba, Mara y Jing se empujaron por un descuido en el hueco en el que apenas cabríamos hombro con hombro. Jing se disculpó y Mara frunció el ceño. Repasé el sello del casco de la mujer. La mirada de sus ojos ceniza saltaba por mi cara. Les ordené que delegaran a la inteligencia del casco comprobar la integridad de los trajes, y leyeron los resultados mientras yo palpaba en sus trajes las junturas de los guantes con las mangas y de los pantalones con las botas. Los reflejos de los halógenos del techo resbalaban por las lentes de sus cascos. Asentí con la cabeza.

    Cuando tiré de la palanca que despresurizaría la atmósfera, la compuerta a la cabina se cerró con el estruendo de una puerta blindada. La maquinaria oculta trabajó siseando hasta que la escotilla al exterior se abrió una rendija. Empujé la escotilla, saqué mi cuerpo por el hueco mientras giraba y alcancé con un pie el primer peldaño de la escalerilla. Bajé rebasando el tanque de combustible. Arriba, los pantalones y las botas de un traje, recortados contra el cielo violeta, tanteaban peldaño a peldaño como si temiesen que el siguiente cediera. Cuando a la derecha de la escalerilla asomó la curva de una pata del tren de aterrizaje, me solté. Aterricé levantando una polvareda.

    Los vuelos de reconocimiento me habían sugerido que dominaba la orografía, pero desde el suelo, las colinas, los cráteres y los horizontes de montañas me empequeñecían. La estrella, del tamaño del tapón de una botella, centelleaba de un azul ártico, y cuando la contemplé, la lente del casco se tintó para evitar que dañara mi vista. Avancé unos metros, hundiendo mis botas en la tierra arenosa, hacia la colina que bordearíamos. Pasada esa colina esperaba el domo.

    Yo me meneaba como algún perro que esperara a que tirasen una pelota. Mi corazón acelerado propagaba un temblor que se concentraba en mis manos y pies. Ojalá pudiera beber un trago de algún licor para remojarme la boca.

    Pedí a la inteligencia del casco que proyectase el mapa del complejo, y lo desplegó sobre los pliegues de tierra arenosa con una luz azul. Había extrapolado las fotos aéreas que tomé del complejo a tres dimensiones, en una cuadrícula. El domo de paneles hexagonales se alzaba a la altura de cuatro pisos, y en la explanada frontal, dominada por un cráter menor, varias roderas se habían entrecruzado como en algún solar en construcción.

    Quise encaramarme corriendo hasta la cima de la pendiente y otear ese caparazón. Me había arrimado a la línea de salida de una de las carreras, esperando a que la cuenta atrás llegase a cero, anticipando el momento en que yo empujaría el acelerador.

    La voz de Jing, que pertenecía a la clase de vecino que de vez en cuando se presentaría para ofrecer una tarrina de comida, invadió mi casco como si el xenobiólogo se hubiese encorvado sobre mi oído.

    —¿Puedes ayudarme?

    El hombre había subido los escalones al compartimento de carga y sujetaba la agarradera como la tapa de un bote que se resistiera a abrirse. Cuando me acerqué, Jing bajó los peldaños y se apartó.

    —Nunca he trabajado con una de estas naves.

    Destrabé el mecanismo de seguridad de la agarradera y de un tirón corrí la puerta. En el hueco circular, el interior de una lata, los contenedores que habíamos cargado en el hangar esperaban apilados y amarrados con redes tensas.

    —No te preocupes. Nadie nace sabiendo.

    Jing rio con cortesía. Yo le dejaba espacio mientras el xenobiólogo sacaba los contenedores uno a uno y los reunía a varios pasos de la nave. Cuando se agachó junto a un contenedor, me alcé a su lado.

    —¿Habías hecho esto antes?

    —Me han transportado a muchos planetas.

    —¿A uno incivilizado?

    Alzó la cara para sonreírme.

    —Eso es nuevo.

