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Ensueño Boreal
Ensueño Boreal
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Libro electrónico633 páginas9 horas

Ensueño Boreal

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Has leído las últimas novelas eróticas de moda y te han parecido una monería bienintencionada, historias edulcoradas para amas de casa aburridas.
Pero tú buscas algo más, pues a ti lo que te gusta es el sexo, el sexo duro, sin contemplaciones, y no las fantasías seudorománticas.
Pues por fin lo has encontrado.
Esta es la historia de Johnny.
Johnny es un tipo cáustico y cínico. Es vago, irreductible, sucio, pretencioso y adicto a casi todas las adicciones que merecen la pena. La biblia de Johnny se resume en tres palabras:
beber,
follar,
escribir...
Un buen día, Johnny cruza el océano y acaba atrapado entre las calles y recovecos de la ciudad de las maravillas, la gran urbe prodigiosa, crisol de culturas engarzada entre los grandes lagos y los hielos del norte.
Allí, arropado por la aurora boreal, conocerá a dos mujeres: Wendy y Citerea, Citerea y Wendy. Musas etéreas y ángeles de carne cuya antítesis produce en el espíritu torturado de Johnny la síntesis perfecta.
Entre los muslos de las dos ninfas, el escritor impenitente encontrará la inspiración que tanto ansía y la satisfacción de sus más perversos deseos.
Pero esta es mucho más que una simple fábula pornográfica.
Ente la impudicia y las brumas, Johnny medita sobre los avatares del mundo en el que sufre y vive. Y plasma sus pensamientos en la vertiginosa página en blanco.
Esta quizás sea la primera novela sicalíptico-filosófica de la historia. Y si al acabar de leerla aún crees que se trata de otra novela erótica más, es que no te has enterado de nada.

IdiomaEspañol
EditorialRebeca Rader
Fecha de lanzamiento25 jul 2015
ISBN9781311147103
Ensueño Boreal
Autor

Rebeca Rader

Rebeca Rader es el seudónimo usado por una mujer de ascendencia ilustre y añejo abolengo, educada en el seno de una familia tradicional y algo chapada a la antigua, que a pesar de todo se encuentra felizmente emparejada. Por fortuna para sus lectores, Rebeca decidió un buen día liberar toda su intensa espiritualidad carnal.«Cuando alcancé los cuarenta y me miré al espejo», nos relata la sin par Rebeca, «me encontré con una ama de casa algo sobrada de peso, con unas ganas enormes de sexo y una creciente obsesión por las mujeres de pechos grandes. Descubrí que ponerlas por escrito era una magnífica manera de dar rienda suelta a mis fantasías más recónditas.Miembro sobresaliente de FESNI (Fantástica Escritura Sicalíptica y Narrativa Impúdica), la asociación de escritores de relatos libidinosos, Rebeca se ha convertido en uno de los valores más sólidos del panorama literario nacional para adultos. Mantiene su identidad en secreto para evitar el escándalo y el rechazo familiar. Sólo su pareja conoce su escondida faceta de escritora de novelas eróticas.«Aunque mis novelas no son sólo sexo y erotismo. También busco hacer pensar a mis lectores, sacudir sus convicciones y su manera de ver el mundo», nos confiesa Rebeca con un brillo de malicia en los ojos.Además de todo lo anterior, esta inefable autora es también el álter ego femenino, lúbrico, impúdico y rijoso de Juan Nadie, otro de nuestros autores más insólitos.

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    Ensueño Boreal - Rebeca Rader

    Las flores del Mont-Royal

    Esa fue la primera vez que hicimos un juego sadomaso de dominación con Citerea. Después vinieron muchos más. Todos ellos sumamente gratificantes y placenteros, sobre todo para ella. Llevábamos ya unos cuantos meses, Wendy y yo, follándonos a Citerea, tanto por separado como los tres juntos. Aunque no fue fácil follarse a Citerea. Costó tiempo y esfuerzo, si bien no fui yo el artífice de tal hazaña.

    Fueron los dioses. O mejor dicho, fue una diosa del sexo que tuvo a bien derramar sus bendiciones sobre mi cabeza.

    A veces, uno tiene suerte.

    Citerea era una chica delgada y alta, rubia y de ojos azules, con una carita de niña encantadora, largas y bien contorneadas piernas y un culo respingón que era una pura delicia. Tenía el pelo rizado, que le caía en bucles de oro viejo hasta los hombros. Aquel pelo rizado y rubio siempre me pareció increíblemente sexy, aunque ella insistía en que era la parte menos atractiva de su anatomía, que le daba un aspecto demasiado infantil. Así que de vez en cuando se lo planchaba para alisárselo.

    —¿Qué tal? ¿Qué te parece? —me preguntó alguna que otra vez cuando aparecía con el pelo liso.

    —Pues tienes razón, mi preciosa Citerea. Con el pelo así pareces más…, no sé, más madura. Bueno…, madura no. Más… segura de ti misma. Eso, sí. Pero igual de follable, no hay duda.

    —No seas tan bruto, Johnny, por favor —me recriminaba ella.

    Tenía unas tetas pequeñitas y duras como manzanas, con unos pezones largos y prominentes que se obcecaban en la irritante tendencia a marcarse debajo del jersey, de la blusa, del top o de cualquier prenda que los cubriese. Irritante para ella, desde luego, que no para los que la rodeaban. Citerea solía sentirse un tanto incómoda cuando sus pezones entraban en erección. Yo se lo hacía notar a la menor oportunidad. Ella se hacía la ofendida, me daba un a medias amistoso manotazo en el brazo y me echaba en cara mi falta de delicadeza y mis maneras poco caballerescas y zafias, pero un brillo de picardía brillaba en sus pupilas. Se sentía a la vez alagada e importunada.

    Detrás de su máscara de gazmoñería había un soterrado gusto por la sensualidad y el erotismo. Por el exhibicionismo sin tapujos. Eso me hacía concebir esperanzas y creer con convicción que algún día conseguiría rescatar a mi preciosa amiga de las garras de los convencionalismos sociales. Y así ocurrió, aunque no fue gracias a mis habilidades seductoras, sino a una ninfa voluptuosa que tuvimos la suerte se cruzara en nuestras vidas.

    De todas formas a mí siempre me gustaba verla con los pezones empitonados, dos botones de placer rosado que desafiaban al mundo. Podía pasarme horas chupando y mordisqueando esos pezones, hasta que ellos y mis labios acababan en carne viva.

