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La luz cuadrada de la luna: Jin shin jyutsu, una medicina ancestral
La luz cuadrada de la luna: Jin shin jyutsu, una medicina ancestral
La luz cuadrada de la luna: Jin shin jyutsu, una medicina ancestral
Libro electrónico265 páginas3 horas

La luz cuadrada de la luna: Jin shin jyutsu, una medicina ancestral

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Una guía del ancestral arte curativo del jin shin jyutsu, que es a la vez el diario de viaje a un mundo sorprendente y una maravillosa iniciación a la cultura japonesa.
Tras un duelo que sumió en el caos su vida y a su familia, la periodista y escritora Véronique Le Normand fue tratada por un médico que la introdujo en el jin shin jyutsu, el milenario arte de sanación japonés que nos enseña cómo ayudarnos a nosotros mismos mediante el uso de nuestras manos. En 2017, después de quince años de estudio y práctica, la autora partió hacia Japón para seguir los pasos del esquivo maestro y samurái Jiro Murai, quien había redescubierto y puesto en práctica esta filosofía a principios del siglo XX.
La luz cuadrada de la luna es una amena y rigurosa introducción dirigida a todos aquellos que buscan un nuevo método para sanar mediante el equilibrio y armonización de las energías. En este relato, íntimo y personal, la autora cuenta la historia y describe la práctica de esta disciplina; con gran pericia narrativa, entrelaza conocimientos literarios, históricos y cinematográficos, para así establecer vínculos entre este antiguo arte de autocuración y los hábitos de vida japoneses. Un homenaje lleno de poesía e inspiración a esta civilización que ha hecho del concepto del equilibrio el corazón de su sabiduría.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento6 mar 2024
ISBN9788410183117
La luz cuadrada de la luna: Jin shin jyutsu, una medicina ancestral
Autor

Véronique Le Normand

Véronique Le Normand (Bretaña, 1956), periodista durante veinte años, es una reconocida autora de libros para niños y jóvenes. Estudió Literatura en la Universidad de Rennes, y Literatura y Filosofía en la Universidad Christian Albrecht de Kiel; ha colaborado con diversos medios impresos y radiofó­nicos, y dirigió la sección cultural de la revista Marie-Claire Maison hasta 1995. Desde 2014 trabaja como tutora en Script Factory, el taller de escritura on-line creado por Anita Coppet. Su obra infantil y juvenil se ha publicado en destacadas editoriales francesas, como Thierry Magnier o Albin Michel, y ha sido traducida a diversos idiomas. Practica jin shin jyutsu desde 2003.

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    La luz cuadrada de la luna - Véronique Le Normand

    Portada: La luz cuadrada de la luna. Jin shin jyutsu, una medicina ancestral. Véronique Le NormandPortadilla: La luz cuadrada de la luna. Jin shin jyutsu, una medicina ancestral. Véronique Le Normand

    Edición en formato digital: febrero de 2024

    Título original: La lumière carrée de la Lune.

    Jin Shin Jyutsu, une médecine ancestrale japonaise

    En cubierta: Cerezo floreciente en una noche de luna (ca. 1932),

    Ohara Koson © rawpixel

    Diseño gráfico: Gloria Gauger

    © Actes Sud, 2019

    Publicado originalmente en Francia

    © De la traducción, Mercedes Corral

    © Ediciones Siruela, S. A., 2024

    Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Ediciones Siruela, S. A.

    c/ Almagro 25, ppal. dcha.

