Novia Sustituta
Por Noël Cades
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Cuando Lily intercambia su lugar con su prima para casarse con el marqués no se da cuenta de los peligros que le esperan
«No hay necesidad de actuar como una doncella ruborizada. Los dos sabemos muy bien las circunstancias que han llevado a nuestra unión».
Cuando Lily ocupa en secreto el lugar de su prima en un matrimonio concertado, poco se da cuenta del deseo, o de los peligros, que le esperan.
El marqués de Westford sólo se ofreció a casarse con la deshonrada Elizabeth Cosgrove para salvar el honor de su familia. No tiene ni idea de que una chica inocente ha ocupado su lugar.
Cuando se despierta la pasión en Lily, ello sólo confirma su creencia de que es una libertina, ¿cómo podrá ella convencerle de su virtud?
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Novia Sustituta - Noël Cades
Novia Sustituta
Noël Cades
––––––––
Traducido por Alejandra Martínez de Eulate
Novia Sustituta
Escrito por Noël Cades
Copyright © 2023 Noël Cades
Todos los derechos reservados
Distribuido por Babelcube, Inc.
www.babelcube.com
Traducido por Alejandra Martínez de Eulate
Babelcube Books
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Novia sustituta
Noël Cades
1. El intercambio
― ¿Pero lo harás? Por favor, Lily, me moriré si tengo que pasar por ello. Eres mi última y única esperanza.
Lily Cosgrove miró el rostro angustiado y cubierto de lágrimas de su prima Betsy. Estaba pálida a la luz de las velas, con los ojos oscuros y hundidos a causa de las noches de insomnio. En el exterior, el viento aullaba y las ramas de un árbol golpeaban los cristales de la ventana.
Era una noche salvaje para una boda.
Pero aún era más salvaje el plan de Betsy. Pretendía que Lily cambiara su puesto con ella y se casara con un hombre desconocido que llegaba esa noche para salvar el honor de su familia. No conocía a ninguna de las dos: ¿cómo podría saber si una Elizabeth Cosgrove impostora se presentaba frente al altar?
Lily quería ayudar a su prima, pero tenía un conflicto.
―¿Y si nos descubren? ¿Sería, aun así, un matrimonio válido?
―Estoy segura de que lo sería. Venga, Lily, si me obligan a casarme con él significará que nunca jamás podré estar con Tom. Y, simplemente, no podría soportarlo.
No estaba considerando el destino de Lily, pero realmente ella nunca había tenido las mismas expectativas que Betsy. Huérfana y sin dinero, su tío la había acogido en su casa a regañadientes y había evitado gastar en su sobrina un centavo más de lo necesario.
A Lily no le importaba que Sir Robert se mostrara frío e indiferente con ella, porque quería a Betsy y estaba agradecida de tener un hogar. Se recordaba a sí misma que era el único hermano de su padre y que había cumplido su deber con respecto a ella.
Así que las dos niñas crecieron juntas, pues Lily era sólo un año más joven que Betsy, y habían sido bastante felices. Pero entonces Betsy tuvo su primera temporada ―no había planes similares de malgastar el dinero para que Lily debutara en sociedad― y conoció al Honorable Tom Farrington.
Se dejó seducir por él y, lo que es peor, la pillaron en flagrante delito. El poco honorable Tom había huido al continente a la primera oportunidad, dejando a Betsy desamparada.
Enseguida fue evidente que no se iba a dar la complicación de un hijo, pero Betsy quedó arruinada y el nombre de su familia manchado por su causa.
La oscuridad invadió su hogar. Se cancelaron las invitaciones. Siguieron semanas de furioso silencio por parte de Sir Robert, así como de lamentaciones y recriminaciones por parte de Lady Maud. Incluso se las arregló para culpar a su sobrina a pesar de que Lily ni siquiera había estado allí. Al no haber sido presentada en sociedad, Lily ni siquiera había conocido al infame Tom Farrington. Pero su tía estaba demasiado angustiada para reconocerlo. ¿Cómo podía ocurrirle esto a su querida hija? Otros debían tener la culpa.
