Vientos de Libertad: Libro 1: Ben & Maggie, #1
Por Mariela Saravia
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Ben Laevery es el partido perfecto para cualquier mujer, al ser heredero de la Mansión Laevery Mountain Hoods y dueño de la primera empresa de whiskey en Londres. Pero aun no encuentra a la mujer deseada.
En uno de los bailes de temporada, Ben conocerá a lady Ffrench quien aparenta ser una dama sumisa y recatada, pero oculta un secreto amoroso que la carcome. ¿Será capaz de renunciar a ese amor secreto, para entregarse toda una vida a Ben?
Años más tarde, Ben en el viaje del Titanic conocerá a Samantha Robards, una mujer apasionada, con deseos de hacer realidad sus fantasías… ¿Podrán Ben y Samantha ser cumplir sus deseos de amantes o el destino estará en su contra?
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Vientos de Libertad - Mariela Saravia
MARIELA SARAVIA
Todos los derechos reservados Copyright© 2015 Mariela Saravia. Esta obra original, fue realizada y editada por Mariela Saravia y está protegida por las normas de derechos de autor y conexos, conforme a los lineamientos de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual.
Código de derechos: 1509125149681
Con todo mi cariño,
para mi querida tía Patricia Sauter
Índice
Argumento:
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Argumento:
Ben Laevery es la envidia de su madre, y el partido perfecto para cualquier mujer, al ser heredero de la Mansión Laevery Mountain Hoods y dueño de la primera empresa de whiskey en Londres.
En uno de los bailes de temporada, Ben conocerá a la señorita Agnes Ffrench quien aparenta ser una dama sumisa y recatada, pero oculta un secreto amoroso que la carcome. ¿Será capaz de renunciar a ese amor secreto, para entregarse toda una vida a Ben?
Años más tarde, Ben en el viaje del Titanic conocerá a Samantha Robards, una mujer apasionada, con deseos de hacer realidad sus fantasías... ¿Podrán Ben y Samantha ser cumplir sus deseos de amantes o el destino estará en su contra?
Capítulo 1
*+*
Ben Laevery era uno de los solteros más cotizados de la clase alta en Londres. Cuando su padre murió le dejó a su esposa una pensión de veinte mil libras al año, lo que hizo que la Mansión Laevery Mountain Hoods, pudiera ser remodelada de tanto en tanto, con tapices más modernos, cortinajes más pesados y muebles mucho más elegantes que los anteriores. Volviéndose la deliciosa envidia de familiares lejanos y amistades chismosas.
Aquella pensión daba mayor holgura a la familia, para que la señora Laevery tuviera oportunidad de comprar vestidos y joyas carísimas para sus hijas y para ella misma, aunque ya no las usara más. Toda mujer en aquellos tiempos, se regocijaba en la suculenta apariencia. Atraer buen partido, era la meta de cualquier dama en proceso de cortejo.
Brenda Laevery había decidido mantener luto riguroso hasta el día de su propia muerte. No podía darse la desfachatez de olvidar a su marido, quien había sido un hombre entregado a su familia, y sobre todo a su esposa. Además, desde su parecer ella siendo descendiente de una familia de alcurnia, sería sentenciada en sociedad por volver a contraer matrimonio con cualquier buen hombre. Simplemente porque no había ninguno capaz de borrar la sombra de su marido. Asi que los años fueron pasando y Brenda fue adquiriendo esas facciones duras y frías de cualquier mujer sola. Sus amistades se volvieron escasas y ante la sociedad, era un fantasma más. Nadie se preocupaba por una dowager, tan siquiera sus hijos; pues todas sus necesidades estaban ya cubiertas a la perfección.
Ben por su parte, era un hombre pudiente, con prestigio holgado y carisma de atracción visual. Tenía temperamento fuerte que también daba la impresión de arrogante. Incluso solía comportarse de forma fría y sería la mayor parte del tiempo; pero ante las reuniones sociales, aparentaba una caballerosidad y simpatía galante que lo rodeaba de mujeres más que bien atentas a su encanto. Cuando visitaba los salones de baile en Saint-Etienne junto a uno o varios amigos de la cátedra, las jovencitas hermosas y educadas no faltaban rodeándole las espaldas. Unas llegaban juntas para saludarlo con reverencias coquetas y luego salían corriendo entre risas y rubores. Pero otras más recatadas y tímidas, eran presentadas por sus propias madres o bien conocidas como era de costumbre.
–¡Mirad a Ben!, tú sí que eres galante. No hace falta que habléis para que todas las señoritas caigan rendidas a tus pies.
Pero a Ben aquellos detalles y comentarios le importaban muy poco. En realidad sentía que en cada reunión social y baile, se convertía en un adorno más para su ya insoportable apariencia. Pasaba todas las veladas de pie, sumido en un rincón, observando al cielo raso o haciendo que prestaba atención a una conversación de algún grupo diplomático.
–Deberías invitar a alguna señorita a bailar Ben. No imaginas lo mal visto que es y sobretodo, cómo lo resienten las mujeres de su edad.
