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Libro electrónico153 páginas2 horas

Cumpliendo deseos

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Información de este libro electrónico

A medida que conocía a aquel hombre y a sus hijas, fue dándose cuenta de que había encontrado lo que buscaba…
Morgan Steele había ganado millones con su negocio, pero se había dado cuenta de que su vida estaba vacía… por lo que había decidido abandonar el trabajo e irse a vivir al campo.
Cuando el guapísimo Alistair Brown conoció a su nueva vecina, creyó que era otra muchacha caprichosa de la ciudad que jugaba a vivir en el campo… igual que su ex mujer. Sin embargo, sus hijas gemelas parecían cautivadas por la amabilidad de Morgan… y por su enorme piscina.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2017
ISBN9788491700876
Cumpliendo deseos
Autor

Jessica Hart

Jessica Hart had a haphazard early career that took her around the world in a variety of interesting but very lowly jobs, all of which have provided inspiration on which to draw when it comes to the settings and plots of her stories. She eventually stumbled into writing as a way of funding a PhD in medieval history, but was quickly hooked on romance and is now a full-time author based in York. If you’d like to know more about Jessica, visit her website: www.jessicahart.co.uk

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    Cumpliendo deseos - Jessica Hart

    jaz2067.jpg

    Créditos

    HarperCollins 200 años. Désde 1817.

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2006 Jessica Hart

    © 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Cumpliendo deseos, n.º 2067 - septiembre 2017

    Título original: Her Ready-Made Family

    Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.:978-84-9170-087-6

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    Alistair miró a la perra que estaba sentada sobre la camilla y suspiró. Evidentemente, aquél era uno de esos días.

    Había empezado a primera hora con una llamada de Jim Marsh, que tenía un problema con el parto de una vaca, y desde entonces todo había ido cuesta abajo. No había podido salvar al ternero y cuando volvió a casa se encontró un e-mail de su ex mujer, Shelley, que lo amenazaba con una visita. Había sido mordido un hámster, arañado por un conejo, picado por una oca, coceado por un caballo y había tenido que ponerle una inyección letal a un gato al que tenía un particular cariño.

    Y, francamente, lo último que le apetecía en aquel momento era lidiar con un perro que llevaba un collar con brillantes.

    O, más bien, con su neurótica propietaria.

    Alistair miró a la propietaria en cuestión. Tenía que admitir que no parecía del tipo neurótico. Era alta y esbelta, de brillante pelo oscuro, con un rostro de facciones fuertes que era atractivo más que bello. Vestía de forma inmaculada, aunque inapropiada para un sitio como Ingleton, con un pantalón de ante, botas de tacón y una camisa de seda. Tenía un aspecto inteligente, elegante y absurdamente fuera de lugar en una clínica veterinaria de pueblo.

    No era la clase de mujer a la que imaginaría siendo propietaria de una perra como aquélla y menos comprando un collar con brillantitos rosas, pero si algo había aprendido con los años era que la gente solía ser muy rarita con sus mascotas.

    Alistair volvió a examinar a la perra, que lo miraba, nerviosa. Tallulah se llamaba. ¿Qué clase de nombre era ése para un perro?, se preguntó, irritado.

    –A este animal no le pasa nada que no pueda curarse con un poco de ejercicio, señora… –Alistair miró el ordenador para recordar el nombre de la propietaria.

    –Señorita –lo corrigió Morgan. En general, no le gustaba nada que la gente etiquetase a las mujeres dependiendo de su estado social y, ahora mismo, cuando su estado social estaba en entredicho, menos que nunca. Pero había sentido la necesidad de contradecirlo porque la miraba con un gesto muy antipático.

    Entonces vio que el veterinario arrugaba el ceño. No puso los ojos en blanco, pero parecía a punto de hacerlo.

    –Me llamo Morgan Steele –explicó, preguntándose si la reconocería.

    No fue así. Sus ojos grises eran tan fríos como antes. Y no sabía si eso la molestaba o no. Ella no era exactamente una celebridad, pero su nombre era bastante conocido y, además, la habían entrevistado para el periódico local.

    Aunque seguramente Alistair Brown no leía nada más que los boletines de castración de terneros, pensó, mirándolo con resentimiento. Había esperado encontrarse con un simpático veterinario de pueblo como los que salían en televisión, pero éste no parecía particularmente afable. Tenía un rostro al que sólo salvaban del aburrimiento unos ojos grises muy brillantes y una boca firme, pero también tenía un aire de impaciencia que apenas podía disimular.

    –Bueno, señorita Steele, su perra tiene un problema de obesidad –le informó, con tono cáustico, abriendo la boca del animal para mirarle los dientes. Con otra persona habría sido más amable, pero aquella mujer lo exasperaba–. Es una crueldad dejar que engorde de esta forma. No debería tener un perro si no está dispuesta a cuidar de él como es debido.

    Morgan hizo una mueca. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a hablarle así y no le gustaba ni un poquito.

    –Tallulah era la perra de mi madre y le aseguro que nunca fue cruel con ella. La quería mucho.

    –No tanto como para sacarla a pasear, por lo visto –murmuró Alistair, introduciendo un termómetro debajo de la cola del animal, que lanzó un gemido de sorpresa.

    Morgan apartó la mirada. Seguro que el termómetro estaba frío.