    Hincó una rodilla en la tierra arenosa y abrió la tapa del contenedor. Dentro había organizado contenedores menores e instrumentos de medición. Reconocí una cámara térmica.

    En lo alto de la escalerilla a la cabina, la escotilla a la cámara de despresurización se había cerrado. Miré los alrededores de la nave. Decenas de metros pendiente arriba, el aterrizaje previo había grabado roderas descendientes en la ladera, como el arrastre de algún monstruo submarino por el fondo abisal.

    —¿Has visto salir a Halperin?

    Jing, que vaciaba el contenedor y ordenaba los instrumentos sobre la tierra arenosa, alzó su cabeza sorprendido, miró alrededor y lo negó.

    —Estoy en la cabina —dijo Mara por la radio.

    Me mordí el labio inferior y respiré hondo. Trepé la escalerilla. Giré la llave de la escotilla, la abrí de un tirón y entré. Esperé a que la cámara se presurizase, envolviéndome en siseos, y abrí la compuerta a la cabina de mando.

    Mara, sentada ante el panel de control con el casco y los guantes puestos, refrescaba en un monitor las frecuencias que la estación usaba. Me acerqué hasta que a través de la lente de su casco distinguí el perfil de su cara. La curvatura amplificaba los rasgos de mi amiga como yo nunca los había visto, una cara de la que los extraños anticipaban recibir el candor con el que la trataban, pero pertenecía a una criatura nerviosa.

    Me apoyé en la base superior del panel de control.

    —Supongo que lo compruebas para tranquilizarte.

    —Por ahora seguimos invisibles.

    —Con suerte volveremos al hangar hinchados de artefactos, mucho antes de que alguien se percate de que la nave falta. Algunos días pasan de inventariar los quemadores viejos. Creen que nadie los pilotaría.

    —Después del primer aterrizaje, lo entiendo. —Cuando Mara se levantó, sus rasgos se torcieron como si la atacase un retorcijón de tripa—. Espero que tengamos suerte como dices. Creía que al llegar al planeta me aclimataría, pero mis nervios empeoran.

    Superamos la cámara de descompresión y bajamos la escalerilla. Jing vaciaba el segundo contenedor. Avanzamos hacia él, pero la mujer se rezagó contemplando, como si hubiese despertado en mitad de la noche en algún dormitorio desconocido, los páramos kilométricos de tierra marrón nuez, entrecruzados por capas de colinas y montañas que con la distancia se difuminaban a tonos purpúreos. Las cimas de las montañas despuntaban de un blanco hueso como astillas.

    Ante el xenobiólogo se habían agolpado contenedores y medidores. Toqué con la puntera de mi bota una caja metálica, en cuya cara superior un visualizador enseñaba filas de números y códigos.

    —No imagino para qué sirve la mitad de estos trastos.

    —Equipamiento rutinario —dijo Jing.

    —Pero no has bajado a explorar alguna cueva que linde con una colonia, Jing. El tiempo apremia. A estas alturas deberíamos bajar hacia el domo.

    Mara se apresuró hasta el contenedor cerrado y lo abrió. Sacó un contador Geiger. Ambos científicos, acuclillados, se concentraron en preparar los equipos. Cada trasto que soltaban en la tierra arenosa levantaba una polvareda que la gravedad limitada tardaba en posar.

    ¿Pretendían distraerse de lo desconocido? Ojalá pudiera frotarme la cara. Me paseé a una decena de metros de ambos mientras ansiaba rastrear el cráter sola, antes de que los dos científicos aparecieran en la cumbre de la pendiente cargando con sus trastos. La espera me encadenaba, y dibujaba en mi mente a un empleado del hangar que paraba ante el hueco del aparcamiento de este quemador y revelaba la ausencia a su superior.

    —¿Tienes un momento? —dijo Jing.

    Me acerqué. El xenobiólogo se había levantado, y desde ese ángulo, el brillo de la estrella resaltaba las canas en el costado de su cabeza, donde el pelo negro seguía denso. Con la mano derecha, Jing blandía una lanza de electrochoque. Sobre el mango subían cincuenta centímetros de una barra gris hierro que remataba en dos agujas como los colmillos de una serpiente. Verlo sujetar una lanza de electrochoque me sugirió algún niño que hubiese encontrado una granada bajo un sillón y preguntara para qué servía.

