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Pasado de revoluciones
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Libro electrónico352 páginas5 horas

Pasado de revoluciones

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Dos viajes. Pablo ha conseguido el sueño americano. Dirige un negocio millonario en Los Ángeles y se ha casado con una mujer mucho más joven que él. Salvador se ha pasado de revoluciones. La muerte de su esposa en un psiquiátrico le ha causado una grave crisis personal. El viaje de Pablo le lleva a una mansión con piscina climatizada en Beverly Hills. El de Salvador termina en la calle, en compañía de gitanos, mendigos y trabajadores en paro. Dos hermanos enfrentados en un pugilato que se articula en torno a varias conversaciones telefónicas y que se resuelve de manera trágica. En la acción se contraponen dos actitudes vitales, pero también dos voces narrativas que compiten por contar una historia que podría ser la de nuestro tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 feb 2016
ISBN9788416627141
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    Pasado de revoluciones - Jesús Torrecilla

    Dos viajes. Pablo ha conseguido el sueño americano. Dirige un negocio millonario en Los Ángeles y se ha casado con una mujer mucho más joven que él. Salvador se ha pasado de revoluciones. La muerte de su esposa en un psiquiátrico le ha causado una grave crisis personal. El viaje de Pablo le lleva a una mansión con piscina climatizada en Beverly Hills. El de Salvador termina en la calle, en compañía de gitanos, mendigos y trabajadores en paro. Dos hermanos enfrentados en un pugilato que se articula en torno a varias conversaciones telefónicas y que se resuelve de manera trágica. En la acción se contraponen dos actitudes vitales, pero también dos voces narrativas que compiten por contar una historia que podría ser la de nuestro tiempo.

    Pasado de revoluciones

    Jesús Torrecilla

    www.edicionesoblicuas.com

    Pasado de revoluciones

    © 2016, Jesús Torrecilla

    © 2016, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-16627-14-1

    ISBN edición papel: 978-84-16627-13-4

    Primera edición: febrero de 2016

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Galopada

    —Como le vuelvas a pegar al perro, te arranco la cabeza.

    El dueño del pastor alemán pareció no entender que era a él a quien se dirigía la amenaza. Acababa de darle un fuerte correazo en el lomo para que no husmeara en los platos y, tras obligarle a que se aplastara en el suelo, siguió hablando con sus amigos. Era un grupo de cinco jóvenes, anchos de espaldas y con tatuajes en el cuello. En caso de pelea estaba claro quién se llevaría la peor parte, pero eso a Salvador no le importaba demasiado. Añadió con voz bronca.

    —Sí, tú, no te hagas el loco, estoy hablando contigo.

    El gimoteo del perro empezaba a calmarse. Salvador insistió.

    —A los animales no se los maltrata, ¿estamos?

    Ahora el tipo levantó la vista y le lanzó una mirada centelleante de ira.

    Pablo decidió intervenir. No podía permitir que los molieran a palos esos macarras, y todo por una estupidez. Como conocía el estado de exaltación en que se encontraba su hermano, le agarró suavemente del brazo y le pidió en tono conciliador que se calmara, venga, joder, tranquilízate, ya está bien, no te pases. Aunque lo único que consiguió fue que se revolviera furiosamente contra él y le gritara que no se metiera donde no le llamaban, hostias, no seas gilipollas, si tienes miedo lárgate.

    En ese momento, mientras aguantaba el chaparrón, Pablo observó que el camarero le hizo al dueño del perro un discreto gesto de complicidad. Arqueó ligeramente las cejas y se llevó el índice a la sien como si girara un tornillo. En el bar se había hecho un silencio expectante. El hombre dio muestras de comprender. Señaló la jarra de cerveza y se limitó a decir.

    —Ponme otra.

    Salvador permaneció un momento indeciso. Finalmente, viendo que el tipo se empeñaba en ignorarlo, le amenazó con el dedo.

    —Quedas advertido.

    Apuró el resto del fino que quedaba en el vaso y se dirigió con paso firme hacia la zona de los lavabos.

    Cuando desapareció tras la cortina de plástico, Pablo experimentó una sensación de alivio. Por un momento temió que la cosa terminaría mal. Aunque, a decir verdad, el peligro todavía no había pasado. Hasta que no salieran del bar, no respiraría tranquilo.