    Su coño era una de las más preciosas flores de carne que he tenido la dicha de llevarme a la boca. Era muy poco peludo, a excepción del monte de Venus, cubierto por un suave césped de color dorado oscuro. Los labios mayores, el perineo y el ano apenas despuntaban un ligero vello casi blanco que sólo se notaba cuando pasabas la lengua por esas partes. Así que, sin apenas cuidados, su coñito de labios rosados parecía siempre perfectamente depilado y recortado, listo para la acción y en perfecto estado de revista. Los labios menores apenas sobresalían de los sedosos y regordetes labios mayores, lo que acentuaba el carácter juvenil de su entrepierna. El clítoris no era demasiado grande, pero cuando lo sacabas con la punta de la lengua de su escondite bajo el capuchón, se enrojecía e hinchaba; se convertía en un mágico botón de placer, la lámpara de Aladino que al frotarla satisfacía el más placentero de los deseos. Tenía un sabor fuerte, un poco agrio, y ligeramente afrutado. Lubricaba rápido y en abundancia, lo que hacía que siempre acabase con el mentón empapado del deleitable néctar. La primera vez que le comí el coño a Citerea, sentí la dicha del arqueólogo que por fin encuentra la entrada secreta a la pirámide. Muchas otras veces me amorré a ese encantador coñito como un niño a la teta de su madre. Todas y cada una las disfruté. Besé esos labios dulces y cálidos tantas veces como estrellas hay en el firmamento. Pues un coño sabroso y lindo es un manjar del que nunca te cansas.

    Además, el coño de Citerea venía con regalo: el primoroso agujerito de su culo, blanco y límpido, como si la mierda nunca saliese por allí, como si su ojete hubiese sido creado por los dioses con el único propósito del gozo. Muchas veces metí la lengua, los dedos y la polla en ese culito. Pero eso fue mucho después de haberla conocido. Y nunca hubiese ocurrido sin la ayuda de Wendy.

    Citerea era terriblemente inteligente. Tenía una de las mejores calificaciones en la universidad McGill, otrora la universidad más prestigiosa de Montreal, y de todo Canadá. Aunque ya en aquellos tiempos estaba algo venida a menos, por causa de los recortes presupuestarios, la estulticia política, el abstruso pensamiento nacionalista y la fuga de cerebros. La llamada Harvard del Norte era por aquel entonces una elegante y añosa dama que todavía podía vivir de sus rentas. Mi rubia ninfa acabó el grado equivalente a licenciatura siendo la segunda de su promoción, y la tesis doctoral que estaba realizando lo terminaría con total seguridad con las notas más altas. Era de carácter tímido, un poco retraída, pero sumamente afable y encantadora cuando se la conocía un poco. Le gustaban las actividades físicas, y solía ir con regularidad a clases de baile y de algún tipo de arte marcial, no recuerdo cual.

    Una mujer con la que follar y conversar eran acontecimientos de los más placenteros. Esas son las mujeres que realmente valen la pena, con las que puedes follar y hablar. Principalmente en ese orden. Si sólo puedes disfrutar con ellas una de las dos actividades, tampoco está mal, pero te encuentras demasiado lejos de la sublime e inalcanzable perfección.

    Mi primer encuentro con Citerea fue, como suele serlo todo lo que merece la pena en esta vida, fruto de la puta contingencia, hada maliciosa a la que muchos se obcecan en llamar destino. Aunque en este caso, la contingencia pudo ser calificada de serendipia.

    Por aquel entonces, durante mi primer semestre en Montreal, yo me sacaba unos dólares como voluntario para la fase uno de los ensayos clínicos de una gran empresa farmacéutica internacional. La fase uno de un ensayo clínico consiste en buscar unos cuantos voluntarios, supuestamente sanos, y casi siempre varones, y darles a probar el nuevo fármaco. Con esto no se pretende curar a nadie de nada, sino simplemente ver que el medicamento no tenga efectos secundarios que puedan dar lugar a un márquetin negativo para la empresa. Que por tomar la jodida pastilla no te den lacerantes dolores de cabeza, diarreas galopantes o se te caiga el hígado a pedazos.

    Citerea trabajaba de becaria eventual ayudando en la administración de las pastillas y placebos a los idiotas que como yo se prestaban a hacer un rato de conejillos de indias. Nada más verla, me sentí como Nabókov y su Lolita. Citerea era una de esas mujeres bendecidas por la diosa menor de la sensualidad postpuberal. Aunque iba ya en caída libre hacia la treintena, su aspecto seguía siendo el de una jovencita fresca y tierna que apenas ha echado su primer polvo. Esas tetitas desafiantes, esa cintura deliciosa, ese culito respingón, y esa cara de muñeca rubia, invocaban en los machos de la especie el universal deseo de comérsela a besos y meterle la polla hasta el fondo de la garganta.

    Tras finalizar los ensayos clínicos, que por fortuna no tuvieron efectos excesivamente perniciosos para mi salud, Citerea abandonó su trabajo de becaria e ingresó en uno de los departamentos de la facultad de medicina en el campus McGill, donde realizaría su tesis doctoral en no sé qué sub-rama de no sé qué campo de la fisiología farmacológica. Sin embargo, nos seguimos viendo, y entre ella y yo floreció una especie de relación de amistad… más o menos laxa. Aunque en la mayoría de los casos la relación consistía en mis incansables peticiones de llevármela a la cama, y en su no menos impertérritas negativas. Pero de alguna manera, el tenerme a su alrededor como un perro salido meneando la colita, con la lengua afuera y babeando por su culito de melocotón, parecía hacerle gracia.

    Al menos lo suficiente para tolerar mi presencia.

    Claro que, haciendo honor a la verdad, tengo que reconocer que el titiritero en la sombra de mi relación con Citerea fue Wendy, mi oscura musa de grandes pechos y vulva insaciable.

    Fue toda una sorpresa descubrir que Citerea sabía quién era Wendy.

    Según me contó, la conoció en un bar de lesbianas. Siempre me pregunté qué demonios hacía la rubita en un local de bolleras come-coños. Por lo que pude ver después, con la excepción de Wendy, Citerea era estrictamente heterosexual. Pero no hay nada que Wendy no pueda conseguir, al menos en lo que se refiere a estremecer las fibras sexuales de sus semejante, incluso ligarse a una niñata remilgada en un bar de tortilleras. Wendy tenía para Citerea las mismas intenciones que yo, es decir, meterle la lengua en todos sus orificios corporales, y me utilizó a mí como una especie de puente que la ayudaría a conquistar la ansiada fortaleza. No me quejo. Yo también recibí mi porción del pastel, aunque fuese como efecto colateral.

    A pesar de sus innegables cualidades, Citerea no parecía tener demasiada suerte en el amor. No sé, quizás mujeres inteligentes y guapas como ella se vuelven demasiado quisquillosas. Buscan un príncipe azul que sólo existe en los cuentos de hadas, y eso las frustra y las vuelve un poco amargadas. Citerea había cortado poco antes con el último novio, y nos había contado la historia, en buena parte para desahogarse, tanto a Wendy como a mí. Por lo visto, el muy gilipollas no se le había ocurrido otra cosa que ponerle los cuernos con una de las amigas más cercanas de Citerea. Ella los había mandado a los dos a la mierda, pero la experiencia le había resultado más dolorosa de lo que en principio pensaba, y se sentía afligida.