    –Mi madre estuvo enferma durante los últimos dos años –le explicó, aunque no sabía por qué se molestaba–. Apenas podía caminar, así que Tallulah le hacía compañía. Cuando murió, hace un par de meses, me la llevé a casa.

    –Pero usted no tiene ningún problema en las piernas, ¿no? –comentó Alistair, irónico. Podía ver por sí mismo que así era. De hecho, tenía unas piernas espectaculares–. Podría haber hecho ejercicio con Tallulah –añadió, sacando el termómetro–. Es evidente que eso es lo que necesita.

    –No le gusta pasear –replicó Morgan, a la defensiva–. Odia la lluvia y no soporta pisar los charcos. No es una perrita muy campestre.

    –Evidentemente. Y tampoco tiene una propietaria muy campestre, ¿es eso? –murmuró él, mirándola de arriba abajo.

    –Pues no, no es eso –le espetó Morgan, más irritada de lo que debería–. Resulta que me he mudado aquí recientemente… y, que yo sepa, no hay ninguna ley que exija llevar botas de goma en el campo.

    –No es una ley, pero como aquí llueve mucho es lo más practico. ¿No le parece?

    Morgan respiró profundamente mientras contaba hasta diez. Había tenido que enfrentarse con consejos de administración, inversores impacientes y periodistas hostiles y no iba a dejar que un veterinario de pueblo la sacara de quicio.

    –Siento que no apruebe usted mi atuendo, pero no he venido aquí para que me dé consejos de moda. Mi perrita lleva unos días tosiendo y respirando con dificultad, de modo que sugiero que haga un diagnóstico y deje de criticar lo que no le incumbe.

    La mayoría de la gente se echaba para atrás cuando Morgan hablaba así, pero no Alistair Brown.

    –Ya he hecho el diagnóstico –contestó, volviéndose hacia la camilla, donde la perrita temblaba del susto–. Puede ir a otra clínica para que le den una segunda opinión, pero cualquier veterinario decente le dirá lo mismo: esta perra tiene un serio problema de sobrepeso y debe hacer dieta.

    –¿Dieta? –Morgan estuvo a punto de taparle las orejas a Tallulah. Su madre solía darle comida continuamente.

    –Le daré un pienso especial. Debe beber mucha agua, pero nada de caprichos o comida blanda.

    –No le gusta el pienso, no se lo comerá.

    –Lo comerá cuando tenga hambre –insistió él, examinando de nuevo el cuerpo de la perrita. Y Morgan se encontró pensando que tenía unas manos grandes y capaces… lo miró a la cara entonces, pero eso no sirvió de nada porque empezó a fijarse en su mandíbula cuadrada y en la línea firme de su boca.

    –No te pasa nada además del exceso de peso –Alistair acarició las orejas de la perrita antes de levantar los ojos.

    Tenía una mirada tan penetrante que el corazón de Morgan dio un estúpido saltito…

    –Que haga dieta y nada de caprichos. Intente que pierda un poco de peso sacándola a pasear todos los días. Nada de soltarla en el jardín y esperar que ella misma se ponga a pasear –dijo el veterinario del infierno–. Sugiero que se compre unas botas de goma y se acostumbre al barro.

    El corazón de Morgan, recién recuperado del salto, volvió a acelerarse. Pero no iba a dejarse amedrentar.

    –Gracias por la sugerencia, pero no me gustan las botas de goma.

    –Mire, sólo será una hora al día. Seguro que puede pasear con Tallulah durante una hora –siguió Alistair, con expresión de fastidio–. Supongo que quiere a la perra o no la habría traído aquí.

    Morgan miró a la perrita, que estaba temblando sobre la camilla. La verdad era que no tenía mucho tiempo para ella. Su madre solía tratar a sus mascotas como si fueran niños, algo que a ella siempre le había parecido embarazoso e irritante porque todos, sin excepción, se volvían glotones, mimados y desobedientes.

    –Me siento responsable de ella. Mentiría si le dijera que le tengo cariño, pero le prometí a mi madre que cuidaría de Tallulah y eso es lo que pienso hacer.

    –Muy bien, pues entonces cuide de ella –dijo Alistair con brusquedad–. Si la cuida bien, podría vivir muchos años –añadió, mirando a Morgan de arriba abajo: su cuidado maquillaje, el pelo de peluquería, las uñas pintadas–. Préstele un poco de la atención que pone en usted misma y tráigala otra vez dentro de un mes. Entonces veremos si sigue llevando esas botas.

    Morgan tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlar la rabia mientras le daba un cheque a la recepcionista. Encima, tenía que pagar por recibir insultos.

    La vida en el campo era un asco, pensó. Nunca había tenido que ir a un veterinario en Londres, pero estaba segura de que allí serían mucho más amables que Alistair Brown.

    –Volveremos dentro de un mes y estarás tan delgada que no va a reconocerte –le dijo a Tallulah–. ¡Y pienso venir con estas mismas botas!

    ¿Cómo se atrevía a sugerir que era una irresponsable? Morgan hizo una mueca mientras entraba en el coche y cerraba de un portazo. Llevaba toda la vida siendo responsable y estaba harta.

    Había cuidado de su madre, de Minty, de sus amigos, de sus empleados… hasta de la perrita de su madre. ¡Y ahora, cuando por fin podía cuidar sólo de sí misma, un veterinario pueblerino sugería que era una irresponsable!

    No le apetecía nada dar largos paseos por los pantanos de Yorkshire.

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