Los sirvientes, al tanto de todo lo que había sucedido, permanecían callados, pero se miraban unos a otros y Lily sabía que seguramente cotilleaban sobre el escándalo familiar a puerta cerrada.
Pobre Betsy. Sólo un tonto error y cargaba con todo el peso de la censura y la condena. Y, a pesar de que Tom la abandonara, seguía adorándolo. Seguía convencida de que volvería a buscarla, aunque Lily temía que eso era muy poco probable.
Entonces llegó un sorprendente ofrecimiento de ayuda. El primo de Tom, el marqués de Westford, había escrito al padre de Betsy proponiéndole matrimonio para salvar el honor de su familia. Un hombre muy reservado, que rara vez salía de su finca, había expresado su vergüenza y desconcierto por las acciones de su joven pariente y deseaba arreglar la situación.
Sir Robert aceptó de buen grado la oferta del marqués. El matrimonio se celebraría en la capilla de su propia casa. Él y su esposa estaban de viaje en el momento en que se produjo el intercambio de correspondencia. Lady Maud estaba haciendo una «cura de reposo», incapaz de soportar la proximidad de los vecinos y del personal, que conocían su deshonra.
«Permaneceremos en Buxton debido al estado de mi esposa. Sin embargo, sería deseable que este acontecimiento se produzca con la menor demora», escribió Sir Robert.
Prefería distanciarse de todo el asunto y de la desgracia de su hija. En el caso de que, con el tiempo, su reputación se redimiera a los ojos de la sociedad, él podría volver a reconocerla.
Así que Betsy se casaría sola. El cura local la entregaría. No habría vestido de novia, ni ajuar. Era un mero y simple acuerdo.
Lily alisó sobre su regazo la gastada muselina de su propio vestido. Era una prenda heredada de Betsy porque rara vez le daban ropa nueva. Su tío consideraba que no la necesitaba porque no estaba en sociedad. Y ahora, ya era casi seguro que nunca lo estaría.
Las velas parpadeaban. La noche avanzaba. Esa noche el marqués acudiría a por su novia.
―Dicen que es un soltero empedernido, ¡debe ser un antiguo, Lily! Y sé que Tom tiene la intención de volver. ¡Él me ama! ¡Estoy segura! Fue a causa de su horrible primo y su desaprobación por lo que tuvimos que mantener nuestro amor en secreto, y por lo que tuvo que huir al extranjero.
A pesar de su inexperiencia, Lily dudaba de todo eso. Pero no quería molestar más a su prima.
Las acusaciones de Betsy contra el marqués no la animaban demasiado a aceptar ocupar su lugar, pero sabía que su propio destino era muy diferente al de su prima. Ella no disponía de dinero para una dote, así que, con su deber cumplido, su tío planeaba enviarla a vivir como dama de compañía de una pariente lejana. Esta señora, una anciana viuda de temperamento irascible, vivía en las remotas Highlands, lejos de la sociedad. Le esperaba un futuro sombrío y agotador...
¿Tal vez ser la señora de una casa, de cualquier casa, sería mejor que aquello?
Pero no fue esto lo que hizo que Lily aceptara finalmente el plan desesperado de su prima. Fue la genuina preocupación que sentía por ella y la débil esperanza de que Tom pudiera volver a buscarla. Puesto que no había ninguna perspectiva amorosa en la vida de Lily, estar atada por los lazos matrimoniales no resultaría, seguramente, más que un pequeño sacrificio para ella.
A pesar de todo, vacilaba. ¿Y si esto era lo mejor para Betsy? Aunque el marqués fuera anciano, era un hombre rico y noble y a su prima no le faltaría de nada. Recuperaría el lugar que le correspondía en la sociedad y tal vez incluso tuviera hijos, si el marqués no estaba tan decrépito como se temía.
―Muy bien.
Mientras pronunciaba esas palabras, tuvo la extraña sensación de que las paredes a su alrededor se cernían sobre ella.