    El problema de Citerea, como el de muchas mujeres por aquel entonces, era que a pesar de los avances tecnológicos y culturales obtenidos por la civilización occidental en los últimos siglos, seguía sintiéndose culpable por abrirse de piernas. Es la maldita herencia judeocristiana. Tardaremos milenios en sacudírnosla de encima.

    Claro que no es sólo historia. También es biología.

    La especie humana sufre de lo que se ha dado en llamar el «exceso de demanda sexual masculina», o también «déficit sexual masculino». Es decir, que los tíos siempre quieren follar mucho más de lo que las mujeres están dispuestas a proporcionarles. Es normal. Es lógico. Es parte de nuestra fisiología básica. Los llevamos grabado a fuego en los genes. Es parte indisoluble de la naturaleza del mono pelado.

    Para los hombres, el esfuerzo de la reproducción es mucho menor. Unos minutos, un intenso orgasmo, tu polla vomita esperma, y nuestros genes enfundados en espermatozoides son lanzados al viento del futuro en busca de la ansiada perpetuación. Para las hembras de la especie, la estrategia es completamente distinta. Ellas invierten mucho tiempo y energía en traer bebés al mundo. Incluso ponen en riesgo sus vidas, pues el parto no deja de ser un trauma fisiológico de tres pares de cojones. Por eso deben asegurarse de que el espermatozoide que alcanza su óvulo merezca la pena. Ovarios y úteros son un tesoro de valor incalculable, y de existencias limitadas. Así que si el macho quiere meterla en caliente, tiene que pagar un precio. En metálico o en matrimonio. Una esposa y una puta son sólo las dos caras de una misma moneda. El trueque que la sabia y chapucera selección natural ha puesto a disposición de las mujeres para conseguir un objetivo claro y bien definido: tener al macho satisfecho y atadito bien corto, u obtener un beneficio material a cambio. Durante siglos, por condicionamientos y tabúes culturales fáciles de comprender pero difíciles de diseccionar, la opción esposa se ha considerado la más aceptable, mientras que las prostitutas han sido relegadas a los bajos fondos del desprecio social. Nunca he acabado de comprender esa hipocresía. Desde mi punto de vista masculino y testosterónico, las dos opciones me conducen hacia el mismo objetivo. No hay razón para considerar una mejor que otra.

    Pocas veces he expresado esta opinión en público, desde luego. Siempre he tenido miedo que una feminista o una devota feligresa, allí presente por atroz casualidad, sacase una pequeña hoz de oro del bolso y me rebanase las pelotas de cuajo en un ataque de justa ira uterina y vaginal.

    Por desgracia, aparte de describir la incongruencia, poco puedo hacer yo al respecto. Los meandros de la biohistoria son inescrutables.

    Durante milenios, las madres educaron a sus hijas para que fuesen buenas esposas. Y si no les quedaba más remedio que hacer de putas, que al menos lo hiciesen con la suficiente elegancia y discreción. Con la llegada del siglo XX, la liberación de la mujer y la popularización de los métodos anticonceptivos, el fiel de la balanza se inclinó un poco hacia el lado que más me gustaba. Aunque no mucho. A fin de cuentas, la biología básica de la especie sigue estando ahí, tirano silencioso que gobierna nuestros destinos con riendas de ADN que no se pueden cortar.

    Por eso muchas chicas como Citerea tenían el mismo problema. Aunque a un nivel intelectual y racional, el follar a diestro y siniestro les parecía una opción aceptable, la losa cultural y genética seguía sin moverse del todo. Una parte de sus bellos y deliciosos cerebros seguía sufriendo de cierta tirantez cuando los labios menores se enrojecían por el uso continuado. Una pena, a mi entender. Algunas mujeres habían sabido calibrar a la perfección el valor de su entrepierna, y habían aprendido a utilizarlo de forma magistral en su propio beneficio. Pero Citerea no era Wendy. Y por muchas enseñanzas que recibiera de la maestra de ninfas, nunca llegaría a serlo. Así pues, tras su ruptura amorosa, en vez de lanzarse al asfalto en busca de sementales que aliviasen su pena, al menos en el plano físico, Citerea se limitaba a enlodarse en su propia autocompasión, suspirando por un amor que todavía no era capaz de separar por completo del sexo sin contemplaciones.

    —La verdad es que os envidio a Wendy y a ti. Os vais a la cama, así, sin más. Parece que os va muy bien —me dijo Citerea.

    Nos encontrábamos sentados en uno de los bancos de hierro forjado que había en los jardines que rodeaban el aparcamiento norte del campus McGill, a los pies del Mont-Royal, cerca de donde estaba el laboratorio en el que ella realizaba las prácticas de su tesis.

    Era la pausa del almuerzo. Yo solía visitarla a esa hora de vez en cuando, con un par de latas de cerveza escondida bajo la cazadora. Tras acabar la comida y las cervezas en la cafetería del hospital, salimos a disfrutar por unos minutos de un inusual cálido y soleado día de finales de abril. Así yo podía echar un par de cigarrillos.

    —Bueno —repliqué—. Lo de Wendy no es que sea un acuerdo tácito, ni nada por el estilo. Ni tampoco una relación al uso. La verdad es que no tengo muy claro qué demonios es. Es más que nada follar, sobre todo cuando Wendy así lo decide. Aunque de forma ocasional vamos al cine, a cenar, y esas cosas.

    —Vamos, que salís con otra gente.

    —Hombre, salir, lo que se dice salir… —dije levantando las cejas.

    Ella se rio ante mi cara de tonto.

    —Bueno. Está bien —dijo sacudiendo la cabeza con aire de resignación—. Que te vas a la cama con otras.

    —Hombre, a la cama…

    Citerea resopló con fingida desesperación.

    —Vale. Que tienes sexo con ellas.

    —Todo lo que puedo —repliqué con una amplia sonrisa.

    —¿Y Wendy?

    —También. Ella también folla todo lo que puede.

    —¡Tonto! Pues la verdad es que cuando estáis juntos se os ve muy bien. Como si fueseis un par de novios —dijo Citerea. La sonrisa se borró de su preciosa carita de muñeca.

    —¡Uf! No sé yo si Wendy estaría de acuerdo con eso. Creo que me haría un nudo en las pelotas si alguna vez la llamo «mi novia» en público. No te comas el coco, Citerea. Nos gusta follar y follamos, eso es todo. Sin agobios. Si nos apetece, bien. Si no, pues nada. Quizás esté ahí el secreto del amor verdadero.

