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Conspiración en la niebla
Conspiración en la niebla
Conspiración en la niebla
Libro electrónico367 páginas5 horas

Conspiración en la niebla

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Sanders está sentado al final de la barra de un bar del barrio de Malasaña. Mira el reloj mientras apura otra pinta de cerveza. Está esperando a un agente al que debe infiltrar en la organización enemiga para cumplir una misión de vital importancia. Mientras espera, piensa en la difícil labor que tienen por delante, serán unos meses muy intensos en los que se pondrá en juego el devenir del país.
Una mujer llamada Gernika huye de Madrid en dirección al Norte. Desde el asiento del tren aleja la mirada y reflexiona sobre los terribles momentos vividos en los últimos días. En Irún la esperan para ayudarla a cruzar la frontera y conducirla a un caserío perdido en las montañas del país Vasco Francés, donde deberá esconderse durante los siguientes meses. Aunque al llegar le da miedo afrontar la soledad que le espera, la tranquilidad y los recuerdos de su tierra harán que vuelva a renacer en Gernika la esperanza y consiga olvidar el pasado que tanto le atormenta. Pero esta tranquilidad no va a durar mucho.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2018
ISBN9788416355624
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    Conspiración en la niebla - Miguel Abollado Rego

    Créditos

    Para Laura B.

    Muchas gracias Nuria y Joaquín por vuestra ayuda

    y vuestros consejos;

    y Silvia Calles, una vez más, gracias por tu implicación

    y por esa espléndida portada.

    El peligro es el eje de la vida sublime

    G. D’Annunzio

    1.

    Al entrar, se sentó en la misma esquina de siempre.

    Era jueves y el bar estaba algo más concurrido de lo habitual. Sonrió en su interior. Cuando hay gente se disimula mejor la soledad, aunque todos ellos sean unos completos desconocidos. De cualquier forma, cuando saliera de allí todo iba a seguir siendo igual. Tras tomarse media docena de pintas de Guinness y cuatro o cinco cubatas de whisky, volvería a su cuchitril de la calle Fuencarral para dormir hasta bien avanzada la mañana, y para sufrir, después, la rutina envuelta en una resaca insoportable hasta que llegara de nuevo la salvación de la noche. Ése era su momento, el único consuelo del día: las tres horas que pasaba sentado en su butaca del final de la barra del Molly Malone’s, bebiendo pintas de cerveza, guiñándole el ojo a Lauren —a Johanna los fines de semana— y bailando algún bluesde los Rolling, que le dedicaba Juanjo, el tío que pinchaba. Lo hacía sin moverse del asiento, cuando ya estaba completamente borracho. Entonces, con los ojos cerrados, se meneaba suavemente mientras Keith acariciaba con mimo su Gibson y Mick susurraba con lentitud el blues de la Sweet Virginia.

    Lauren le tenía estima. Ella era alta, rubia, con los ojos de color marrón claro y una sonrisa arrebatadora. Pero además de su innegable atractivo, ella tenía algo especial. No era como las demás camareras. Nunca hablaba con los clientes, a no ser que fueran habituales, y que ella considerara que merecieran ese honor. La segunda vez que alguien se acercaba a la barra ya sabía quién era, y qué bebía. Sin embargo hasta la cuarta o quinta vez no le preguntaba el nombre. Una vez que ocurría eso, ya nunca lo olvidaba.

    El Coronel asomaba la cabeza de vez en cuando desde la bodega, y sonreía al ver a Sanders contonearse encima de su asiento. Las conversaciones filosóficas entre los dos eran habituales a partir de la cuarta pinta. Sin embargo, cuando Sanders se pasaba a los whiskies y empezaba a rajar contra su mujer, la conversación solía decaer. Entonces se retiraba disimuladamente y lo dejaba solo, en su rincón, maldiciendo en soledad y levitando al son de la música.