    Jing me pasó la lanza. La sopesé y volteé mientras la luz resbalaba por su barra pulida.

    —¿Planeas despertarlos del hipersueño?

    —Desde el exterior parece abandonado, pero quizá alguien se mantenga despierto en turnos. Cuestión de seguridad. Aunque viniéramos a saludarlos, nadie nos ha invitado.

    Sostuve la lanza en alto y pulsé el botón. Las agujas de la punta tendieron entre ambas un arco quebradizo de llama celeste. Cuando solté el botón, el arco desapareció dejando un humo que se disipó en la brisa.

    —La carga se agota —dijo Jing.

    Mara apareció a su vera. Había colgado del cinturón de su traje una ristra de medidores, entre los que reconocí un multímetro y un contador Geiger. Había montado una cámara sobre la tela gruesa y reforzada del brazo izquierdo. Grabaría adonde señalase. La mujer escondía su nerviosismo tras una expresión tallada en cuarzo lechoso.

    Jing programó un contenedor vacío para que lo siguiese. Deslizó una palanca por un agujero de su cinturón y colgó un destornillador eléctrico. Se acercó mientras cada pisada levantaba una estela de polvo, igual que un vehículo. El contenedor seguía al xenobiólogo como un perro.

    —¿Preparados? —dije.

    Cuando asintieron con la cabeza, por las lentes de sus cascos resbalaron arriba y abajo reflejos azules árticos.

    Marché hacia los lindes de la colina mientras golpeteaba un hombro de mi traje con la lanza de electrochoque.

    —Saludemos a esos alienígenas y desmantelemos su casa.

    Ordené a la inteligencia del casco que agrandara el mapa del complejo y lo mantuviese cinco metros por delante. El mapa tridimensional rasaba los pliegues de la tierra arenosa ondulando, un trozo de tela que flotara en el mar. Rodeamos la colina mientras Jing y Mara me custodiaban como para envalentonarse.

    Al fondo de la base del cráter asomó el domo. La luz de la estrella bañaba el caparazón cristalino y sumía la entrada, una boca de tres metros de altura, en una negrura cavernaria.

    Mara apuntó con su cámara las roderas grabadas en la explanada ante el complejo. Esos patrones entrecruzados y solapados los habían impreso las orugas paralelas de algún vehículo que trabajó alrededor del cráter menor, centrado en la explanada. Nos acercamos. Jing se arrodilló y trazó con un índice enguantado el relieve de una rodera.

    Mara y yo proseguimos hasta el agujero, que había deprimido la tierra en una circunferencia de cinco metros, desnudando una base de roca. La mujer enfocó el cráter con la cámara montada en su brazo mientras pulsaba botones en el costado. La cámara fotografió en una sucesión de destellos. Mara desenganchó su contador Geiger del cinturón y lo apuntó al agujero.

    Escuché por si distinguiera los crujidos.

    —¿Deberíamos oírlo a través del casco?

    —Envía la señal a mi traje.

    —¿Qué te dice?

    La mujer ordenó al casco que desplegase las opciones. Mara subía y bajaba su mirada perdida y parpadeaba para escoger. Un patrón de crujidos se entrometió en la frecuencia de radio como otro interlocutor.

    —¿Significa que es radioactivo? —dije.

    —Supera por poco la radioactividad ambiental.

    —¿Como para preocuparnos?

    Negó con la cabeza.

    —Salvo que pretendas construir una casa encima.

    Jing nos rebasó mientras blandía su cámara térmica. Enfilaba hacia la boca negra del domo que esperaba a unos cien metros. Cuando alcanzamos al hombre, sus nervios tiraban de la sonrisa.

    —¿Cómo crees que deberíamos abordar lo desconocido? —dijo el xenobiólogo.

