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Storey
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Libro electrónico334 páginas4 horas

Storey

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Información de este libro electrónico

«Me gustan Lee Child, Robert Crais, Tess Gerritson… Así que creo que Keith Dixon está ahí arriba con los grandes». - Valoración extraída de Amazon. «El escritor más entretenido del género hoy en día». - Valoración extraída de Amazon. Paul Storey deja Londres y regresa a su ciudad natal para escapar de un suceso que ha arruinado su vida profesional. Poco a poco vuelve a relacionarse con la gente… pero acabará involucrándose con criminales, ladrones y estafadores.

Paul Storey deja Londres y regresa a su ciudad natal para escapar de un suceso que ha arruinado su vida profesional. Poco a poco vuelve a relacionarse con la gente, pero acabará involucrándose con criminales, ladrones y estafadores, precisamente el tipo de personas de las que estaba intentando escapar. Y peor aún: uno de ellos es una estafadora en la que, por algún motivo, no puede dejar de pensar y que tiene la costumbre de manipular a los hombres… Cuando se involucra en una estafa para vender antigüedades de contrabando procedentes de Siria, se da cuenta de que no puede escapar de su destino. Resulta ser un profesional con una habilidad especializada que lo hace aún más deseable para sus nuevas compañías. Su intención era encontrar un propósito en la vida y tener la mente tranquila, hasta que aparece un sirio que quiere recuperar una de las antigüedades robadas… Y hará lo que sea para conseguirlo.
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento4 mar 2019
ISBN9788893983587
Storey
Autor

Keith Dixon

Keith was born in Durham, North Carolina in 1971 but was raised in Bellefonte, Pennsylvania. He attended Hobart College in Geneva, New York. He is an editor for The New York Times, and lives in Westchester with his wife, Jessica, and his daughters, Grace and Margot. He is the author of Ghostfires, The Art of Losing, and Cooking for Gracie, a memoir based on food writing first published in The New York Times.

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    Storey - Keith Dixon

    CAPÍTULO UNO

    LA TERCERA VEZ que Paul Storey la vio sería la vez que más le marcaría. Fue cuando todo se fue al traste.

    Ella ni le miró ni le dijo nada, al menos no como para iniciar una conversación, pero él sabía que se había dado cuenta de que estaba allí desde el momento en el que ella atravesó la puerta. Incluso en un lugar lleno de gente había algo que le decía que lo estaba ignorando a conciencia.

    Dudaba si debía acercarse a decirle algo o no, presentarse, sentarse frente ella en una de las mesas cuadradas y negras y comenzar una conversación… «Vienes aquí todos los días, ¿no?». No, era demasiado obvio, no era el efecto que buscaba. Tal vez no debía decir nada, simplemente coger una silla, abrir el periódico, saludar con la cabeza y ponerse a hacer un crucigrama.

    Pero entonces ella pensaría que la estaba acosando, y no era lo que estaba haciendo. Era una mujer atractiva y a él le había llamado la atención…

    Venía a Starbucks todos los días a la misma hora, justo antes del almuerzo. Cada día con ropa diferente, pero siempre con una falda con clase, de corte perfecto, justo por debajo de la rodilla, y una blusa ajustada bajo el pecho. Daba la impresión de ser una mujer de negocios a la que le gustaba sentirse sexy al mismo tiempo. Llevaba un pequeño maletín marrón con hebillas doradas, tacones altos, pero no demasiado, cabello rubio muy cuidado, recto y metido detrás de las orejas… No, detrás de una oreja: la oreja que usaba para hablar por teléfono.

    Siempre encontraba mesa junto a la ventana, mirando hacia el Broadgate, pasando la estatua de Lady Godiva, en dirección Wagamama y la cafetería de al lado. Tenía un pequeño ordenador y lo abrió para teclear un poco, pero de repente paró y se quedó mirando por la ventana. Se mordía un poco el labio inferior. Bebió un pequeño sorbo de café. Tenía un rostro harmonioso: frente amplia y cejas arqueadas que parecían haber sido perfiladas con lápiz, un toque de color en los párpados, nariz pequeña y recta y labios finos. Su piel era perfecta.

    Esta vez tan solo había estado sentada unos cinco minutos y ya se había levantado; estaba organizando sus cosas dentro del maletín: llaves, cartera, paquete de pañuelos, monedas para la propina... Metió el ordenador dentro del maletín. Ahora parecía enfadada, nerviosa, de pie mirando por la ventana, pero sin moverse, solo viendo a la gente pasar.