    El camarero se acercó a él.

    —¿Es su amigo?

    —Sí.

    Su expresión se endureció.

    —Dígale que no se puede ir así por la vida. Menos mal que aquí el colega ha sabido contenerse; si no se habría podido liar una gorda. Y luego me habría tocado a mí pagar los platos rotos, ¿no? Hombre…

    Pablo se disculpó.

    «Lo siento. Tiene usted toda la razón. Pero es que no hace caso a nadie». Y añadió: «Normalmente no es así. Está pasando por una crisis».

    El camarero le interrumpió.

    —Pues si está mal, que se busque ayuda profesional.

    Varios clientes se sumaron a la protesta y Pablo prefirió no echar leña al fuego. Tenía comprobado que, en situaciones así, las excusas no servían para nada. Lo único que conseguían era calentar los ánimos. Además, Salvador podía volver en cualquier momento y no quería complicar las cosas. Pidió la cuenta y pagó. Su hermano hacía todo sin consultar y, si se iba directo a la calle, quería estar preparado para seguirlo.

    Las conversaciones en las mesas se reanudaron y el ambiente recuperó una cierta normalidad. Pablo permaneció junto a la barra, esperando. Tenía la incómoda sensación de que todo el bar estaba pendiente de él. Agarró un periódico deportivo y aparentó concentrarse en la lectura de las noticias, pero su pensamiento vagaba por otros derroteros. Se le agolparon desordenadamente en el cerebro turbulentas imágenes de los últimos días, nítidas, precisas, con la contundencia de las experiencias traumáticas.

    La verdad es que le había tocado lidiar con un buen morlaco.

    Ya se lo temía desde que le llamó su madre unos días antes y le explicó lo que sucedía con Salvador. Y su preocupación aumentó después, mientras trataba de conciliar el sueño en el avión que le conducía a Madrid, nervioso, intranquilo, cambiando de postura en el asiento, tratando de imaginarse lo que le esperaría cuando tomara tierra. Y sus temores se confirmaron más tarde, en los dos días que llevaba de sobresalto en sobresalto, siguiendo a su hermano en esa especie de torbellino vertiginoso que los había arrastrado de un extremo a otro de la ciudad, de Vallecas a Puerta de Toledo y Chamberí, y de Tetuán a Carabanchel y Legazpi, aunque tal vez no fueran esos barrios o no fuera en ese orden, porque con el cansancio se le mezclaba todo, sólo recordaba que se desplazaban siempre por las calles más oscuras o menos transitadas, evitando las vías principales, y siempre a paso rápido, como si temieran llegar tarde a algún sitio, bebiendo sin tasa, conversando con gente extraña y misteriosa, discutiendo, gritando, metiéndose en líos, o al menos intentándolo, con una actividad frenética y disparatada, sin dormir, sin comer apenas, como si Salvador estuviera poseído de una energía sobrehumana. Él, por el contrario, entre el jet lag y las noches pasadas en blanco, sin contar con la tensión continua que le producía la actitud irracional de su hermano, siempre dispuesto a ejercer de defensor de causas perdidas, estaba llegando al límite de su aguante. Cabeceaba en medio de las conversaciones, perdía la noción de la realidad, y, a pesar de sus esfuerzos por permanecer alerta, había momentos en que la mente se le quedaba en blanco y no recordaba bien dónde estaba o qué hacía allí, como si se abrieran lagunas en su cerebro que abarcaban espacios de varios días.

