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Una mosca devastada y deprimida sobreviviendo en un hilo de sangre
Una mosca devastada y deprimida sobreviviendo en un hilo de sangre
Una mosca devastada y deprimida sobreviviendo en un hilo de sangre
Libro electrónico268 páginas2 horas

Una mosca devastada y deprimida sobreviviendo en un hilo de sangre

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Recuento de cuentos cortos. El itinerario festivo que sigue estos textos cruza estaciones del paisaje diverso y vivencias pobladas de licores, jardines, obras pictóricas y musicales que evocan seres y cosas que surgen de los rincones de la memoria del escritor para incorporarse a la vida del lector. En la observación acuciosa de la realidad, las palabras son lanzadas como vehículos que llegan siempre a tiempo para tender un puente entre la literatura y los hechos, entre la escritura y el pensamiento.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2014
ISBN9781940281551
Una mosca devastada y deprimida sobreviviendo en un hilo de sangre

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    Una mosca devastada y deprimida sobreviviendo en un hilo de sangre - Eusebio Ruvalcaba

    para Arabella Lopezlena

    Ronero. Fue una larga y fructífera etapa. Bajo el imperio del ron, descubrí el camino de la escritura. Pero la verdad de las cosas, ése no es motivo para enorgullecer a nadie; más bien para arrepentirse. Bebía entonces un ron de marca Castillo, Potosí o algo semejante. Era una asquerosidad. Las crudas eran mortales, quedabas como un estropajo; la lengua se resecaba como si hubiera perdido su poder de ensalivación, cerrabas los ojos y miles de lucecitas se encendían. Te volvías de pronto y en vano tratabas de localizar al hombre que seguía tus pasos; porque eso provocaba el ron en sus crudas: una especie de paranoia imposible de controlar. Cero control esquina con terror. Pero cuántos amigos hice. Ninguna otra bebida tiene ese jalón, o esa convocatoria, si hemos de hablar como sociólogos. Nunca vi a nadie que le hiciera mala cara al ron. Sacabas el frasco y de inmediato se formaban los gorrones como si fueras a repartir billetes. A todo mundo le encanta. Algo tiene el ron de alegre y desenfadado, de incitación a la hueva y al desmadre. Y tal vez también por eso, cuando menos la mayoría de las veces, las consecuencias de beber ron son terribles. Al día siguiente se suda ron y andas dejando un aroma levantamuertos por donde pases. Pero no sólo eso. Como además de beberse con coca, un trago de ron equivale a una cucharada de azúcar, la cosa es que el estómago empieza a crecer y los cachetes y los párpados se hinchan; lo cual está muy bien cuando se bebe por encima de prejuicios bobos y se asume la condición del bebedor hasta las últimas. Pero por regla general los seudorroneros se arrepienten, y a la vuelta del tiempo se les olvida cómo el ron levanta el ánimo y pone cachondas a las mujeres. Por su efecto dulcero, el ron se trepa de volada. Mejor llegarle a los rones jamaiquinos que a los nacionales. Y, si es un buen ron, habrá que llegarle sin coca, en las puras rocas.

    Tequilero. Digamos que fueron cinco o siete años durante los cuales no bebí más que tequila. A todas horas y con el menor pretexto (siempre he sido fresa y no soy capaz de beber si no hay un motivo de por medio; que las causas para beber se localizan más fácilmente que las estrellas en el cielo). Entonces ser tequilero tenía su chiste. Había ahí algo de rebeldía, de barbarie, de romperle su madre a los convencionalismos. El tequila se consideraba una bebida vulgar, de albañiles. Propio de gente sin educación. De ese nivel. Antes, por supuesto, de que el precio del agave se fuera hasta el cielo y de que se apropiara de la mesa de los exquisitos. El único tequila que consumía —hasta donde era posible; muchas veces no lo había— era el Siete Leguas. Sin ninguna enfermedad que me impidiera beber a mis anchas, el tequila siempre me dejaba un buen sabor de boca. Aunque bebiera más allá de la cuenta, las crudas resultaban no nada más nobles sino incluso benignas, pues bastaba con aspirar y exhalar profundamente para que la resaca tequilera descansara su mano sobre ti y te diera una especie de caricia sutil y evocativa. Pero el tequila tenía un problema: que las mujeres preferían —estoy hablando de hace treinta años— beber otra cosa. Las chavas que le llegaban al tequila se contaban con los dedos de la mano. Los pretextos se contaban por miles, pero el más socorrido era aquel de que para mí es demasiado fuerte, prefiero otra cosa, gracias; lo cual era más una idea preconcebida que una realidad, porque en el fondo el tequila nunca ha sido tan violento. Por cierto, dicen que hace bien, al punto de prevenir enfermedades. Y en algún momento de mi vida tuve oportunidad de comprobarlo: mi abuelo tomaba todos los días su caballito de tequila antes de comer. Vivió 89 años, y sólo hasta el final de su vida su salud se vino abajo. Cabe decir, que ya regresé al Siete Leguas.