―¡Oh, Lily! ―En medio de un nuevo estallido de lágrimas, Betsy se mostró exultante. Su alivio, que la llevó a derrumbarse aún más que antes, confirmó a su prima que la decisión que había tomado era correcta. Para ella, casarse con ese hombre la dejaba indiferente, pero para Betsy era una condena.
Ahora lo único que tenía que hacer era llevarlo a cabo. Acercarse al altar, pronunciar sus votos y partir hacia quién sabe dónde.
***
Durante el poco tiempo que les quedaba, Betsy fue todo lo complaciente y generosa que pudo.
―Puedes llevarte todas las cosas mías que quieras. No las necesitaré y, además, tendré otras nuevas cuando forme mi propia familia ―le ofreció.
Lily se mostraba reacia a tomar cualquiera de sus posesiones. Sin embargo, las suyas eran vergonzosamente pobres y destartaladas, así que al menos tendría que pedir prestado un vestido más nuevo para que el engaño fuera convincente. El marqués no podría imaginar que la hija de Sir Robert se fuera a poner un algodón deshilachado o una seda remendada.
―Esta muselina podría servir para una boda ―sugirió Betsy. Era una de las más nuevas y se la había puesto para un baile la primavera pasada. La tela era fina para las noches más frías del otoño, pero Lily estuvo de acuerdo en que resultaba elegante.
Había algo que quería saber. Algo de lo que una madre podría haber hablado con ella, o al menos haberle dado pistas con cierto tacto. Pero aquí, no había nadie a quien pudiera preguntar, excepto Betsy.
―Lo que pasó entre tú y Tom Farrington, qué exactamente... me refiero a la noche de bodas ―empezó Lily. En los años más libres de su infancia, antes de que su padre muriera, había jugado en los establos y en los alrededores de la finca. Tenía cierta idea de que las yeguas engendraban y de que ciertas cosas sucedían, aunque parecía absurdo imaginar que pudiera ocurrir algo así entre las personas.
Sin embargo, sabía que había algo. Retazos de una conversación entre risas de una sirvienta recién prometida sobre la Noche de Bodas. Un comentario desprevenido de la cocinera a una de sus ayudantes sobre los dormitorios, al alcance de la joven Lily. Sabía que los hombres y las mujeres eran diferentes porque había visto a los hombres bañándose en el río una o dos veces. Entonces, su niñera había jadeado y había alejado rápidamente a su joven pupila de allí.
Betsy se sonrojó. ―Uno no puede hablar de esas cosas, Lily.
―Lo sé. Pero, ¿qué supone exactamente? Estoy segura de que necesitaré saberlo si voy a casarme.
Su prima permaneció callada. ―El hombre se encarga de todo eso.
― ¿Pero es... es soportable? ― Lily había oído hablar a las mujeres mayores del «deber».
―Cuando estás con alguien que amas, no te importa nada ― le dijo Betsy.
Esto no era nada tranquilizador. Puede que Lily prometiera ante Dios a amar y honrar a un marido, pero como nunca lo había conocido, difícilmente podía sentir que lo amaba. Ni siquiera sabía cómo era.
Estaba claro que no iba a conseguir nada más de su prima. Betsy estaba ocupada arreglando sus propios asuntos. Rápidamente, había enviado una carta a su antigua institutriz. Anne Carter, un alma cándida que había adorado a Betsy durante los años en que se había ocupado de su educación y que sería ahora su refugio mientras esperaba el regreso de Tom. Vivía en una casita en el campo, con una pequeña pensión, pero sería lo suficientemente segura para Betsy.
―Por supuesto, mi madre y mi padre pensarán que eres tú quien se queda allí. No creo que hagan muchas preguntas, ya que te ibas a ir de todos modos.
La indiferencia que mostraban hacía ella sus tíos hacía que todo el engaño fuera mucho más sencillo. Simplemente se alegrarían de que se hubiera marchado, aunque eso significara que la pariente escocesa se quedara sin su prometida dama de compañía.