    La llamada de su madre la recibió el lunes de la semana anterior, mientras conversaba con unos clientes. Aunque le indicó que no era un buen momento para hablar, al parecer lo que tenía que decirle no admitía demora. Sin escuchar sus razones, le informó atropelladamente de que Salvador llevaba varios días fuera de control y que ellos estaban ya desbordados y no sabían muy bien lo que hacer. Ana, su mujer, había tenido que ser ingresada en un hospital y Salvador reaccionó como si hubiera perdido el juicio. Dejó de ir al trabajo y permaneció varios días en paradero desconocido, sin dar señales de vida. Luego vino a Cabañas y estuvo de bar en bar sin dignarse siquiera aportar por casa, diciéndole a todo el mundo que iba a presentarse a las próximas elecciones por el partido comunista y que él no era un Escalante, que los Escalantes son unos negreros y unos explotadores que han chupado la sangre a los jornaleros como sanguijuelas, con esas mismas palabras, ya ves tú por lo que le ha dado, dios mío, este hijo mío, no sé cómo ha salido tan descorregible, nos va a quitar la vida a disgustos, con padre tuvo una discusión muy fuerte, que yo estaba con el corazón en un puño, en un momento se fue a por la escopeta y menos mal que estaba desmontada, que si no, no sé lo que habría pasado, ay dios mío, virgen santa querida, cuando se pone así de bruto no se le pone nada por delante, luego se fue otra vez de casa y estuvo dos días sin aportar por aquí, como un zascandil por todos los pueblos de la zona, hasta que una noche llaman a la puerta a las tantas de la madrugada y le traen entre Pedro el Gordo y Jacinto el Sereno, que y que se lo habían encontrado tirado en medio de la calle, que lo habían recogido no fuera a ser que le atropellara un coche, ya te puedes imaginar cómo se puso tu padre, con lo que es, le llevamos en seguida al centro de salud, porque estaba como muerto, y el médico nos dijo que no nos preocupáramos, que eso no era grave, que sólo teníamos que esperar a que se le pasara la mona, vamos, vamos, este hijo, virgen santa querida, cualquier día vamos a tener una desgracia, no hay quien haga carrera de él, tienes que venir tú, porque eres el único que le entiende, a ver si consigues encarrilarlo un poco, porque nosotros no sabemos ya lo que hacer.

    Pablo no estaba seguro de que él pudiera hacer algo (más bien, conociendo a Salvador, estaba seguro de lo contrario), pero no podía negarse a lo que le pedían sus padres, sobre todo viendo el estado en que se encontraban. Dejó a Alejandro a cargo del negocio por unos días y sacó el billete a Madrid. El viaje le preocupaba. No se imaginaba bien la situación que se encontraría ni la actitud que le tocaría adoptar a él. Pero bueno, tenía que ir.

    Tras una serie de llamadas a amigos y averiguaciones sobre el terreno, encontró a Salvador en un bar de Vista Alegre, hablando con un grupo de emigrantes de distintas nacionalidades. Rumanos, ecuatorianos, pakistaníes. Olía mal. La típica mezcla de sudores y orines, restos de comida, humo de tabaco y mugre envejecida de alguien que lleva mucho tiempo vagabundeando por las calles. La euforia con que lo saludó le llenó de tristeza. Habría preferido conversar con él tranquilamente, preguntarle lo que había sucedido con Ana y tener el consuelo de pensar que podía ayudarle, pero al parecer ésa no era una opción. Hablaría del tema cuando él quisiera, no cuando se lo preguntaran. Siempre había sido un poco así, siempre le había gustado llevar la voz cantante, tomar las decisiones, imponer las reglas. Lo único que cambiaba ahora era su incontrolable afán de actividad. Algo en cierto modo desquiciado o enfermo. Obviamente habría que amoldarse a su ritmo.

    Al principio, Pablo adoptó la estrategia de imitarle en todo lo que hacía. Beber, fumar, entusiasmarse. No creía que fuera posible confrontar la situación con la mente clara, tendría que empezar por entumecerse un poco, sumergirse en una protectora capa de niebla. Pero no tardó en darse cuenta de que, en esas circunstancias, ponerse al nivel de su hermano quedaba fuera de su alcance. Porque, si bien era cierto que se habían corrido innumerables juergas juntos, que habían pasado noches enteras sin descansar ni dormir, enlazando a veces varias seguidas, que habían consumido cantidades ingentes de tabaco y de alcohol en veladas maratónicas de conversaciones e insomnio, siempre con una rivalidad inconfesada de fondo, ahora era muy distinto. Salvador, que siempre había tenido un nivel de aguante parecido al suyo, en esos momentos parecía no conocer límites. Lo comprobó poco después, cuando, avanzada la noche, en el breve espacio en que entró al cuarto de baño y se fumó un cigarro, se le acumularon varios vasos de tequila sobre la barra. ¿Estaban en un pub, un tugurio, una discoteca? Qué más daba. Uno de los muchos sitios por los que habían pasado. ¿Cuántas jarras de cerveza, copas de coñac, vasos de fino, de ginebra, de vodka, llevaban a esas alturas? Imposible de calcular. Lo cierto era que ahora tenía seis vasos de tequila frente a él, como una especie de reto. Y se los bebió, claro, pero a la salida no pudo evitar apoyarse en un árbol para vomitar.

