Al amanecer
Por Salomón Caltero
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La mayoría de los cuentos que integran este libro acontecen en un pueblo de ambiente colonial, ubicado en una pequeña meseta de la cordillera oriental colombiana.
Un hombre ve alterado su diario vivir de manera significativa a causa de la sorpresiva y grave enfermedad de su esposa y esta experiencia lo conduce a una nueva visión de la existencia; el reencuentro del amor por parte de una mujer resignada a la soledad, ilustra las sorpresas de la vida; el recuerdo de un hombre ya fallecido revive su historia y sus enseñanzas filosóficas; un insólito fenómeno natural deja ver la limitación del ser humano y al mismo tiempo su gran capacidad de adaptación...
Doce cuentos en los que el autor recrea, con estilo original, el entorno, las acciones, los sentimientos y pensamientos de hombres y mujeres cuyas vidas se ven marcadas por la enfermedad, la emigración, el amor, la violencia, la muerte, la filantropía, la reflexión filosófica o el misterio.
Salomón Caltero
Nació en el municipio de Güicán (Boyacá, Colombia) y en la actualidad reside cerca de Bogotá. Estudió tecnología en desarrollo de software. Es un fiel lector de obras literarias desde que leyó El coronel no tiene quien le escriba, al final de la infancia. Entre sus escritores favoritos están: Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Hermann Hesse e Italo Calvino. Desde hace unos años se dedica a la actividad literaria con disciplina, motivado, entre otras razones, por la facilidad de publicación que ofrecen las nuevas tecnologías. Durante el bachillerato escribió varios cuentos, inicios de novela y poemas que con el paso del tiempo han sido la base para la planeación de varias obras. Dichos relatos, corregidos y ampliados, y algunos de origen más reciente conforman su primer libro publicado: Al amanecer, doce cuentos. En ellos narra hechos trágicos y existenciales acontecidos en un pequeño pueblo ubicado al norte de la cordillera oriental colombiana. Le interesan también los temas filosóficos. Alterna el oficio de escribir con el diseño y la programación web.
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Al amanecer - Salomón Caltero
El sol alumbraba con esplendor, ardía en la piel y disipaba la humedad dejada por el aguacero de la noche anterior. Iba a ser medio día cuando regresaron a la casa; Tito se sentía acongojado, no había logrado matricular a su hijo menor, un chiquillo flacuchento de doce años de edad que por tercera vez intentaba aprobar su cuarto año de estudio.
—No recibieron a Enrique —dijo.
—Es preferible así —replicó su mujer desde uno de los cuartos.
—¿Qué dice?
—Pues sí, seguramente este año también lo habría perdido; es mejor que ayude a trabajar —contestó resuelta.
Durante algunos minutos, Tito permaneció pensativo, mirando inmóvil las ropas que, en el patio, eran movidas por el viento. El cielo estaba teñido de un azul incierto y le pareció que no era el cielo de siempre. Recordó el rostro adusto de la profesora que intervino cuando ya Enrique iba a ser aceptado, alegando que la escuela debía dar prioridad a los niños que cumplían a cabalidad con los requisitos de edad, y que de verdad tenían deseos de estudiar.
—A propósito de trabajo, don Hugo Ortega me dijo que fuera hoy en la tarde —comentó, cuándo los recuerdos de la mañana se desvanecieron en su mente.
—Usted vera si va; ellos nunca cumplen lo que prometen —contestó la mujer.
—Tal vez, esta vez sí —alegó él.
A las afueras del pueblo, en un paraje inclinado en el que crecían algunas matas de fique y cardos, y junto a dos grandes piedras, estaba ubicada la vivienda de los Ortega, familia rica. Era algo menos de las dos de la tarde cuando Tito llegó; lo recibió una mujer entrada en años, pariente de los dueños de la casa.
—Don Hugo no está, siéntese y lo espera —le dijo y enseguida lo dejó solo.
Las paredes de la lujosa sala estaban adornadas con grandes cuadros que le hicieron evocar los años de su niñez. Uno de ellos era el retrato de un antepasado de los Ortega, un hombre rudo del que conservaba recuerdos que se entrelazaban con los recuerdos de su padre y de la vida difícil que pasó en la hacienda donde creció. Los muebles de terciopelo de color escarlata y las amplias cortinas le recordaron los dibujos de algún viejo libro.