    Citerea me miró con cara de cómico espanto.

    —¿Amor verdadero? Creo que tú serías el último hombre en el mundo en saber reconocerlo. Y mucho menos en encontrarlo.

    —Oye, oye. Tampoco me líes. Yo lo único que pido es un polvete de vez en cuando.

    Ella sacudió la cabeza.

    —Eres un puerco y un salido, Johnny. Aunque tienes tu lado encantador. No sé. En el fondo pienso que Wendy supo ver la parte buena que hay en ti —dijo con un suspiro.

    Le cogí una de sus blancas manos, de dedos largos y delicados, con las uñas muy cortas. Parecían las manos de una niña. La coloqué entre las mías y le di unas suaves palmaditas en el dorso. Ella no retiró la mano y me respondió con una triste sonrisa.

    —Quizás tú deberías de hacer lo mismo. Buscarte algún tipo pollón con el que echar un buen polvo de vez en cuanto y aliviar las tensiones. Creo que te vendría bien.

    Ella soltó una risa forzada.

    —¿Dónde está ese tipo? ¿Quizás tú?

    —Ya sabes que mi polla y yo estamos a tu entera disposición —repliqué con una estúpida sonrisa.

    Citerea sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco.

    —¿Quieres que te lea uno de mis cuentos? —le pregunté.

    —OK.

    Saqué un rollo de papeles arrugados del bolsillo interior de la cazadora.

    —¡Papel! Por favor, Johnny. ¿Cuándo te vas a comprar un e-book o una tablet?

    —Soy pobre como las ratas —contesté.

    —El cliché del escritor en la ruina que aún no ha conseguido el salto a la fama, ¿no?

    Dejé escapar un suspiro y arrugué los labios en un puchero.

    —Por desgracia, mi querida niña, algunos tópicos son tan reales como la miseria misma.

    —¿Cómo se titula el relato? —preguntó Citerea.

    —«Follamigos».

    Ella levantó una ceja.

    —Como la famosa serie de la tele de hace unos años, Friends —expliqué—. Pues lo mismo, pero en vez de friends, pues Fuckfriends, follamigos.

    Citerea hablaba español a la perfección, además de, como buena canadiense, francés e inglés. Así que podía leerle mis creaciones con toda tranquilidad. Pero algunos términos del argot carpetovetónico se le escapaban. Su castellano era más latino que castizo.

    —¿Otro relato erótico? —sonrió ella.

    —Claro. Ya sabes lo que suelo escribir.

    —No tienes remedio, Johnny.

    Carraspeé un poco y empecé a leer.

    α===================================ω

    Follamigos

    La cena fue todo un éxito. Para sorpresa de Noelia, fue Carlos quien se encargó de la cocina y demostró su nada desdeñable capacidad en las artes culinarias.

    Habían recibido una llamada del ginecólogo y su esposa cuando estaban acabando el almuerzo en la cafetería de Germán. Por supuesto, aceptaron cenar aquella noche en la casa de Carlos y Luisa, los dos amigos casados hacía apenas seis meses. Desde que volvieron de la luna de miel en Nueva Zelanda, apenas los habían visto un par de veces.

    Después del desayuno, Noelia y Germán dieron su acostumbrado paseo por el extenso parque que se abría al otro lado de la calle, frente a la cafetería. Era el parque más grande de la ciudad, con multitud de caminitos de tierra y baldosas que serpenteaban entre bosquecillos de olmos, sauces y eucaliptos. Fue el resultado de una planificación urbanística nada planificada que, por una vez, tuvo efectos beneficiosos para los habitantes de la urbe. Era una extensión de terreno ondulado, por la que incluso serpenteaba un arroyuelo de aguas no demasiado sucias cuando llovía lo suficiente. Multitud de pajarillos piaban y emitían chillidos articulados entre las espesas copas de los árboles.

    Por desgracia, el enorme parque tenía la mala fama de ser el lugar de reunión de prostitutas, chaperos, drogatas y delincuentes varios, por lo que los ciudadanos de pro rara vez se aventuraban entre sus mal cuidados caminitos llenos de hierbajos. Para Noelia y Germán era una ventaja. A pocos metros de su negocio tenían un espacio bonito y tranquilo, solitario, que les permitía dar un agradable paseo como si estuviesen en plena naturaleza. La ilusión sólo se rompía aquí y allá con los ocasionales montoncitos de basura, los condones usados secándose sobre el césped y algún que otro sin techo durmiendo sobre un banco.

    Noelia atendía a medias las explicaciones de Germán, que le iba contando sobre las reformas y mejoras que podían hacer en la cafetería, como eso atraería a más clientes y, si las cosas iban bien, incluso podría permitirles abrir un segundo local. El cuento de la lechera al que todo ser humano se ha abandonado al menos una vez en su existencia. Entretenimiento inútil, pero placentero. Al otro lado del diminuto arroyo, más allá de unas papeleras rotas y una sudadera rosa que se pudría al sol, se apreciaba un bosquecillo de lo que parecían abedules y olmos, teñidos con los dorados y rojos del otoño. Sobre ellos se elevaba un pino piñonero, cuya verde y redondeada copa parecía reinar majestuosa sobre el resto de árboles.

    Germán se colocó detrás de Noelia, y apretando su pelvis contra las nalgas de ella, le metió la mano bajo el jersey y le agarró los senos.

    —No llevas sujetador —dijo al oído de ella a la vez que daba suaves mordisquitos en el lóbulo de la oreja.

    Noelia movió sus caderas suavemente frotando el culo contra el paquete de Germán.

    —Tampoco llevo bragas.

    Germán empezó a mover su pelvis acompasándose a los movimientos de ella. Una suave brisa, fría y con olor a polución, agitó los cabellos de Noelia. Portaba en sus brazos el fragante perfume de los clorofluorocarbonos, el monóxido de nitrógeno y los dióxidos de carbono y azufre, mezclados con el olor de la tierra mojada y la hierba a medio descomponer.

    —Cómo me gusta el parque, cariño. Ojalá hubiese un lago en el medio. En verano nos podríamos bañar.

    —El problema es que en verano no habría agua, el lago estaría seco. O si no, estaría lleno de domingueros y niños jugando a la pelota.

    Noelia se revolvió entre los brazos de Germán y le besó en la boca.

    —¿Me deseas? —preguntó Noelia mimosa. Metió su mano por la bragueta del hombre y los dedos se cerraron en torno al hinchado miembro. Lo sacó y empezó a menearlo despacio.

    —Mucho. Mi polla y yo te deseamos con locura.

    Noelia rio y pasó la lengua por los labios del hombre.

    —¿Quieres que vayamos al bosquecillo? —preguntó Germán.