Cuando Lily empaquetaba sus escasas y lamentables pertenencias en un pequeño baúl y se deslizaba en la muselina de Betsy mientras su prima la ayudaba con los cierres, una criada llamó a la puerta.
―Oh, señorita Betsy, señorita Lily, ha llegado la visita.
2. La boda
Apenas era capaz de respirar por los nervios, pero Lily trató de armarse de valor mientras Betsy le ayudaba a ajustar el pesado velo de encaje sobre su rostro. Su propia mano temblaba al prender su cabello con un adorno de perlas, un regalo de boda de su prima.
―No puedo llevar eso. Debe ser valioso y la tía Maud se dará cuenta de que falta ―protestó Lily.
―No lo hará. Pensará que me lo he puesto yo, ¿recuerdas?
Una vez acabaron, se apartaron para revisar todo el conjunto. Lily se sentía como un fantasma blanco y estaba segura de que su cara estaba aún más pálida que el vestido.
―Estás preciosa ―le dijo Betsy. ―El vestido te queda perfecto y se adapta a tu figura mucho mejor que a la mía ―. Podía permitirse el lujo de ser generosa ahora que su prima más pequeña la libraba de un terrible destino.
La cabeza de Lily daba tantas vueltas que apenas pensó en cómo le quedaba o le sentaba el vestido. Pero, con el velo para disimular su rostro, podrían salirse con la suya. No engañaría a nadie que viera a las dos primas una al lado de la otra, pero si los sirvientes vislumbraban a Lily sola, estarían convencidos de que era Betsy.
―¿Qué vas a hacer? ―preguntó Lily a su prima. ―Esperarán que me acompañes.
―Me quedaré tranquilamente aquí arriba. Puedes mencionarle a John que yo, es decir, que Lily no se encuentra bien y que desea que no la molesten. Es tan duro de oído que no reconocerá que es la voz equivocada la que hay detrás del velo.
John era el mayordomo de Sir Robert, un anciano criado que había dirigido la casa y a los demás sirvientes durante muchos años. Era un hombre mayor muy amable, diligente en sus obligaciones, y Lily odiaba engañarlo.
Pero era necesario. Se sintió muy sola cuando bajó la escalera y cruzó hacia la capilla. La casa estaba fría y llena de corrientes de aire: se encendían menos fuegos cuando Sir Robert y Lady Maud estaban fuera.
John se encontró con ella y se inclinó: ―Señorita Elizabeth ―. Siempre había parecido quién menos censuró la deshonra de Betsy. Mas que escandalizarse, sus ojos se entristecieron cuando ella volvió a casa sumida en la desgracia. La conocía desde la infancia: si no fuera por los límites infranqueables existentes entre la familia y el servicio, casi podría haber sido un tío abuelo bondadoso.
También se había mostrado amable con Lily cuando ella llegó allí por primera vez, afligida por su padre, echando de menos su hogar, y asaltada por los constantes y punzantes recordatorios de la caridad de su tío al acogerla.
―¿No está su prima con usted?
Lily murmuró la mentira sobre un fuerte dolor de cabeza. Resultaba inquietante mentir sobre sí misma.
John se detuvo un momento. Su pelo blanco había crecido poco, pero se mantenía erguido y siempre llevaba su uniforme negro con una elegancia tan impecable como era posible. ―No me corresponde, señorita Elizabeth, pero...
Pareció vacilar, pero luego se enderezó y extendió el brazo. ―No puedo permitir que suba sola. Que digan lo que quieran.
Era lo más desafiante que había hecho jamás, pero esa era, probablemente, la última vez que vería a su joven ama. Lily sintió una punzada de culpabilidad por ser la joven equivocada a la que el anciano se estaba ofreciendo a escoltar.
Agradecida, le cogió del brazo y entraron juntos en la fría capilla. El altar del fondo brillaba suavemente a la luz de las velas. No había flores.
Lily mantuvo la cabeza inclinada, sin atreverse a levantar la vista. De repente, se había dado cuenta de que, tal vez en algún momento, tendría que levantar el velo y, ¿entonces qué? John sin duda la vería, ¿qué haría?
