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Los Hombres Sobran
Los Hombres Sobran
Los Hombres Sobran
Libro electrónico129 páginas3 horas

Los Hombres Sobran

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Información de este libro electrónico

¿Qué sucedería si la sociedad estuviese integrada sólo por mujeres? ¿Lograrían adaptarse a vivir sin hombres? ¿De qué manera? Alexia habita un mundo en el cual los machos pasaron a ser una carga excesiva y fueron reducidos, en una mínima proporción, a reservas genéticas. Sin embargo, ella está dispuesta a quebrar el tabú social para intentar remediar el vacío de su existencia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 feb 2011
ISBN9781458086785
Los Hombres Sobran
Autor

Ezequiel Tambornini

Periodista y escritor argentino Argentine journalist and writer

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    no compren ni lean este libro- es pura basura askerosa. el escritor de esta porqueria deberia ser quemada viva. el escritor es una mujer en cuerpo de hombre. (obiamente nunca tuvo padre y ninguna figura masculina que lo guiara, solo estaba rodeado de mujeres lesbianas y misandricas. Que asco de libro!
    este es el resultado de que las mujeres eduquen hombrecitos, salen mariquitas. un Hombre solo es Forjado por otro Hombre.

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Los Hombres Sobran - Ezequiel Tambornini

Los Hombres Sobran

Ezequiel Tambornini

* * * * * *

Los Hombres Sobran

Copyright © 2011 Ezequiel Tambornini

* * * * * *

Published by:

Ezequiel Tambornini on Smashwords

* * * * * *

I

R.154 se despertó, como hacía usualmente, unos minutos antes de que el sonido de la sirena anunciara que había llegado el momento de levantarse. Al incorporarse de la cama, extendió su mano hacia el compartimento distribuidor de alimentos, donde una cinta transportadora acababa de traer hasta su celda un vaso con leche tibia y una barra de chocolate. Usualmente solía deglutir el chocolate y beber la leche en apenas unos pocos minutos. Pero esta vez no lo hizo inmediatamente. Se tomó un buen tiempo en percibir los aromas de ambos alimentos, llevándose el vaso de leche hacia la nariz y luego la barra de chocolate, aspirando de manera profunda, intentando percibir por última vez aquellos olores. Finalmente empapó su boca con un poco de leche y esparció el líquido por sus labios con delicados movimientos de su lengua. Dirigió su mirada hacia el amplio ventanal y se sorprendió al descubrir que podría llegar a sentir cierta nostalgia por aquella imagen de la cúpula, con sus ventanitas rectangulares en las cuales anidaban las palomas, de aquel bosque encantador que rodeaba aquella estructura, que probablemente era una iglesia, de los sonidos de los grillos, que tanto lo ayudaron a conciliar el sueño cuando era sólo un niño, aunque todo eso, si bien parecía estar vivo y en constante movimiento, era, claro, sólo una imagen digital, pues no había, no podía haber ninguna salida, ningún contacto con el exterior.

R.154 aún recordaba el día en el cual fue transferido a su actual celda. Por entonces era sólo un preadolescente. Una rectora le había explicado que pulsando una opción podía elegir la imagen que quisiese, el fondo del mar, una playa paradisíaca, montañas, mientras iba mostrando las diferentes opciones, R.154 preguntó qué era aquello.

– Una cúpula, un bosque –respondió la rectora.

– Ya lo sé, pero ¿qué es? – quiso saber R.154

– Qué es específicamente, dónde estaba, no podemos saberlo. Se trata de un registro que nos ha quedado de los viejos tiempos. Es todo lo que puedo decirte. Lo siento.

R.154 jamás cambió la imagen de lugar. Otros R. se entretenían buscando nuevos paisajes. Pero él prefería imaginar que aquel ventanal era real, que había algo más allá. Pasó muchos noches observando el transcurrir de aquella imagen, pensando que además de palomas, en algún momento debería aparecer la figura de algún hombre, o de alguna mujer, algún indicio de los que realizaron aquel registro. Pero jamás pudo observar a nadie. Sólo palomas, viento, árboles, hojas secas, barro, lluvia. Nada más.

Todavía no había terminado de beber la leche –que ya estaba fría– cuando la puerta de la celda se abrió para permitir el ingreso, tal como sucedía todas las mañanas, de la higienizadora. R.154 la recibió con una sonrisa. Era ella. Una muchacha rubia y regordeta que sabía excitarlo de manera adecuada. Algunas higienizadoras cumplían su tarea de manera mecánica. Pero ella no. Podría decirse que disfrutaba el trabajo. Mientras la rubia se calzaba los guantes térmicos –cuya rugosidad simulaba, si eran bien empleados, la cavidad interna de una vagina– R.154 se quitó la única prenda que llevaba puesta para comenzar a masajearse el pene en la búsqueda de una erección. Cuando era más joven, el procedimiento era realizado sobre el miembro de R.154 para recolectar semen por medio de un dispositivo adaptado para tal fin. Pero luego de cierta edad eso ya no era necesario. Aunque todos los R. debían ser descargados dos veces al día: durante la mañana y por la noche, antes de acostarse. La rubia le solicitó a R.154 que se acostase sobre la cama.

– Hoy es tu último día aquí –dijo.

– Así es –respondió R.154–. Estoy contento de recibirte. Temía que pudiese ser otra la que viniese.