Permaneció sentado por un largo rato, mientras recordaba lo sucedido en la mañana. Desde tiempo atrás sabia de la inconformidad de Lucía con el rendimiento académico de Enrique, sin embargo sus palabras lo tenían preocupado; la idea de dejarlo sin estudiar no le agradaba. De otra parte, el niño mostraba la mayor indiferencia por este asunto y solo se ocupaba en atacar con su cauchera a los pájaros que se ponían a su alcance. Parecía que el único preocupado era él.
—Bueno por este año que descanse, ya veremos que sucede el próximo —pensó.
Cuando salió de allí, horas más tarde, la oscuridad lo invadía todo y la plaza del pueblo se hallaba desierta.
—¿Qué le dijeron? —preguntó Lucía cuando lo vio llegar.
—Esperé hasta el cansancio y don Hugo no llegó.
—Se da cuenta, ellos son así. ¿Se encontró con el doctor Mauricio?
—Sí.
—¿Le dijo algo?
Un nudo se le formó en la garganta, exhaló un suspiro y mintió de la mejor forma que pudo:
—No, no me dijo nada.
En realidad, cuando ya se despedía, y la preocupación se apoderaba de él al pensar que solo le quedaba la alternativa de volver a hablar con su antiguo patrón, llegó el medico Mauricio Ortega y después de un corto saludo le dijo que fuera al hospital lo más pronto posible para comunicarle algo de mucha urgencia; al parecer, se trataba de una enfermedad que padecía su esposa. Inicialmente, no le concedió importancia al comentario, pero cuando salió de allí y empezó a caminar en medio de la oscuridad le vino el presentimiento de que algo grave se escondía detrás de esas palabras; olvidó estos pensamientos cuando llegó a la plaza, y tuvo la impresión de estar en un pueblo desierto.
El día siguiente, mientras desayunaba, recordó las palabras del médico y al poco rato salió para el hospital. La mañana era soleada y se podían ver claramente las grandes montañas en la distancia. Caminó por una calle empinada, descendiendo. Sintió una alegría inusitada al contemplar el magnífico espectáculo que ofrecía el pueblo y sus alrededores. Al divisar las paredes blancas del hospital su entusiasmo se disipó y lo invadió una ligera sensación desagradable, recordó el motivo que lo hacía ir hasta allí y deseó que todo saliera bien.
Entró en una sala de paredes blancas en donde había unas sillas de un material que no recordaba haber visto antes. Se sentó a esperar junto a otras personas, que también aguardaban. El doctor Mauricio lo recibió pasados unos minutos.
—Siéntese —le dijo apenas entró, señalándole una silla.
El consultorio era grande, de piso de madera; al fondo estaba ubicado un escritorio metálico y cerca de éste una camilla gris de aspecto viejo. El médico inicio la conversación recordándole la asistencia de Lucía al hospital durante los días pasados, le explicó en detalle con qué fin le había ordenado cada uno de los exámenes y luego, después de una pausa que lo hizo sentirse intranquilo, le dijo:
—Tito, las cosas no marchan bien, he preferido hablar con usted antes de decirle algo a doña Lucía...
Tito salió del adormecimiento agradable en el que se había sumergido mientras prestaba atención a las explicaciones del doctor; la realidad del momento se le hizo palpable y con voz sobresaltada y extraña para él, preguntó:
—¿Qué sucede, doctor?
El médico se quedó pensativo, lo miró por unos instantes, y después dijo:
—Los exámenes de los que le he hablado indican la presencia de un tumor cerebral que usualmente deja pocas posibilidades de vida.
Al oír esto, Tito tuvo la impresión de que las paredes blanco opaco del consultorio giraban a su alrededor y el aire tomaba un color amarillo. Cuando se recuperó, se hallaba sobre la camilla y un sudor frió le corría por todo el cuerpo; el doctor y una enfermera lo observaban.
—Doctor, debe haber un error —dijo acongojado, instantes después.
—No hay ningún error ni ninguna duda —contestó el médico y haciendo una pequeña pausa, continúo:
—Tito, debe ser fuerte; ahora y en los meses que vendrán.
Percibió que el médico le hablaba con franqueza y solo tuvo deseos de marcharse.
—Doctor, será mejor que ella no se entere —dijo y se despidió.
