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Naranjas de la China: Nueva edición 2021
Naranjas de la China: Nueva edición 2021
Naranjas de la China: Nueva edición 2021
Libro electrónico255 páginas3 horas

Naranjas de la China: Nueva edición 2021

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Naranjas de la China narra el periplo de un joven español que, movido por la curiosidad, se marcha a Pekín a aprender mandarín, donde termina pasando una década. Allí se impregna de la cultura china y nos cuenta con todo detalle cómo es el gigante asiático. El autor narra con humor y pasión su experiencia como un relato de viajes, al tiempo que sumerge al lector en la realidad de un país fascinante. Partiendo de su trayectoria profesional en China, Arias nos explica cómo moverse en el mundo de los negocios chinos, cuál es la etiqueta comercial, qué papel desempeñan las autoridades, etc., además de contarnos cuáles son las preocupaciones y las aspiraciones de la sociedad china en un país en plena transformación.
IdiomaEspañol
EditorialPlataforma
Fecha de lanzamiento26 jun 2012
ISBN9788415750161
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    Naranjas de la China - Julio Arias

    modernidad.

    1.

    La Universidad del Pueblo

    Aterricé en el aeropuerto de Pekín poco después de amanecer, en una calurosa mañana de agosto de 1998. No había pegado ojo durante el vuelo de casi doce horas desde Londres (los asientos eran demasiado incómodos) y me sentía fatigado. Recogí el macuto del compartimento y me uní a la cola de pasajeros que comenzaban a desembarcar lentamente. La pasarela conducía a un vestíbulo circular que parecía una estación espacial sacada de una película de ciencia-ficción en blanco y negro, desde donde se atisbaban los aviones pegados a las pasarelas, como si estuvieran repostando en un buque nodriza. Una luz acuosa penetraba por los ventanales, acentuando mi sensación de trasnoche.

    El aeródromo no era por entonces el imponente conjunto arquitectónico que Norman Foster diseñaría años más tarde para los Juegos Olímpicos, sino un pequeño edificio rudimentario y destartalado. Anduve unos metros hasta toparme con la aduana. Un policía examinó mi visado con un gesto mecánico y me permitió el paso rápidamente. En el vestíbulo de recogida de equipajes las cintas rodaban a un ritmo perezoso. Tomé mi maleta, cambié algunos dólares en el banco y, con un puñado de yuanes en el bolsillo, me dispuse a atravesar las puertas de la terminal. Ese acto fue como cruzar el Rubicón. Dudé un segundo antes de dar el último paso hacia el exterior. Me sobrecogió una sensación de angustia y de exaltación, como cuando siendo niño te tiras por primera vez de cabeza a la piscina. Mil preguntas pasaron por mi cabeza: ¿haría calor?, ¿cómo me comunicaré? Mejor tener la dirección de la universidad a mano por si las moscas, pensé.

    Vicky Wu, una de las profesoras de chino de Durham, me había ayudado a escribir el nombre de la Universidad del Pueblo en caracteres chinos, para enseñárselos al taxista en el aeropuerto. Saqué el papelito con los valiosos garabatos de la bolsa de viaje y me lo puse en el bolsillo de la camisa. Al salir de la terminal me sentí envuelto en un calor húmedo y pegajoso. El aire era pesado. Al respirar daba la sensación de inhalar un vapor denso, que olía a carretera recién asfaltada. Por encima, el cielo parecía encapotado por una capa amarillenta de contaminación.

    Recogí mis fuerzas y me acerqué hacia la cola. Cuando llegó mi turno un guarda gesticuló toscamente para indicarme el taxi que me correspondía. El taxista salió del coche, cerró la puerta y me señaló con la mirada hacia el maletero, donde me ayudó a colocar los bultos. Conducía un viejo Volkswagen Santana de color azul, un modelo de los años ochenta, pero lo suficientemente amplio para colocar mis bultos. El interior del taxi desprendía un olor a tabaco rancio y ajo. Bajé la ventanilla inmediatamente para no desmayarme con ese tufillo. Un viento cálido y húmedo me rozaba las mejillas.

    Definitivamente, China no era una maravilla de la modernidad, pensé, pero las primeras impresiones me cautivaron. Al avanzar por la autopista, la ciudad empezó a abrirse ante mí como una cebolla que se desprende capa por capa. Atisbé los contornos de una megalópolis: enormes moles de hormigón se erigían en el horizonte como elefantes en la sabana. La gran urbe se extendía hacia las montañas en el oeste, donde el cemento se confundía con el grisáceo del cielo contaminado.

