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Emily o los juegos de poder
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Emily o los juegos de poder
Libro electrónico282 páginas4 horas

Emily o los juegos de poder

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Información de este libro electrónico

Emily, una bella e inteligente mujer de treinta y cinco años, ve pasar los días como ejecutiva de una gran empresa, al tiempo que mantiene una aventura. Un día, mientras está en Seattle con su amante, recibe una llamada telefónica en la que le ofrecen un cargo de responsabilidad en un ministerio. Ilusionada, empieza una nueva etapa de su vida, sin saber que está a punto de adentrarse en el oscuro universo de la política: un lugar donde el secreto y la mentira se protegen hasta las últimas consecuencias. Mientras juega el papel de marioneta útil, Emily se verá envuelta en una trama pública en la que hay muchos intereses en riesgo y en la que cada una de las personas implicadas está dispuesta a hacerlos valer con métodos tan siniestros como efectivos…

Emily o los juegos de poder es una novela sobre las dimensiones del poder y las fallas de la personalidad en una sociedad que solo parece capaz de atajar sus brotes de corrupción cuando las personas vulnerables son protegidas con métodos extraordinarios.

Estructurada como un artículo científi co, donde ningún detalle es casual, la novela pretende ser a la vida de las personas lo que un experimento es a la naturaleza: un modelo explicativo de lo que analiza.
IdiomaEspañol
EditorialPlataforma
Fecha de lanzamiento14 sept 2016
ISBN9788416620890
Emily o los juegos de poder

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    Emily o los juegos de poder - Francisco J. Tapiador

    científico

    PRECEDENTES

    El artículo científico ha de comenzar describiendo los precedentes, y poniendo en contexto la investigación. En esta primera parte es en la que se fija el tono del texto.

    A. B. COHEN

    1

    Emily no tenía mucho que hacer en su trabajo. Su puesto ejecutivo en Pragsa consistía en ocupar un lugar en el organigrama. Apenas le habían asignado atribuciones, y por su mesa cada vez pasaba menos tarea. Ser jefa de sección se había convertido en asistir a las reuniones del consejo y levantar acta, leer correos corporativos, dar ideas que luego se tiraban a la basura y, sobre todo, permanecer en la oficina durante un número prescrito de horas.

    Desde el principio fue consciente de que aquella enorme empresa se mantenía gracias a las subvenciones y a los contactos políticos, y que la contribución del trabajo de los empleados era irrelevante. Y eso no ayudaba a querer levantarse por las mañanas.

    Por otro lado, tenía la sensación de que no caía bien allí, aunque no entendía por qué. Era cierto que había entrado en la empresa gracias a que su padre hizo una llamada a un amigo, pero estaba segura de que nadie conocía la historia, y en todo caso, desde que llegó a la compañía había demostrado con creces lo que podía aportar.

    Ella era sin duda la persona con el mejor inglés de todo el departamento. Para algo había servido licenciarse en una universidad privada y echarse un novio norteamericano. Y también proporcionaba las ideas más creativas y con más visión de todo el consejo de dirección, por más que aquellos inútiles se empeñasen en ignorar sus sugerencias.

    Sucedía a menudo que al cabo de los meses resultaba que ella tenía razón, y que aquellas ideas eran las que se acababan aplicando. Pero nadie recordaba ya que Emily había sido la primera en proponerlas. Sin saber cómo, siempre había otro que se apuntaba el tanto.


    Pasaba las largas horas de oficina leyendo sobre ciencia y técnica. La empresa vigilaba el tráfico de la red, y leer novelas y revistas le habría causado problemas. Sin embargo, aquellas lecturas entraban dentro de la lógica de las tareas de documentación de una ejecutiva.

    El resto del tiempo de oficina lo entretenía enviando correos a amigos y conocidos con su teléfono particular. La clave para no aburrirse en aquella actividad social consistía en mantener una lista surtida, procurando no agotar demasiado a nadie en particular, aunque al final la gente siempre se cansaba y había que reemplazarla por otra nueva.

    Emily disponía de una buena cartera de contactos, e iba moviéndose de unos a otros según se le iban agotando las conversaciones, los puntos de encuentro o las ganas.

    No obstante, siempre disponía de dos o tres fijos con los que jugar a aquel pimpón insustancial. La relación con estos se mantenía más por ellos —que continuaban charlando con Emily a pesar de los desplantes o el desdén— que por ella, que pensaba que había mucho mar y muchos peces como para preocuparse por perder un interlocutor.