La mujer le devolvió el cumplido con una sonrisa y le solicitó que cerrara los ojos y se relajase. R.154 así lo hizo. La mujer comenzó a morder suavemente una de sus orejas, para luego lamerla, de manera delicada, después con abundante saliva, introduciendo su lengua en el orificio del oído, mientras emitía un leve gemido. R.154 percibía su aliento y ahora su mano, envuelta en el guante térmico, que comenzaba a acariciar su pene, ya completamente erguido, para luego tomarlo con ambas manos y empezar a masturbarlo con movimientos muy lentos. R.154 intentaba controlarse, aunque su respiración se agitaba y sus piernas comenzaban a sacudirse por espasmos de placer, que eran cuidadosamente administrados por la higienizadora, pues por momentos tomaba con fuerza todo el tronco del pene para realizar movimientos rítmicos hacia arriba y abajo, para luego detener la operación y mantener apretado el glande, de manera tal de extender el orgasmo, evitando la eyaculación, y así nuevamente con movimientos cada vez más lentos y suaves, interrumpiendo una y otra vez el coito, hasta el momento en el cual la hinchazón del pene se torna insoportablemente dolorosa y sólo puede ser aliviada por la expulsión de un abundante chorro de semen.

Cuando R.154 abrió los ojos, observó a la mujer regordeta quitándose los guantes y arrojándolos al compartimento de la basura. La vio sonreír, como siempre lo hacía al finalizar su trabajo. Se la veía satisfecha por el placer proveído. Aunque detrás de tal satisfacción parecía haber algo más que R.154 no llegaba a descifrar. Se suponía que las higienizadoras eran lo más bajo en la escala femenina. Pero esa mujer, por algún motivo, estaba orgullosa de hacer lo que hacía. Estuvo a punto de preguntarle. Pero no se atrevió. Las preguntas inconvenientes solían generar reparos de las vigiladoras. No quería problemas. Era su último día.

La mujer le facilitó toallas húmedas a R.154 para que éste higienizase su cuerpo y permaneció a su lado, como estaba obligada a hacerlo, para asegurarse de que cumpliese con la orden impartida. Primero limpió los restos de semen que se encontraban esparcidos en su escroto y también en su abdomen. Luego procedió, con otra toalla húmeda, a limpiarse las axilas y el orificio del ano, que exudaba ya un olor desagradable a causa de la excesiva transpiración generada por el acto sexual. Por último, tomó otra toalla para refregarse el rostro y la cabeza completamente calva. La mujer le hizo una seña con su mano para indicarle que arrojase las toallas sucias al compartimento de la basura y R.154 así lo hizo.

– Adiós. Hasta siempre –se despidió la higienizadora. La vio alejarse mientras se cerraba la puerta y se dirigía a su siguiente destino: la celda de R.155.

Todo volvió a quedar en silencio. Debía permanecer ahí veinte minutos hasta que la sirena volviese a sonar para indicar a todos los R. que había llegado el momento del día en que debían salir de sus celdas para dirigirse al gimnasio. Este era el momento del día que más angustiaba a R.154, pues, en realidad, era el único momento en el que no tenía nada que hacer, salvo –si así le apetecía– beber un zumo de frutas que podía solicitar llevando la punta de su dedo índice hacia el indicador correspondiente en una de las tantas pantallas presentes en la celda. Pero esa mañana no tenía ganas de beber nada más. Por ahora sólo sentía ganas de orinar. Tomó su pene con una de sus manos mientras que con la otra accionó el dispositivo sanitario encargado de canalizar los desechos orgánicos humanos. Al finalizar la tarea, intentó asegurarse de que no quedara ninguna gota de orina en su pene, agitándolo como si intentara revivirlo de un desmayo repentino, aunque sabía que, casi con seguridad, no logaría alcanzar su propósito, pues algo del líquido siempre lograba ocultarse en su generoso prepucio. Un sensor detectó alguna señal de inestabilidad en su respiración e inmediatamente accionó música. R.154 amaba la Séptima Sinfonía de Ludwig van Beethoven, especialmente el Segundo Movimiento, que fue, precisamente, el elegido por el sensor inteligente encargado de monitorear las funciones vitales del espécimen masculino. Cerró los ojos y comenzó a mover los brazos hacia aquí y allá, como si intentase dirigir una orquesta numerosa, esperando que el murmullo inicial de la melodía comenzase a gestar el torbellino de notas musicales que estimulaban la producción de endorfinas en su organismo.

Cuando sonó la sirena, R.154 aún se encontraba dirigiendo a su orquesta imaginaria. La puerta se abrió al tiempo que todos los dispositivos digitales presentes en la celda, incluida la iluminación, eran desactivados. Sólo era posible observar señales lumínicas móviles, que se prendían y apagaban con una disposición tal que a cualquier R. eso le resultaba inconfundible para percibir que aquello significaba que debía salir de ahí de inmediato, sin importar qué es lo que estuviese haciendo. Así lo hizo R.154. Así lo hacían todos los R. Siempre.

Al salir de la celda, no reparó en el resto de los R., quienes, mientras formaban una fila con una disciplina ejemplar forjada desde la infancia, lo observaban con indisimulada atención, intentando descubrir en alguno de sus gestos algún indicio del cambio radical que experimentaría en unas pocas horas más. Pero no pudieron observar nada fuera de lo común en el rostro de R.154. El único evento llamativo fue que permaneció mirando más de la cuenta el interior de su celda, quizás pensando que ya no volvería a verla más. Había, si puede permitirse el comentario, quizás cierta nostalgia en su expresión, aunque, si tal era el caso, no debería haberse manifestado, pues, cumplido el plazo, todos los R., al igual que todos los hombres de todas las reservas del mundo, eran transferidos a las urbanizaciones oceánicas, en las cuales podrían vivir en espacios más amplios y sin condicionamientos. El porvenir debía ser mejor. Seguramente. Aunque en toda transferencia siempre se generaba una gran expectativa colmada de ansiedad,

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