    www.siruela.com

    ISBN: 978-84-10183-11-7

    Conversión a formato digital: María Belloso

    Índice

    I. CÓMO EL JIN SHIN JYUTSU LLEGÓ A MÍ

    Del cielo – Un gran cairn – Regalo

    De la naturaleza – El tiempo que dura una respiración – Las manos

    Del universo – Irrupción de lo efímero – Equilibrio

    II. LA LLAVE DE LA ARMONÍA

    Japón – Planeta desconocido – La puerta

    III. TRAS LOS PASOS DE JIRO MURAI

    Kaga – Mar y montaña – La fuente

    Árbol divino – La puerta del templo – Saludo

    Nombre póstumo – Una orilla y el otro – ADN del alma

    Primer baño – Corriente central vertical – Kimono

    Año del Perro – Hermano menor – El séptimo día

    Blasón – Honor de la casa – Tesoro escondido

    Nombre de los ancestros – Pozos y pueblo – Kanjis

    Canto de pájaro – Porcelana y repostería – Precauciones

    Kaga Onsen – Barrio de los Médicos – La religión del baño

    Medicinas – Oriente y Occidente – Kojiki

    Infancia – Mundo flotante – Kendo

    Primavera, verano – Fiestas y tradiciones – El número

    Otoño, invierno – Fiestas y tradiciones – La magia del 8

    Hakusan – Ginkgo y gusano de seda – Vocación

    Meditación – Montaña sagrada – Revelación

    Samurái – Cuerpo y alma – Armonía

    Una pastelería en Tokio – Maestro y alumno – Regalo

    Bomba atómica – Terremoto – Los pulsos

    Teatro rakugo – Nuez de ginkgo – La risa

    Tsujido – Mar y montaña – Testamento

    Ise Jingû – Una casa humilde – El bonzo

    Peregrinación – Morada de Amaterasu – Secret no secret

    Aprender a conocerme (a ayudarme) a mí mismo

    Notas

    Bibliografía

    Mi pequeña cinemateca

    Agradecimientos

    A mi queridísima Kyoko...

    Y en memoria de su amada madre,

    la escritora Yoko Mochizuki,

    cuyo apellido significa

    «luna llena»

    Para todos los míos

    Después de su paso por el país de Yomi,

    dominio de la muerte y de la suciedad,

    el dios Izanagi, despojándose de sus ropas, engendró

    a las divinidades Yaso magatsuhi no kami y Oho magatsuhi no kami,

    divinidades encorvadas, malignas, a las que se enfrentaron

    de inmediato Kamu nahobi no kami y Oho nahobi no kami, divinidades rectificadoras sanadoras.

    «Crónicas de los hechos antiguos»¹

    I

    CÓMO

    EL JIN SHIN JYUTSU

    LLEGÓ A MÍ

    Sopla hacia Yamato

    el viento del oeste,

    y las nubes se alejan.

    Aunque, como esas nubes,

    lejos estés, yo no te olvidaré.

    Kojiki ¹

    Del cielo

    Un gran cairn

    Regalo

    Al principio, hubo un drama.

    Septiembre de 2002.

    Me encontraba en mi jardín del Vercors cuando me dieron la noticia que trastocó mi vida. Estaba herborizando cuando sonó el teléfono.

    Mi hermano se había caído.

    Mi hermano menor yacía en el suelo sin vida.

    Rotura de aneurisma.

    Thierry estaba trabajando en su taller de maestro vidriero, en Bretaña. En un instante, se desplomó al pie de la mesa de trabajo, en medio de un ruido de vidrios rotos. Lo encontraron horas más tarde; la radio que había estado escuchando seguía sonando. Una semana antes habíamos estado juntos en ese mismo jardín de montaña. Con la ayuda de Victor y Rémi, sus hijos, había construido un cairn, un gran montículo de piedras calcáreas blancas, un cairn más alto que nosotros, con un trozo de hierro oxidado en forma de cruz en la cima que servía de percha para los pájaros.

    Empezó el duelo.

    Mi hermano y yo solo nos llevábamos dos años. Mis recuerdos de infancia estaban anegados de lágrimas, mis sueños de adolescente devastados por el sentimiento de rabia. Había perdido una parte de mí misma. Ya no sabía quién era en mi propia familia.

    Vagaba confusa.

    Entre lo visible y lo invisible.

    Como en una película japonesa. Como en Viaje al más allá de Kiyoshi Kurosawa. Como en Los cuentos de la luna vaga después de la lluvia de Kenji Mizoguchi.

    En octubre, mi amiga Danielle, que, un año antes, había perdido a su única hija, Mathilde, me llevó en Aviñón a ver a un doctor que la había ayudado. Ponía sus manos sobre el paciente durante una sesión de una hora. Me dejé hacer dos veces, sin preguntar nada. Salía de allí calmada, cada vez más. La tercera vez, confié mi temor al médico. Debía someterme a una mamografía de control quince días más tarde; el radiólogo tenía dudas.