    Desde que se hizo con los mandos del local las cosas habían cambiado mucho: el Coronel sabía manejar el cotarro. Había convertido un pub de encuentro habitual de adolescentes durante los fines de semana —y abogados y demás fauna laboral entre semana—, en un garito de culto. Todo el mundo era bienvenido, aunque la propia música hacía su selección natural. Nunca estaba a reventar, pero nunca faltaba gente. Así es como debía ser. Además, la clientela era muy fiel, y muy borracha, condiciones indispensables para que un negocio como ése funcionara a las mil maravillas.

    Había quedado con él a las once y media. Eso significaba que llegaría más o menos al acabar la tercera cerveza y, efectivamente, nada más posar el vaso en la barra, tras apurar los últimos sorbos, apareció por la puerta. Vestía un traje de sport, una especie de sombrero antiguo en la cabeza y la gabardina beis de Humphrey Bogart con las solapas levantadas. Tras unos segundos de duda, se decidió por fin a entrar. Miraba a diestro y siniestro buscando al objetivo, como un terminator analizando el panorama con su vista artificial. Maldita sea, maldijo Sanders al verle acercarse, sólo le falta un cartel y la pistola asomando por el pantalón. Estos novatos son todos iguales.

    —El perro de San Roque no tiene rabo —le susurró al novato cuando pasó por su lado.

    —¿Cómo dice?

    —Joder, que pareces el puto cerocerosiete. Anda, vamos adentro. Pídete algo, y ten cuidadito con la irlandesa. Dile que me ponga a mí un Ballantines.

    No se le ocurrió otra cosa que llamarle cariño, y el improperio que le dedicó la camarera se pudo escuchar en todo el local.

    —Te lo dije, pardillo.

    —Ufff…, por un momento pensé que me iba a tirar la copa encima.

    —Lauren es una fuera de serie, pero si la pillas torcida es mejor quitarse de en medio —dijo Sanders, mientras se encendía un cigarro y expulsaba la primera bocanada de humo—. Has tenido suerte de que no te haya soltado una leche.

    Hizo una pequeña pausa, mientras observaba al novato con detenimiento. La mirada, la forma de sentarse, los andares, si fumaba o no, la manera de beber, los movimientos de las manos, todo era importante. No valía cualquiera para ese tipo de trabajos, y la primera impresión era fundamental. En eso se equivocaba muy pocas veces. Sanders podría ser un perdedor y un borracho, y muchas otras cosas, pero era el mejor en su trabajo. Su olfato nunca le había fallado. También tendría que funcionarle ahora.

    —Rodolfo Sanders —dijo finalmente, alargándole la mano—. Sanders para los amigos. Y para los enemigos.

    —Salvador Estrada. Puedes llamarme Salva.

    —Veamos —sacó de la chaqueta un pequeño dosier, y sus gafas para ver de cerca. Hizo un repaso protocolario, porque evidentemente a esas alturas ya lo sabía todo sobre él—. Impresionante —dijo, mientras tiraba con desdén el dosier encima de la mesa—. Esto te ha servido para estar aquí, pero a partir de ahora, toda esta colección de títulos, todas estas universidades de niño pijo, todas tus marcas de Superman, no te van a servir para nada. Me da igual que seas más listo que el maldito Einstein, que midas dos metros o que tengas una polla de treinta centímetros. Ahora, ante mí, no eres más que un mierda. Tenlo claro, chico.

    —Sí, hombre, muy claro. Tú eres el amo y yo soy una rata.

    —Menos que una rata.

    —Menos que una rata…

    —Una negra, sucia y repugnante cucaracha maloliente. Cualquier rata te podría dar una orden, y tú deberías cumplirla. Cualquier persona que lleve con nosotros tan sólo un mes, aunque sea el chico de los recados, ya es más que tú. Así funcionamos aquí. Si tienes algún problema con esto, ahora, o cualquier día, estás fuera.

    —Está claro, Sanders.

    —Muy bien, chico. Ahora vamos al tema. ¿Sabes dónde te vas a meter?

    —El Hombre me dijo algo, claro.