    Recordaba que se les había unido una tercera persona, como pasaba de hecho cada cierto tiempo, se les acercaba alguien, permanecía unas horas con ellos, desaparecía después, aparecía alguien más, sin saber muy bien quiénes eran ni de dónde salían, aunque por lo general estaba claro lo que buscaban, unos cigarros, unos tragos gratis, un poco de conversación. En un bar de Fuencarral se les pegó un gitano, o al menos uno que decía serlo, porque muchos conocían a Salvador y sabían sacar partido de sus manías, les cantó unas bulerías, relató varias anécdotas de Camarón, se apropió de su paquete de Fortuna y, tras consumir varios vasos de manzanilla a cuenta del fondo común, les pidió dinero para el autobús y se fue con un trozo de empanada envuelto en una servilleta.

    Pero el que se encontraba con ellos en ese momento, cuando Pablo se acercó al árbol para vomitar, no era gitano.

    Entre las brumas del mareo, Pablo tuvo conciencia de que Salvador se quedó mirando para otro lado, como si se avergonzara de ver a su hermano en esa situación, y se burlaba de él diciendo que parecía mentira que hubiera cambiado tanto en tan poco tiempo, que se emborrachaba pisando un tapón de gaseosa, que en el próximo bar tendría que pedir una coca-cola, que en California se estaba amariconando, que no valía ya ni para tomar por culo. Y entonces el tipo que les acompañaba se dirigió a él con amabilidad, pero con firmeza, y le dijo que no debía hablar así de los homosexuales, que ellos también eran personas y tenían su dignidad, como todo el mundo, y que merecían por tanto que se les tratara con respeto. Y Salvador había permanecido un momento en silencio, como si se le hubiera quedado la mente en blanco, pero luego le pasó al tipo la mano por el hombro y se disculpó, joder, hombre, perdona, no lo dije con mala intención, ¿entiendes?, además que los homosexuales a mí siempre me han caído de puta madre, yo soy partidario de que cada cual haga lo que se le ponga en la punta del nabo, ¿sabes?, para eso somos libres, ¿no?, la libertad es lo más bonito que hay, lo que pasa es que los cabrones de los fachas se han adueñado hasta del puto lenguaje, por más que digan que nos pertenece a todos, y al menor descuido metes la gamba. Y mirando al tipo le preguntó, porque tú me supongo que eres homosexual, ¿no?, y sin esperar su respuesta había dicho que él, por desgracia, no lo era, pero que ahora le habría gustado serlo, ¿no?, aunque sólo fuera para ponerse en su lugar y saber lo que se experimentaba, ¿entiendes?, y luego se había adentrado en diversas consideraciones sobre los marginados y los débiles, que eran los que la sociedad debía tratar con más respeto, porque son los que lo tienen más chungo en la vida, además sin comerlo ni beberlo, y por eso merecían tener más derechos que nadie, y cuando hablo de la sociedad me refiero a ti y a mí, a todos, ¿entiendes?, porque eso de la sociedad, así en abstracto, les sirve a muchos de cobertura, y la sociedad somos todos, ¿no?, por eso tenemos la responsabilidad de salir en defensa de los que no pueden valerse por sí mismos, ¿entiendes?, de los débiles, de los explotados, de los oprimidos, de los que sufren.

    Hizo una pausa y añadió.

    —Y de los locos. De los loquitos.

    Y al llegar aquí, Salvador se puso a llorar violentamente, sin ningún tipo de pudor, con las lágrimas corriéndole por la cara y las barbas temblándole sobre el pecho. Y, al verlo, el homosexual se había emocionado y le besó las manos, como a un santón ruso, llorando él también, y le dio las gracias antes de despedirse, y le dijo que el mundo sería un lugar mejor si hubiera más gente como él.