    —¿Me preguntas a mí?

    —He estudiado cada encuentro previo, repasado los informes, me he tragado los documentales. He leído las novelizaciones por gusto. Pero tú has transportado científicos a planetas vírgenes.

    —Aterrizaba tan cerca como las normas de seguridad me dejaban. Mantenía la nave en caliente por si de la jungla saliese una estampida de científicos y soldados perseguidos por alguna bestia. Pero nunca pasó. Transportaba de vuelta a científicos y soldados cansados.

    Jing alzó su mirada a la boca negra del domo que mientras nos acercábamos crecía, y tensó el ceño como si organizase sus suposiciones a marchas forzadas. Barría en un arco el espacio frontal con la cámara térmica. Yo robaba vistazos a las figuras en tonos azules que se dibujaban en la pantalla. La boca negra del domo se abría a un vacío. Unos tonos anaranjados pintaban la bóveda, que la luz de la estrella recalentaba. A la izquierda del domo, una caja rectangular, como un sarcófago, montada en horizontal sobre la pared, bamboleaba amarilla.

    —Entrada el doble de alta que las de nuestros edificios equivalentes —dijo Jing—. Bípedos.

    —O prefieren construirlas altas —dijo Mara.

    Ordené a mi casco que apagase la proyección del mapa del complejo. Cuando nos separaban unos quince metros de la boca del domo, sus tinieblas se aclaraban a grises oscuros. Unas roderas paralelas se adentraban hasta fundirse con las sombras.

    Mara nos adelantó en diagonal hacia el flanco derecho del domo y apuntó con su cámara la pieza que despuntaba de los paneles hexagonales. Una antena orientada a los cielos y construida con el material cristalino.

    —Se comunican con su civilización, si alimentan la antena de energía.

    Nos arrimamos a la boca del domo. El ángulo desde el que la estrella vertía su luz eclipsaba el interior.

    Mi pecho hormigueaba como si yo me aventurase a explorar una caverna en cuyo techo colgasen millares de criaturas dormidas. Las soluciones con las que su evolución aislada las habrían permitido sobrevivir me aturdirían, igual que los vídeos que los informativos emitían cuando algún explorador descubría otro ecosistema.

    Ordené a mi casco que encendiese la linterna. El haz blanco alumbró la tierra arenosa y las capas de roderas. Cuando Jing y Mara me imitaron, sus óvalos de luz bailaron por la tierra y remontaron el vacío hacia la bóveda.

    Nos adentramos por una cavidad, como si quienes habían construido el domo lo hubiesen abandonado antes de amueblar el interior. Jing estudiaba los alrededores mientras fruncía el ceño. Mara se alejó hacia el flanco izquierdo, donde en la cámara térmica el sarcófago había brillado, y yo seguí al xenobiólogo, que deslizaba el óvalo de luz de su linterna por la pared curva. La luz resbalaba por la cara interna de los paneles hexagonales igual que por metal deslustrado.

    —Ni señales ni grabados —dijo Jing—. Ninguna muestra de lenguaje. Nada que denote la inteligencia que emplearon para construir el edificio.

    —¿Es raro?

    —La mayoría de las especies inteligentes dejan rastros que las identifiquen. Narcisismo, quizá, igual de atado a la vida que el impulso por reproducirse.

    Jing me recordó algún perro que se hubiera sentado enfrente con una pelota en la boca para que yo me fijara. Las mismas ganas de contribuir por el bien de la misión, y para ayudar a sus colegas, que habían favorecido que muchos de sus compañeros ascendieran mientras que el xenobiólogo, a su edad, languidecía.

    —No necesitas impresionarnos —dije—. Asegúrate de que la experiencia te merezca la pena.

    Jing estudió mi expresión como sospechando que me hubiera molestado, pero frunció los párpados a una ranura y sonrió.

    Mientras yo volteaba la lanza de electrochoque igual que una batuta, en uno de los vistazos al suelo me percaté de que entre las roderas de orugas se repartían huellas circulares, las que algún bastón hundiría. Toqué a Jing en un hombro y señalé las huellas. El xenobiólogo se agachó. Con el dedo índice trazó en el aire un patrón.