    Entonces se giró y se quedó mirándolo directamente.

    Mientras ella se acercaba, él se quedó completamente inmóvil. Estaba atrapado, sentado en uno de los taburetes junto a la otra ventana, al lado de un altavoz por el que sonaba Bob Dylan.

    Se paró a un escaso metro de él. Ojos negros, rubia, delgada, de estatura media, un poco más joven que él, expresión dura.

    —Si vas a quedarte mirando todos los días, podrías presentarte, por lo menos —dijo.

    —Estaba esperando el momento oportuno y creo que este, desde luego, no lo es.

    —¿Qué quieres?

    —Vivir el día a día sin complicaciones. Gracias por preguntar.

    —De mí. ¿Qué quieres de ?

    Quería ir al grano y eso a él le gustaba. Es algo que admiraba de las mujeres londinenses: siempre tenían prisa, lo que significaba que podías ir a su ritmo o ralentizarlo. No quería ser siempre él el que marcase el ritmo, intentando averiguar cuán rápido debía ir, así que era agradable encontrar a alguien así en su ciudad natal.

    —Me preguntaba qué haces aquí —dijo él.

    —¿Por qué no iba a estar aquí?

    —Vas vestida de oficina y maquillada. Llevas un ordenadorcito muy mono y un móvil, te sientas en la esquina y haces de mujer de negocios. ¿Dónde cree la gente que estás cuando hablas con ellos por teléfono? ¿Cuál es la dirección de oficina que aparece en tu tarjeta de visita? No lo puedo evitar; me pregunto todas esas cosas.

    —¿Eres poli?

    —¿Parezco un poli?

    Le miró de arriba abajo como si no se le hubiera ocurrido examinarle antes.

    —Puede ser —dijo ella—. Más bien hacia el extremo cutre del espectro.

    —Trabajo en seguros.

    —¿Ventas?

    —Asesor. Si tu casa se incendia o tienes una inundación, te digo cuánto te llevarías.

    —Sin embargo, estás en Starbucks todos los días, asustando a las mujeres porque no dejas de mirarlas fijamente.

    —No pareces asustada.

    —¿Ah no? ¿Y eso cómo lo sabes? ¿Cómo sabes lo que es ir a un sitio público y encontrarte a alguien mirándote fijamente cada día?

    Paul se encogió de hombros.

    —No pensé que fuera tan obvio. Pretendía ser discreto.

    —Mira, yo lo único que quiero es venir aquí, tomarme mi café y no sentirme observada. ¿Te parece bien?

    Se estaba empezando a cansar, ya no veía la amenaza en sus ojos. Paul intentaba identificar su acento: un ligero deje escocés, más de la costa este que de la oeste. Era tan leve que se preguntaba si no habría perdido un poco el acento al vivir en el sur. Era atractiva, te daban ganas de escucharla hablar tan solo por ver cómo lo hacía.

    Agarró el maletín y lo cambió de mano. Llevaba la típica blusa blanca debajo de una chaqueta oscura y a él incluso le pareció vislumbrar un sujetador negro debajo que no parecía concordar con el atuendo de ejecutiva.

    —¿Cómo te llamas? —dijo ella.

    —Paul Storey.

    —¿Con o sin «e»?

    —Con. No mucha gente me pregunta eso. ¿Vas a buscarme en Google?

    —¿Debería?

    —Yo no lo haría. ¿Cómo te llamas tú?

    —Ni de broma. ¿Pensabas que si te quedabas mirando el tiempo suficiente te pediría una cita?

    —Puede que lo haya pensado.

    —Pues ni de coña.

    —Vale, capto el mensaje —. Bajó la voz y añadió— ¿Qué pasa? ¿De qué estás asustada?

    —De la vida —dijo ella—, del universo y de todo en general. Muy comprensible. Y, respondiendo a tu primera pregunta, vengo a trabajar aquí porque el ruido me ayuda a concentrarme. Hay demasiado silencio en la oficina.

    —¿A qué te dedicas?

    —Soy periodista en un periódico de poca tirada. Pero eso no es de tu maldita incumbencia. ¿Satisfecho?

    —Por supuesto. ¿Por qué no habría de estarlo?

    Parecía que iba a añadir algo, pero se dio media vuelta y se marchó. La vio de perfil abriendo la puerta y girando a la izquierda, dirección Primark. Se encontró a sí mismo sonriendo, giró la silla cara a la pared y se tomó su café.