    —Follar de pie contra el tronco de un árbol es muy incómodo —protestó Noelia, aunque sin demasiado énfasis.

    —Pero es divertido.

    —Se me helará el culo.

    —Procuraré mantenerlo calentito.

    —Vamos entonces —dijo ella con una pícara risita.

    Se encaminaron hacia los árboles. Noelia sujetaba a Germán por la polla, que se erguía tiesa y dura en el aire del parque.

    —Después de la mamada esta mañana y ahora el polvo campestre, espero que no estés cansado para esta noche —dijo Noelia.

    —No te preocupes mi reina. Si las fuerzas flaquean, recurriremos a la magia de la pastillita azul. Es la ventaja de ir a cenar a casa de un médico.

    La risa diáfana de la mujer asustó a un grupo de pajarillos, que se elevaron como impulsados por un resorte de la copa de los árboles.

    Noelia llevó a la cena un vestido de punto marrón oscuro que le marcaba la figura, le permitía lucir las piernas, pues sólo llegaba a medio muslo estando de pie, y tenía un sugerente escote en el que podía mostrar un delicioso canalillo. Además, se esmeró con el maquillaje y el peinado, y se puso el conjunto de ropa interior más sexy que disponía. Sin embargo, no pudo dejar de sentir una punzada de envidia cuando Luisa les abrió la puerta de su casa. La mujer del ginecólogo llevaba un ajustado vestido de color amarillo pálido que resaltaba el maravilloso dorado de su piel. Estaba esplendorosa.

    Carlos y Luisa vivían en el cuarto piso de un edificio de construcción relativamente moderna. La vivienda tenía un amplio salón-comedor con cocina americana, un estudio atestado de libros, una pequeña y coqueta salita y dos dormitorios, uno de ellos, obviamente el de la pareja, dotado de baño independiente y una enorme cama. Todas las estancias estaban pulcramente decoradas, aunque sin excesiva profusión, con una variedad de elementos bien combinados que delataban el buen gusto de sus inquilinos.

    La cena no desmereció en nada la elegancia del apartamento ni la belleza de la anfitriona. Comenzaron con un surtido variado de frutos de mar y deliciosos y diminutos emparedados de pescado, acompañados de ensalada de canónigos frescos con nueces caramelizadas y todo ello regado con un Lambrusco rosado y espumoso que se bebía como el agua. De segundo, magret de pato con higos salteados y salsa de Pedro Ximenez a lo que servía de excelente contrapunto un reserva Marqués de Cáceres, oscuro y aterciopelado, con un aroma profundo y evocador a frutas del bosque. De postre, tiramisú, sorbete de limón y una copita de cava.

    Los invitados alabaron efusivamente la habilidad del cocinero, que respondió a los halagos con exageradas reverencias y comentarios jocosos acerca de que damas de semejante belleza y alcurnia no merecían nada menos.

    Con el café y los licores, se instalaron en la salita, donde dos confortables sofás rodeaban una mesita de hierro forjado y cristal. Luisa se sentó junto a Germán, lo que obligó a Noelia a sentarse en el sofá opuesto junto a Carlos. Hasta ahora el tema no había salido a relucir ni había habido insinuación alguna, pero Noelia conocía las aficiones sexuales de sus anfitriones y se preguntaba si en la invitación a la cena no estaría también incluida una sesión de cama por partida cuádruple. En parte esperaba que así fuese.

    —Bueno, Carlos, cuéntanos —dijo Noelia—. ¿Cómo va la nueva consulta de ginecología?

    —Pues la verdad, ha resultado guardar más sorpresas de lo que me esperaba. La mayoría agradables, desde luego.

    Durante un rato la conversación discurrió sin prisa sobre las ventajas y desventajas de tener un negocio propio y las diversas experiencias de las dos parejas, pasando después a generalidades sobre los gustos y aficiones de cada uno de los comensales. Para cuando Luisa relataba los diversos lugares en los que ella y su marido habían estado ejerciendo su labor sanitaria, la mujer había colocado su mano sobre el muslo de Germán, y lo había ido moviendo con lentitud hasta que la mano acabó por descansar con displicencia sobre la entrepierna del hombre.

    Carlos no había hecho ningún movimiento de aproximación a Noelia, que se preguntaba cómo se desarrollaría el resto de la velada, aunque cada vez tenía menos dudas de cuál sería el resultado final. Una incipiente humedad empezaba a abrirse paso entre sus piernas.

    Como suele ocurrir en la mayoría de conversaciones, el ángel pasó y durante unos instantes los cuatro se quedaron en silencio.

    Luisa aprovechó el momento para descorrer la bragueta de los pantalones de Germán. Hábilmente, extrajo el semierecto miembro y arrodillándose en el sofá acercó la boca. La postura le levantó el vestido revelando sus redondeadas nalgas que desplazó lateralmente para ofrecer una mejor visión a su marido y su invitada. No llevaba ropa interior.

    Carlos pasó el brazo por los hombros de Noelia. Esta respondió acercándose al hombre y posando su mano entre los muslos de él. Durante un buen rato se quedaron mirando, mientras se acariciaban con lentitud, la magnífica mamada que Luisa le estaba pegando a Germán. Gruesos hilos de saliva corrían a lo largo del pene. Los húmedos sonidos de la felación llenaron la estancia.

    —Qué bien la chupa tu mujer —dijo Noelia.

    —Puedo dar fe de ello —replicó Carlos mientras le apretaba un pecho.

    Luisa se incorporó limpiándose la saliva que le corría por la barbilla con la palma de la mano.

    —Vamos al dormitorio —casi ordenó.

    Una vez en el cuarto, se quitaron con rapidez la ropa, que quedó amontonada en un butacón bajo de color malva. Las dos mujeres se sentaron una junto a la otra en el borde de la amplia cama. Los dos hombres se colocaron de pie frente a ellas, las pollas al alcance de las bocas. Luisa continuó chupándosela a Germán mientras Noelia ejercía su turno de felatriz con Carlos. El ginecólogo tenía los testículos y el vello púbico completamente afeitados y, como Noelia pudo apreciar poco más tarde, también toda la zona del perineo y alrededor del ano.

    —¡Cambio! —exclamó Luisa.

    Los dos hombres intercambiaron sus posiciones, con lo que cada mujer pasó a chupar la otra polla.

    —Ahora os toca a vosotros chicos —dijo de nuevo Luisa al cabo de un rato. Parecía que la mujer del ginecólogo llevaba la batuta de la orgía.

    Las dos mujeres se recostaron de espaldas sobre la cama y los dos hombres hundieron su cara entre los muslos, Germán comiéndole el coño a Luisa y Noelia recibiendo a Carlos entre sus piernas. El médico era todo un experto en el no suficientemente encumbrado arte del cunnilingus. Noelia sintió como la lengua del hombre recurría sus labios menores, se detenía con gozo en su hinchado clítoris e incluso se introducía unos centímetros en su ano.