Por el momento, tenía que soltarse.
Se trataba simplemente de una pequeña capilla, pero el recorrido por el pasillo le pareció el más largo de su vida. Cuando llegó al altar, Lily levantó la vista y vio, de pie junto a ella, una figura alta y de aspecto sombrío.
El hombre se giró en su dirección y ella reprimió un grito al pensar, por un momento, que se trataba del hombre equivocado.
No era un hombre mayor ―supuso que tendría poco más de treinta y cinco años― y sus gestos tenebrosos y bien marcados mostraban una inflexible ferocidad. La saludó con un brusco movimiento de cabeza, más como un reconocimiento de su presencia que como una forma de saludo.
Lily estaba tan aterrada que cerró los ojos mientras el vicario leía las palabras sagradas. Ella y el hombre alto estaban frente a él, pero la mente de Lily se desvió del Libro de Oraciones y miró el perfil del desconocido que estaba a punto de pronunciar sus votos matrimoniales junto a ella.
Se sintió aliviada y a la vez preocupada porque era mucho más joven de lo que habían imaginado. Estaba preocupada porque quizás si Betsy veía a este hombre, no podría oponerse a un matrimonio con él como un futuro respetable. Lily sufría pensando sobre si debía hablar e igual buscar a su prima. Revelar el engaño en este momento causaría una gran conmoción e indignación, pero posiblemente, mucha menos que dentro de un mes con un matrimonio irrevocable. Porque, algún día, la verdad acabaría revelándose.
También estaba preocupada porque, secretamente, había mantenido la esperanza de que un marido de edad avanzada podría sentirse menos inclinado a exigirle esos deberes a los que las mujeres mayores aludían en voz baja. Pero este hombre era claramente... viril. Si al menos Betsy hubiera podido aconsejarle mejor sobre dichos deberes.
Como si hubiera percibido su mirada sobre él, el hombre se volvió ligeramente hacia ella y Lily volvió a bajar rápidamente la mirada. Aunque, no es que él pudiera saber, a través del velo de encaje, hacia dónde miraba ella con disimulo.
―Yo, Gervase Revelston Dainard, te tomo a ti, Elizabeth Ann Cosgrove....
Su voz la sobresaltó. Era profunda y elocuente. Debería estar enfadado pero su tono era comedido, quizá en reconocimiento a la solemnidad de los votos.
Teniendo en cuenta la forma de su mandíbula y el músculo que se apretaba en su mejilla, Lily esperaba que hablara con una furia glacial. Sin embargo, habló con determinación, no con ira.
Le llegó el turno a ella enseguida. Intentó mantener la voz firme. ―...amarte, cuidarte y obedecerte, hasta que la muerte nos separe, de acuerdo con las Sagradas Escrituras; y por ello te juro fidelidad ―. La voz se le quebró en las últimas palabras, pero mantuvo la cabeza alta e hizo lo que pudo.
Entonces, un anillo se deslizó en su dedo mientras una mano fuerte y cálida tomaba la suya. Se había imaginado una garra delgada y anciana con piel de papel ―o peor, algo suave y pegajoso como la del desagradable hermano de la tía Maud― así que aquello fue un consuelo. Los propios dedos de Lily estaban helados, pero apretó la mano, a su vez, con una suave firmeza.
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
El resto de las palabras del vicario pasaron como un borrón, hasta que llegó a las palabras «marido y mujer». Estaba hecho. Era demasiado tarde para confesar, para cambiar de opinión, para huir.
El viejo John, satisfecho de que Elizabeth hubiera pasado al cuidado de su marido, se inclinó ante ambos y se marchó. Lily se sintió perdida y, al mismo tiempo, aliviada. Su último amigo se había marchado, aunque no sabía quién era ella. Pero al menos ahora no podría delatarla.
―Ahora que somos marido y mujer ya no hay necesidad de mantener esta cortina entre nosotros―. La voz era seca y el tono profundo y masculino, como antes. Lily se sobresaltó cuando el marqués levantó su velo y la miró por primera vez.