    —Te vas a meter en la boca del lobo. Te vas a meter en una organización que tiene el mayor ratio de cabrones por metro cuadrado de todo el maldito universo. Ellos creen que son los buenos, claro, pero son todos unos hijos de puta. Todos. Sin excepción. Te vas a meter en una organización que no protege ni a los novatos, ni a sus miembros más antiguos; ni a los mejores, ni a los peores, y eso que allí nadie es peor. A nadie. Son la élite de los cuerpos de seguridad del Estado, pero cualquiera de ellos podría desaparecer si la Organización de Asuntos Internos considera que eso es conveniente para el país. Y ocurre, créeme, desaparecen sin dejar rastro. Eso son ellos. Una panda de cabronazos.

    —Pero nosotros somos los malos

    —No necesariamente. Luchamos por una causa, que a nosotros nos parece buena. Lo bueno y lo malo siempre es relativo.

    Sanders le dio un largo sorbo a su copa y se aseguró otra vez de que no hubiera nadie demasiado cerca.

    —Escúchame bien, Salva, lo que te quiero decir es que vas a correr un gran riesgo. Si no tienen compasión con los suyos, imagínate lo que harán con las ratas, con las cucarachas infiltradas. Te eliminarán a la más mínima duda que tengan. Y no te saldrá gratis. No será: vaya, qué putada, me van a matar. Si te pillan no te van a matar, primero te van a destrozar para que cuentes por esa boquita hasta la primera paja que te hiciste.

    Él se quedó mirándolo, pensativo, mientras terminaba de un trago su cubata.

    —Para esto he venido. ¿Qué pretendes, que me eche atrás?

    —No, chico, sólo te estoy diciendo que esto es muy serio.

    —Ya lo sé. Ya sé que es muy serio, pero yo creo en vuestra causa, en nuestra causa, y creo que somos nosotros los que vamos a servir de verdad al país. Además, no me van a pillar. Soy muy listo, Sanders, mucho más de lo que puedan reflejar unos papeles.

    —Por eso estás aquí —dijo Sanders, indiferente. Después buscó entre los papeles de la carpeta y sacó una foto en blanco y negro—.

    ¿Conoces a este hombre?

    —Ni idea.

    —Éste es tu hombre en la Organización. Se llama Evaristo Cifuentes. Es el único eslabón débil que hemos encontrado en la cadena. Es un tío muy peligroso y no tiene un pelo de tonto. Pero tiene un punto débil: el juego. Hemos conseguido colarte gracias a eso. Sus referencias son las mismas que tenemos nosotros, así que en ese aspecto al menos no mentiremos demasiado —volvió a echar un vistazo al dosier con los datos de Salva y levantó las cejas, algo sorprendido—.

    ¿En serio que saltas todo eso?

    Salvador se reía mientras asentía con la cabeza.

    —Tío, eres la puta rana saltarina —sacó otra foto de la carpeta—.

    Y qué me dices de ésta, ¿sabes quién es?

    —¡Vaya! Menuda preciosidad. ¿De dónde ha salido?

    —No ha salido de ningún sitio. Se llama Alicia Iraola, y no es ninguna preciosidad. Esta mujer es una auténtica hija de puta.

    —Claro, no podía ser otra cosa.

    —Es muy posible que Alicia sea tu compañera.

    —Un gran alivio…

    —No te quejes, hombre. Al menos tendrás el aliciente de pensar que vas a poder verla todos los días. Eso es mucho más de lo que tenemos aquí —le guiñó el ojo, mientras se encendía otro cigarro—.

    ¡Fíjate cómo están las copas! —dijo indiferente, con cierta sorna. Salva se levantó con las copas vacías, con cara de pocos amigos. Todavía tuvo que oírle una vez más—. A ver si no la cagas esta vez con la irlandesa.

    El improperio esta vez fue mucho más drástico, y las carcajadas de Sanders no se hicieron esperar.

    —Oye, ¿esta tía tiene un problema conmigo o qué?

    —Ya te lo dije —apenas podía contener la risa—, es de armas tomar.