    Whiskero. Compraba mi frasco de Cutty Sark, llenaba mi anforita y era algo así como el genio de la lámpara maravillosa. A todas partes iba conmigo. Algo tiene el whisky de civilizado que se siente rico beberlo aun en las circunstancias más inhóspitas o descabelladas. Como que la jarra con whisky faculta de cierta probidad. No cabe duda de que los elíxires etílicos vienen acompañados de un aura. Tomas whisky y hablas con corrección. La conjugación de los verbos irregulares se te facilita de forma asombrosa. La sintaxis se desenreda y aquellas frases antes abstrusas y pegajosas, ahora suenan musicales y perfectamente hilvanadas. Lo único malo del whisky es el vómito. Se anuncia con un hilito de saliva que te empieza a escurrir por la comisura izquierda, y que va tornándose cada vez más constante y difícil de controlar, y que termina por, literalmente, volver el estómago y arrojar todo lo que tenía dentro. Es como si aquella elegancia de pronto mostrara su peor cara.

    Vinero. Es lo que soy ahora. Religiosamente, todos los días bebo mi vino tinto. Media botella es suficiente para conciliar mi espíritu y exaltar mi imaginación. Desde que descorcho la tella voy sintiendo el hálito de la embriaguez. Todo parece encaminado a ese punto. Tantos años vividos, tantos tragos acodado en la barra o sentado ante una mesa de noventa por noventa, con amigos o solo, con mujeres o solo (amigas nunca he tenido); tantas tonterías dichas, tantos enamoramientos, tantas lágrimas, todo parece ir dirigido a la aspiración de ese vino recién abierto. Y enseguida a su deleite. La pregunta es: ¿hay que pasar antes por tanta inmundicia?

    Chelero. Nunca he tenido vicios de preparatorianos.

    Vodkero. Me acompaña a todas partes porque no deja aliento a trago. Pasa algo muy extraño con el vodka: es una bebida noble, que no se trepa con violencia sino sutilmente. La bebo en los momentos más inesperados. Ahora viene a mi cabeza la vez que mi hijo León Ricardo hizo su primera comunión. Todo era alegría y arrobo, aunque sin exagerar. Yo estaba tan contento, que me metí al confesionario, abrí aquella anforita que puso en mis manos una mujer que para darme gusto no usaba ropa interior, y bebí. Cuando menos cinco tragos decendieron por mi garganta. Salí iluminado. Si hubiese bebido tequila, mi mujer se habría dado cuenta y toda aquella alegría se habría venido abajo.■

    Una oleada de fuego

    para Gabriel Trujillo Muñoz

    Estoy aquí, sentado en una banca del Parque México. Todo es bello alrededor. Son las seis de la mañana y con trabajos intento recordar lo que hice toda la noche. Es inútil que lo intente. Tal vez por eso estoy escribiendo en este momento en un fólder que me encontré tirado. Tal vez las palabras me ayuden a poner un poco de orden. Aunque lo dudo. Pero es que de pronto se me figura que las palabras son como llaves que abren cajas mnemotécnicas. Quién sabe. Muchas veces he escrito que las palabras no sirven para nada, que nada tiene que hacer palabra alguna al lado de un grito. De entrada, quién sabe dónde diablos se ubique la memoria. Bueno, eso ahora es lo menos importante. Lo único verdaderamente importante es que traigo en la bolsa una moneda de cincuenta centavos. Y no sé cómo le voy a hacer para llegar a mi casa. Creo que me la voy a tener que aventar caminando; pero vete de la Condesa hasta Tlalpan —no la calzada, sino la salida a Cuernavaca— y vas a ver que está cañón. Cuando menos a los 54 años y con cara y cuerpo de ebrio consuetudinario.

