El nuevo orden mundial: El Apocalipsis en el que estamos viviendo
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Una figura singular y un proceso de desvelamiento. Carlo Maria Viganò es un sacerdote que, luego de su ordenación en 1968 en Pavía, se orientó hacia la carrera diplomática. Nuncio en Nigeria, y luego Delegado para las Representaciones Pontificias en la Secretaría de Estado (un cargo muy delicado, bajo sus ojos pasan todos los ardientes expedientes personales de prelados y obispos); luego secretario para el Estado de la Ciudad del Vaticano, el Governatorato, y finalmente nuncio apostólico en Washington, sin duda uno de los seis destinos más prestigiosos para cualquier diplomático, con sotana o con hábito civil.
Ciertamente, la nunciatura en el corazón del Imperio ofrece a su titular una perspectiva de extraordinaria amplitud y profundidad; le permite escudriñar los mecanismos del poder mundial, los resortes evidentes -y los ocultos- que están en la base de las elecciones y las decisiones.
Es de este caudal de experiencia y conocimientos del cual muy pocos pueden presumir que nace la reciente presencia pública de Carlo Maria Viganò. Toda una carrera y una vida sacerdotal transcurridas en la necesaria discreción ligada a sus obligaciones profesionales y de rol se ven súbitamente trastocadas. En el verano de 2018 -no se han cumplido todavía cuatro años- monseñor Viganò tuvo el sensacional gesto de revelar las protecciones y complicidades que permitieron al entonces cardenal Theodore McCarrick llevar a cabo los abusos que finalmente le llevaron a las condenas que sufrió.
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El nuevo orden mundial - Carlo Maria Viganò
Prefacio
Marco Tosatti
Está fuera de toda duda de que en los últimos años la figura de monseñor Carlo Maria Viganò ha emergido en la escena de la comunicación en el mundo de la Iglesia -pero no sólo en él- como una voz de denuncia y de apelación no sólo respecto a la corrupción y a la pobreza cultural y espiritual presentes en el mundo eclesial actual -a todos los niveles-, sino en la sociedad y en la política mundial.
Una figura singular y un proceso de desvelamiento. Carlo Maria Viganò es un sacerdote que, luego de su ordenación en 1968 en Pavía, se orientó hacia la carrera diplomática. Nuncio en Nigeria, y luego Delegado para las Representaciones Pontificias en la Secretaría de Estado (un cargo muy delicado, bajo sus ojos pasan todos los ardientes expedientes personales de prelados y obispos); luego secretario para el Estado de la Ciudad del Vaticano, el Governatorato, y finalmente nuncio apostólico en Washington, sin duda uno de los seis destinos más prestigiosos para cualquier diplomático, con sotana o con hábito civil.
Ciertamente, la nunciatura en el corazón del Imperio ofrece a su titular una perspectiva de extraordinaria amplitud y profundidad; le permite escudriñar los mecanismos del poder mundial, los resortes evidentes -y los ocultos- que están en la base de las elecciones y las decisiones.
Es de este caudal de experiencia y conocimientos del cual muy pocos pueden presumir que nace la reciente presencia pública de Carlo Maria Viganò. Toda una carrera y una vida sacerdotal transcurridas en la necesaria discreción ligada a sus obligaciones profesionales y de rol se ven súbitamente trastocadas. En el verano de 2018 -no se han cumplido todavía cuatro años- monseñor Viganò tuvo el sensacional gesto de revelar las protecciones y complicidades que permitieron al entonces cardenal Theodore McCarrick llevar a cabo los abusos que finalmente le llevaron a las condenas que sufrió.
Me parece que es justo recordar este paso, que es fundamental para entender lo que ocurrió a continuación, repitiendo, pero repetita juvant, y no todos pueden estar en conocimiento de todo lo que ya he testificado.
La historia del expediente Viganò, y de todo lo que siguió, comenzó para mí una mañana de finales de julio. Un amigo me llamó por teléfono y me preguntó si había leído un artículo en una página web filo-vaticana, estrechamente vinculada a la Secretaría de Estado, sobre el asunto McCarrick, el cardenal acusado por la justicia laica de abusos a un menor hace muchos años, y consecuentemente castigado por el Vaticano, que le quitó la birreta de cardenal y lo envió a una vida de retiro, oración y penitencia, después de años de viajar a diestra y siniestra como embajador no oficial. Yo no lo había leído y mi amigo me anticipó: te va a llamar monseñor Viganò, está indignado por las alusiones hechas a los dos nuncios que le precedieron, quienes están muertos y ya no pueden hablar; y por las dirigidas a Benedicto XVI, que había castigado a McCarrick. Yo había visto a Carlo Maria Viganò algunas veces, en eventos sociales; lo conocía, pero nada más. El amigo me dijo que el arzobispo seguía a Stilum Curiae, y le parecía que yo podía ser la persona adecuada para hacer una entrevista, por la libertad con la que trato las cuestiones de la Iglesia. ¿Por qué no?, le contesté.