    Pero en el fondo es buena chica. Ésta sí.

    —Entonces no quiero ni pensar en cómo va a ser la otra…

    —La otra espero que no te desvíe de tu objetivo. No hemos podido evitarla, y mira que lo hemos intentado. Pero es la única que está sin compañero. Palmó hace un par de semanas, en la última operación contra ETA.

    Tragó saliva y se puso serio. Sanders se dio cuenta.

    —No estás aquí de paseo, Salva, ya te lo dije.

    Siguió callado, mirando hacia la mesa y removiendo su copa. Se mantuvo así durante un buen rato, mirando con seriedad a su oponente; moviéndose con nerviosismo, mientras escuchaba la música, cada vez más alta, y sonriendo a cada nueva bronca de la camarera.

    —Escucha una cosa, Sanders —dijo al fin—. Lo único que necesito es saberlo todo sobre estas personas. Quiero saber dónde viven, y con quién; cuántos años llevan en la Organización de Asuntos Internos y por qué están ahí; quiero saber qué hacen en sus ratos libres, con quiénes salen, qué les gusta comer; si beben, si hacen deporte, si son religiosos. Quiero saberlo todo. Porque lo último que me gustaría es encontrarme con una cucaracha doblemente infiltrada. Si me pillan por mi culpa, pues me muero y se acaba todo; pero si alguien me traiciona, me da igual si es aquí dentro, o en donde me vaya a meter, entonces soy yo el que puedo llegar a ser muy, pero que muy cabrón.

    —Es justo lo que pides. Tendrás información de todas las personas con las que tengas contacto allí dentro. Por nosotros no te preocupes, este tipo de operaciones no las conoce nunca nadie. Salvo el Hombre y yo, evidentemente.

    —Eso es muy inteligente por vuestra parte.

    —Si te pillan será porque la has cagado, y todos aquí esperamos que no la cagues.

    —Cuando dices todos te refieres al Hombre y a ti.

    —A eso me refería.

    —Escucha, Sanders. Yo no soy un mercenario, creo en lo que estáis haciendo. Pero por el momento esto hay que tomarlo como una operación militar. Puro trabajo. Sin tonterías, sin traidores, sin sorpresas. Si me entero de que alguien sabe algo, lo que sea, se acaba la función. Una vez acabe esta misión, me introduces en el Comité y empezamos de cero.

    —Ya te he dicho que así será. Y serás recompensado por ello. Es lo justo para alguien que va a jugarse los huevos.

    —¡Camarera! —gritó Salva ante la mirada atónita de Sanders—. Ponnos otros dos cubatitas, anda, y si es posible que estén un poquito más cargados, que éstos parecían caramelos.

    Esta vez Lauren le insultó en castellano. Eso era un primer paso. Un par de visitas más, y es posible que hasta le llamara por su nombre. Acabaron sus copas hablando del último fichaje del Madrid. Ya tenía la información que necesitaba para empezar, y Sanders no era de los tipos que repiten las cosas, ni Salva de los que necesitan que se las repitan.

    Cuando acabaron, el novato se fue y Sanders volvió a su taburete del final de la barra. Todavía habrían de caer un par de whiskiesmás. Se acercaba el fin de semana. Eran los días más duros, en los que la soledad y la melancolía que le causaba su ausencia se hacían insoportables. Sabía que ella estaba allí, ¡tan cerca! Apenas a tres manzanas de distancia. Tan cerca, pero en verdad tan lejos. Lejísimos, piensa, mientras apura su copa, a mil jodidos años luz…

    La gente ya abarrota el local. La música empieza a hechizar a las almas vagabundas y borrachas que aparcan su rutina durante un par de horas en este antro mágico. Las luces se atenúan. La barra está al rojo vivo y plagada de pintas de cerveza; negras, rubias o tostadas, y de cubatas en vasos de sidra, preparados con esmero por la camarera. Ella ahora les sonríe. De nuevo un blues, esta vez de los primeros AC-DC, retumba en cada rincón con ruidosa lentitud. La guitarra cañera de Angus Young despierta de nuevo a nuestro amigo que, sin levantarse, con el cigarro en la boca, cierra los ojos y empieza de nuevo a menearse en su asiento, levitando al compás de la música.