    No hay gente a esta hora, salvo uno que otro despistado —que no es uno que otro, son un buen número pero me da muchísima pereza contarlos— que corre en pants y tenis muy jefes. Les he de dar risa. Han de decir —si es que el deporte les permite perder un poco la concentración—, chingá, ese güey representa la escoria humana, lo opuesto de lo que somos nosotros, todo en él es bajo, no solamente la estatura; tiene ojos de briago, barriga de briago, actitud de briago. Y está briago. O cuando menos crudote. Y claro que tienen razón. Soy como una de las ratas que de vez en cuando cruzan los atajos de este parque hermosísimo, perfectamente bien cuidado, verde por donde se le vea. O no, las ratas son civilizadas, están cumpliendo su trabajo como si hubieran sido educadas en la Ibero —donde alguna vez di clases, yo, háganme favor: les daba trago a mis alumnos, sacaba el frasco y todo mundo le entraba de volada, pasaban con su vasito de café, y con café o sin café yo les servía. Hombres y mujeres, hijitos de papi y de mami, briagos a las siete treinta de la mañana (me enamoré de un montón de mujeres ahí, sus nombres se me pierden en los caños de mi memoria; porque había mujeres inmensamente hermosas y calientes, que nada más iban a eso a la universidad: a fajar y dejar que se las fajaran, a coger y dejarse coger). Hombres y mujeres de veinte años, de veintiún años, más briagos todavía a las siete cuarenta y cinco de la mañana en una universidad donde se respiraba el catolicismo por todas partes; de eso no me burlaba, nunca he sido dado a burlarme de lo que todo el mundo se burla. Más bien los dejaba que hicieran lo que se les diera la gana. Yo qué. Les ponía enfrente una piedra y les decía que conversaran con ella, que la entrevistaran, que en eso consistía la clase de ese día, que le preguntaran cosas, cosas netas, y que ella les iba a responder porque esa pinche jodida piedra nos daba a todos lecciones de vida, porque esa piedra vulgar y del montón, les decía, ha vivido más que todos nosotros y sus padres y sus abuelos y sus tatarabuelos y sus chosnos juntos; y entonces les daba sus tragos para que se desinhibieran, para que perdieran el miedo y se lanzaran como perros.

    Me está empezando a dar sed.

    Exhalo y siento que una oleada de fuego sale de mi boca. Ése soy yo, no el niño escritor que presenta libros y que firma autógrafos como si se tomara a sí mismo en serio. Ése soy yo, con una diabetes que cada rato me sacude de las solapas (cuáles solapas, si yo ni saco uso), pero que me deja vivir. No me queda mucho. De eso pueden estar seguros. Mi hijo más pequeño tiene doce años, y acaso, si no perturbo demasiado allá arriba, pediría cinco, seis años más. Tal vez sea rogar demasiado. Tal vez el error estribe en rogar. Pero estoy acostumbrado a rogar. Le he rogado a mujeres y le he rogado a hombres; a mujeres, que se vayan conmigo a la cama (a veces han querido y a veces no); a hombres, que me permitan llevarme a su mujer a la cama (y muchos han querido, han sido más los que han querido que los que se han negado). Aunque se los he pedido sin abrir la boca.

    (Me voy a mover de banca. Porque desde hace rato hay una pinche rata que no me quita los ojos de encima. Se ha de sentir atraída por mi olor —traigo el pantalón orinado—, o tal vez mi aspecto le resulta familiar; pero por qué me voy a mover, ¿quién me creo que soy, que no resisto ese brillo trémulo en las pupilas de una rata?: ¿un escritor consagrado, un hombre de letras? Por Dios. Ése no soy yo. Soy un hombre común y corriente —todavía más común y corriente que el último de los mortales— que para ganarse la vida intenta hilvanar una línea con la siguiente, porque nunca aprendió a destapar caños o a pintar automóviles. No pido más. Para qué. Finalmente todo se lo acaba llevando el caño. Todo, incluida la mirada de las diosas, los poemas de Borges, la música celestial del maestro Brahms, todo se acaba yendo por el wáter. Y entre más sarro rebose el excusado, mejor.)

    Tengo el pantalón orinado. Me oriné en un árbol y lo escurrí todo.

    La sed empieza a ser verdaderamente molesta.

    Ya me di cuenta de que un señor se desvió con tal de no pasar enfrente de mí. Lo comprendo. Viene con su hija o su mujer, muy joven para él, quién sabe qué haya entre ambos. La cosa es que se desvió. Así yo me desvié, di vuelta en la esquina equivocada; o, mejor dicho, di vuelta en el sentido equivocado. Siempre he estado equivocado. Quién sabe qué habré hecho anoche.

    La sed persiste. Ya es mortal.