    La mayoría de aquellos a los que llamaba amigos eran técnicos de puestos intermedios, gente que se encontraban tan aburrida como ella en sus oficinas y a los que les costaba lo mismo, es decir, nada, mantener una relación ficticia con una chica lista. Esto también los ayudaba a poblar su pequeño mundo con ratos de fantasías que hacían mucho más llevadera la rutina diaria.


    Su otra vida empezaba también a aburrirla. Al principio de entrar a trabajar en Pragsa llenaba el ocio jugando con las consolas, yendo de viaje o acudiendo a buenos restaurantes. También se aficionó a hoteles balneario en los que recuperarse del estrés de no tener nada que hacer.

    Pero con los años se le acumulaban los meses en los que llenar semanas, y comenzó a cansarse de gestionar una agenda de actividades pensadas solo para no estar quieta.

    Al contrario que a la mayoría de las personas, los domingos se le comenzaron a hacer especialmente insoportables. Empezó acudiendo al Palacio de los Deportes a ver algún partido, pero se aburrió pronto. Tras algunas jornadas, los encuentros resultaban demasiado iguales, y no sentía afinidad suficiente por ningún equipo como para emocionarse por los resultados.

    Durante otra temporada le dio por el tenis, y le sucedió lo mismo. No lograba interesarse en serio por ningún partido.

    Luego empezó a frecuentar los almuerzos de los hoteles de lujo, y al principio aquella actividad la hacía sentir bien. Entre prepararse, ir, comer, ve- nir, reposar y la siesta, se le iba la mitad del día. Resultaba entretenido intentar mezclarse con gente para los que la cuenta no era sino otra forma de gastar. Pero pronto se cansó también de las liturgias para comer y de las pretensiones de los cocineros de moda.


    A los dos años de entrar en la empresa, hundida en aquellas rutinas, conoció a Zuben. Después de salir unos pocos meses, se casó con él.

    Ella era veinte años menor, pero eso no importaba en absoluto.

    Emily describía su matrimonio como un espacio de libertad y conocimiento mutuo basado en la confianza. Él hacía frecuentes viajes cortos fuera del país, a Suiza, a Mónaco o a las islas del norte de Francia, y cuando estaban en la ciudad tampoco se veían todos los días, así que se sentía libre, por una parte, y segura, por otra.

    Su combinación perfecta.

    2

    Fue un puente de mayo en el que Zuben tuvo que viajar a Riad para cerrar un trato. Emily pensó en acompañarlo, pero al final decidió no hacerlo. No tenía mucho sentido volar tan lejos para permanecer encerrada en una urbanización o en un hotel mientras él hacía sus gestiones. Además, no dio con nada apropiado para ponerse.

    Iban a ser solo cuatro días. En vez de quedarse en una ciudad tomada por los turistas, Emily prefirió salir a dar una larga vuelta con el coche. Lejos, fuera, sin importar mucho el destino.

    Preparó un equipaje mínimo, llenó el depósito de su deportivo rojo y condujo a toda velocidad hacia el sur.

    El aire fresco de la mañana le expandía los pulmones. Al poco de abandonar el extrarradio de la ciudad, empezó a oler a campo. Había llovido la noche antes y el frescor de la tierra recién mojada envolvía el verde de las colinas a través de las que trazaba la autopista. Aquello la puso de buen humor.

    Al cabo de unas horas paró en un área de servicio. Buscando en un portal de viajes, dio con un hotel balneario que se anunciaba como solo para adultos.

    En su experiencia, aquello quería decir libre de niños correteando por la piscina, y de padres que se quejaran de mujeres en toples tumbadas bajo las sombrillas o que reprobaran de reojo a las parejas del mismo sexo que acudían en albornoz al circuito termal.

    Le gustó la idea. Necesitaba tranquilidad.


    Llegó a media mañana. No tuvo que registrarse. Estaba afiliada a una franquicia de hoteles, así que simplemente tomó la llave electrónica del kiosco de recepción y subió a su habitación a dejar las maletas.

    Las vistas al mar desde el piso superior eran magníficas. A lo lejos, se veían barcos de vela y a los surfistas jugar con las olas. No parecía que hubiera demasiada gente en la arena.