    Mientras el cunnilingus a dúo progresaba adecuadamente, Luisa recostó su cuerpo sobre el de Noelia, besándola en la boca y jugueteando con su lengua. Luisa tenía los pechos pequeños y firmes, con gruesos y grandes pezones que se mantenían erectos como pequeños centinelas de color marrón oscuro. Noelia le devolvió las caricias chupando con fuerza esos pezones.

    —Ya no me acordaba del pedazo de tetorras que tienes, Noelia mía —dijo Luisa con voz entrecortada mientras besaba a Noelia en el cuello.

    —Son todas tuyas, Luisa querida.

    No se hizo repetir la invitación.

    Tras un rato en la misma postura, Carlos levantó la cara de entre las piernas de Noelia.

    —Ven, quiero follarte —comandó.

    El hombre se tendió de espaldas en el centro de la cama, la polla como el mástil de una bandera. Luisa le puso el condón con manos expertas e invitó a Noelia a sentarse a horcajadas sobre su marido. El sexo del hombre penetró con suavidad el lubricado orificio de la pechugona morena, que lanzó un gemido de placer. Germán se colocó detrás de ella y tras aplicar una buena dosis del lubricante que le facilitó la anfitriona, la penetró con fuerza por el culo. Una ola de calor y placer recorrió a Noelia por todo el cuerpo, abriéndose paso lentamente desde sus ingles. Al cabo de un minuto los dos hombres habían logrado coordinar el ritmo de sus embestidas. Noelia podía sentir como las dos pollas parecían tocarse en su interior. Pocas sensaciones le resultaban tan placenteras como hacer el amor con dos hombres al mismo tiempo, dos falos enhiestos penetrándola a la vez, dos pares de manos recorriendo su cuerpo, dos bocas lamiendo su piel.

    Lanzó un grito cuando alcanzó el orgasmo. Se quedó tendida sobre el torso de Carlos, mientras Germán le acariciaba y besaba la espalda y la nuca. Luisa contemplaba toda la escena mientras se introducía los dedos en el coño y con la otra mano se pellizcaba los duros pezones. La lujuria echaba chispas en sus grandes ojos negros.

    Después le tocó a Luisa disfrutar de la doble penetración. Se colocó tendida de espalda sobre su marido, que la penetró por detrás, mientras que Germán de rodillas entre las piernas de ambos le follaba el coño. Noelia estaba tendida al lado del trío, repartiendo caricias y besos a partes iguales entre los dos hombres y la mujer.

    También le llegó el orgasmo a la enfermera de piel dorada.

    Descansaron durante unos minutos. Los dos hombres aún no habían eyaculado y estaban ansiosos por alcanzar su propio clímax.

    —Eres nuestra invitada, así que el postre es para ti —dijo Luisa con un guiño.

    Los dos hombres se pusieron de pie encima de la cama. Noelia se colocó de rodillas frente a ellos y empezó a chupar las dos pollas, ahora libres de condones, de forma alternativa. Carlos se corrió primero. El lechazo fue sorprendentemente abundante, y aunque buena parte del espeso zumo blanco cayó sobre la cara de Noelia, esta estuvo a punto de atragantarse con la cantidad que acabó en su garganta. Poco después eyaculó Germán. El semen de los dos hombres se mezcló en la boca de Noelia, en su cara y en sus senos.

    Cuando acabó de lamer las últimas gotas, Noelia se dio cuenta sorprendida que Luisa había estado grabando la última escena con una pequeña cámara portátil de vídeo.

    —Es para tener un recuerdo —explicó la mujer con una espléndida sonrisa—. Así luego Carlos y yo podremos echarnos pajas mirando cómo te comías las pollas a pares.

    —Espero que no vayáis a colgar el vídeo en internet —dijo Noelia.

    —No, mujer —replicó Luisa sorprendida y divertida a la vez—. ¿Por quién nos has tomado? Nosotros somos gente decente —y volvió a reír —. ¿Cómo se te puede ocurrir algo así?

    Tras limpiarse las gotas de sudor y semen de la piel, los cuatro volvieron desnudos a la salita, con la intención de recuperar las fuerzas y disfrutar de una merecida copa de licor.

    Mientras hablaban, Luisa y Carlos se acariciaban en un sillón. Noelia y Germán hacían lo propio en el otro. Al cabo de un rato, ambos penes volvieron a estar en perfecto estado de revista.

    —Parece que los chicos están de nuevo listos para la acción —comentó Luisa.

    Marcharon de nuevo al dormitorio.

    α===================================ω

    —Muy poética la descripción del parque de la ciudad —dijo Citerea cuando acabé el relato.

    —Gracias.

    —Así que amigos que se reúnen y hacen sexo, ¿no?

    —De eso va el relato. De la belleza de la amistad —repliqué con una sonrisa torcida.

    Citerea sacudió la rubia cabeza.

    —Es la indirecta más directa que me han lanzado nunca —dijo.

    Yo traté de mostrar sorpresa.

    —¿A qué te refieres? —pregunté.

    Ella dejó escapar una risa forzada.

    —Imagino que te gustaría hacer lo que hacen los personajes de tu relato conmigo y con Wendy, ¿verdad?

    —Tengo que reconocer que la idea se me ha pasado por la cabeza —repliqué con sorna.

    —El sexo con los amigos no es una buena idea —dijo ella con un brillo de dolor en la mirada. Imaginé que recordó a su ex novio follándose a su ex amiga.

    —La vida te juega a veces malas pasadas, Citerea. Pero la amistad y el sexo son perfectamente compatibles. Lo contrario sólo son chorradas sacadas de las comedias románticas americanas.

    Citerea retiró su mano de entre las mías y me acarició delicadamente la mejilla.

    —Gracias, Johnny, eres un obseso de lo más divertido —dijo con sorna—. Pero lo último que quiero es liarme con un escritor pervertido que de cada tres palabras que dice una es polla y otra follar.

    —¿Me estás llamando mal hablado? —dije con fingida ofensa.

    —No hace falta que te lo llame. Lo eres.

    Le cogí de nuevo la mano y me la puse sobre el paquete. Ella no la retiró, aunque se puso un poco tensa.

    —Pero tengo una buena polla —dije.

    —Eso me ha contado Wendy.

    —¿Wendy te ha hablado de mi polla?

    —Dice que es tamaño XXL. Que es la única parte de ti que vale algo.

    —Y ya sabes que Wendy siempre dice la verdad. ¿Quieres verla?

    Citerea abrió los ojos de par en par. Su natural mojigatería dio un respingo.

    Se me puso dura casi al instante.