    No era periodista. Iba demasiado bien vestida y estaba más nerviosa que cualquier periodista que hubiera conocido nunca.

    Pero, pensándolo bien, tampoco le importó que le mintiera. Al fin y al cabo, él tampoco trabajaba en una aseguradora.

    CAPÍTULO DOS

    —SR. STOREY, SI quiere mi opinión profesional, el precio que ha fijado por la casa de su padre es demasiado alto. Las viviendas en su... En el área de Coventry han sufrido un gran impacto en los últimos años. Hay sobre todo primerizos intentando establecerse y el precio que usted ha fijado les desencentivará hasta de querer ver la casa por dentro.

    «¿Desencentivar? Madre mía».

    —Pero ese no es mi problema, ¿verdad? —dijo Paul—. Ese es su trabajo: vender.

    —Por supuesto.

    —Mire, le propongo bajarles un 5 por ciento a los que estén interesados en cerrar un trato.

    —Los compradores son mucho más agresivos hoy en día. Es más probable que pidan una rebaja del 15 o 20 por ciento, especialmente en su zona. El colegio de la zona no tiene muy buena reputación y, además, como ya sabrá, durante el último año se han denunciado bastantes delitos. Cosas de poca importancia, insignificantes, pero que, al fin y al cabo, marcan la diferencia.

    —Le entiendo, pero me da igual. Tengo que venderla.

    El agente inmobiliario se llamaba Jeremy Frost y a Paul no le caía bien. Su comportamiento no le inspiraba nada de confianza. Pretendiendo ser realista y al mismo tiempo haciendo como si fueran amigos. Tal vez es así como funciona hoy en día.

    Frost se reclinaba en su reluciente asiento de cuero, describiendo lo que iban a hacer, publicando las fotos en internet para distribuirlas a través de sus diversas compañías nacionales, poniendo el vídeo en la pantalla que tenían en el escaparate de la tienda y, si pagaba un poco más, pondrían su anuncio en un lugar destacado de su página web, con una foto más grande y un aumento garantizado de las visitas del treinta por ciento...

    Encargarse de la venta de la casa de su padre había sacado lo peor de él. Era la casa donde había crecido y ahora tenía que venderla. Era como si le hubieran pedido que se arrancara un brazo y lo subastara en eBay.

    —¿Tiene una fecha límite de venta? —dijo Frost—. ¿Antes de regresar a Londres?

    —No voy a volver.

    —Ah, yo creía que...

    —Está atrapado conmigo en esto —dijo Paul sonriendo.

    —Es usted mi cliente favorito —respondió Frost,

    devolviéndole la sonrisa—. Todos nuestros clientes son nuestros favoritos.

    —Claro que sí. Pero unos más que otros, ¿no? Algunos tienen la suerte de toparse con sus manos mágicas y venden mucho más rápido que otros, que se quedan ahí olvidados. Y yo no voy a ser uno de ellos, ¿verdad, Jeremy?

    El agente inmobiliario se quedó cortado y empezó a hablar sobre la satisfacción del cliente y los cuestionarios y cuantos clientes han seguido trabajando con ellos después de hacer varias ventas...

    Paul se quedó pensativo. ¿Qué había de él? ¿Qué idea se había vendido a sí mismo? Era consciente de que toda esta situación lo estaba consumiendo, yendo cada noche a una casa vacía que todavía olía al ambientador que usaba su padre. Había decidido venderla y buscar otra casa... Un apartamento bonito, cerca del centro de la ciudad o tal vez algo en las zonas con clase de las afueras, como Styvechale o Cheylesmore. Hasta entonces, intentaba pasar el menor tiempo posible en casa. Desayunar, estar fuera durante el día, volver por la noche y hacer algo de cenar con las ollas y las sartenes que su padre había utilizado durante los últimos treinta años. Luego acostarse en la misma habitación en la que había dormido hasta la universidad. Recordar viejos momentos, descansar… Eso formaba parte del discurso que se había pronunciado a sí mismo: era un sitio donde estar temporalmente hasta que todo volviera a la normalidad después de lo que había pasado en Londres...

    —¿Qué le parece? —dijo Frost.

    Paul no había escuchado ni la mitad de lo que le había dicho, pero le daba igual. Los detalles no eran tan importantes para él como lo eran para Frost. A los compradores les gustaría la casa y su precio o no. La tendría en venta el tiempo que tuviera que tenerla. Definitivamente, no volvería a Londres y mucho menos al trabajo. Cuando dejas el cuerpo de policía ya no hay vuelta atrás. Te alejas y miras hacia el futuro más incierto, mientras intentas encontrar algo en lo que ocupar tu tiempo.