    Tras almorzar sin prisa, decidió acercarse al bor- de del mar. El hotel se abría directamente a la playa a través de una plataforma de listones de madera. Esta atravesaba un pinar y unas pequeñas dunas tapizadas de grama sobre las que se posaba el chiringuito de madera que daba servicio al hotel. Y a veinte metros, el mar, con ese olor tan particular a yodo y frescor que ella buscaba siempre que podía.

    El chiringuito lo llevaba un chico de los alrededores que según supo luego también tocaba en la banda del hotel por las noches. No paró de mirarla y de intentar ligar desde que ella puso el pie en las hamacas encaradas al mar y le pidió un zumo de tomate.

    Pálida como era, intentaba ponerse morena sin quemarse. Alternaba chapuzones con unos largos descansos a la sombra que ocupaba en leer novelas. De género, sobre todo, porque la complejidad de las otras la aburría sobremanera: a menudo no tenía paciencia para pasar del planteamiento de las cien primeras páginas, y le daba pereza tener que pararse a reflexionar sobre los detalles.


    Emily pasó del camarero desde que se sentó, pero no pudo evitar fijarse en un grupo de chicos que volvía del mar camino de su mismo hotel.

    Tenían pinta de profesionales, chicos de menos de treinta y cinco; todos con el mismo corte de pelo y la misma forma segura de moverse, todos bien esculpidos en horas y horas de gimnasio.

    Según supo luego, habían recalado allí de vuelta a casa, después de finalizar un largo proyecto en el extranjero. La compañía de viajes, Aegir, los había dejado tirados en el viaje de vuelta. Acabaron en aquel lugar después de dar varias vueltas por los aeropuertos de medio Mediterráneo. Iban ya para siete días dando tumbos, pero esperaban que aquel fuera el último.

    Ahora volvían de un paseo en barco a un promontorio cercano. Habían fondeado cerca de la orilla y alcanzaron la playa a nado. Se les notaba cansa- dos, pero charlaban alegres mientras recuperaban el aliento.


    Uno de los chavales destacaba sobre los demás. Llevaba un bañador verde. Los del resto eran rojos.

    Cuando pasaron al lado de Emily, este la miró.

    Ella se dio cuenta, pero no le devolvió la mirada. El chico no tenía nada de particular, aparte del bañador y de que se hubiese fijado en ella; no era el más atractivo, ni el que más hablara ni el que se revelara como el más seguro por su forma de andar.

    Emily lo examinó sin mover la cabeza, protegidos sus ojos tras unas enormes gafas por entonces de moda, hasta que el chico salió de su campo visual en dirección al hotel. Al cabo de unos minutos, recogió su toalla y su cesto de mimbre y volvió también al hotel, recorriendo de vuelta la pasarela de madera sin hacer caso a la mirada obvia del camarero.

    3

    Emily abrió la cancela del hotel y caminó por el césped suave y fresco. Se limpió los restos de arena en una pequeña pileta tapizada de diminutos mosaicos azules y fue hacia la zona de baño. Disfrutando de aquel olor a limpio, y sin prisa, se recostó en una de las tumbonas que rodeaban la piscina, justo al otro lado del grupo de ingenieros, que seguían charlando.

    El chico del bañador verde le lanzó alguna mirada furtiva. Emily continuaba observándolos detrás de su parapeto de cristal ahumado, con la cabeza girada hacia otro lugar para no dar la impresión de estar interesada. Moreno, con una bonita sonrisa, y fuerte, pero sin marcar demasiado los músculos, empezaba a echar barriga. No era muy alto; tal vez un poco más que ella, calculó.

    Sacó un libro, El Decano, se llamaba, y se puso a leer, alternando párrafos con miradas. No tenía ni idea de por qué lo había escogido, y a trozos le resultaba un coñazo, pero daba igual. Leía media página, pensaba un poco sobre lo leído y echaba otro vistazo a los chicos evitando traslucir que los espiaba.

    Cuando acabó un capítulo completo decidió hacer una pequeña pausa antes de empezar con el siguiente. Comenzaba a hacer calor, y quiso refrescarse. Con gran estilo, se tiró al agua de cabeza desde el otro extremo de la piscina y emergió junto a los ingenieros después de un meritorio largo olímpico.

    Emily llamaba la atención, con su melena rizada, su busto generoso y el estilo que derrochaba al moverse. Y aunque aquellos eran chicos educados, que no acostumbraban a volver la cabeza como si no hubieran visto en su vida a una mujer hermosa, no pudieron evitar mirarla de reojo cuando salió a la superficie.