    —Seis patas.

    Seguimos las huellas hacia el flanco izquierdo del domo. Los haces de nuestras linternas blanquearon la espalda dorada del traje de Mara, quien estudiaba con un instrumento el sarcófago colgado en la cara interior de los paneles. Lo habían moldeado de una pieza con un metal broncíneo. La mujer se volvió y frunció los párpados ante el brillo de nuestros haces.

    —Construyeron el domo con paneles solares de algún material fotovoltaico, y el flujo de electricidad confluye aquí. Baterías, imagino. Sorben de la estrella la energía que necesitan. Una fracción desaguará en la antena y en la máquina que gestione la comunicación.

    —Y el resto para los habitáculos —dijo Jing—. Las cámaras de hipersueño.

    —Que no hemos visto. —Señaló con su medidor el extremo del sarcófago que se adentraba por el domo—. La electricidad fluye por dentro de los paneles hacia el fondo del edificio.

    Seguimos a Mara mientras obedecía el cableado como una flecha que señalase el camino. Nuestros haces barrían la tierra arenosa, y los óvalos blancos se deformaban con las depresiones y relieves de las roderas.

    —¿Cómo llamarás a los alienígenas? —dije con la voz electrizada.

    —No había pensado en un nombre concreto —dijo Jing—. Dependería de su fisonomía, de su cultura. Aunque había considerado infiltrar una referencia a mi hijo pequeño, si lo aceptan los equipos que revisan la nomenclatura.

    —Quien descubre los alienígenas los nombra, supongo.

    —Asumes que tus superiores se abstendrán de quitarte el mérito —dijo Mara.

    El xenobiólogo encogió los hombros y asintió varias veces con la cabeza en un gesto de compañerismo entre los oprimidos.

    —Debería poder nombrarlos. Pero los habré co-descubierto junto a vosotras, señoritas.

    Nuestros haces revelaron la curva al fondo del domo, y cuando bajaron, confluyeron en un agujero excavado en la roca bajo la capa de tierra arenosa. Una rampa de piedra pulida se sumía como una escalera de caracol. Me había adelantado y había abierto la boca para preguntar a Jing su opinión cuando de la rampa emergió un brillo miel, seguido por una figura de un metro de altura, reluciente de bronce, que enfilaba hacia nosotros.

    Blandí la lanza de electrochoque. Toqué la figura con los aguijones y pulsé el botón del mango. En un restallido eléctrico que mi casco amortiguó, la figura se desplomó y con la inercia se deslizó abriendo un surco.

    Espabilamos y nos acercamos como gatos a la figura volcada. Sus seis patas metálicas, estrechas y articuladas como piernas desnudadas de carne, tendían de costado. Cuando Jing se agachó, el óvalo de su haz resbaló sobre el metal reflectante.

    —¿Le viste intención de atacarnos?

    —Si querías que me distrajese valorando los pros y contras antes de noquear a quien se acercara —dije erizando mi voz—, debiste encargar la lanza a la doctora Halperin. Pero si viene alguien con malas intenciones, ella intentará que razone.

    Pasé la lanza de electrochoque a mi amiga, que la sujetó con sus manos ocupadas. Sostuvo la lanza bajo un brazo y volvió a empuñar el multímetro.

    —Si te vas a referir a mí, hazlo por mi título.

    Jing tocó con las puntas de los dedos enguantados la carcasa broncínea.

    —Un robot.

    El ojo compuesto, centenares de diodos apretujados y bulbosos, que abultaba al frente de la máquina brillaba de miel. Dentro del robot crujió metal, cimbrando la carcasa. Nos apartamos. Sonaba como si una bola metálica se abriese camino entre los engranajes de sus entrañas. El robot se enderezó. Cuando las seis patas arqueadas lo sostuvieron marchó entre nosotros, y mientras coordinaba sus pasos, la luz miel bamboleaba. El contenedor programado para seguirnos detectó que la máquina chocaría contra él. Se apartó.