–Siento mucho no ser tan amable y cortés como lo son ustedes. Pero de dónde vengo yo, las fiestas son más refinadas.
–Olvídate de tanta etiqueta Ben, este salón está repleto de mujeres solteras. ¿Acaso no te atrae ninguna? Estamos en Francia, aquí hay más libertinaje. Las mujeres no son tan copadas como en Londres- Ben le lanzó una mirada fulminante a su camarada; pero prefirió no decir nada de lo que pudiera arrepentirse después–Puedes hacerte de una o dos a la vez, salir a caminar por el jardín y en un rincón despistado, besarlas sin censura. Ellas sabrán cómo continuar con ello.
Ben dejó escapar un resoplido incómodo, para alejarse de ese par de compañeros que no hacían más que exasperarlo. ¿Cómo era posible que aún en otra zona del mundo, hubiera hombres tan poco educados y caballeros como ellos?
Después de meditar aquel comentario sugerente, Ben se acercó a la doncella que menos le parecía intimidar, para pedirle un baile.
La señorita Olive Bourbon era una jovencita de escasos diecisiete años, de cabello rubio claro con bucles engominados, que le colgaban hasta los hombros semi-desnudos. Ben estudio su menuda figura y consiguió compararla con la de las demás jóvenes. Pero lo que recibió fue una escasa diferencia, salvo por la frescura y jovialidad de su rostro. Todas las presentes tenían vestidos de faldas muy volantes y ajustadas al cuerpo, marcando la cintura con suficiente estilismo. Algunas de las más atrevidas mostraban un disimulado escote y otras más, preferían mostrar solo los hombros y los brazos sin mitones, para no parecer mujeres de la calle.
La jovencita a la que Ben pidió bailar, tenía unos bellísimos camanances y los labios perfilados, pero ese aire de niña mimada era lo que menos despertaba el deseo y el interés en Ben. Él necesitaba una mujer que pudiera presentar en sociedad, y no una que se confundiera con su propia hija.
–¿Señorita Bourbon, me haría el honor de concederme la siguiente pieza?
La chiquilla sonrió emocionada y después de una reverencia, aceptó encantada. Se sentía como bailando con un guapísimo príncipe, mientras él se sentía como el hombre más patético de todo el salón. Imposible sonreír cuando lo que más deseaba era huir lo más pronto posible.
Cuando el baile terminó, Ben le besó la mano a la señorita Bourbon y se despidió de todos con extrema educación.
A la mañana siguiente, tenía un viaje muy cansado de regreso a Londres donde su madre, le esperaba con la última noticia del momento.
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Recién venía llegando de Francia tras concluir una serie de estudios universitarios y lo único que deseaba en esos momentos, era disponer de tranquilidad y buen servicio en su hogar. No quería pensar en nada más, salvo en su empresa y compañía de licores. Los bailes de gala, cenas y demás reuniones ya lo tenían hasta el copete.
Había tenido unos años muy agobiantes, sobre todo cuando su temperamento de competente innato, hacía que se exigiera más de lo debido.
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Aquella declaración siempre había mantenido a Ben muy atento a cada paso que daba, aun cuando en aquel momento era solo un niño de siete años. Pero su padre se tomó la tarea de hacer de su hijo, un verdadero hombre. Esa era justo la tarea del padre, mientras su esposa se encargaba de forjar señoritas de propiedad decente, con sus respectivas tres hijas. Ahora, cada consejo y exigencia de su padre, estaban fielmente arraigados a Ben. Cada negocio y viaje que tomaba, lo hacía pensando siempre en las palabras de su difunto padre.
En la Mansión de Mountain Hoods nunca faltaba nada; ni buenos vestidos, ni joyas. Los sirvientes se adquirían como nuevo personal cada tiempo determinado, con el fin de evitar enraizamiento a una familia de la aristocracia, que siempre tenía secretos o chismes qué disimular.
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Además de toda la apariencia pomposa que se notaba a primera vista en aquella familia, los bailes de gala siempre tomaban lugar en la mansión Hoods. Cosa que proveía a la señora Laevery de muy buenas ganancias, además de las libras que por ley recibía al año. Era fácil decir que por cada baile de gala y por prestar el salón como residencia pública, le dejaba suficientes monedas de plata que aumentaban más su pensión. Así fue como la señora Laevery comenzó a ver su grandiosa habilidad para descubrir parejas aun solteras.
–Querida Brenda, eres una maestra del romance. ¿Cómo has hecho para casar tan bien a vuestras hijas?