    La receta del doctor fue de lo más insólito.

    «Fijaremos entre los dos una hora, un rato, en el que pueda usted aislarse. Se sujetará el dedo índice durante quince minutos estando atenta a su respiración. Hará esto todos los días, hasta nuestra próxima cita».

    ¡Sujetarme el dedo índice!

    Sonreí, y lo hice.

    No sonreía desde hacía semanas. Todos los días me sujetaba el índice. Todos los días sonreía por dentro. Sonreía pensando en el doctor que me había prescrito ese ejercicio. Me veía desde fuera y eso me hacía sonreír. La chica que se sujeta el dedo para mitigar los dolores de la vida… Sonreía imaginando la cara de todos aquellos a quienes era preferible que no se lo contara. Sonreía evocando el recuerdo de mi hermano; lo imaginaba burlándose él también de mí. Quince días más tarde, la radióloga sonrió al anunciarme que no tenía nada en el pecho.

    ¿Fue en ese momento cuando me di cuenta de que a los budas se les representaba sonriendo?

    Era abril de 2003.

    Acababa de hacer, sin saberlo, mi primer ejercicio de ayuda a uno mismo de jin shin jyutsu.

    A finales de mayo de 2003, el doctor subió a París. Buscaba un lugar para pasar consulta; le presté mi despacho. A cambio, él recibió a mi sobrina.

    Mélanie estaba muy deprimida. Después de aquella primera cita empezó a salir del pozo.

    La periodista que hay en mí también empezaba a salir a la superficie: «¿No le cansa? ¿Dónde lo ha aprendido? ¿Es un don? ¿Cómo supo usted que tenía ese don?».

    Patrick Nasica me respondió muy tranquilamente: «Lo que yo hago también puedes hacerlo tú». ¿Qué era lo que podía hacer yo también? ¿Curarme a mí misma?

    Desde que era pequeña, mi cartilla sanitaria estaba bien provista. Había consultado a muchos médicos, tomado muchas medicinas, sufrido operaciones…

    ¿Curarme a mí misma?

    Mi hermano menor había muerto de repente. Me parecía que lógicamente yo era la siguiente de la lista.

    ¿Ayudar a los demás?

    El sufrimiento reinaba dentro de mi familia. Había mucho que hacer.

    Pasaban los días; la tristeza continuaba. Estaba bloqueada en una actitud y, de pronto, después de una sola sesión, me había sentido más ligera, había recuperado las ganas de comer, de bromear con los míos, de trabajar en el jardín, de escribir. Algo se había movido en mí. «Lo que yo hago también puedes hacerlo tú». Esta frase resonaba ya en mi interior, veía en ella una promesa de consuelo. Sujetando un solo dedo, era posible iniciar el cambio, salir de un estado para entrar en otro. Era muy simple y estaba a mi disposición en todo momento, sin remedios, sin efectos secundarios. Esa simplicidad pertenecía al orden de lo maravilloso. La persona que me había dicho «Sujétese el dedo índice» debía de tener acceso a algunos secretos de la naturaleza. Se ofrecía a compartirlos conmigo. Yo quería saber más. Quería saberlo todo. Mi curiosidad aumentaba por momentos.

    Unos días más tarde, llamé a la puerta de la Asociación de Jin Shin Jyutsu de Francia. Como en Japón, me quité los zapatos para caminar sobre el tatami de Nathalie Max. La especialista me explicó escuetamente que el jin shin jyutsu era un arte de armonización de las energías de origen japonés. Se aprende en cursos de cinco días, o en cursos más cortos de práctica de autoayuda. El jin shin jyutsu es «aprender a conocerse a uno mismo», algo que no tiene fin. Esta vez, lo que retuve, sobre todo, de nuestro encuentro fue que el hombre a quien se debía el jin shin jyutsu —cuyo nombre yo ni siquiera conseguía pronunciar— era el maestro Jiro Murai.