    El robot nos condujo hasta el sarcófago montado en la pared. Paró enfrente. Rodeamos el robot mientras lo bañábamos con los haces de nuestras linternas. Como un actor de teatro ajeno a la audiencia, sobre el ojo compuesto de la máquina despuntó un apéndice elástico, la antena de algún insecto, que tanteó por el aire hasta que tocó la carcasa del sarcófago. El robot se paralizó.

    Mara lo apuntó con el multímetro. Tras la lente de su casco arqueó una ceja. Esperábamos como ante un bloque de hielo que se derritiera, aguardando a que la criatura atrapada se desperezase.

    El robot contrajo su antena hasta que se metió en la carcasa. Maniobró las seis patas en una coreografía para girar ciento ochenta grados y enfiló hacia el fondo del domo hundiendo en la tierra arenosa huellas circulares. Nos apresuramos tras la máquina.

    —¿Piensas introducirnos? —dije.

    —¿Dialogarías con uno de nuestros robots? —dijo Jing—. Lo habrán programado con la inteligencia mínima para ejecutar las labores de mantenimiento.

    —Kirochka, páralo —dijo Mara.

    Me adelanté para bloquear la ruta del robot. Alargué una pierna y planté mi bota igual que un tope sobre el ojo compuesto. La máquina empujaba mi pierna sacudiendo sus patas. Cuando Mara asió el robot por la base y lo alzó, las patas buscaban apoyo en el aire.

    —¿Pesa? —dije.

    —Como un materializador.

    Renqueó con la máquina en brazos hasta el contenedor que nos seguía. Jing lo abrió. Mara colocó el robot patas arriba en el fondo. La mujer se irguió, bufó y alumbró el interior del contenedor como si esperase que el robot se resistiera. Cinco segundos después ajustó la tapa. Tras la lente de su casco, entrecerraba los ojos y resollaba.

    —¿Para qué te molestas? —dije.

    —Es tecnología alienígena, mema. Quién sabe si en el proceso de construir un robot de mantenimiento han descubierto algún método revolucionario.

    Los músculos de la boca de Mara, que yo creía atrofiados, se encorvaban hacia arriba. Eso justificaba la expedición. Pero si algún empleado del hangar descubriese que el quemador faltaba, borraría esa sonrisa y las siguientes.

    Avanzábamos hacia la rampa cuando nos distrajo una sucesión de golpes amordazados. El contenedor que nos seguía trepidaba como si dentro alguien chocara contra los costados revolviéndose. En unos segundos se cansó.

    —Pobre —dije.

    —Lo programaron para mantener esta instalación —dijo Mara—. No secuestramos un niño.

    Nos agrupamos en la cumbre de la rampa y alumbramos el descenso. Habían pulido la pendiente curva de roca, pero abandonaron la pared como la excavaron. Láminas superpuestas de roca gris humo, veteadas de color arcilla como oxidándose. Los ángulos de algunos de sus salientes se aproximaban a los noventa grados amenazando con enganchar y desgarrar nuestros trajes. Bajo el haz de mi linterna, la roca parecía polvorienta, igual que las paredes de algún apartamento abandonado durante décadas.

    Jing y Mara me miraron como si yo debiese permitirles proseguir. Me adelanté unos pasos rampa abajo para enseñarles que aguantaría bajo nuestras suelas. Las huellas de las orugas habían ensuciado el piso con costras de tierra. Cuando me volví, los destellos de sus linternas aclararon mi visión.

    —Manteneos cerca.

    Jing y yo bajábamos hombro con hombro, aunque nuestros hombros opuestos rozaban la roca de los costados, y Mara nos seguía rezagada. El contador Geiger rompía el silencio crujiendo.