    Al final del recorrido el taxi se paró frente a la puerta este de la universidad, por donde vagaban más vendedores ambulantes que estudiantes. Una flotilla de camionetas amarillas —unos taxis llamados comúnmente «taxipanes» (miandi) por su forma de pan de molde— buscaban con la mirada posibles clientes. Sobre el gran pórtico de la entrada colgaban varios carteles con caracteres chinos en negro sobre un fondo blanco. El taxista señaló el cartel, que no llegaba a leer, para indicarme que habíamos alcanzado nuestro destino. Más abajo una placa diminuta indicaba en alfabeto latino «PEOPLE’S UNIVERSITY OF CHINA». Me relajé. Había llegado a buen puerto. Dos guardias de seguridad con pinta de adolescentes famélicos hacían guardia al pie del pórtico, vestían un uniforme cuatro o cinco tallas mayores que la suya. Uno de ellos se nos acercó con la mano en alto y, gesticulando, me instó a continuar el resto del recorrido a pie.

    La residencia para estudiantes extranjeros se situaba en el costado sur del campus universitario en un edificio de catorce plantas, donde me alojaría durante el próximo año. Frente a la entrada principal había un pequeño jardín con un par de pinos con el tronco ligeramente curvo en la mitad y algunos bancos. Subí las escaleras que daban a la puerta de entrada de la residencia. Entré y deposité la maleta en el rellano. Ante mí se abría un espacioso lobby con un gigantesco candelabro de cristales brillantes en el centro de la sala, en la que pululaban varios estudiantes de diferentes nacionalidades. En la recepción tres azafatas cotorreaban detrás del mostrador en un tono algo malhumorado. Presentándome con una amplia sonrisa, les informé —en inglés, ya que todavía no dominaba el chino— de que venía a registrarme. No entendieron, así que llamaron a una compañera de Durham, que por casualidad pasaba por la recepción en aquel momento, y le pidieron que interpretara. Alice me explicó que las habitaciones eran todas dobles, y que me habían puesto junto con un estudiante alemán, Sebastián, en la habitación 11-18, es decir, en el piso once.

    Rápidamente coloqué mis trastos en la habitación, que estaba vacía, y salí a comer algo con Eri, la novia japonesa de uno de mis compañeros de college en Durham. Cuando regresé del almuerzo encontré a Sebastián aposentado en su mitad de la habitación, durmiendo plácidamente la siesta. El cansancio también se había apoderado de mí y decidí unirme a su somnolienta iniciativa. El somier era duro, de madera, y el colchón un finísimo tatami de algodón, que no invitaba al descanso. Pero nuestra fatiga era tal que dormimos hasta que cayó la noche. Luego charlamos un rato, fuimos a cenar y volvimos al cuarto a dormir de nuevo, exhaustos.

    Los días siguientes transcurrieron con rapidez, familiarizándome con la universidad, sus alrededores y con mis compañeros de estudios. El campus era más bien feúcho. No había grandiosos colegios mayores, como los de Durham, con sus claustros medievales y hermosos paraninfos neoclásicos. Predominaba el gris del hormigón que cubría los edificios, las aceras y las explanadas donde se congregaban los estudiantes después de clase para pasearse y repasar sus deberes.

    Años más tarde, en junio de 2006, regresaría al campus acompañando al político británico Peter Mandelson, entonces comisario europeo, que pronunció un discurso sobre las relaciones sino-europeas en un anfiteatro abarrotado de estudiantes; me asombré del cambio que había dado la universidad: en el interior, las aulas estaban mejor cuidadas y, en el exterior, estaba todo resplandeciente y los edificios lucían fachadas lacadas en blanco.

    Como principiante me colocaron directamente en el grupo de los novatos que no sabíamos ni una palabra de chino. En mi clase había algunas chicas americanas, un grupo de cinco japoneses, un coreano, un mauritano, un armenio, un rumano, un danés, una inglesa y yo. Teníamos dos profesores. Nuestra profesora de gramática era una chica joven y guapa pero de carácter severo, como si en otra vida hubiera sido matrona de hospital. Se nos presentó por su nombre inglés, «Rebecca». Hablaba un inglés muy fluido, con acento norteamericano.