    Estaban hablando sobre el sentido de orientación que tienen las aves en sus migraciones. Discutían sobre cómo era posible. Tres de ellos afirmaban que los pájaros llevan unas partículas magnéticas en su pico y que utilizan el campo magnético de la Tierra como una brújula, pero el del bañador verde sostenía que aquello tenía que ver con la cuántica.

    Decía que su chica había trabajado en ello y que el tema era que hay una molécula en el ojo de los pájaros que emite dos partículas gemelas y que el campo magnético lo que hace es afectar a una de ellas. Pero no se acordaba del nombre de la molécula en cuestión.

    —Criptocroma. Se llama criptocroma —apuntó Emily desde el agua, sonriendo.

    Dio la casualidad de que acababa de leerlo en su libro, y aquella fue la primera palabra que cruzó con David: criptocroma.

    Todos la miraron. A David le sorprendió que alguien más conociera aquella palabra y le preguntó cómo lo sabía.

    Emily no reveló la verdad. Se limitó a ladear la cabeza y a decir, como azorada, un «ya ves» que venía a ser una declaración de que soy una chica mona, pero lista.

    Les dijo que por lo que recordaba haber leído, ella también pensaba que la orientación de los pájaros se debía a un mecanismo cuántico.

    —¿Lo veis? —dijo David, triunfante—. Yo tenía razón.

    Los otros hicieron un gesto con la mano y, rindiéndose ante la corroboración ajena de la postura de David, dijeron que vale, que él ganaba, y que necesitaban beber algo.

    David, apoyado en el mástil del socorrista, observaba fascinado a aquella mujer que, al borde la piscina, entre dos mundos, con los brazos cruzados sobre la piedra, mecía las piernas tras de sí creando remo- linos.

    Ella le sonrió, y sin más, saltó hacia atrás para nadar a braza de regreso a su hamaca. Al llegar al otro lado de la piscina, giró sobre sí sin esfuerzo y ya volvía nadando a crol, rápida, como una profesional.

    David dejó el mástil y les dijo a sus amigos que ya los alcanzaría luego.

    «Cuidado, David», le susurró Nico, retrasándose un segundo del resto; «esa chica te va a joder la vida», añadió mientras se ponía los cascos y se marchaba con los otros hacia el bar.

    Pero él no le hizo mucho caso, inmerso en la seguridad de que él no era un mujeriego. Se agachó entonces para sentarse al borde del agua con los pies dentro de la piscina, al lado de donde había partido Emily, que regresaba.

    —Nadas muy bien —le dijo.

    —De niña tenía problemas de espalda e iba a la piscina todos los días —respondió Emily.

    David le contó que Lena, su novia, pensaba irse unos meses a Inglaterra para trabajar precisamente en la criptocroma, y que le sorprendía mucho que ella conociera aquel tema pionero de investigación.

    Emily continuó haciéndose la interesante sin desvelarle que acababa de leerlo en una novelucha, y comentó que, por lo que sabía, la biología cuántica era un campo con mucha proyección. Le dijo también que en una de las empresas de su marido habían estado interesándose por aquella técnica, y que si resultaba rentable, seguro que invertirían en ella.


    Se quedaron hablando un buen rato. Era la última noche que David iba a pasar allí, y acabaron siendo los últimos en abandonar la piscina.

    Al despedirse, intercambiaron sus datos, y así fue cómo desde aquel día Emily y David empezaron a pasar largas horas charlando a distancia: él fascinado con aquella mujer que acababa de conocer, y Emily encantada de disponer de un nuevo amigo con el que entretenerse en los ratos insoportables del tedio de la oficina.

    No volvieron a encontrarse hasta que, al cabo de casi un año de charlar aproximadamente a diario, acabaron por planear aquel viaje a Seattle.

    4

    Mientras Emily y David pasaban una semana en Seattle, Lena, la de los ojos verdemar, se dirigía a Londres afanándose en sus investigaciones científicas.

    Después de tanto tiempo, el Imperial College aún conservaba el aire victoriano tan del agrado de algunos ingleses. En el lado del campanario, los despachos de los profesores tenían una luneta a media altura que ilusionaba una ventana auténtica. El otro lado compartía medianera con el Museo de la Ciencia. Las escaleras y la baranda, de madera, eran las del diecinueve, y los cristales plomados de las ventanas fueron repuestos tras la Gran Guerra.