    —¿Estás loco? —dijo—. Nos puede ver alguien.

    —A esta hora no viene nadie al parque.

    Me abrí la bragueta y con un poco de esfuerzo debido a la rigidez, me saqué el miembro que cimbreo en el aire del mediodía.

    —¡Holly fucking Christ! —dijo Citerea. Era una delicia oír palabrotas saliendo de su boquita de fresa, como la princesa de la canción.

    —¿Te gusta? —pregunté.

    —Es bastante grande.

    —Agárrala.

    —Guárdate esa porquería antes de que aparezca alguien y nos metamos en un lío.

    —Agárrala, vamos.

    Ella lo hizo. Cogí su mano sobre mi polla y empecé a moverla despacio arriba y abajo.

    —Ahora mírame a los ojos —dije—. Y no dejes de menearla.

    Ella obedeció.

    —Repite conmigo —ordené.

    Ella asintió.

    —Juro por esta polla que estoy meneando —dije.

    —Juro por esta polla que estoy meneando —repitió ella aguantándose la risa.

    —Que follaré todo lo que pueda…

    —Que follaré todo lo que pueda…

    —Sin comerme la olla por ello…

    —Sin comerme la olla por ello…

    —Y esta polla que estoy meneando…

    —Y esta polla que estoy meneando…

    —Acabará en todos los agujeros de mi cuerpo…

    —Eso ni lo pienses, Johnny —dijo Citerea entre risas. Me soltó la polla y se incorporó del banco de hierro con manchas de óxido—. Bueno, creo que es hora de volver al trabajo.

    Me levanté del banco, me guardé la polla y nos dirigimos de vuelta al laboratorio. Me despedí de Citerea en la puerta con un beso en la mejilla.

    Ella siempre se tomaba a broma mis requerimientos de colarme entre sus piernas, aunque al menos ese día no me había rechazado de plano. Es decir, no me había dado un buen bofetón en cuando mi capullo asomó por la bragueta.

    Al menos creo que conseguí hacerla reír y levantarle el ánimo. O eso me dije a mí mismo.

    Sacarse la polla delante de una dama, sea esta de la condición social, edad o catadura moral que sea, no es algo demasiado recomendable para ningún hombre. Es casi un último recurso. Sólo funciona si tienes una polla de gran tamaño, por aquello de dejarlas anonadadas con el factor sorpresa. Además tienes que tener la suficiente templanza para mantener la erección a pesar del estrés y la incertidumbre del momento. Y sólo funciona una o dos veces con la misma mujer. Así que no conviene abusar. Pero de vez en cuando no te queda más remedio que poner las cartas sobre la mesa.

    Me alejé con andares de pato de la entrada del campus McGill. Me dolían los huevos de las ganas que tenía de tirarme a Citerea. Si me dieran un céntimo por cada paja que me eché a solas en mi apartamento pensando en ella, sería ahora multimillonario.

    Caminando cuesta abajo por la calle University, dejé volar mi puerca imaginación. Como todo hombre sobre la faz de la Tierra, una de mis fantasías sexuales era hacérmelo con dos mujeres a la vez. Aunque había conseguido hacerla realidad multitud de veces, la mayoría previo pago de los emolumentos acordados, era una fantasía que nunca se desgastaba. Una imagen mental que siempre estaba allí, fresca y lozana, como recién salida de la factoría neuronal, lista para lubricar mis sesiones onanistas. ¡Ah! Qué bonito es retozar con dos cuerpos a la vez. Siempre han sido unos polvos estupendos. Y es que sólo hay una cosa mejor que un buen coño húmedo y dispuesto. Dos coños.

    Más de dos no es tan recomendable. Puede resultar agotador.

    Pero mejor que montárselo con dos desconocidas, sean profesionales o amateur, es follar con dos mujeres reales a las que conoces y con las que hablas de vez en cuando. Le da al trío un sabor más íntimo y perdurable, como el primer bocata de nocilla o la primera borrachera.

    Un trío con Wendy y con Citerea se había convertido en los últimos tiempos en el tema principal de mis solitarias noches de porno duro frente a la pantalla del ordenador. Se lo había comentado a Wendy, desde luego, y ella se había limitado a echarse a reír. Por supuesto, decía la expresión de su rostro, ¿qué otra cosa crees tú que estamos haciendo? Wendy tenía muchas ganas de follarse a Citerea, pero sabía que las inhibiciones sexuales de la universitaria eran un escollo que superar. Aunque no eran una barrera inexpugnable. Tarde o temprano, se alzaría el rastrillo de la poterna y se bajaría el puente levadizo, abriéndose de par en par los tesoros de la fortaleza. Wendy estaba tratando de utilizarme a mí como catapulta de asalto, y yo estaba encantado con ello, aunque no acababa de comprender cuál era mi papel en el proceso. Estaba deseando derruir las almenas y franquear el foso. Pero era una tarea ardua que necesitaba de paciencia y buen tacto. Ojalá que Citerea no saliese con alguno de esos rollos chungos que a veces se les ocurren a las tías cuando se trata del sexo.

    Yo lo único que quería era metérsela hasta el fondo. ¡Joder! Que coñazo es esto de andar empalmado por la calle. Menos mal que la tela dura de los vaqueros te la sujeta y disimula un poco. Por eso los vaqueros son tan populares. Pero es de lo más incómodo.

    Me encaminé hacia la calle Sherbrooke. El salón de masaje de las chinas estaría abierto. Allí podría calmar la calentura. Un buen masaje con final feliz y te quedas como dios.

    Estaba cerca cuando un chirrido del móvil me avisó de la llegada de un SMS. Era Wendy, me proponía irnos al cine. En cuarenta y cinco minutos en el AMC Forum de Sainte-Catherine Oeste. Respondí al mensaje con un lacónico OK. Si no me entretenía, me daba tiempo de llegar andando sin demasiado agobio. Y el ejercicio siempre viene bien para la próstata. Decidí que las chinas y sus pajas orientales tendrían que esperar.

    No recuerdo qué película fue la que vimos en aquella ocasión. Han sido ya muchas sesiones de cine y resulta difícil, por no decir imposible, situarlas a todas con precisión en las estanterías de la memoria, cada vez más combadas y devoradas por la carcoma.

    Nos colocamos en nuestra postura favorita para ver la peli. Ella echada sobre mí, la cabeza apoyada sobre mi hombro. Yo le pasaba el brazo por la espalda, bajo la axila, y le agarraba un pecho por encima de la ropa. Ella me desabrochaba la bragueta y con una mano me masturbaba despacio. Mi mano libre y su mano libre quietas, pero juntas y con los dedos entrelazados. Podíamos pasarnos así toda la película, sin perdernos ni un detalle de la misma, yo apretando suavemente su teta y ella agarrando mi polla con suavidad. La mayor parte del tiempo yo no alcanzaba una erección. Mi polla oscilaba entre floja y morcillona, y rara vez llegué a eyacular. Pero era una manera enormemente sensual de ver una peli. Y no sólo en el cine. Solíamos acoplarnos así en el sofá delante de la tele, en un vagón del tren, en los asientos del fondo en un avión o en la parte trasera de un taxi. Casi siempre había alguien que nos recriminaba nuestro comportamiento obsceno y licencioso. Eso le daba aún más valor a esos momentos.

