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Historias que no llevan a ningún lado
Historias que no llevan a ningún lado
Historias que no llevan a ningún lado
Libro electrónico176 páginas1 hora

Historias que no llevan a ningún lado

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Información de este libro electrónico

Hay quienes dicen que el hombre vino al mundo a contar historias. Dicen, también, que en la ciudad pasa de todo, y todo puede pasar. «Historias que no llevan a ningún lado» es un libro que reúne algunas situaciones que un hombre vivió, escuchó, vio, quiso contar.

IdiomaEspañol
EditorialSubjuntivo
Fecha de lanzamiento16 abr 2017
ISBN9781370708123
Historias que no llevan a ningún lado
Autor

Subjuntivo

Docente, escritor, músico, hago ricas pizzas también.

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    Historias que no llevan a ningún lado - Subjuntivo

    Eso fue el día que había comprado las zapatillas rojas, que me apretaban un poco pero las compré igual, porque quería unas rojas, para competir con el novio de Yamila, que medio se hacía el importante; y no era por las zapatillas rojas, pero tener unas zapatillas rojas podía ayudar a competir. Aunque seguro que al novio de Yamila no le apretaban. Más bien él se la apretaba a Yamila, por ese lado iba. Y ella lo apretaba a él, también, como las zapatillas a mí.

    Nada más que Yamila no era ni roja ni colorada, sino más bien morocha. Pero a veces se ponía colorada, sí. Pero no en el pelo, sino que tomaba color en la cara, cuando algún chico le decía algo. Yo quería decirle algo, siempre, pero no me salía. Conmigo, más que ponerse colorada, se reía. A veces pensaba que se reía conmigo, a veces, de mí... Seguro se habría reído si hubiera sabido que me apretaban las zapatillas rojas, pero yo nunca le dije...

    Igual después las perdí a las zapatillas, en un campamento, que no sé dónde las dejé, y las volví a buscar, y no estaban más. Y ese fue el trágico final de las zapatillas rojas. Yo espero que al amigo de lo ajeno que se las quedó le hayan apretado también, y peor. Pero también pienso que capaz las agarró alguien que le quedaban bien, y entonces también estaría bien, porque si alguien pudo aprovecharlas mejor que yo...

    Como a Yamila, que la aprovechaba el novio, y los chicos que le decían cosas, y la miraban, y yo que era un ganso y no me animaba, no la aprovechaba nada... se habría reído si hubiera sabido que perdí las zapatillas...

    La providencia

    Abrí la puerta del ascensor pensando que había bajado porque yo lo había llamado (el ser humano es egocéntrico por definición). Al mismo tiempo que yo abría la puerta de afuera, alguien abría la de adentro. Por un segundo no entendí; después bajé la cabeza. Llegaba a la altura de mis caderas, tenía un pulóver azul sobre una chomba blanca, y pantalón de vestir.

    -Hola...

    -...hola...-y se bajó del ascensor, inseguro y con cara expectante; y ahí se quedó parado. Yo lo miraba.

    -¿No lo viste a Rubén? (el encargado)

    -Mmmmno, pero a esta hora, me parece que no vas a encontrarlo...

    -Ah... porque tengo que ir al colegio, y... ¿cómo voy yo al colegio? -y entonces estaba a treinta segundos del llanto, o eso parecía-... No tengo llaves, y...

    -Bueno, pero yo te abro, ¡no te preocupes!

    -Sí, pero ¡¿cómo voy al colegio?! -Y entonces entendí.

    -¿Quién te lleva siempre al colegio?

    -Mamá. Pero mamá no está, y mi hermano está en el colegio, y no lo puedo encontrar a Rubén...

    -Entiendo. Pero no podés faltar al colegio. Si querés yo te llevo -y entonces se le iluminó la cara por un segundo, y sonrió.

    -Bueno.

    -Bueno, dale. Andá a buscar las cosas, yo te espero. ¿A qué hora tenés que ir?

    -Tendría que estar yendo ahora...

    -Bueno, dale, subí y buscá las cosas y un abrigo, yo te espero. ¿Sabés cómo ir al colegio?

    -Sí, hay que dar una vuelta, y pasar la cancha de fútbol.

    -Buenísimo, andá, dale...

    Subió. En dos minutos estaba abajo de nuevo, con una campera un talle más grande que no le dejaba ver las manos, y una mochila más grande que su propia humanidad.

    -Bueno, ¿Vamos? ¿Cerraste bien la puerta?

    -Sí...

    -¿Cómo te llamás, campeón?

    -Tomás... -dijo con tono tímido.

    -Tomás, buenísimo; yo soy Rama.

    -Ah...

    -Bueno, y contame, porque me parece que no entendí... ¿Quién te lleva al cole siempre?

    -Mi mamá. Pero hoy se tuvo que ir a una reunión, porque trabaja en el ministerio, y la otra vez que pasó parecido me llevó Rubén, pero hoy no lo encuentro a Rubén. Porque mamá se ve que no sabe que a esta hora no está Rubén.

    -Entiendo... Bueno, está bien. Y sabés dónde es, ¿no?

    -Sí, acá doblamos, y hay que cruzar, y pasar la canchita de fútbol...

    -Dale, buenísimo. ¿Acá doblamos?

    -Sí.

    -¿Y en qué grado estás, Tomás?

    -En cuarto.

    -Nueve años tenés ya...

    -Je, sí...

    -Buenísimo.

    -Por ahí vos no me entendés cuando hablo, porque soy de Tucumán....

    -¿Y qué problema hay?

    -Ja, que no pronunciamos las eses...

    -Ah, no importa, yo te entiendo perfecto, quedate tranquilo.