    El maestro había nacido en Japón a finales del siglo XIX. Proveniente de una larga saga de médicos, había decidido elegir otro camino cuando cayó gravemente enfermo. A los veintiséis años, sabiéndose desahuciado, pidió que le llevaran a la montaña para esperar la llegada de la muerte. Allí meditó, ayunó y practicó los mudras. Al cabo de ocho días, para gran asombro de todos, salió de su retiro curado por completo. Entonces decidió dedicar su vida a la investigación de este arte de curación que él bautizó como jin shin jyutsu.

    Me llegó el momento de regresar a la montaña y de reencontrarme con el jardín en el que me había enterado de la muerte de mi hermano, el jardín en el que Thierry había dejado su gran cairn de piedras. Volví a ver a mi hermano transportando las piedras en una carretilla, disponiéndolas para que se mantuvieran juntas, apartándose para examinar su trabajo. Thierry era un constructor, y ese cairn lo encarnaba ahora totalmente. Me sentía impaciente por volver a encontrarme ante ese rastro de él en mi casa.

    El cairn estaba destrozado.

    El hielo había provocado el derrumbe.

    Las piedras yacían desordenadas en el suelo. ¿Qué debía hacer con ellas? ¿Moverlas? ¿Sacarlas del jardín? ¿Deshacerme de ellas?

    Imaginé un jardín de piedras, como en Japón. Las piedras no se mantenían en vertical, de modo que las dispondría en horizontal. Ocuparían un círculo en el lugar donde se alzaba el cairn. Esta transformación me produjo una alegría inmensa. El cairn no había desaparecido; había cambiado de forma. Este jardín ilumina ahora la vegetación como una gran luna blanca. Cuando contemplo mi jardín de piedras en los días de bruma, vuelvo a ver el cairn de mi hermano.

    De la naturaleza

    El tiempo que dura una respiración

    Las manos

    No necesitaba nada para practicar el jin shin jyutsu; solo mis manos. ¡La derecha y la izquierda! Siempre las había considerado pequeñas y sin ningún atractivo, incapaces de tocar el piano o de dibujar con talento. El maestro Jiro decía que eran mis aliadas más seguras. Aquel verano de 2003 conocí mis manos. Cada una de ellas tenía cinco dedos, una palma y un dorso. Sujetaba mi dedo índice y oía mi corazón latir en mi dedo, cerraba los ojos y sentía activarse un fluido bajo la piel, me concentraba en mi respiración, y el fluido corría por todo mi cuerpo. Ya no me sentía completamente perdida; tenía el medio de conectarme conmigo misma. Me hacía cargo de mí misma. Al principio, comprendí que cada dedo encarnaba una actitud vital. Sujetándome el dedo índice trataba el miedo; el dedo del corazón, la ira; el anular, la tristeza; el meñique, la pretensión; y el pulgar, la preocupación. De bebé, me chupaba el dedo pulgar con fervor (¿tan preocupada estaba?). Cuando viajaba en tren o en autobús, en el cine o delante del televisor, me sujetaba los dedos. Al cabo de una hora me sentía como si saliera de darme un largo baño en un onsen¹, lavada, purificada, calmada. Me maravillaba descubrir que podía bastarme a mí misma. La muerte de mi hermano me había lanzado al vacío, pero la naturaleza, que tiene horror al vacío, me había dado el jin shin jyutsu. Si me hubieran dicho que iba a tener que estudiar varios años antes de poder practicar, lo habría dejado de lado. La felicidad de empezar así, en el momento, me había conquistado. No hacía falta tener material alguno, ni hacer ningún esfuerzo físico, ni aprender nada. El jin shin jyutsu era para mí. Su deliciosa simplicidad era fuente de alegría. Mis dedos me hacían compañía. Thierry y yo habíamos hecho moldes de tierra con las manos, y yo conservaba uno de ellos y lo utilizaba como pisapapeles. Nos divertíamos trazando el contorno de nuestras manos para compararlas mejor, las suyas anchas, grandes, seguras de sí mismas; las mías solo buenas para rezar. Desde la época en que éramos estudiantes, él de Bellas Artes, y yo, en la Facultad de Letras, nos gustaba compartir nuestros descubrimientos. Él me descubrió a Alberto Durero, sus estudios sobre las manos. Me regaló una reproducción de Manos orando, un dibujo a pluma y tinta sobre papel azul que el artista había titulado, en un primer momento, Manos. Yo lo miraba constantemente. En esas manos se encuentra todo el amor, la gratitud y la compasión del mundo. Manos orando recuerda el papel esencial que la gestualidad tiene en todas las religiones. Unir las manos es ponerse en posición para equilibrar la relación entre el alma y el cuerpo.