    —Haga lo que tenga que hacer. Véndala, pero no la regale —dijo.

    —Nunca haría tal cosa.

    —Sé que no, Jeremy. Cuento con usted para vender la casa, pero económicamente hablando, no tengo porqué. ¿Le queda claro? Así que quiero que cierre un trato tan bueno como sea posible, sin ahuyentar a la gente. Si no hay ninguna perspectiva de venta en las próximas tres semanas, entonces me replantearé si buscar otro agente inmobiliario. Y me tocaría mucho las narices tener que volver a pasar por esto y volver a tener estas conversaciones tan raras. Venda la casa y llévese su parte; es muy simple. Así que no se quede ahí papando moscas. Me iré de casa cuando venga a enseñársela a alguien, no voy a entrometerme, pero tendrá que darle caña a esto, ambos lo sabemos.

    Se dio cuenta de que Frost se había quedado pálido y de que toda su arrogancia había desaparecido.

    —No se preocupe, no soy un mal tío —dijo Paul—. Solo que a veces soy muy impaciente, así que ayúdeme con esto y todo irá bien. ¿De acuerdo?

    Ahora estaba levantado, mirando la incrédula cara de Frost, que todavía estaba sentado. Sintió como si la confusión y el miedo que estaba presenciando allí mismo fueran un reflejo de lo que él sentía; aunque nunca lo admitiría, ni a sí mismo ni a nadie más.

    —Tiene mis números de teléfono. No dude en usarlos —dijo.

    VOLVIÓ A CASA en coche, conduciendo por unas calles que creía más llenas de gente que de costumbre y aparcó en la entrada de la casa de su padre. Había un garaje detrás, pero era difícil aparcar y además estaba repleto de las cosas que su padre se había negado a tirar: una lavadora Hotpoint, una mesa con una pata rota, un sillón... Siempre le decía que se deshiciera de toda esa basura, pero al parecer nunca tenía tiempo para ello. Estaba demasiado ocupado yendo al bar o trabajando en su huerto, plantando cosas que nunca se comía.

    Estaba calentando comida precocinada en el microondas cuando sonó el teléfono.

    —Milly.

    —Storey. No llamas, no me escribes...

    —Cuando se muere tu padre hay muchas cosas que hacer y socializarse no está entre una de ellas.

    —No intentes hacerme sentir culpable. La última vez que me sentí culpable fue en 2004 cuando arrollé a un anciano que iba con un andador.

    —¿Conduciendo?

    —Iba caminando muy rápido, sin mirar por dónde iba. Pero ese no es el motivo de mi llamada.

    —¿Y cuál es?

    Escuchó cómo respiraba de manera áspera y Paul se la imaginó reclinándose en el sofá, en el apartamento que había alquilado justo al lado del suyo en Battersea. Seguramente llevaba mallas negras y estaba sudando de hacer sus rutinas de baile frente al televisor; sus relucientes trofeos se apilaban en el estante justo encima. Practicaba bailes de salón los fines de semana con un tipo de Fulham, así que repasaba los movimientos en solitario lo mejor que podía.

    Storey era un proyecto para ella. Hubo un momento en que podrían haber tenido algo, pero él no estaba en su mejor momento y finalmente dejaron de hablar durante tres meses. Luego volvieron a intentarlo, pero sentando otras bases. Le gustaba el hecho de que ella aún quisiera hablar con él, aunque se hubiera marchado avisando solo con dos días de antelación y le hubiera dejado la responsabilidad de vender todos sus muebles antes de que el propietario los regalase. Era una mujer con recursos, se las apañaría.

    —Ayer por la noche vino un tipo que quería hablar contigo —dijo ella—. Lo escuché llamando a tu puerta y salí a ver qué quería. Dijo que trabajaba contigo y que quería hablar.

    —¿Cómo era?

    —Un poco más alto que tú, pelo rapado, labios carnosos y muy rojos, como si llevase pintalabios o algo.

    —Rick. Ya me imaginaba que iría.

    —Gracias por avisarme.

    —¿Y qué le dijiste?