Preguntó la Señora Sherywood con aire de envidia. Era una mujer regordeta, que mostraba lo opuesto a la verdadera clase londinense. No era esbelta, ni de facciones delicadas; sino de nariz rechoncha, mofletes colgantes, manos gruesas y pies torpes al caminar y bailar. El cabello como estropajo viejo, lo ocultaba aprensivamente en un moño hecho a base de trenzas y peinetas de plata con pedrería. Ya toda la sociedad de Londres y la ciudad de Stratford, conocía su verdadero origen, pero su esposo silenció a todo cotilla insolente, al presentarse en una gala como el conde de Sherywood
. Aquello fue suficiente para abrir un ligero espacio entre las mejores familias. Lo cierto era que a pesar de poseer un título nobiliario, una jugosa herencia o una enorme habilidad para mentiras piadosas, los ademanes torpes, el impulso recurrente por criticar y sobretodo las facciones de completa campesina, pasaban desapercibidas o por lo menos ignoradas con esfuerzo por todo noble de sangre y verdadera descendencia.
–No lo sé querida, solo sé que es algo innato- Respondió Brenda jactándose de su orgullo. Eran muy pocas las familias de sociedad que daban con un buen partido para sus hijas. Un hombre guapo, de buena familia y sobretodo de buena fortuna, no se encontraban a la vuelta de la esquina –La única soltera por el momento es mi hija menor, aunque espero casarla muy pronto. Ya está en edad de ser esposa.
–Me imagino que eso no supondrá un problema- respondió la señora Sherywood con arrogancia –La señorita Phiona es una jovencita muy hermosa y hasta sensata. Es callada, refinada y muy educada. Todo cuanto un hombre inteligente busca.
Agregó, esta vez con cierto nivel de desprecio y enojo. No era fácil tener de vecinos a los Laevery. Pero más que vecinos, parecían combatientes de guerra.
–Así es, así es. Pero por favor, disfrutemos de la cena que recién mis sirvientes empiezan a servir.
Así fue como Brenda descubrió que era experta en formar casamientos, ya fuese para sus hijas o para alguna amiga muy cercana que le pedía el favor. Un favor que Brenda cobraba con creces, no solo económicos sino con buena propaganda, ganándose en pocos meses la admiración de todo el pueblo.
Los ciudadanos más pobres se referían a la Mansión de Mountain Hoods como la residencia mágica, donde el perfume del amor revoloteaba sin restricción alguna. Las parejas jóvenes a quienes sus padres prohibían concertar en matrimonio, se escapaban tomados de la mano para besarse a la sombra de los abetos, y recibir la ansiada bendición. Nadie supo si eran leyendas o simplemente producto de la ley de atracción, pero todos los jóvenes que se besaban en tales condiciones, resultaban felizmente casados, aun cuando sus posiciones sociales y descendencia familiar, desentonaban bastante. Cuando aquello llegó a oídos de Brenda, dejó escapar una sonrisa vanidosa que la llenó de profundo alago. Ahora no solo era una mujer reservada y desconfiada, sino un tanto egoísta. Al ver cómo los pueblerinos y los ciudadanos se aprovechaban de las buenas vibras de su casa sin pagar un céntimo, Brenda ya no permitió que la Mansión de Mountain Hoods se usara como salón de eventos para nadie más. Al menos no hasta que sus hijas estuvieran todas ya casadas y la última en poseer matrimonio fue Phiona.
–Querida, ya recién cumplisteis los dieciocho años y quiero daros en matrimonio.
Los ojos la chiquilla se convirtieron en un par de canicas alegres y brillantes. Las mejillas se le arrebolaron en rubores naturales, que cambiaban de tono a uno más alto.
–¿Y quién será el afortunado?
–Aun no estoy segura hija, pero he enviado invitaciones a varios condados. Espero que asista el hijo de la duquesa de Prusia. Es un joven de veinte años, de muy buena cuna y está aún soltero. Además, espero que tu hermano sea sensato e invite a más de un amigo suyo que esté en espera de contraer matrimonio.
–Eso es lo que más deseo madre- la chiquilla exclamó sonriente, dando vueltas con el vestido colgando de su pecho –Lo que más quiero es casarme con un hombre guapo, que me compre muchos vestidos bonitos y joyas. Quiero ser la envidia de toda mujer.
–Así es como se habla Phiona. ¡Qué orgullo que seas mi hija! Y no como otras- dijo Brenda, haciendo un ademán impoluto hacia la ventana, dirigiendo el mentón hacia la casa vecina –Esas niñas no tienen la mitad de tu belleza, ni de tu educación.
–Lo sé madre y por eso agradezco tanto vuestros cuidados de formarme con alcurnia y presentarme en sociedad, a una edad más joven.
–Esa es la idea hija. Por cierto, creo que tienes varios candidatos en lista de espera-
Phiona dejó el vestido tirado sobre la cama y corrió a los brazos de su madre, rebosante de júbilo y con la energía de una chiquilla.
–Si el hijo de la duquesa no se interesa en tu belleza, es un completo insensato, pero también está el hijo mayor del señor Sturridge.
–¡Gracias madre!- exclamó Phiona sonriente. Sentía que el corazón le explotaría de tanta euforia –Y ¿Mi hermano vendrá a la cena de gala?
–Lo más seguro es que así sea. Le envié dos cartas semanas atrás, pero no las respondió- la joven asintió un tanto seria. Ya conocía a su hermano y sabía