Salió del hospital sin percatarse de lo que ocurría a su alrededor e inadvertidamente tomó otra ruta para regresar a su casa; caminó por una calle poco transitada que bordeaba el pueblo. El dolor inicial que le produjo la mala noticia había disminuido y ahora experimentaba una molesta sensación de embotamiento. Mientras caminaba, lo atormentó una lluvia de pensamientos; a su mente vinieron, repetidas veces, recuerdos, preguntas, sospechas e imágenes futuras, llevándolo a una confusión extrema. El sol alumbraba con intensidad, no obstante le pareció que esparcía una luz débil y fría. Cayó en cuenta que había pasado de largo cuando vio brillar en una hondonada un pequeño lago, reducto del invierno pasado. Un poco más adelante, la calle se convertía en carretera y se internaba en un potrero ondulado. Avanzó hasta allí a propósito y se sentó sobre el pasto. Por más de un hora permaneció pensativo, y con el rostro desencajado, mirando a lo lejos.
Esa noche, como cuando era niño, sintió miedo a la oscuridad. Despertó varias veces y en cada una de estas ocasiones, recordó la noticia y se llenó de angustia. A la madrugada, despertó de nuevo y ya no pudo dormir más. El ronquido de su esposa no le molestó, como antes, sino que le produjo tristeza y lloró en silencio. La mujer que amaba pronto moriría y tan solo quedaría el recuerdo de ella. Durante toda la vida había actuado con sensatez, pero ahora no podía hacerlo; una mezcla de dolor y de rabia incontrolable lo impulsaba a comportarse hoscamente con los demás. Incluso su esposa, en varias ocasiones, fue víctima de sus arranques de ira; luego se sumaba a su tristeza y mal genio habituales un molesto sentimiento de arrepentimiento, que aumentaba su confusión aún más.
—¿Qué le sucede últimamente? —le preguntó Lucía una tarde.
Dejó escapar una sonrisa triste, y mirándola fijamente le contestó:
—Nada, solo quisiera entender los designios de Dios.
Ella quedó perpleja con esta respuesta y solo pensó para sí: este hombre se está volviendo más extraño cada día
.
En el pasado, le gustaba asistir a fiestas y bazares y departir con los amigos; desde entonces, no volvió a asistir a ninguno y poco a poco se alejó de las amistades que tenía y se recluyó en sí mismo; los días le parecieron grises, llenos de una sensación de desencanto que en ocasiones se hacía insoportable. Difícilmente podía comprender como las cosas habían dado un vuelco de repente. Los problemas anteriores le parecían pequeñeces comparados con el que ahora se presentaba. Era consciente que a causa de esta nueva situación había cambiado mucho. Por momentos se sentía extraño consigo mismo y pensaba si sería posible permanecer inalterable ante los hechos, ¿se podía seguir siendo el mismo después de haber vivido algo así? Sabia de historias de santos y de héroes que se impusieron ante las situaciones más difíciles, pero ¿pasada la tormenta, siguieron siendo los mismos? El paso de los días le enseñó que algo dentro de sí, asociado con los recuerdos gratos de su niñez, permanecía inalterable. No pudo precisar muy bien que era, pero ese algo le trajo sosiego y le ayudó a aceptar las cosas. Alguna tarde, dominado por una súbita y dulce serenidad, murmuró:
—Hay un refugio.
La salud de Lucía empeoró progresivamente y fueron necesarias las visitas frecuentes al hospital. Entonces una fortaleza inesperada le permitió afrontar la situación. Su mal humor se disipó y en un acuerdo tácito consigo mismo procuró no causarle ninguna molestia. La acompañaba de buena manera al hospital y cuando venían de regreso, ascendiendo por la calle empinada, trataba de hablarle de los sucesos del pueblo o contarle historias que la distrajeran. De vez en cuando, la pena se apoderaba de él; en esos momentos salía al patio y si era de noche se quedaba contemplando las estrellas lejanas hasta que se sentía mejor. El silencio y la visión de la inmensidad del firmamento lo reconfortaban.
Llegó el día en el que Lucía ya no pudo levantarse; entonces, procuró acompañarla todo el tiempo que le fue posible. Ella también había cambiado su manera de ser, su mal genio y su pesimismo habitual habían dado paso a una resignación incondicional que a Tito no dejó de sorprenderlo. El niño, pasado el tiempo, se hizo consciente de la situación y sin protestar renunciaba a sus juegos y a su afición depredadora para ayudar con el cuidado de