Algo brilló momentáneamente en sus ojos y, por un segundo, ella se aterrorizó al pensar que pudiera haberse dado cuenta del engaño. ¿Pero cómo podría? Nunca había conocido a ninguna de las dos, ni había visto sus retratos. Puede que Lily tuviera el pelo dorado y oscuro, mientras que el de Betsy fuera castaño claro, pero ambas chicas habrían sido descritas como «rubias» si se les hubiera preguntado por su aspecto.
«Tenebroso» sería el término utilizado para describir el aspecto de aquel hombre que ahora estaba ante ella. Con el velo retirado y una vela iluminando más directamente su rostro desde que se había acercado a ella, Lily pudo verlo con claridad.
Su pelo era negro como el azabache, sin ningún matiz gris, al igual que sus cejas, y sus ojos eran del color de un cielo tormentoso. Lily tenía una buena estatura para una mujer joven, pero él la sobrepasaba. Su vestimenta era inmaculada: su abrigo de un corte impecable acentuaba unos hombros anchos que se estrechaban hasta unas delgadas caderas.
Seguramente Betsy le habría admirado, o habría llegado a admirarlo. Su Tom no podía ser mucho más guapo que éste. Lily rara vez había estado en compañía de hombres que no fueran los de su familia, pero estaba bastante segura de que este sería considerado extremadamente guapo.
Este hombre. Su marido. Tenía que empezar a pensar en él como tal.
―Señora.
Al darse cuenta de que se había olvidado de sí misma y que estaba mirándole fijamente, Lily bajó rápidamente la cabeza e hizo una reverencia. ―Mi señor.
― Eso no es necesario, ahora que eres mi esposa. Un gesto será suficiente.
Confundida, Lily asintió.
―Nos dirigimos a Westford Park esta noche. Si los sirvientes han arreglado tus cosas, nos vamos inmediatamente.
Lily esperaba ―anhelaba― volver arriba y despedirse de Betsy. Pero el baúl que había preparado ya estaba en el vestíbulo. Tras bajarse el velo una vez más para salir de la capilla, aceptó las felicitaciones y los buenos deseos de John y del ama de llaves, y acompañó a su nuevo marido hasta el carruaje.
Estaba completamente sola y sin un solo amigo. Se alegró de la privacidad de su velo. Ocultaba las lágrimas que brotaban de sus ojos y resbalaban por sus mejillas al despedirse de la casa de su tío y de su niñez.
Todos aquellos a quienes alguna vez había conocido y amado le habían sido arrebatados. El hombre que estaba a su lado era un extraño ―podía decirse que incluso un extraño hostil, por la forma en que su mirada se había estrechado al observarla. El novio reacio, que se pondría aún más furioso cuando descubriera que su novia era una impostora.
3. La posada al borde del camino
Gervase Dainard, marqués de Westford, apenas era consciente de lo que había hecho.
Decidió que esa sería la última vez que sacaba de un apuro a su joven e insensato primo. En los últimos años, desde que Tom había sido expulsado de Cambridge, Gervase había pagado con frecuencia sus deudas de juego y se había ocupado de varias mujeres con las que Tom se había enredado.
Había enviado, discretamente, a una camarera embarazada a una casa del norte de Inglaterra, para casarse con un guardabosques viudo. Apaciguó y despidió con la cortesía de una gran suma de dinero a una actriz, que reclamó el incumplimiento de una promesa. Y también pagó a una notoria cortesana francesa que intentó chantajear al joven Farrington con cartas robadas de otra de sus indiscreciones ―esta vez una dama casada.
Mientras Tom se limitó al demi-monde (clase social baja) fue una cosa. Pero deshonrar a una joven de su propia clase era inaceptable.
Y peor aún, la sobrina del hombre al que Gervase le debía la vida.
El marqués no vio otro medio de reparar el daño que ofrecer él mismo el matrimonio, dado que Tom había huido a Italia y se negaba a responder a la correspondencia.