    Me enervaba una excitación diferente a la que me había tensado cuando necesitaba pulir un aterrizaje difícil o adelantar otro corredor en una curva. ¿Qué nos esperaba en el subsuelo, cómo reaccionaría yo ante lo que vería? Durante las misiones en las que me había tocado aterrizar en algún claro entre vegetación alienígena, los científicos y soldados me contagiaban de su entusiasmo, pero la expedición se aventuraba abandonándome. Yo mantenía la nave en marcha por si necesitáramos huir, y para vencer el aburrimiento inventaba peligros.

    —Entierran los habitáculos —dijo Jing, y desconocí si llevaba tiempo hablando—. Los resguardan de los exploradores, de la meteorología y de los impactos de meteoritos.

    Mi linterna trazaba las grietas entre las láminas de roca con curvas negras. En algunas vetas, manchas broncíneas centelleaban como lentejuelas. Nuestros haces pintaban dibujos en sombra sobre la pared curva y el pilar central, mientras a cinco metros rampa abajo retrocedía un muro de negrura. ¿Cuántas criaturas inteligentes tolerarían vivir en esta oscuridad?

    —Mara, ¿en qué clase de roca han excavado?

    —¿Qué dices?

    Miré atrás, pero mi amiga faltaba. Me apresuré rampa arriba hasta que choqué contra el puño extendido de la mujer, que grababa el recorrido como si planease componer un documental.

    —Habías desaparecido —dije.

    —¿Te sorprende?

    Palpé los salientes veteados de la pared.

    —Preguntaba por la roca.

    Mara me estudió con sus ojos felinos como para entender una broma.

    —¿Tengo cara de geóloga?

    Un par de minutos después, mientras bajábamos, nos asaltó un estruendo de maquinaria. Empezaba el turno en alguna fábrica. Nos congelamos en mitad de nuestras pisadas y nos miramos deslumbrándonos con los haces. La rampa y las paredes vibraban. Mi casco se saturó con un tronido como de una trituradora moliendo piedras.

    Los oídos me pitaban, y quise hundir mis índices hasta los tímpanos. Me apresuré rampa abajo. Pararía lo que pasaba.

    Alcancé un rellano que se abría a un sótano rectangular de roca excavada. Cuatro pilares metálicos aguantaban el techo, y a la izquierda de la entrada se abismaba un precipicio. Abajo, a unos veinte metros, mi haz aclaró un montículo vibrante de roca triturada color bronce, cuyas sombras sostenían la ilusión de que yacían entre rocas grises hierro.

    Jing vagaba atolondrado. Me adelanté, agarré un hombro de su traje y tiré. Cuando el xenobiólogo descubrió el abismo, frotó mi casco como la cabeza de un perro.

    Nos asomamos con cuidado al precipicio, la fuente del estruendo. Del techo de ese hueco bajaba una columna metálica y estriada, reluciente como grasienta, que al fondo remataba en un taladro. Giraba pulverizando y rociando roca.

    Mis tímpanos latían de dolor. El temblor del suelo sugería que tras alguna sacudida, alguno de nosotros caería al abismo.

    A un par de metros del precipicio subía un pedestal sobre el que habían montado un panel. Resaltaba un botón hexagonal. Habían arrinconado contra la esquina una máquina grande como un armario, construida de una pieza con el metal broncíneo del sarcófago. De su costado salía un tubo alimentador. Me asomé. En el fondo se había amontonado rocalla. Al frente de la máquina topé una puerta, y cuando la abrí, las guías y los tubos de la cavidad interior me recordaron a un materializador.

    Barrí el resto del sótano con el haz de mi linterna en busca de las cámaras de hipersueño, pero estaba vacío.

    Mara, que retorcía los rasgos de dolor por el estruendo, apuntaba con su multímetro el panel montado en el pedestal. Jing me miraba encorvado, los ojos rasgados fruncidos a una ranura, la boca contorsionada como si hubiese mordido una almendra podrida. Alguien habló por la radio, pero sonó a estática.

    Me adelanté hasta el panel y hundí el botón de un palmetazo. En el fondo del precipicio, el taladro redujo las revoluciones triturando menos y menos roca hasta que paró. Los pitidos en mis

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