Cómo llegamos a esto. Breve historia del mundo en el que vivimos
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La mayor parte de los que usan, piensan o sueñan con dinero todos los días no saben qué es. Esa ignorancia los condiciona de una manera brutal sin que puedan advertirlo. Este libro está dedicado a ellos.
Ezequiel Tambornini
Periodista y escritor argentino Argentine journalist and writer
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Cómo llegamos a esto. Breve historia del mundo en el que vivimos - Ezequiel Tambornini
CÓMO LLEGAMOS A ESTO
Breve historia del mundo en el que vivimos
Ezequiel Tambornini
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Cómo llegamos a esto
Breve historia del mundo en el que vivimos
Copyright © 2011 by Ezequiel Tambornini
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Prólogo
La mayor parte de los que usan, piensan o sueñan con dinero todos los días no saben qué es. Esa ignorancia los condiciona de una manera brutal sin que puedan advertirlo. Este libro está dedicado a ellos.
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Capítulo 1
El Rey Leónidas estaba agotado. Acababa de regresar de una campaña en las regiones bajas. A pesar de no ser un amante del aseo personal, pidió a sus sirvientes que le preparasen un baño y permaneció toda una tarde refregándose con agua caliente. No le molestaba estar recubierto por una espesa capa de mugre. Pero no toleraba el olor que desprendía la sangre adherida a su piel. Sangre que no era suya por cierto, sino de decenas de Trátalos que él mismo había ajusticiado. Se supone que un Rey no debe emprender tales faenas. Pero eran tantos los herejes y tan escasos los caballeros de su ejército, que los escuderos, los mozos de estribo y, finalmente, el propio Rey y sus sirvientes personales se sumaron a la matanza para acabar lo antes posible con aquel griterío insoportable en el cual los llantos de los hombres no eran menos intensos que el de las mujeres y los niños.
Los Trátalos eran una secta religiosa que, como tantas otras en los últimos tiempos, habían obtenido una cantidad enorme de adeptos en muy pocos años. Aquello que en un principio fue observado como una curiosidad, pronto se transformó en una amenaza. Se difundieron –como era usual en estos casos– toda clase de mentiras para intentar desacreditarlos, pero al comprender que las calumnias no hacían mella alguna en la popularidad de los Trátalos, se los declaró herejes para luego exterminarlos.
Antes de dar inicio a la matanza, el Rey Leónidas solicitó a sus hombres que le trajeran vivo al líder espiritual de los Trátalos.
– ¿Por qué hiciste lo que hiciste, no previendo las consecuencias que acarrearían tus actos? –preguntó el Rey Leónidas al líder de los Trátalos, quien, aun encadenado de pies y manos, habiendo sido torturado, deshecho como estaba, observaba al Rey con un desdén impropio para un vasallo.
– Eso mismo iba a preguntarle a usted, mi señor –contestó el líder tratalense, con un vozarrón tan potente que parecía imposible que pudiese provenir de aquella figura desgraciada y sanguinolenta.
– ¿Acaso mis torturadores te anularon la capacidad de oír? ¿O es que sólo puedes escuchar las mentiras que habitan en tu afiebrada cabeza? –repuso el Rey.
– Los dioses que adoramos están muertos. Los nuevos aún no los conocemos. Estamos huérfanos –respondió el tratalense–. Es usted, mi señor, el que no ha podido escucharnos a nosotros, sus vasallos.
Fue lo último que dijo.
Capítulo 2
Al regresar a su Reino, el comportamiento de Leónidas preocupó a los miembros de su Corte durante varios días. Había perdido su voraz apetito. Los encantos de su esposa no lo animaban –algo habitual–, pero tampoco lo hacían los de sus amantes. No gustaba ir de cacería con sus adorados halcones. Nada parecía conmoverlo. Los sirvientes comentaban que se lo escuchaba caminar en su habitación de un lado hacia el otro durante casi toda la noche. Apenas dormía. Sin embargo, su aspecto era impecable aquella mañana en la que se reunió con su consejo de ministros, quienes esperaron pacientemente que el Rey comenzara a hablar para dar inicio a la sesión.
– El tratalense estaba en lo cierto –dijo el Rey Leónidas. Hizo una pausa para observar la expresión de desconcierto en los rostros de sus ministros–. No estamos escuchando. Desde que mi padre me legó su Reino, lo único que he estado haciendo es perseguir y aniquilar a herejes. Todas las campañas que he emprendido no nos conducen a ninguna parte. Seguirán surgiendo sectas aquí y allá, y nosotros seguiremos empleando nuestros escasos recursos, nuestro limitado tiempo, para asegurarnos de que no prosperen. El problema no son ellos; somos nosotros, que no hemos sabido conducir las energías de nuestros vasallos hacia tierras más fecundas. Los he reunido aquí, queridos ministros, para pedirles consejo sobre los nuevos rumbos por venir. La mayor parte de ustedes ha sabido servir a mi padre y no dudo de que sabrán guiarme a mí hacia el destino que nuestro Reino merece.