    Y Salvador se había sentado en el bordillo de la acera, sin dejar de llorar, y había empezado a desahogarse, soltando entrecortadamente el lastre de lo que le atormentaba por dentro, de lo que no le dejaba vivir, con una mezcla de violencia y ternura, como si quisiera acunar a un niño y arañarse la cara al mismo tiempo, Ana, perdóname, no me he portado bien, lo reconozco, no he sido bueno contigo, aunque eso tú ya lo sabes, pero el que tiene que expiar mis pecados soy yo, no tú. Y entonces Pablo se sobrepuso al mal cuerpo que tenía y decidió sentarse él también, sin decir nada, sin estrecharle los hombros ni pasarle la mano por la espalda, sin hacerle preguntas ni ofrecerle palabras de consuelo, simplemente quedándose ahí, en silencio, para que supiera que había alguien a su lado. Y Salvador habló de la llamada que había recibido unos días antes al celular, mientras cenaba con una amiga en un restaurante de Segovia, una amiga que no significaba nada para él, pero con la que planeaba pasar el fin de semana, como había hecho con tantas otras, y la persona al otro lado de la línea le dijo que Ana acababa de sufrir una crisis nerviosa y la habían tenido que ingresar en una clínica, aunque más tarde se enteraría de que se había tratado de un intento de suicidio, ¿o era eso lo que le había dicho?, y cuando llegó a la clínica, lo que más le impresionó fue verla atada con correas a una mesa metálica, como un puto criminal, ¿entiendes?, ella, que nunca ha hecho daño a nadie, que es más buena que el pan, ¿entiendes?, lo justo sería que me hubieran atado a mí, aquí están mis dos brazos, cabrones, gritaba Salvador, y los levantaba hacia el cielo, a esa mancha oscura que apenas se adivinaba tras el alumbrado gris de la ciudad, y lo que le reconcomía era que Ana hubiera perdido algo que él valoraba tanto, y que hubiera sido por su culpa, sólo por su culpa, y eso no me lo perdonaré jamás, ¿entiendes?, aunque viva mil años, y entonces Pablo le proponía que fueran a verla, y Salvador se ahogaba de rabia cuando le respondía que ni siquiera le quedaba ese consuelo, porque no sabía dónde estaba, ¿entiendes?, porque sus padres la cambiaron de clínica sin avisar, y él, aunque no era vengativo ni rencoroso, pensaba que lo que le habían hecho no tenía nombre, porque yo podré ser un cabrón y un hijo de puta, ¿entiendes?, en eso no les falta razón, pero a Ana nadie la quiere como yo, ¿entiendes?, a eso no me gana nadie, y la jugada que me han hecho no se le hace ni a tu peor enemigo. Y entonces Pablo le daba la razón y le decía que no se hiciera mala sangre, joder, que ya sabía cómo era la gente, que lo importante era encontrar una solución, que por qué no se acercaban a casa y le ayudaría a averiguar dónde estaba Ana, que para eso había venido, para echarle una mano, joder, no hace falta que te lo diga. Pero Salvador interpretaba su propuesta como un acto de consuelo, y él no aceptaba la compasión de nadie, ni siquiera de su hermano (eso era algo que Pablo comprendía muy bien, porque a él le pasaba lo mismo), por lo que se secó las lágrimas con las mangas de la chaqueta y se incorporó con la misma euforia artificial de antes, venga, joder, vamos a dejarnos de mariconadas, aunque aquí se acordó de su amigo el homosexual y levantó la mano para disculparse, perdona, chaval, es el puto lenguaje que nos ha legado esta sociedad de mierda, venga, vamos a dejarnos de sentimentalismos y a seguir la ronda nocturna, Rembrandt nos espera, conozco un tugurio aquí cerca que tiene abierto toda la noche.