    El laboratorio que le habían asignado era pro- fundo y de piedra. Los pasillos de aquella sección de su edificio convergían en almacenes sin ventanas, en los que cada primero de mes se agolpaban lotes de material de oficina y entregas de reactivos y utillaje.

    Los corredores se abrían a pequeñas habitaciones de usos diversos y a salas también ciegas, plagadas de instrumentos y de becarios que competían por acabar sus tesis y complacer a sus directores de proyecto.

    Olía a química; a compuestos orgánicos, a sales y a unas mezclas ácidas que hacían saltar las lágrimas tras generar un picor característico en la garganta.


    La cafetería con la que compartía edificio la biblioteca fue remozada en los noventa y servía unas pastas bastante buenas a un precio decente. Pero lo importante para Lena, la de los ojos verdemar, era que allí se encontraban los sillones más cómodos del barrio.

    Le gustaba ir allí cuando la cabeza se le embotaba o cuando ya no podía aguantar más tiempo despierta. Subía al segundo piso, pedía un café, se sentaba al lado de la cristalera y acariciaba el suave algodón naran- ja de los sillones mientras se apoyaba en los reposabrazos. Así descargaba las tensiones acumuladas en el cuello después de varias horas de uso del portátil o de los equipos de análisis químico.

    Años atrás, cuando aún estaba estudiando en aquella universidad, apenas pasaba por la cafetería. En aquel tiempo, prefería prepararse un té en el laboratorio y continuar así con sus experimentos. Pero ahora que estaba de visita durante un par de meses, podía permitirse subir cada día, y así romper un poco con la rutina.

    Iba tocando ya disfrutar de las pequeñas cosas, o llegaría el momento en que la vida habría pasado tan rápido que el tiempo restante no daría abasto para recuperar los gozos de no hacer nada.

    Su vida había mejorado mucho desde su época de estudiante de doctorado. Ahora estaba ya más tranquila. Al año siguiente le darían una plaza fija y podría dedicarse a la ciencia sin tener que pensar en encadenar becas y contratos sucesivos.

    Tal vez entonces hasta se planteara tener un hijo.

    5

    Una semana antes de que Emily y David disfrutaran de su excursión a Seattle, Paula y Lug habían pasado por la ciudad. Hacía mucho tiempo que no hacían juntos un viaje y querían disfrutar de unos días de descanso.

    Lug, a sus cuarenta y tantos años, se resistía a moverse, pero Paula, más joven y activa, se esforzaba en arrancar de la rutina a su amigo preferido. Él era una de las pocas personas con las que se sentía cómoda, quizá porque cuando estaba con ella, Lug no prestaba atención a otra cosa.

    Se conocían desde siempre, y eso ayudaba; y aunque Lug pudiera no resultar atractivo para otras mujeres —demasiado delgado, con entradas pronunciadas en su pelo poco a poco gris, un tanto seco, poco dado a diversiones—, a ella le gustaba pasar tiempo con un hombre libre que no necesitaba poner una etiqueta a lo suyo, y al que el trabajo de dirección del Museo de Arte Contemporáneo dejaba mucho tiempo libre.

    Vivían por su cuenta. Se veían cuando les encajaba, lo que venía a ser casi todos los sábados y domingos, y algunos días perdidos de diario, aunque no todas las semanas.


    El tercer día de su estancia en Seattle, Paula reci- bió un mensaje. Estaban desayunando en la cama, ella aún adormecida después de una noche de buen sexo, cuando al comprobar su teléfono chasqueó la lengua.

    —Vaya…

    —¿Qué sucede? —preguntó Lug, que llevaba un rato sin probar bocado, leyendo el periódico en su tableta.

    —Voy a tener que irme —contestó Paula—. Ha surgido un problema.

    —¿Irte? ¿Adónde? ¿De vuelta a la ciudad?

    —No, a Cambridge.

    —¿A Cambridge? ¿Qué ha pasado?

    —En algún sitio algún imbécil ha cometido un fallo y ha entendido mal el espesor de la capa de pintura con que pintamos los helicópteros —explicó Paula—. En vez de 0,3 milímetros, ha leído 0,8. Eso es medio milímetro de diferencia.

    —Que deduzco que es mucho…, ¿no? —preguntó Lug sonriendo, mientras se servía un poco de leche.

    —Pues sí, es bastante —dijo ella mientras dejaba el teléfono a un lado para tomar una tostada—. Medio milímetro más de grosor en

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