Gervase echó una mirada a la figura velada que estaba a su lado. No tenía necesidad ni deseo de una esposa, pues hacía años que había prescindido de tales aspiraciones. No tenía ni idea de lo que haría con ella.
Una extraña chiquilla, sentada allí, cubierta por su velo. Sin duda era una muestra de modestia para ocultar la vergüenza que debía sentir.
Bueno, ahora él había restaurado su honor. Era la esposa de un marqués, una marquesa.
Se sorprendió momentáneamente cuando vio su rostro. Pálida y aterrorizada, ciertamente, aunque eso era de esperar. Pero también una belleza. Incluso había sentido un parpadeo de admiración, que sofocó inmediatamente al recordar su locura.
Al recordar los astutos encantos de la actriz y el seductor encanto de la francesa, Gervase pensó que esta última pieza era un cambio en la tendencia de Tom. Tenía una gracia tranquila, una finura. Si ella le diera herederos ―inesperadamente se sintió agitado al pensar en ello―, serían niños con muy buen aspecto.
Gervase no tenía planes de tener descendencia. Tom, a pesar de todos sus defectos, era su heredero y mantenía la esperanza de que el algún momento sentara la cabeza y empezara a llevar una vida respetable. El propio Gervase había sido muy gamberro en su juventud, aunque sin llegar al nivel de libertinaje de su sobrino. No obstante, sentía simpatía por su pariente más joven, que había crecido sin padre como él, y con sólo una madre débil e indulgente para moldear su carácter.
Antes había llegado a pensar que Tom podría redimirse. Pero, a medida que pasaban los años, le inquietaba cada vez más que el comportamiento del chico fuera en aumento. Y ahora esto.
Era la gota que colmaba el vaso. A Gervase le preocupaba que el título de propiedad de la familia pasara a manos de su primo, lo que, en ausencia de su propia descendencia, sucedería.
La cuestión era que, por supuesto, los herederos debían engendrarse, lo cual podría significar relaciones maritales más estrechas de lo que había previsto. Había considerado vagamente que consumar el matrimonio podría ser un requisito legal o moral, pero antes de conocer a la chica no había sentido ningún interés en hacerlo.
La idea inicial de Gervase era que simplemente llevarían vidas separadas. Tenía varias propiedades y el propio Westford Park era lo suficientemente grande como para que sus caminos se cruzaran en muy raras ocasiones.
Estaba lloviendo cuando salieron de la casa de Sir Robert y, ahora, el cielo estaba aún más plomizo. Se había levantado el viento y el camino se estaba volviendo resbaladizo y peligroso para los caballos.
Si la rueda del carruaje se rompía o un caballo se caía, se quedarían varados en mitad de ese clima salvaje, lejos de cualquier lugar, a merced de los salteadores de caminos que se aprovechan de las carreteras solitarias.
Gervase llamó al cochero para que agrupara los caballos. ―No llegaremos a salvo a Westford Park esta noche. ¿Hay alguna posada cerca? ―. Perdido en sus pensamientos, no se había percatado si habían pasado recientemente por alguna.
―Hay una no muy lejos de aquí, quizás dos millas más adelante ―le dijo el cochero. Recordaba haber pasado por una en el viaje de ida.
―Nos quedaremos allí ―. Aunque fuera un lugar duro, sería un refugio. No era un lugar que el marqués hubiera elegido para su noche de bodas, pero las circunstancias lo requerían.
El carruaje continuó a paso lento y el cochero puso el máximo cuidado para que los caballos no tropezaran. El camino era particularmente malo en aquel lugar: estrecho y con muchos baches. Los baches hacían que el carruaje se viera afectado, a pesar de ser un vehículo fino y costoso, con una buena amortiguación.
Cuando estuvieron cerca, vieron un farol brillar encima de la puerta de la posada. El marqués condujo a su novia a refugiarse al calor del interior mientras el cochero se ocupaba de dejar a los caballos en los establos.
Se hicieron todos los preparativos. Eran unas instalaciones sencillas, pero parecían lo suficientemente limpias, y los