    Cuando impartía la clase, los occidentales la entendíamos bien, pero los pobres japoneses, que no hablaban inglés, no podían seguir la lección. Sin embargo, como en Japón también se utilizan los caracteres chinos, comprendían lo que escribía en la pizarra y también el libro de texto. Rebecca enseñaba bien, pero era dura de roer y a veces parecía más interesada en perfeccionar su inglés con las estudiantes americanas que en enseñarnos mandarín. Al final de cada clase, los estudiantes japoneses borraban la pizarra y se despedían cortésmente de Rebecca, que seguía sin prestarles gran atención.

    El profesor de expresión oral, el señor Li, era muy diferente a Rebecca. Era un tipo de aspecto pueblerino y bonachón, algo distraído y con una melena de cabello negro, espeso y revuelto como un estropajo. Al contrario que Rebecca, tenía mucha paciencia con los alumnos japoneses, con los que pasaba horas intentando corregir su pronunciación. Chapurreaba algo de inglés, pero le daba vergüenza hablarlo en público.

    —Daihu (médico) —decía un compañero japonés, leyendo el texto que describía una consulta médica.

    —¡Daifu! —le corregía el señor Li.

    —¡Dai-hu!

    —Dai-fu, ¡fu, fu, fu! —insistía el señor Li.

    Desde ese día pasamos a apodar a nuestro compañero «daifu».

    Las clases empezaban a las ocho de la mañana y terminaban a las doce. Cada día seguía la misma rutina: mi primer objetivo nada más despertarme era asegurarme un puesto en la ducha. Las instalaciones de la residencia no eran ni mucho menos lujosas, pero comparadas con las de los estudiantes chinos éramos unos privilegiados. Nosotros compartíamos habitación doble mientras que a los estudiantes chinos los embutían a ocho por habitación en dormitorios sin duchas. Nuestros cuartos de baño no sólo disponían de duchas, sino también de una pila de agua, larga como los abrevaderos de caballeriza, donde podíamos tanto asearnos como lavar la ropa a mano. Una vez fui a cepillarme los dientes en este fregadero, y encontré a mi compañero mauritano descuartizando a martillazos un enorme pescado sobre el cuenco del lavabo. Me sonrió mientras yo me aseaba, mostrándome orgulloso lo que pronto sería su cena.

    El agua caliente sólo funcionaba de 6 a 7 de la mañana y por consiguiente había que darse prisa. La competencia por la ducha se intensificaba conforme bajaba la temperatura a partir de mediados de octubre. Entonces empezaba a hacer frío y, como no había calefacción, la ducha era el único medio de calentarse. Sobre las diez de la mañana teníamos un cuarto de hora de «recreo» durante el cual charlábamos en los pasillos o en el patio delantero del edificio, que se encontraba justo enfrente de nuestra residencia. Los estudiantes extranjeros y chinos vivían segregados y apenas existían oportunidades para convivir.

    Las clases terminaban a las doce, la hora de almorzar en China. Algunos de nuestros compañeros iban a la cantina del edificio de estudiantes extranjeros, pero la comida era pésima, y en el refectorio de los estudiantes chinos, incluso peor. Algunos de los estudiantes más veteranos juraban haber encontrado restos de periódicos en las verduras de la cantina, algo cuyo significado no entendí hasta que alguien me explicó que en la China de los años ochenta apenas se utilizaba estiércol de origen animal y mucho menos fertilizantes químicos. En cambio se utilizaba el estiércol humano procedente de las fosas sépticas, donde se recogían las heces mezcladas con el papel de periódico, que la mayoría de los chinos utilizaban para limpiarse el trasero.

    —En China no sabes lo que comes —me decía Mokuta, un compañero sudanés—. Así que yo prefiero cocinar mi propia comida.

    Hasta los años ochenta, la mayoría de los chinos comían en cantinas públicas donde la calidad y la cantidad de la comida dejaban mucho que desear. Durante los años noventa, sin embargo, con las reformas económicas, una multitud de restaurantes, tascas, tabernas, fondas y mesones brotaron como champiñones de la noche a la mañana. Para mí y para el resto de los estudiantes extranjeros la hora de comer nos libraba del aburrimiento de las clases, que cada vez se nos hacían más soporíferas. En Inglaterra vivíamos con presupuestos muy ajustados; pero en China nos sentíamos ricos. ¡Podíamos permitirnos comer fuera todos los días, para almorzar y para cenar!