    La música no sangra, ¿y el alcohol?

    para David Cano

    1) Intento vivir en armonía con lo que me rodea, aun con las cosas ínfimas —¿cómo?, encontrando su belleza oculta—, insisto: aun las más deleznables. Sin embargo, vivir en armonía con las cosas es relativamente fácil (simple y llanamente no hay que desear nada, ni menos deberle favores a nadie; ni siquiera a Dios), casi tanto como estar en armonía con la música, para lo cual no se requiere de gran esfuerzo, basta con estirar la mano y poner a Bach; entonces todo en rededor se torna orgánico, y es agradable a la vista y al olfato, y al tacto y al gusto. El problema está en vivir en armonía con el alcohol. No violentarlo, no exacerbar su condición guerrera. El único modo —a mí me funciona— es negociando con él. Tú me das, yo te doy. Tú me quitas, yo te quito. Esta ecuación me ha dado espléndidos resultados; inclusive, cosa insólita, ha contribuido a mantener mi salud más o menos estable —si hubiese prescindido del trago, como me lo prescribieron tantos médicos hace unos años, cuando me descubrieron la diabetes, en este momento estaría muerto. Sentimientos como la tristeza, la melancolía, la frustración y la nostalgia —el que fui, ¿dónde quedó?— habrían dado cuenta de mí.

    2) He hecho cosas no muy recomendables, y Coral, mi mujer, las adjudica al trago; yo no, con alcohol o sin él las hubiera hecho igual. (Hace unos días estaba con ella y la compañía de amigos muy queridos en una cantina, cuando descubrí a una mujer sentada en una mesa vecina; bastó con que esa mujer me mirara, para que yo me pusiera de pie, me dirigiese hasta su lugar, pidiera permiso para sentarme y abandonara a mi señora y a mis amigos. ¿Cómo calificar esto?, pues simplemente como el acto de un patán, de un hombre que al momento de cruzar el umbral de su casa y poner un pie en la calle, vive lo que la vida se encarga de poner en sus manos. Ahora estoy hablando de la armonía, y me pregunto si eso es vivir en armonía con mi mujer.)

    3) El que fui, ¿dónde quedó? Esta regresión a mi niñez —que día a día se acentúa, al punto de descubrirme cabalgando un caballo imaginario (¿tenía que escribir la palabra imaginario?), juego que de niño llevaba hasta las últimas consecuencias—, este volver a sentirme protegido por mis padres, sin ningún problema de ninguna especie, a todo lo ancho y largo de mi vista, ha vuelto mi espíritu hacia hábitos de mi adolescencia, si no es que de mi infancia, como, por ejemplo, la fascinación por la obra de los pintores holandeses del siglo xvii, de mis tres favoritos de favoritos: Rembrandt, Jan Vermeer de Delft y Frans Hals —seguidos muy de cerca por Ferdinand Bol. Me pasaba horas y horas contemplando aquellos autorretratos, aquellos rostros de borrachos —y desde luego de borrachas, maravillosas borrachas— atravesados por el sarcasmo, aquellos interiores que parecían contener, en un fragmento de mantel, un clavicordio, una jarra o una ventana, parecían contener el universo todo, con sus leyes y sus misterios. Pero evocar la niñez se paga. He buscado aquellos libros de gran formato —que mi madre había comprado para mí, insisto, cuando aún era un niño—, dedicado cada uno a un pintor, y no los he encontrado. ¿En qué momento de mi vida, de mi embriaguez galopante (¿yo?, ¿estoy hablando de mí?) los perdí, o los regalé? Imposible saberlo. ¿O se los habré obsequiado a una prostituta, o a un taxista? Porque de que regalo, regalo. Cada vez más cosas y cada vez con mayor frecuencia. Vivo al día, pero hace un par de semanas, finalmente pude comprar un libro maravilloso: Los ojos de Rembrandt de Simon Schama, editado por Areté, en traducción de Ricardo García Pérez. Bueno, el libro es un portento absoluto de belleza, y, cosa inevitable, carísimo (400 pesos); pues bien, lo llevaba bajo el brazo y lo empecé a leer en la barra de la cantina La Jalisciense. De pronto, me percaté de que junto había un hombre que también leía. Entonces le dije: ¿Perdón, qué lee usted? Me respondió que Rayuela. Eso fue suficiente: tomé mi libro de Rembrandt y le supliqué que lo aceptara; caballero al fin, no quería, pero terminó cediendo. Salí con las manos vacías pero con el corazón rebosante de dicha: así fuera instantáneamente, había alejado a un hombre de una lectura prescindible.

    4) Las cosas vistas desde el prisma de mi infancia, me quitan de encima la dulce carga de la vida. Ahora lloro

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