La Playa
Por Juan Nadie
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A veces, y sólo a veces, la serendipia llama a tu puerta. Las estrellas, los planetas, las montañas y los seres sésiles y móviles se alinean en tu favor. En esas raras y preciosas ocasiones, cuando lo mejor que puede ocurrir ocurre, la dicha, la felicidad y el placer estallan en todo su esplendor.
Esta es la leyenda del farero y la sirena, forjada a golpes de corazón en las brumosas tierras de Gallaecia, y hecha eterna para que los siglos venideros la contemplen.
Ella ya lo sabe...
Ahora el mundo lo sabrá también.
Juan Nadie
En un lugar al sur de la Mancha, de cuyo nombre puede acordarse, nació Juan Nadie por pura y exclusiva intervención humana, que no divina. Además, como hombre metódico y ordenado que es (según él mismo, aunque pocos parecen estar de acuerdo) asomó por primera vez a este mundo justo el día de su cumpleaños, facilitándole así el recordatorio de futuros aniversarios a familiares y amigos.Tras una infancia tan anodina y una adolescencia tan onanista como la de cualquier otro, sus desvaríos mentales y aspiraciones fangosas llevaron a Juan Nadie a obtener un flamante título de grado superior, dotado de cartoncito de colorines, en el que unos señores que él nunca conoció certificaban su condición de aprendiz de brujo.Lanzose entonces a la conquista del orbe. Dotado con su primoroso título, y con una inagotable ingenuidad, vivió y sobrevivió en diversos lugares, aunque siempre en el mismo planeta. Tras acumular cicatrices en batallas diversas, los afanes sin mente del azar, la causalidad, la contingencia, la fatalidad y la serendipia, únicos dioses verdaderos, hicieron que Juan Nadie diese con sus maltrechos huesos en el borde del fin del mundo, allá por las tierras del noroeste. Allí reside desde entonces, arropado y arrumado bajo las alas de su musa favorita.Ya en su desvalida infancia, Juan Nadie mostró un insidioso regusto por la lectura de la letra impresa. No fue consciente hasta muchos lustros más tarde, pero quizá fue ya en tan temprana edad cuando el gusanillo de la escritura clavó sus colmillos en la tierna carne del infante. Sea como fuese, un buen día, en vez de engullir palabras, empezó a vomitarlas. La cosa continuó y continuó cual disentería imposible de contener. Las palabras se unieron unas a otras, y formaron ideas, y las ideas parieron situaciones y personajes. Y los personajes danzaron unos con otros y acabaron por conformar relatos. Incluso, para sorpresa de propios y extraños, mayormente él mismo, Juan Nadie acabó dando a luz alguna novela que otra.Lo que los hados del futuro le deparan a Juan Nadie, ni él mismo lo sabe. Pues ni colocándose en el papel de narrador omnisciente es capaz de rasgar el velo que cubre los eventos por venir. Pero la fama, la riqueza y la gloria son opciones nada desagradables por las que optar.
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La Playa - Juan Nadie
Prólogo
Cuenta la leyenda que hubo una vez un pequeño planeta, pétreo y rocoso, cubierto de océanos y atmósfera, cuyo nombre se perdió en los registros.
Era un planeta de orografía vívida y audaz. En su superficie abundaban las cordilleras como dientes de gigantes, las simas escarpadas, los cañones como laberintos sin fin y los valles recónditos, por los que pululaban miríadas de seres sésiles y móviles.
Entre las montañas del planeta, había una que era con diferencia la más ciclópea y portentosa de todas. Se erguía como una mole de aspecto infinito, y era tan alta que su cumbre asomaba por encima de las últimas estribaciones de la atmósfera. Eso le permitía observar las estrellas, casi tanto de día como de noche, y perderse en el éxtasis de la contemplación.
Tanto miró a las estrellas, que acabó enamorándose de una de ellas. Una rutilante estrella roja, que pulsaba sin cesar, con sus aires de supernova, emanando su viento solar hacia los confines del cosmos.
La montaña contemplaba sin cesar a la roja estrella. Y su ansia por ella fue tan intensa, su deseo tan vehemente, que decidió alcanzarla costase lo que costase. A pesar de la aparente indiferencia de la estrella, que se limitaba a pulsar sus radiaciones electromagnéticas para quién quisiera contemplarla.
En un supremo esfuerzo de voluntad, la montaña reunió todas sus energías y saltó al espacio para reunirse con su deseada estrella. Las raíces de la montaña se estremecieron, se rasgaron, se rompieron y, con un sonido atronador, se desgajaron de su base. La corteza entera del planeta se sacudió con el terremoto más grande que vieron los siglos. Millares de seres sésiles y móviles fenecieron en la catástrofe.
La cumbre de la montaña atravesó los últimos retazos de la atmósfera y se sumergió en el espacio exterior. Las aristas de hielo que la coronaban apuntaron directamente al corazón de la estrella roja.
Pero el amor de la