    Sanders cierra la noche vagando por las calles de Malasaña, cayéndose en las esquinas, agarrándose a las farolas, maldiciendo a las mujeres que se cruzan en su camino, lanzando gritos ahogados de desesperación. Los últimos tercios en el Garaje, como de costumbre, alternándolos con algunos tiritos que le mantengan en su realidad. Una realidad falsa y pasajera, pero más asumible que la verdadera. Se fija en una treintañera con rastas y pendientes en el labio; la mira y se tambalea, mientras Lou Reed susurra con voz ronca, recitando versos embriagadores al oído de la dulce Jane, y la Velvet llena con su estruendo cada recoveco de la sala del fondo. Las cervezas salen sin parar de la nevera de la pequeña barra, la gente baila desencajándose, dando botes en la tarima, o apenas se insinúan mientras se apoyan en la pared, con los botellines en la mano y con los ojos en blanco, como hacían las damas que escuchaban las reglas de versos en la famosa canción. El volumen es brutal. Sanders se va acercando a ella, con una Mahou en una mano y una raya en la otra, metida en un billete de cinco euros enrollado como un tubo. Se lo ofrece, mientras la agarra por la espalda y le dice su nombre. Ella se lo mete en la nariz, sin preguntar, y se reactiva de forma inmediata. Se acercan todavía un poco más; él sonríe, cada vez está más colocado; acerca sus labios a los de ella y le guiña un ojo, mientras le grita los últimos versos:

    ¿Sabes que las mujeres nunca se desmayan de verdad?

    ¿… y que los villanos siempre guiñan sus ojos?

    ¿… y que sólo los niños pueden ruborizarse?

    ….

    ¿…y que la vida es sólo para morir?

    Se besan de manera apresurada, apasionada, obscena. Se oyen los jadeos entre canción y canción. Los abrazos son cada vez más fuertes, los pechos de ella se pliegan sumisos ante sus acometidas. Terminan la cerveza y se largan de allí a toda leche. Suben al apartamento tropezándose con las escaleras. Sanders no sabe ni dónde está, ni con quién. Una raya más, en el baño, mientras se desnudan. No llegan a la habitación. En el pasillo él la embiste por detrás, frente al espejo del recibidor, levantándole la falda multicolor hasta casi taparle la cabeza. Una furia contenida, alentada por los gritos de ella, se va desatando entre espasmos y movimientos sensuales. Él la besa en el cuello, ella le pide más; él apenas distingue ya nebulosas en el pasillo, brumas reflejadas en el espejo, olores a incienso mezclados con humo de tabaco, ruido en la calle de borrachos alborotando. Ella le deja que le cabalgue, mientras se mira al espejo con lascivia y gime; cada vez que se corre gime con más fuerza, hasta la explosión final, a la que llegan los dos al mismo tiempo, y que hace que él casi pierda el conocimiento.

    Se queda allí tirado, en medio del pasillo, babeando, balbuceando insultos que van dirigidos a su mujer; maldiciones inconexas, gritos, llantos y lamentaciones.

    Ella se asusta. Se levanta, se arregla como puede, y se marcha.

    Estás enfermo, tío, yo me largo de aquí…

    Sanders sigue tumbado, medio retorcido, en posición fetal. Se queda dormido profundamente, agarrando con fuerza el abrigo que casi no le dio tiempo a quitarse.

    Un día más para olvidar, un día menos para morir.

    * * *

    El amanecer le sorprende a las pocas horas. El sol naciente se cuela por las rendijas de la persiana a medio bajar y lo despierta. Sanders mira el reloj y se asusta al ver lo temprano que es aún. Le duele la cabeza, el pecho, la espalda…, todo su cuerpo. La resaca y los remordimientos golpean sin piedad a su maltrecha alma.