    Al atardecer del segundo día, Pablo no se explicaba muy bien cómo podía mantenerse en pie. En algún momento pensó en esas películas del oeste en que atan a un prisionero al arnés de un caballo y le obligan a cruzar corriendo el desierto, siguiendo el trote del animal, si no quería que lo abandonaran en la arena para que se lo comieran los buitres. El miedo a que les pudiera suceder algo horrible, teniendo en cuenta los ambientes en que se movían y la actitud provocadora de Salvador, que se enfrentaba a todo el mundo por las cuestiones más banales sin reparar en riesgos, el temor a ser víctimas de un acto violento, una sensación primaria, animal, que no recordaba haber experimentado desde la época de la niñez, era lo que le obligaba a hacer un esfuerzo sobrehumano para permanecer alerta, a refrescarse las sienes en los lavabos, a respirar hondo el aire fresco, a combatir por todos los medios el cansancio. Varias veces estuvo tentado de abandonar a su hermano en la calle y buscarse un hotel para dormir, pero un cierto sentimiento de lealtad se lo impedía.

    El mismo sentimiento que le hacía permanecer ahora allí, junto a la barra del bar, pensativo, incómodo, pretendiendo tener concentrada su atención en las páginas del periódico, pero sin perder de vista el acceso a los lavabos.

    Cuando salió Salvador, reanudaron la marcha.

    Entraron en un bar con columnas de hierro y Pablo aprovechó que su hermano empezó a hablar de política con unos estudiantes sudamericanos para verter disimuladamente su vino en una de las papeleras. No era la primera vez que lo hacía. A partir de la escena del árbol, había empezado a vaciar sus copas en todo tipo de recipientes, ya fueran papeleras, macetas, cubiletes o ceniceros. Tenía que aceptar sus límites. Estaba claro que la nueva forma de beber de Salvador quedaba fuera de su capacidad de aguante.

    La ronda continuó toda la noche. Pablo recordaba vagamente (¿cuándo había sido?, ¿en qué orden?) la conversación que había mantenido Salvador con unas prostitutas sobre el derecho a la dignidad de los débiles y de los explotados, así como a alguien tocando la flauta en un bar antiguo con ventiladores en el techo, y los gritos de un artista callejero al que, al parecer, querían robar la recaudación. Salvador salió en su defensa y, tras un breve rifirrafe, se quedó con la gorra de uno de los ladrones. Y siempre la misma urgencia, el mismo caminar a paso rápido de un lado a otro, como si se les hiciera tarde para llegar a una cita importante.

    De la Cava Baja, con varias escalas intermedias, se dirigieron a los alrededores de la Plaza de Santa Ana. La zona de La Latina debía de haberla frecuentado antes Salvador, porque se encontraron en ella cada cierto tiempo a viejos conocidos que lo saludaban. ¿Había sido en un pub con cervezas de importación donde tropezaron con el periodista aquel que, según su hermano, era el mejor crítico taurino que tenía España en esos momentos? Pues sí, lo que pasa es que le han venido las cartas mal dadas, ¿sabes?, y como no te acompañe la cabrona de la suerte, lo tienes crudo, colega, ya puedes romperte los cuernos contra la pared que no te sale nada a derechas, ¿entiendes? Luego entraron en una especie de bodega con mostrador de zinc y, a partir de ahí, los mostradores de zinc se convirtieron en una especie de tema monográfico. Pablo pensaba que ese tipo de bares habían desaparecido de la faz de la tierra, pero Salvador tenía un instinto especial para encontrarlos. Todos con carteles antiguos de toros, muñecas de plástico vestidas de gitanas, refranes populares en platos baratos de cerámica, si bebes para olvidar, paga antes de empezar, la mujer y la sartén en la cocina están bien, máquinas tragaperras, morcillas colgadas de un gancho, platos de cortezas sintéticas. ¿Por qué le gustaban a Salvador esos locales que olían a humos concentrados y a aceite revenido, que parecían haber salido del túnel del tiempo y que eran feos, estrechos y desagradables?

    De madrugada fueron a una sidrería en la que un argentino cantaba tangos acompañándose de la guitarra, un coñazo, joder, pero tiene abierto hasta las tantas y por aquí es lo único que nos va quedando, no tendremos más remedio que aguantarle el rollo, además no es mala gente, ¿entiendes?, su abuelo era asturiano. Y en el trayecto le informó de que por lo visto el tipo se dedicó de joven al mundo del espectáculo y obviamente, con sus cualidades, no se comió un puto colín, ¿entiendes?, pero ahora, el cabrón ha dado con la fórmula perfecta, tiene a todos los borrachines del barrio en plan público secuestrado.