    Por lo común, nos sentábamos en la parte de atrás de la sala, en una fila que estuviese vacía, o casi. Pero recuerdo que aquella vez, aunque éramos los únicos en la fila de butacas, una pareja se nos sentó justo al lado cuando acababan de apagar las luces. A pesar de ello, procedimos a nuestro manoseo habitual. Al cabo de un rato, la chica, que estaba sentada a mi derecha, se dio cuenta de nuestras maniobras. Le cuchicheó algo al oído a su acompañante, y los dos nos miraron con caras que imagino eran de consternación y asombro, aunque era difícil de apreciar en la oscuridad de la sala. Sin embargo no protestaron ni cambiaron de asiento.

    De vez en cuando nos lanzaban miradas furtivas, sobre todo la chica. El interés que mi entrepierna le despertaba hizo que se me pusiese dura como una piedra. Al notar mi excitación fuera de lo habitual, y el interés de la voyeur de al lado, Wendy se inclinó sobre mi regazo y me dio un sonoro chupetón en la polla. Ella no solía chupármela en el cine. Aquello no era más que un alarde delante de la chica curiosa. Siguió masturbándome despacio, y durante unos segundos creí que acabaría por correrme. Pero Wendy sabía darse cuenta de cuando llegaba el momento y paraba, para continuar poco después. Durante el último tercio de la película, me mantuvo al borde del clímax, aunque sin llegar nunca a consumarlo. Una deliciosa tortura.

    Cuando encendieron las luces de la sala, la mano de Wendy seguía en mi polla. La pareja de al lado se levantó, aunque sin dejar de mirarnos. Wendy les respondió con una espléndida sonrisa, mezcla de agradecimiento y desafío. Nos quedamos sentados, como era obvio. Yo no podía ponerme de pie so pena de que mi falo se irguiese en medio del cine como el palo mayor de un barco. No nos quedaba más remedio que esperar a que la sala se vaciase. La joven pareja no se marchó, sino que se quedó de pie, en el pasillo central, junto a nuestra fila de butacas. Nos miraban. Nos miraban con ese brillo especial que ilumina el rostro cuando el deseo hace su aparición. Los ojos encendidos, las narinas dilatadas, las mejillas arreboladas por la sangre que fluye caliente bajo la piel. Wendy me la meneó un poco más durante unos segundos, despacio, frotando el pulgar contra la punta de mi glande. Los ojos de la chica recorrieron mi verga de una punta a otra. Se mordió el labio inferior y agarró con fuerza la mano de su acompañante.

    No pude contenerme. Eyaculé.

    Los dientes apretados para ahogar un grito que sin embargo atrajo la atención de los últimos espectadores que abandonaban la sala de proyección. Tres o cuatro cabezas se volvieron en nuestra dirección, preguntándose qué estaba pasando en las últimas filas. El gran chorro blanco se estrelló contra la butaca de enfrente. Buena parte de él bordeó el respaldo y aterrizó sobre el asiento, a la espera del próximo amante del séptimo arte que posase su trasero sobre la mancha húmeda y caliente. La chica gimió. Wendy rio. El tipo soltó un bufido. Yo dejé caer la barbilla sobre el pecho.

    Wendy me estrujó la polla para sacar las últimas gotas del blanco néctar. Se lamió los dedos pringosos y, con mucha calma, me la guardó en los pantalones y subió la cremallera. Me dio un par de palmaditas en el paquete.

    —Vámonos —dijo.

    Conforme salíamos de la sala del cine, la chica volvió la cabeza hacia atrás y lanzó una mirada en nuestra dirección. Wendy la saludo con la mano. La chica no devolvió el saludo.

    Después del cine nos paramos en una de las encantadoramente fotocopiadas cafeterías de Starbucks. Pedimos un par de tés de exótico sabor, precio desorbitado y química infame, y nos dispusimos a disfrutar de uno de nuestros habituales ratos de amigable charla.

    A los pocos minutos, Wendy me preguntó si había hablado últimamente con Citerea. Le repliqué que justo ese mismo mediodía, en la hora del almuerzo. Comenté que me parecía lamentable que una chica como ella, con todas sus cualidades, pareciera ser desgraciada en cuestiones de pareja. Se rio mucho cuando le conté que me la saqué en el parque.

    —Citerea lo que necesita es un tipo que se la folle bien a fondo y a menudo. A ver si así dejaba de darle tantas vueltas a las cosas. Menos comerse el tarro y más darle lubricación a la entrepierna —dijo Wendy.

    No pude evitar el enarcar las cejas en sorpresa y sonreírme. El comentario era de lo más sincero, como solían ser los de Wendy, pero la brutalidad de camionero me había pillado de sorpresa. A pesar de su estilo de vida, Wendy solía ser bastante pulcra al hablar. Cuanto más facetas conocía de Wendy, más me gustaba.

    —Pienso exactamente lo mismo —repliqué.

    —¿Por qué no follas con ella?

    —Se lo he dicho. Repetidas veces. Pero siempre me da calabazas.

    —Tenemos que convencerla.

    —Tú también te la quieres follar, ¿no?

    Wendy sonrió con esa preciosa boca suya de reina del aquelarre.

    —Se me mojan las bragas sólo de pensarlo.

    —Tenemos que pensar un plan —dije yo.

    —Tengo un par de buenas ideas —repuso ella con un brillo de picardía en los ojos color avellana.

    En ese momento, nuestra pareja vecina en el cine entraron en la cafetería. Al pasar junto a nuestra mesa, Wendy les saludó con una sonrisa y un gesto de la mano. La chica respondió con un tímido amago de saludo. El chico tan sólo inclinó levemente la cabeza. Era obvio que nos habían reconocido.

    —Voy al baño —dijo Wendy.

    Al pasar junto a la mesa de la pareja, Wendy se paró y se puso a hablar con ellos. Tras medio minuto o así, la chica asintió y se unió a mi amiga en su viaje al lavatorio. El otro tipo y yo nos miramos con cara de sorpresa, pero no hicimos ningún intento de aproximación.

    Las chicas volvieron al cabo de un buen rato. Wendy tenía un botón extra de la blusa desabrochado y el carmín se había borrado de sus labios. Arqueé las cejas.

    —¿Te

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