    Cada mediodía nos dirigíamos a uno de los muchos restaurantes que abundaban por la zona para manducarnos unas brochetas de cordero asadas, o cualquier otro suculento manjar. Fue una experiencia culinaria sublime, que además me abrió las puertas a la increíble variedad de la cocina china. Desde los sabores turcos de los uigures del Turkestán chino a los delicados dim-sum de la cocina cantonesa, pasando por la fogosa cocina sichuanesa, cuna del pollo picante gong bao.

    Durante las primeras semanas tuve la diarrea del viajero, hasta que mi estómago terminó por acostumbrarse a las nuevas bacterias chinas. Mi aventurismo gastronómico sin duda contribuyó a mi malestar intestinal: los chiringuitos donde a menudo comíamos eran algo sucios y no tenían pinta de cumplir a rajatabla las normas de higiene. Pero eso sí, la comida era deliciosa.

    Durante mis primeros días en Pekín, mi principal preocupación fue aprender el idioma. Era, sobre todo durante esos días, una cuestión de supervivencia. ¿Cómo pedir un plato en un restaurante? ¿Cómo abrir una cuenta en el banco? ¿Cómo mandar una carta en la oficina de correos? Todo ello requería ciertos conocimientos de chino. La barrera lingüística era una fosa enorme que me separaba de la sociedad china.

    Ni siquiera podía estar seguro de comunicarme por medio de gesticulaciones. Porque en China, incluso el lenguaje corporal es diferente que en Europa, como descubrí regateando en una tienda donde me quería comprar una camisa. Yo ofrecía cincuenta yuanes por la prenda. La dependienta me hizo una señal con el dedo meñique y el pulgar, gesto que en España se suele utilizar para proponer un trago de vino, sobre todo cuando el pulgar se apunta hacia la boca.

    La propuesta me resultó algo extraña. Intenté decirle que no quería beber, que quería comprar la camisa, pero ella seguía insistiendo en ofrecerme un trago, o al menos así lo interpreté. Al ver que me iba a marchar de la tienda, sacó una calculadora del cajón y escribió en ella el número «sesenta», por lo que deduje que se trataba de un gesto numérico. Al día siguiente comenté la anécdota con el profesor Li. Sonriendo, me explicó que en China se cuenta siempre con una mano y no con dos. A ese fin existen signos manuales para contar del seis al diez: el seis se hace extendiendo el meñique y el pulgar; el siete, juntando las yemas del pulgar, el índice y el corazón; el ocho extendiendo el pulgar y el índice; el nueve juntando las yemas del pulgar y del índice; finalmente, el diez se indica cruzando el índice y el corazón.

    Por añadidura, lo más complicado no era hablar el idioma, sino leerlo y sobre todo escribirlo. Era un verdadero quebradero de cabeza; por todas partes veía inscripciones chinas que no llegaba a descifrar. Algo tan sencillo como mirar la carta en un restaurante para pedir algún plato típico me resultaba imposible. Después de pedir, por equivocación, tripas de pato y carne de burro, decidí que tenía que aprender urgentemente a leer y a escribir en chino. Mi lucha por conocer China fue, en el primer asalto, una batalla por conquistar los ideogramas chinos.

    Todas las tardes, durante hora y media, practicaba con la diligencia de un colegial varios ideogramas, que trazaba cuidadosamente en un cuaderno de deberes. Intentaba acumular vocabulario, guardando cada carácter que aprendía en mi memoria como oro en paño. Entendí que cuantas más palabras aprendiese mejor podría entender el mundo que me rodeaba. Utilizando el libro de texto, intentaba memorizar los ideogramas de la lección que aprenderíamos al día siguiente. «Lección 3: David se pone enfermo. Vocabulario: veinte palabras nuevas.» «Lección 4: Mary visita a su amigo David.» «Lección 5: David y Mary van de excursión a la Gran Muralla.»

    Desgraciadamente las lecciones del libro de texto eran particularmente soporíferas y sospechaba que estaban diseñadas para que los extranjeros se aburrieran tanto que abandonaran el estudio del chino. Mi teoría conspirativa tenía un antecedente: hasta bien entrado el siglo xix, el Imperio Celeste prohibía aprender el chino a los comerciantes extranjeros que se aventuraban hasta el puerto de Cantón. Ello ayudaba a mantener a los barbudos europeos en la más completa ignorancia: porque sin poder leer y apenas hablar, uno se sentía mudo, sordo y ciego. De hecho, una de las mayores concesiones del altivo Imperio en las capitulaciones del Tratado de Nankín (que pusieron fin a la Primera Guerra del Opio) fue una cláusula según la cual se consentía que los extranjeros aprendieran el chino.