    Y así caminamos una cuadra, hablando de la vida. Tomás estaba preocupado porque bajo la autopista había gente durmiendo en la calle. Chorros, me dijo. Pero son gente que duerme en la calle, no pasa nada, le expliqué. Pero él dice que una vez, a un compañero, le pasó, que uno se hizo el dormido, y cuando él pasaba, le saltó, y así que salió corriendo. Que vaya con cuidado, claro, pero sin miedo, que no pasa nada. Eso le dije, no sé si habré hecho bien...

    Cuando doblamos la esquina me estaba explicando que el hermano está en primer año, y que a veces lo lleva, pero que hoy salía tarde del colegio, y por eso no lo podía llevar hoy. Y que le gusta más acá que Tucumán, me contó. Y entonces pasamos cerca de un grupo de nenas de primero o segundo.

    -Dale, caminá, no te quedes mirando a las chicas... -dije en ese tono cómplice que usan los hombres a veces.

    -Jaja... -rió con vergüenza, y suprimió algún comentario. Caminamos media cuadra más.

    -Bueno, ya estamos, ¿es acá?

    -Sí, ahí...

    -Bueno, andá nomás, portate bien, eh? -dije mientras le estrechaba la mano.

    Dijo que sí, y se acercó a la puerta que alguna sombra, desde adentro, había abierto. Me estaba yendo, como se va uno que ve al otro subir al colectivo, y en el último segundo lo veo volver sobre sus pasos.

    -¿Qué pasó?

    -No puedo entrar, porque para entrar más temprano me tienen que pagar. Tengo que esperar a que abran la puerta para que entren los chicos de la tarde.

    -Ah, bueno... ¿Y a qué hora entran los chicos de la tarde?

    -12.50 creo, no sé...

    -Ah, no, pero falta, mirá -dije, y le mostré el reloj. Lo miró con la misma sonrisa que tuvo siempre, y no dijo nada.

    -¿Sabés ver la hora en estos relojes?

    -Ja, no...

    -Ah, pero mirá, es una pavada! Cuántas agujas hay ahí? Tres, buenísimo, y una va mucho más rápido que las otras, no? Bueno, esa es la de los segundos. Y de las otras dos, la chiquita para la hora, y la otra para los minutos. ¿Entendés?

    -Mmmse...

    -Mirá, la grande está cerca de las doce, ¿ves? Así que son las doce y algo. Y la más larga está en la mitad. Ahora, ¿cuántos minutos hay en una hora?

    -Sesenta...

    -Perfecto. Y si está en la mitad, entonces serían..?

    -12.30..?

    -Perfecto. ¿Ves qué fácil es? Cada uno de estos cositos es cinco minutos: cinco, diez, quince... Vamos a practicar. ¿Qué hora dice acá?

    -Once... y cinco..?

    -Claro, perfecto. ¿Viste qué fácil? ¿Y acá?

    -Las tres... y doce?

    -Bueno, claro, en el doce vuelve a empezar. Así que serían las tres...?

    -En punto!

    -Excelente.

    -¿Y ahora cómo sabés qué hora es?

    -Ah, porque me fijo en el celular!

    Reímos juntos, y nos quedamos esperando la hora, mientras hablábamos de Raúl, que es el señor del colegio que no los deja correr, porque acá no es como en Tucumán, porque allá dividen los patios, para jardín, primero, segundo y tercero, y después los otros; pero acá no, el patio es inmenso, pero no lo dividen, y no podés correr, y Raúl es un empleado del colegio, pero también se cree a veces que es el dueño, porque les dice que tienen que hacer esto y lo otro, y que no pueden correr y hacer otras cosas; y si corren los hacen sentar, y él una vez estaba con un compañero, sentado, y después no lo dejaban pararse porque pensaban que estaban de castigo, pero ellos estaban sentados jugando nomás.

    -Pero vos te podés ir si querés...

    -Sí, ya sé, pero no me voy a ir y te dejo acá solo... encima hace frío...

    -Sí, pero ahora cuando vienen mis compañeros yo empiezo a ir de acá para allá...

    -Sí, obvio, cuando vienen tus compañeritos yo me voy. ¿Tenés frío?

    -No...

    -Buenísimo.

    -¿Cuánto falta?

    -Ni idea, a ver, fijate qué hora es -dije, ofreciendo la muñeca.

    -doce... y cuarenta...

    -Claro. Faltan unos diez minutos.

    Y así que nos quedamos hablando un rato más, y empezaron a llegar profes, o personas mayores, que tocaban el timbre y entraban, pero nosotros no porque para entrar había que pagar, o si no esperar a que salieran los de secundaria. Llegó su directora, y una profe que lo conocían y lo saludaron, pero nadie le preguntó nada ni lo invitó a entrar, así que nos quedamos afuera. Y al ratito empezaron a llegar los compañeritos.

    -Che, pero Tomás, oíme, están todos con equipo de gimnasia...

    -¡Y claro, si hoy tengo gimnasia!

    -¡Y entonces qué hacés con pulóver y zapatos!

    -¡Y si soy nuevo! No tengo todavía, pero me dejan hacer así, hace como tres semanas que vengo...

    -Ah, bueno, está bien, ¿hacés gimnasia así entonces?

    -Sí, me dejan...

    Y entonces llegó la hora, y empezaron a salir los de secundaria, y ya había algunos compañeritos de Tomás.

    -Bueno, Tomás, te dejo con tus amigos. Un gusto. Portate bien y cuidate, ¿dale?

    -Sí

    -Chau, nos vemos.

    Al irme, miré una vez más el cartel: Colegio La

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