    Cada parte de la mano rige unos órganos

    que corresponden a unas actitudes.

    Mi hermano tenía unas manos de oro, decíamos en mi familia. Pintaba, dibujaba, tallaba la piedra, hacía vidrieras ensamblando vidrio, construyó su casa.

    Habíamos sido educados en la religión católica. De la vida de Jesús yo me había quedado con que era sanador y ponía las manos para hacer milagros. Jiro Murai decía que en cada uno de nosotros hay un sanador. Yo no sabía nada del jin shin jyutsu; solo sentía que era algo bello, grande y justo, y que formaba parte de mí.

    El primer libro de jin shin jyutsu que tuve entre mis manos tenía por título Jin Shin Jyutsu Es, y por subtítulo, Aprender a conocerme (a ayudarme) a mí mismo. Arte de vivir ².

    Cuando tenía un bajón, me sentaba sobre mis manos.

    Cuando me dolía la cabeza, la cogía entre mis manos.

    Cuando me costaba respirar, colocaba mis manos a la altura de los codos.

    Cuando me costaba digerir, me ponía una mano en la mejilla y la otra en la clavícula del mismo lado.

    Cuando necesitaba consuelo, me abrazaba, con las manos debajo de las axilas, y hacía treinta y seis respiraciones.

    Sé tu propio testimonio, dice el jin shin jyutsu. Practicaba, experimentaba, me sentía mejor.

    En un avión, a una pasajera que temblaba de miedo me gustó murmurarle: «¡Sujétese el dedo índice!». A mis padres, abrumados por la tristeza, me gustó recordarles al despedirme de ellos: «¡No olvidéis sujetaros el dedo anular!». A Pascal, un vagabundo con el que me solía encontrar, me agradó aconsejarle: «¡Debería sujetarse el dedo pulgar todos los días durante una hora!».

    ¡Era tan fácil! ¡Demasiado fácil! ¿De dónde lo había sacado? ¿De un cuento para niños como los que yo escribía?

    El jin shin jyutsu consistía, por tanto, en las manos y la respiración. La respiración ya la conocía. Había practicado yoga, había fumado. Había practicado yoga para dejar de fumar. Sobre todo, había sido una gran asmática. Sabía lo que era la falta de aliento, la opresión en el pecho, vivir en apnea por falta de aire; sabía desde siempre lo que significaba respirar. Inspirar y espirar profundamente era un deporte para mí.

    Colocaba las manos. Respiraba. Mi cuerpo respondía con gorgoteos. Eso me producía alegría. Era simple como un haiku, esa forma poética japonesa que asocia la naturaleza con la emoción, el tiempo que dura una respiración. El poeta dice: «El haiku es». Jiro Murai dice: «El jin shin jyutsu es».

    En la punta de una hierba

    ante la infinidad celeste

    una hormiga

    Hosai³

    El jin shin jyutsu nos ayudó a superar la barrera del primer aniversario de la muerte de mi hermano. Mis padres lloraban, se tumbaban, yo les ponía las manos, llorábamos juntos. No había recibido ninguna enseñanza, pero nunca tuve miedo de hacerlo mal. Para el maestro Jiro Murai, el jin shin jyutsu es un arte sin esfuerzo. Practicaba con la conciencia de que yo poseía ese arte, no podía equivocarme. Desde entonces he recibido cientos de sesiones y he asistido a numerosos cursos, pero me gusta rememorar aquel momento de inocencia en el que ya estaba contenido el viaje que iba a emprender.

    ¹ Las termas de Japón.

    Del universo

    Irrupción de lo efímero

    Equilibrio

    En aquella época recibí regularmente sesiones de la practicante e instructora Nathalie Max. Unas veces me quedaba dormida después en el

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