    Cada día que pasa se parece terriblemente al anterior.

    Se levanta y, cabizbajo, camina, arrastrando su existencia por los pasillos oscuros y fríos de su apartamento, procesando todavía el alcohol y las drogas de la noche anterior. Tan sólo desayuna un mejunje imposible a base de frutas, verduras y reconstituyentes de nombres impronunciables. Los mete en la batidora, pulsa con temor el botón, y tras unos segundos de un ruido insoportable, engulle el resultado con asco pero con disciplina. No sabe cómo, pero ese bálsamo de fierabrás le dará la vida durante unas horas, hasta que anochezca y empiece de nuevo la eterna peregrinación por los bares.

    Baja las escaleras y al llegar al último rellano intuye la mirada indiscreta de la portera, que niega con la cabeza mientras barre el portal con aparente indiferencia. Él se da cuenta, pero la comprende. Si no ha sido una mujer, habrá sido un cristal roto, o un portazo, o quizá algún grito de desesperación. Sanders no suele recordar nada, pero nunca su llegada pasa desapercibida a nadie en el vecindario.

    Aunque le pilla a trasmano, le gusta atravesar el Retiro. Los plátanos han perdido ya todas sus hojas, que yacen desperdigadas por los caminos. No se ven casi turistas, los pocos que se atreven a pisar esta ciudad fantasma observan asustados las barcas abandonadas en el fondo del estanque, o atienden con curiosidad a los tres titiriteros que intentan salir adelante como pueden mostrando con interés sus extrañas cualidades; o se dejan engañar, los más ilusos y soñadores, por las brujas que se sientan cerca del embarcadero. Baja hasta el paseo del Prado por la cuesta de Moyano, observando con pena las librerías cerradas a cal y canto. Las barricadas inundan el paseo del Prado y la plaza de Carlos Quinto. Tres o cuatro coches la rodean, muy despacio. Hay que tener cuidado, la Policía acecha. Al fondo, entre la niebla, agujereado por los disparos, se intuye el enorme ventanal de la antigua estación de Atocha. Sus plantas tropicales desaparecieron a las pocas semanas de que ocurriera todo; los saboteadores, los incendiarios y las intrusas palomas se encargaron de acabar con este particular jardín de la alegría, sin cabida ya en esta ciudad triste y oscura.

    Sube hasta Neptuno y observa las consecuencias de las últimas batallas: las casas de los rebeldes, frente al museo del Prado, están completamente destruidas. El propio museo todavía humea; el ala sur y las claraboyas presentan un aspecto deplorable. ¿Qué habría sido de todos los tesoros que albergaba dentro? Supone que estarán bien guardados en los sótanos de la pinacoteca, aunque a decir verdad, ya no espera que nadie se preocupe de semejante cosa en unos tiempos en que el odio, la indisciplina y la dejadez se habían apoderado de toda la sociedad madrileña. La fuente de Neptuno está tapada completamente por sacos de arena. Le invade una sensación extraña. De pronto recuerda esas fotos en blanco y negro de la Guerra Civil, en las que se veían las dos fuentes protegidas por los sacos de arena durante el asedio de Madrid. El Ritz y el Palace se elevan, sucios y descuidados, sobre los árboles, con maderos en las ventanas, vacíos de turistas. ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería a visitar este despojo de ciudad? Los antaño majestuosos árboles del bulevar ofrecen un aspecto desolador. Algunos están cortados por la mitad, otros despojados de sus fastuosas ramas, que ahora se amontonan en el paseo, haciéndolo por momentos intransitable.

    Todo es destrucción. La ciudad aparece sombría ante sus ojos. Pero no por los negros nubarrones que esa mañana lo oscurecen todo, tampoco por esa niebla húmeda y extraña que desde hace unos meses envuelve a Madrid y que se puede sentir hasta en los huesos; a esta ciudad lo que le pasa es que le falta la Vida. No se ve a la gente paseando por sus calles, hablando a gritos en los mercados, tomando tapas, disfrutando del sol de invierno en las terrazas de Huertas, haciendo colas en los museos, o cabreándose y maldiciendo en los ahora inimaginables atascos.