    Algunos restaurantes empezaron a traducir sus cartas al inglés. Pero a menudo, eso era todavía peor, porque a veces escribían cosas en un inglés tan macarrónico que en vez de aclarar, te dejaban completamente perplejo.

    The pork fucks the chicken (el cerdo jode al pollo), rezaba inverosímilmente un menú. Fried crap (mierda frita) anunciaba otro, cuando en realidad quería decir fried carp (carpa frita). En la sección de bebidas, un menú prometía al sediento comensal bee puke (vómito de abeja).

    Pero además de la escritura, también me armaba un lío con los tonos. Y es que el chino mandarín es el idioma con el mayor número de homónimos y la única manera de diferenciar una palabra de otra son los tonos. Por ello se dice que el mandarín es un idioma tonal.

    Rebecca nos explicó el funcionamiento básico de los tonos.

    —El primer tono es un tono agudo, pronunciado de manera uniforme. El segundo es un tono cantarín, en el que el acento va subiendo, mientras que el tercero se pronuncia bajando la tonada y luego subiéndola, como en el segundo tono. Finalmente el cuarto tono es corto y algo brusco, que se pronuncia con una sílaba alta que baja rápidamente, como un latigazo verbal.

    Un día, comiendo en un restaurante, quise escribir el nombre de un plato que me gustó mucho, para poder reconocer los caracteres chinos en la carta. Pedí a la camarera que me prestase su bolígrafo. Dudó un momento y me miró de reojo, como si hubiera dicho algo extraño. Como no reaccionaba, gesticulé, señalando el bic que llevaba en el bolsillo de la camisa. Al contarle la anécdota unas horas más tarde a mi compañero Cedric me explicó, riéndose a carcajadas, que la palabra bolígrafo (笔 en tercer tono), pronunciada incorrectamente, como yo lo hice, en primer tono (屄) significa algo totalmente diferente.

    —¿Qué quiere decir? Por favor, acláramelo —le pedí.

    —¡No me extraña que te mirara de reojo! ¡Es la palabra más vulgar empezando por la letra c que te puedas imaginar! —exclamó Cedric.

    Fui poco a poco aventurándome con el idioma, y aunque de vez en cuando metiera la pata, lo importante era aprender a comunicarme. Por las noches, para ayudarme a dormir, ojeaba el diccionario, aprendiendo nuevas palabras. Cedric había conseguido a hurtadillas un diccionario impreso en Taiwán que contenía un vocabulario mucho más amplio y que no estaba censurado, como los diccionarios de la China continental. Me lo prestó unos días y así pude aprender algunos tacos y expresiones más coloquiales y desenfadadas que aquellas que nos enseñaban en clase.

    Por la calle, donde no se hablaba el refinado mandarín de la universidad sino el tosco y gutural dialecto pekinés, oía frecuentemente palabras y expresiones que no encontraba en el diccionario. Los pekineses, añadían una curiosa erre (pronunciada a la escocesa) al final de muchas palabras.

    —¿Nirrnarrdeni? —me ladró un taxista de la tierra, cuya sonrisa dejaba entrever unos dientes ennegrecidos por el tabaco. Más adelante supe que ese gruñido era una pregunta que te hacen casi todos los taxistas: ¿Ni shi naige guojia de? (¿De qué país vienes?).

    Además de añadir erres constantemente, los taxistas también aderezaban sus frases con la palabra cao (pronunciada tsao). Preguntamos al señor Li qué significaba, pero enrojeció y se hizo el sueco, fingiendo no haber oído lo que le decíamos. Finalmente, preguntamos a un taxista. Hizo un gesto grosero con sus dedos, que no nos dejó ninguna duda del significado de la palabra.

    Como jóvenes que éramos, queríamos aprender algunas palabras de uso cotidiano para desenvolvernos mejor en la vida real, para ligar con chicas, o para saber si alguien te estaba insultando (cao, por ejemplo, es una exclamación que los pekineses usan muy a menudo). Pero ese vocabulario no lo aprenderíamos en los libros de texto, ni nos lo enseñarían nuestros oficiosos profesores. Oficialmente, la palabra

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