    —Ahora es cuando la conversación se pone interesante, ¿no? Soy una mujer tranquila la mayor parte del tiempo, Storey, pero tú sacas lo peor de mí. No necesito tu pasado llamando a mi puerta. Tengo una vida propia, ¿sabes? Me parece estupendo que tengas que ir a solucionar todos los temas del funeral y demás, pero no tenías porqué abandonarlo todo de golpe. Me da igual que estés estresado, me da igual tu trabajo, me dan igual tus estanterías. No tienes derecho a dejármelo todo a mí y pirarte a las Tierras Medias.

    —Tienes razón. Lo he hecho fatal. Bueno, entonces, ¿qué te contó Rick?

    Ahora se la imaginaba mirando al techo e intentando recordar lo que su terapeuta le había dicho sobre dejar que la ira tomase el control. Incluso puede que estuviera contando hasta diez. O pensando en los ángeles. Paul no tenía ni idea de lo que hacía para calmarse.

    —Le dije que te habías ido —contestó ella—. No le dije ni a dónde ni por qué. Hice como si no tuviera ni idea. ¿No era eso lo que tú querías?

    —¿No mencionaste a mi padre? ¿O Coventry?

    —Seguí tus instrucciones —ahora sonaba más relajada, pero aún un poco cabreada; un tono de voz que reconocía muy bien—. Bueno, ¿y qué querría el Rick este? Pensaba que habías dejado el trabajo.

    —Lo hice. Tal vez crea que puede hacerme cambiar de opinión. Siempre ha tenido un poco de complejo de loquero. Cree que me conoce mejor que yo a mí mismo.

    —Joder, Storey, si tú no te conoces ni lo más mínimo. Vas caminando en la oscuridad.

    —Me inclino ante tu sabiduría suprema.

    —Mira lo que te ha pasado últimamente. Eso debería ser suficiente para decirte lo que tienes que saber.

    —Tengo que irme. Acaba de sonar el microondas.

    —Sí, claro, no dejes que se te enfríe la hamburguesa.

    —Es un pastel de carne.

    —Veo que ya eres un auténtico nativo. Me preocupas, en serio.

    —Te llamaré cuando esté más establecido.

    —Sí, como si eso fuera a suceder algún día —dijo antes de colgar.

    CAPÍTULO TRES

    JANICE LO VIO a través de la ventana incluso antes de entrar. Los nervios se apoderaron de ella, como si la poseyeran. Le parecía moreno y atractivo, como si Pierce Brosnan hubiera tenido padres griegos, con esa clase de barba oscura y el pelo rudo y negro. La ropa parecía ajustarse a su cuerpo, mostrando un amplio pecho y delgadas caderas, pero delgadas como un hombre que se mantiene en forma, no como un chico flacucho. Parecía un tipo inaccesible, con una mirada profunda e intensa con la que parecía atravesarte.

    Tal vez podría ser interesante. Estaría bien conocer a un hombre que tomase el control por una vez. Lo vio en su interior: esa necesidad de dominar, de hacerlo a su manera. Tal vez le hubiera gustado ese desafío, pero ya tenía otros planes.

    Ahí estaba él. Había dejado de leer el libro y estaba sonriendo mientras la miraba, sabiendo que estaba obligada a cruzar la puerta y que él estaba esperando a que llegase. «Esa sonrisa no concuerda con su mirada», pensó ella. Era algo que había hecho con la boca, como un movimiento social que daba a entender que el juego estaba a punto de comenzar.

    —Pensé que nunca volverías después de haber sido tan borde y eso. Pero creo que he roto el hechizo —dijo él.

    Miró su camisa medio desabotonada, mostrando el vello rizado del pecho, la chaqueta azul marino que tenía pinta de ser de la marca Next, pero haber sido comprada en la beneficencia y el libro «Las uvas de la ira» sobre la mesa mientras pensaba a qué se dedicaba: asesor de seguros. No se lo tragaba. Se comportaba como si tuviera una misión, algo que hacer con su vida, un sitio donde querer estar. No parecía el típico chupatintas ni alguien que se pasa haciendo cálculos todo el día. En su mirada se escondía mucha más actividad. Algo que asustaba un poco y a la vez resultaba intrigante.

    —Invítame a un café —dijo ella.

    La miró por un instante, pero luego suspiró, se levantó y se acercó al mostrador, saludándola con la mano mientras se ponía a la cola. Ni siquiera le había preguntado qué quería tomar. Seguramente ya lo sabía, dado el tiempo que había pasado observándola.

    «No entres en su juego», se dijo a sí misma.