    Al llegar al edificio, mira hacia arriba, también hacia los lados. Retrocede un poco y se mete en La Dolores a tomarse un doble de cerveza y una más que generosa ración de boquerones, mientras observa con detenimiento a cada viandante que pasa por delante del ventanal: al chico que se fuma un cigarrillo en la esquina con Huertas; a la señora que pasea a su pequeño caniche; al policía que multa sin piedad a las vespas que se amontonan frente al ministerio.

    Parece que nadie le sigue.

    Apura la cerveza, paga, y entra en el portal contiguo con paso firme. Cualquiera que dé síntomas de sentirse vigilado, probablemente lo merezca. Ésa es la consigna de los paletos,esos camorristas disfrazados de policías que la Organización se apresuró a alistar tras las primeras revueltas, sin importarles ni la procedencia ni el nivel cultural. Todos estaban cortados por el mismo patrón. Debieron acudir a la salida de una discoteca barriobajera, a las siete de la mañana, cuando sale toda la chusma de ponerse hasta arriba de todo, y elegir de entre toda esa basura, a los que peor pinta tuvieran.El resultado: una panda de criminales musculados amparados por la ley, con el nivel de inteligencia de un mosquito, y que no solían hacer demasiadas preguntas.

    Todos en el Comité sabían que bajo ninguna circunstancia debían ser detenidos por un paleto.

    Sube por las escaleras hasta el primer piso. El Hombre le está esperando, como siempre, en el despacho del fondo del pasillo. Echa un vistazo y avanza despacio. La luz tenue, las persianas bajadas, los sofás de cuero anticuados, los muebles de madera con olor a antiguo, a cerrado; el mueble bar rezumando alcohol y repleto de botellas de whisky. Detrás de la mesa, el Hombre está recostado en su viejo sillón, con un habano en la boca, que parece formar ya parte de él, como la americana gris, como la camisa blanca con el primer botón desabrochado. Está mirando a la calle gracias a una lama suelta de la persiana, que al quedarse enganchada deja pasar un haz de luz que le ilumina ligeramente.

    —¿Hablaste con el chico? —dijo el Hombre.

    Directamente al grano, sin volverse para mirarle. Siempre empezaba así las conversaciones. Una vez atados los cabos pendientes, le saludaría con complicidad y compartirían un escocés, o dos, o tres. Entonces una historieta absurda, un chiste macabro o una anécdota sobre su secretaria o la portera, romperían el hielo provocando las risas de Sanders. Le respetaba sobre todo por eso. El Hombre era serio para los asuntos serios, extremadamente serio se podría decir, pero después era el tío más cachondo que conocía. Por eso precisamente confiaba tanto en él.

    —Claro, menuda pieza. ¿Sabes cómo apareció el muy gilipollas en el Molly?

    —Imagino que como cuando vino aquí. Parecía James Bond. —Sanders asentía, riendo—. Pero es muy válido, Sanders, y tiene una chulería encima que vale más que todo su currículum, que ya es decir.

    —¡Hasta habla chino! Con treinta años que tiene el niñato, no sé cómo le ha dado tiempo a aprender tantas cosas y a ganar tantos campeonatos de cualquier puto deporte que te puedas imaginar.

    —Lo importante es que es perfecto para la misión. Imagino que no le contarías demasiado.

    —Solamente lo que acordamos.

    —Perfecto entonces.

    Presionó con los pies, muy ligeramente, uno de los tiestos apostados bajo la ventana, para desplazar la silla un par de metros hasta alcanzar con la mano uno de los cajones de la mesa. Lo miró fijamente y esbozó un atisbo de sonrisa, mientras con una mano abría el cajón y extraía de él una botella de Lagavulin de 16 años. Sirvió el dorado manjar en dos copas que tenía preparadas encima de la mesa y le acercó una a Sanders.

    —Joder, man, creo que hoy te has superado.