    Cerró también el argentino y emprendieron de nuevo la marcha hacia otra zona en la que había un antiguo colega que regentaba un local que estaba abierto de extranjis hasta el amanecer. Cuando salieron era de día. Se adentraron por las calles laterales y, tras fumarse unos cigarros en el banco de una plaza, se encontraron frente a las puertas de un mercado. Algunos trabajadores colocaban la mercancía en los puestos, otros iban y venían con contenedores de pescado y cajas de fruta. Se observaba una gran actividad por todas partes. Olía a rocío, a tierra húmeda, a verdura recién cortada. En la barra del bar había un grupo animado de gente tomando el desayuno. Pablo pidió un café doble para despejarse.

    Salvador se bebió de un trago su cerveza y, tras pedir que le pusieran una segunda, en una de esas inspiraciones que, como todo lo que se le ocurría en esos momentos, requería urgente realización, dijo que necesitaba salir de Madrid, sentir tierra bajo los pies, ¿entiendes?, estoy harto de esta puta ciudad en la que no hay nada más que árboles raquíticos que parecen a punto de expirar, ¿entiendes?, quiero sentir algo natural, algo auténtico. Salieron a la calle y pararon un taxi. El conductor les preguntó adónde iban y Salvador le indicó que siguiera hasta Plaza de España y entrara en la autopista de Extremadura, que ya le dirían dónde tenía que parar. Pero el conductor no pareció muy conforme con la respuesta e insistió en que necesitaba una dirección concreta. Y Salvador se enfadó con él y le dijo que hiciera lo que le mandaban y que no protestara, hostias, que nosotros no le vamos a discutir el precio, salga por la carretera de Extremadura, que más adelante le iremos dando instrucciones.

    Pasaron la zona de los cuarteles, Alcorcón, Móstoles, Fuenlabrada. El taxista les preguntó si era por allí, pero Salvador se limitó a decir que siguiera adelante. A tramos, entre las hileras de casas de las urbanizaciones, todas iguales, como soldados de un ejército impecablemente uniformado, se veían trozos de barbecho y de sembradío, pero al parecer no era eso lo que Salvador buscaba. Más allá de Navalcarnero, el taxista les comunicó que estaban a punto de cruzar la línea de Toledo y Salvador le dijo que tomara la salida siguiente y siguiera por un camino de tierra. Cuando se habían alejado varios kilómetros de la autopista, le mandó parar.

    Hacía una mañana fresca. Era mediados de junio, pero la primavera había sido especialmente lluviosa y a lo lejos se divisaban trechos verdes de hierba segada y neveros en las montañas. Saltaron una cerca y comenzaron a caminar por el campo. El terreno estaba desnivelado, había que ir atento para no tropezar. Salvador empezó a cantar con la cabeza inclinada hacia atrás y los brazos abiertos, dio un traspiés y se le cayó la gorra que había quitado a los ladrones, pero no pareció importarle. Siguió cantando a viva voz a cabalgar, a cabalgar, hasta enterrarlos en el mar, y luego, aceituneros de Jaén y caminante no hay camino, el viejo repertorio de su juventud. Después de un buen rato, se tumbó en el pasto seco y permaneció allí unos minutos en silencio, bocarriba, con los ojos cerrados. El aire tenía una consistencia purísima. Pablo respiró hondo y le inundó una sensación de bienestar que no recordaba haber experimentado en mucho tiempo, tal vez, pensó, desde la época de la niñez, una sensación de mundo limpio, renovado, como cuando su padre los llevaba al campo y la brisa de la mañana les acariciaba la cara. Y de pronto pareció pasársele el cansancio. Arrancó una rama de tomillo, la frotó entre las manos y se hizo cuenco con ellas en la nariz para absorber el olor. De fondo se percibía un conjunto de sonidos tan tenues que podía interpretarse como una sabia modalidad del silencio, una mezcla de insectos zumbando, de pasto acariciado por la brisa, de vegetación desperezándose, de vagos rumores de pájaros.

    Y entonces Salvador se levantó y empezó a hablar de Antoine, del abogado francés que se encontró en Burdeos la primera vez que fue a la vendimia. Pablo conocía

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