    Se sentó y sacó su portátil Microsoft Surface Pro-3, abrió el teclado aterciopelado y desbloqueó la pantalla para ver el documento actual. Dejó el teléfono Android Moto G sobre la mesa. Le gustaban sus artilugios y se sabía los nombres y especificaciones de todos ellos. Por algún motivo, quería convencer a Storey de que lo que hacía era real, que verdaderamente era periodista y que su trabajo era importante de algún modo. Normalmente, cuando viene a Starbucks se pone a escribir en su diario o, de vez en cuando, a trabajar en una de sus leyendas. Así es como los espías denominan a las identidades que han creado para ellos mismos. Ahora mismo tenía alrededor de diez identidades y cada día intentaba añadir algún detalle, alguna característica o acontecimiento de la vida a al menos dos de las identidades. Inventándose a sí misma a medida que avanzaba y manteniéndose ocupada mientras esperaba a que David diera el paso.

    Storey volvía con un café para ella y otro para él.

    —No has venido los últimos dos días —dijo ella.

    —¿Me has echado de menos?

    —No puedo echar de menos a alguien que no conozco.

    —Te debo una disculpa.

    Ella estaba echando azúcar al café y se detuvo.

    —No estaba acosándote —dijo él—. No quiero que pienses eso. Tan solo estaba aquí cuando venías tú y me pareciste interesante. A veces ves a alguien y piensas que te gustaría conocerlo, saber cómo habla y lo que piensa.

    Se reclinó y la observó, como si le hubiera dado un regalo.

    —¿Te importa si trabajo? Debo hacerlo, por mucho que me guste charlar —dijo Janice tras una pausa.

    Le gustó la manera en que sonrió, moviendo la cabeza con aprobación al decir esto, como si el concurso en el que competían hubiera avanzado de nivel y él supiera que tendría que mejorar su jugada. «No entres en su juego, no te intrigues».

    Abrió el portátil y se giró para que él no pudiese ver la pantalla. No había nada escrito en el documento, tan solo un encabezado que decía «Siguientes pasos». Se quedó mirando la página en blanco un momento y luego tecleó su nombre y su cargo actual, por hacer algo: «Araminta Smith, periodista». El nombre lo había sacado de una obra que había representado en el colegio cuando era pequeña y que siempre le había gustado. «Araminta» sonaba con clase.

    Storey ignoró su rechazo y continuó leyendo el libro. Irritada, a su pesar, dijo:

    —¿Es bueno, Steinbeck?

    Él bajó el libro.

    —Ganó un premio Nobel por su peor novela, así que imagina lo bueno que debe haber sido. ¿Has visto la película de «Las uvas de la ira»?

    —Tal vez.

    —Es dura como el acero para ser de Hollywood, pero una cursilada en comparación con el libro.

    Ella asintió y volvió a bajar la mirada hacia la pantalla. No sabía nada de literatura y se ponía muy nerviosa cuando la gente empezaba a hablar sobre libros, pensando que podrían hacerle una pregunta que no sabría contestar. Nunca había sido capaz de leer más de un artículo de periódico sin quedarse dormida. Algún día empezaría a concentrarse en ese defecto y lo solucionaría. Probablemente un curso en internet sería más que suficiente.

    Quiso entonces aprovechar la oportunidad que ella le había brindado.

    —Así que estás trabajando en un artículo, ¿no? ¿O es algo más mundano, como nacimientos, muertes y bodas?

    —No lo entenderías —respondió ella.

    Se quedó pensando por qué habría dicho eso. Le sorprendía su propio despecho muchas veces. Parecía un tío más o menos inteligente, ¿por qué intentaba ponerse en su contra?

    Se acercó más la pantalla.

    —No puedo hablarte mucho de ello porque todavía está en proceso. Solo estoy investigando, hablando con gente...

    —Dame una pista y te dejaré en paz.

    Ella dudó un momento

    —Es sobre la corrupción en el gobierno local. No puedo decirte nada más.

    —¿Hay mucho de eso por aquí, en Coventry?

    —Todavía no lo sé. Por eso estoy investigando.

    —¿Te dedicas a buscar a ese tipo de gente que cuenta los trapos sucios de otros?

    Le dio la impresión de que estaba verdaderamente interesado, pero no le haría ningún bien dejarle indagar más en el tema. Al fin y al cabo, todavía seguía sin saber quién era y qué quería realmente. Estaba bien que le pareciera interesante hablar con ella, pero tenía mucho trabajo que hacer y muchos papeles que mover.

    —Como ya te he dicho, no puedo hablarte del tema

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