    —Este malta es algo único. No sé cómo hacen los escoceses para destilar tan bien estos brebajes.

    —Te lo voy a explicar yo. Eso es porque en ese país está todo el puto día lloviendo. Recuerdo que estuvimos una semana, en nuestro viaje de novios, y no paró de llover ni un solo minuto. Llega un momento en que uno se cansa de follar y te apetece ver algo por ahí fuera. Paisajes, castillos, iglesias, no sé… Para eso viaja uno, ¿no crees? Pues mucha cerveza, mucho whisky, y sexo a todas horas, pero no vi el maldito sol en toda la semana. Cuando volvimos me pasé un mes soñando que llovía. Qué quieres que te diga, para eso me largo a Benidorm.

    —No te quejes tanto, hombre, hay muchos que se conformarían con eso.

    —Yo mismo, sin ir más lejos…

    Sanders bajó la cabeza y durante unos segundos se hizo el silencio. El Hombre abrió la boca para decir algo, pero pensó que no era consuelo lo que su amigo necesitaba. No era su estilo. Todavía estuvo un rato más callado, cabizbajo, moviendo la copa en círculos, con lentitud, mientras acercaba la nariz y se impregnaba del olor a madera vieja. Entonces esbozó una sonrisa, exclamó ¡qué coño! y se bebió la copa de un trago. El Hombre sonrió y le guiñó un ojo, mientras con la mano izquierda le acercaba de nuevo la botella.

    2.

    El tren partió de Chamartín muy despacio, traqueteando en cada cambio de vía. La ciudad maldita se iba alejando poco a poco. Los primeros rayos del sol se reflejaban en los cristales de los trenes antiguos que yacían moribundos en los rincones olvidados y en las vías muertas de la estación; el contraste de esos rayos anaranjados con los grafitis obsoletos de los vagones aportaba al paisaje un cierto aire misterioso y apocalíptico. Los arrabales de entrevías iban dando paso a las nuevas urbanizaciones de Sanchinarro, Tres Cantos y Colmenar.

    En seguida vinieron las montañas. Al traspasar la frontera natural de Madrid, ella no pudo evitar dar un suspiro. Aún tendría que salir del país, pero lo principal era abandonar cuanto antes la ciudad, huir de todo aquello antes de que fuera demasiado tarde. Tenía contactos en Donostia. En unas horas llegaría a su destino, y estaba segura de que ellos la ayudarían a cruzar la frontera.

    No quería pensar en nada, pero continuamente saltaban en su mente flashes donde podía ver, sentir, casi tocar, los personajes y los terribles momentos acontecidos en los últimos días. Todavía sentía el calor de su cuerpo en sus manos. Todavía sentía su aliento. Todavía distinguía entre tinieblas su voz suplicante, su mirada incrédula, sus manos temblorosas, su tez blanqueada por el miedo. La sangre aún manchaba su cuerpo. Cerraba los ojos y volvían una y otra vez los recuerdos. Los volvía a abrir y alejaba la mirada hacia el horizonte, perdida, vacía, sin sentido ya, y volvía a cerrar los ojos, apretando con fuerza los párpados, incapaz de sentir emoción alguna por nada de lo que pudiera ver.

    Sí, sabía que ella en ese momento estaba más muerta que él. Ahora la esperarían en cada estación la Policía Interna, los picoletos y los pastores alemanes. Pero ya daba igual todo: ser detenida, morir en un tiroteo, tirarse a las vías cuando pasara el expreso de Valladolid…, eso ya no importaba. Lo peor ahora era llegar a su destino sin aliento, sin alma, completamente rota por dentro, para recibir las felicitaciones de unos y el desprecio de otros, junto con un pasaporte que la alejaría de este mísero país para siempre.

    Pasaban los pueblos, las estaciones, los postes de las catenarias, se alejaban los recuerdos. Pero cuanto más se adentraba en los campos de Castilla, cuanto más se acercaba a su futuro frío, incierto y solitario, más hundida se sentía. No podía pensar, sólo

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