El ministro Elouem levantó su mano en señal de que deseaba tomar la palabra. Era el mayor de todos los ministros. Nadie conocía en realidad su edad. Se comentaba que incluso había servido al padre del padre del Rey Leónidas, algo que él jamás se encargó de afirmar o refutar de manera definitiva, incrementando así el respeto que despertaba su delgada figura.
– ¿Ha visitado recientemente la ciudad de Languedom, mi señor? – preguntó Elouem.
– La visité con mi padre cuando era apenas un niño –respondió el Rey–. Recuerdo que era un poblado con un pequeño puerto, casas paupérrimas y habitado por vasallos que en su mayoría se dedicaban a la pesca.
– Ya no más –dijo Elouem–.
– ¿Ya no más?
– No, mi señor. Mis informantes me han dicho que ese pequeño poblado se ha transformado en un ciudad casi podría decir pujante, con amplias casonas de dos y hasta tres pisos de altura, comodidades tales como calefacción a leña en los meses invernales y fuentes colmadas con agua fresca para el período estival; ese pequeño puerto que usted recuerda, con pescadores que apenas podían abastecerse a sí mismos, es ahora un lugar de tránsito de grandes barcos, que comercian con otras ciudades portuarias de otros reinos, algunos tan lejanos que apenas tenemos noticias de ellos.
– ¿Cómo es eso posible? –preguntó Leónidas.
– Eso mismo pregunté yo a aquellos que me trajeron primeramente esos rumores, luego certezas, de que algo no convencional estaba ocurriendo en esa región lejana de su Reino, mi señor. Es el comercio el que aparentemente ha traído tanta riqueza a Languedom, pero no he aún terminado de entender las causas de tal fenómeno. Quizás sea conveniente trasladarse hacia allí para verlo con nuestros propios ojos.
A la mañana siguiente, el Rey Leónidas, acompañado apenas por dos de sus caballeros, emprendió una cabalgata rápida con destino a Languedom. No deseaba ser reconocido. Por ello los tres viajeros usaron vestimentas propias de vasallos; comieron y bebieron entre las gentes de los diferentes pueblos que fueron encontrando en su camino; durmieron en posadas humildes; y se expusieron a encontrarse con grupos de bandidos que habitualmente se agazapan en las inmediaciones de los senderos para despojar a los viajeros de todo lo que llevan consigo y aun, si así les place, de sus propias vidas.
El Rey sólo deseaba llegar a Languedom para intentar comprender qué estaba sucediendo en aquella remota región de su Reino, una herencia de sus antepasados que seguía siendo de su propiedad sólo porque ningún otro Reino vecino la había usurpado, dado que ni su padre ni Leónidas habían demostrado especial interés por ella. La juzgaban pobre de toda pobreza. Pero ahora parecía haber allí algo completamente novedoso.
Casi dos semanas duró la travesía. Poco antes de ingresar al territorio de Languedom, en una noche oscura, los tres viajeros fueron sorprendidos por una docena de guardias armados. En un primer momento tomaron sus armas al pensar que se trataba de forajidos, pero, a la luz de las antorchas, Leónidas observó que todos ellos estaban vestidos con uniformes tan vistosos que cualquiera de sus guardias personales se habría sentido avergonzado del harapo que llevaba a cuestas a modo de vestimenta. Leónidas solicitó a sus caballeros que enfundaran las espadas y se presentó ante los guardias de Languedom como enviado de una casa de comercio de la región de Triveria. Una vez desarmados, los tres viajeros fueron autorizados a ingresar a la ciudad. Les retuvieron las armas –se las regresarían al abandonar Languedom– y fueron escoltados por dos guardias para, según les dijeron, asegurarse de que pudiesen conseguir una morada disponible en una posada respetable, siempre que tuviesen –claro– las monedas suficientes para afrontar el gasto.
Capítulo 3
Leónidas fue despertado por el bullicio callejero. En algún lugar no muy lejano estaban horneando pan. Un aroma delicioso flotaba en la habitación. Tienen tanto que hasta pueden costearse sus propios guardias pensaba Leónidas. Esos uniformes. ¿Acaso es éste el mismo lugar que visité con mi padre?
Al salir de su habitación, una muchacha lo condujo al comedor de la posada. Le ofrecieron hogazas gigantes de pan, leche tibia, miel oscura y frutas frescas. Leónidas se sorprendió de que hubiese vasallos en su Reino que pudiesen vivir con tantos lujos. Pero no había visto gran cosa aún.
En la calle, empedrada con cuidada prolijidad, se extrañó al no sentir el olor nauseabundo que habitaba en las principales ciudades de su Reino. Las gentes vestían con atuendos propios de nobles y muchas damas lucían tan bellas con sus atavíos