Y en efecto, un par de días después, me llamó el ex nuncio en Estados Unidos. Acordamos reunirnos en mi casa en Roma. Se presentó una mañana y le dije que todo estaba listo, mostrándole la grabadora. No, todavía no, primero quiero contarle una historia, respondió. Nos sentamos y me contó todo lo que ustedes han leído en el Primer Testimonio. Al final pregunté: ¿hacemos entonces la entrevista? Todavía no, respondió, primero tengo que resolver algunos asuntos personales. Volveremos a hablar en los próximos días. Pasó algún tiempo, y como salió el Informe del Gran Jurado de Pensilvania, en el que también se menciona ampliamente al cardenal Wuerl, uno de los factótums en Estados Unidos del Pontífice reinante, tomé la iniciativa de llamarle por teléfono. ¿Ha visto que ha salido el informe del Gran Jurado? Si todavía tiene la intención de hacer esa entrevista, tal vez ahora sea el momento adecuado
. Me contestó: Nos vemos la semana que viene
. Volvió a venir a mi casa, e inmediatamente dijo: He pensado en escribir algo en lugar de la entrevista. ¿Le gustaría leerlo?
. Leímos el texto juntos, un par de veces, haciendo algunas correcciones esenciales para aclarar términos y conceptos para los no especialistas, y para cortar algunos pasajes superfluos. Pensé en La Verità, tenía en alta estima a Maurizio Belpietro y me parecía uno de los pocos periódicos que no alarmaría al Vaticano en forma preventiva. Estuvo de acuerdo; llamé a Belpietro, a quien no conocía, le expliqué la situación y me dijo que estaba encantado de publicar el testimonio. El arzobispo quería también una edición en inglés y otra en español. Conocía a Edward Pentin y habló con él, y para el español me puse en contacto con Gabriel Ariza, de Infovaticana. Las traducciones tardaron varios días (eran más de diez páginas de texto). Nos vimos el 22 de agosto; decidimos que se publicaría cuatro días después, a las siete de la mañana del domingo. Nos despedimos. Le pregunté a dónde iba. Me contestó que iba a desaparecer, y que no me decía dónde, para que yo no tuviera que mentir si me preguntaban. Aquella tarde no me quedé tranquilo hasta que envié el texto a quien tenía que recibirlo. Era una gran responsabilidad. El embargo debía levantarse a las 7 de la mañana del domingo, pero no tuve en cuenta un hecho. En la medianoche del sábado, la RAI muestra las portadas de los periódicos del día siguiente. Y, por supuesto, La Verità tenía toda la portada sobre el Papa y McCarrick... alguien se lo hizo notar a sus colegas americanos, que hicieron publicar sus artículos unas horas antes del embargo.
¿Por qué escribo todo esto? Porque desde las primeras horas, desde los primeros días en que se difundió el Testimonio del arzobispo, se puso en marcha una amplísima maquinaria de desinformación y descrédito increíblemente extensa. Hubo quien llegó a decir que yo había escrito el memorial, prácticamente inspirando el testimonio; un periodista conservador, hostil al Papa, que quería lucirse... Debo decir que mi opinión sobre mis colegas -no muy alta al principio, lo confieso- se ha deslizado hacia profundidades inconmensurables. Colegas que, además, -por ideología, por fascinación, por pago, por connivencia con la institución- se han puesto a buscarle el pelo al huevo de las declaraciones de Viganò. En este sentido, no puedo olvidar las dudas, difundidas a dos manos por la Banda de Prensa de Bergoglio, sobre la existencia real de medidas tomadas por Benedicto XVI contra McCarrick. Debió ser un mal día para ellos cuando Ouellet lo confirmó en su diatriba anti-Viganò... Pero son gente capaz de tragarse cualquier sustancia y sonreír con agradecimiento.
Y este modelo de difamación indirecta -no es monseñor Viganò quien escribe lo que publica, sino escritores en las sombras- ha sido retomado, con cada denuncia particularmente fuerte y explícita del arzobispo sobre los temas candentes del momento: la psico pandemia del Sars Cov-2 y ahora la guerra en Ucrania. Pero -y esto también es singularmente revelador- estas acusaciones ridículas fueron lanzadas por lo que se podría considerar sectores tradicionales
del mundo eclesial, que han justificado así la sospecha de estar vinculados, influenciados y quizás incluso financiados por los círculos conservadores estadounidenses; pero del Estado profundo.
Pero este es un paréntesis, que cerramos inmediatamente,