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Rusia*Crimea*Historia
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Libro electrónico323 páginas4 horas

Rusia*Crimea*Historia

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Cómo Crimea retornó a casa, quién y para qué organizó el golpe de estado en Kíev, qué hay detrás de la pérdida de Crimea en 1991, por qué Jruschev regaló Crimea a Ucrania, qué sucedió en Crimea durante la Gran Guerra Patria y la Guerra Civil, Pedro el Grande, Catalina II, Suvórov, Kutúzov... Crimea y Rusia, Rusia y Crimea, unidas para siempre. Un solo país, una sola historia...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 may 2016
ISBN9789585841666
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    Rusia*Crimea*Historia - Stárikov Nikolái

    RUSIA*CRIMEA*HISTORIA

    1ª Edición: Mayo 2016

    Russia. Crimea. History by N.Starikov, D.Belyaev

    © Piter Publishing House, 2016. Copyright

    All rights reserved

    © 2016, Poklonka Editores S.A.S., Bogotá, Colombia

    © 2016, Irina Luna, por la traducción del ruso al español

    © 2016, César Castañeda, por la traducción del ruso al español

    Traducción: Irina Luna y César Castañeda

    Diagramación y maquetación: Santiago Pinzón

    ISBN: 978-958-58416-6-6

    Poklonka Editores (PLE) S.A.S.

    Calle 62 # 4-25 ap 404

    Bogotá, Colombia

    www.poklonka.co

    2016

    Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, cualquiera que sea su finalidad.

    RUSIA*CRIMEA*HISTORIA

    Nikolái Stárikov, Dmitri Beliáev

    Índice

    PRÓLOGO

    Capítulo 1: 2014, año en que Rusia recuperó Crimea

    Capítulo 2: Crimea se volvió territorio extranjero. Años 1991-2013

    Capítulo 3: De cómo Jruschov regaló Crimea y por poco regala las Islas Kuriles

    Capítulo 4: La Gran Guerra Patria en Crimea. 1941-1945

    Capítulo 5: La Guerra civil en Crimea

    Capítulo 6: La Primera Guerra Mundial. 1914-1917

    Capítulo 7: Crimea durante la primera revolución rusa. 1905-1907

    Capítulo 8: Guerra de Crimea. 1853-1856

    Capítulo 9: Adhesión de Crimea al Imperio Ruso

    EPÍLOGO

    Anexos

    PRÓLOGO

    La reunificación de Crimea con Rusia, que se produjo en marzo de 2014, es un acontecimiento histórico de gran magnitud que incorpora varios aspectos a destacar.

    No se limita a ser considerado la reinstauración de la justicia, tampoco significa solo la expansión del territorio y el aumento de la población de un país, ni la preservación de una base de la flota rusa en la región, importantísima en la perspectiva geopolítica.

    No puede tomarse exclusivamente como una ayuda a compatriotas que llevan años en una situación ambigua, hecho que iría acorde al principio irrevocable de nuestra cultura: «¡Los rusos no abandonan a los suyos!».

    La devolución de Crimea a Rusia comprende todo lo reseñado, aunque lo fundamental podría expresarse en otros términos: hemos vuelto a incursionar en la Gran Política Mundial, y esta vez, de acción y sin tantas palabras lanzadas al vacío. Por algo lo reconocen los grandes actores de avanzada en la actualidad –las sanciones impuestas por la Unión Europea y Estados Unidos lo confirman. Recordemos que ni siquiera hubo sanciones durante y después de la crisis en Osetia del Sur, la de 2008, a pesar de las acciones militares que desarrolló el ejército ruso para obligar al agresor a conciliar la paz con el país vecino, invadido por él. En tanto que, esta vez, año 2014, no se dieron enfrentamientos militares en Crimea ni sus cercanías. Sin embargo, la reacción de Occidente resultó siendo mucho más severa y trascendental debido a las acciones cuidadosamente meditadas que tomó el gobierno ruso ante la grave crisis en Ucrania con el fin de transformar en triunfo un amenazante fracaso geopolítico. Por ahora, no es una victoria definitiva, pues la mayor parte de la geografía ucraniana continúa bajo el control de títeres pronorteamericanos, lo cual, aun así, no le resta importancia.

    El hecho de recuperar Crimea marcó una tendencia nueva. La última vez que Rusia había extendido su territorio fue durante el gobierno de Stalin. A partir de su muerte, solo lo estuvo perdiendo, mientras que la expansión de todo estado y el crecimiento del área del planeta que se encuentre bajo su control es de significancia estratégica para toda la comunidad mundial, la totalidad de países y naciones que la conforman. Y bien, se ha detenido el retroceso del Mundo Ruso, siendo solo el primer paso, primordial y complejo, en un largo y arduo camino.

    Crimea retornó a Rusia de forma rápida y sorpresiva para todos. Hace apenas un año no más que una suposición con semejante desenlace habría provocado risa por ser considerada completamente infundada e irreal. No obstante, el mes de marzo de 2014 trajo la reunificación de la península con la madre patria histórica. Cabe aquí la eterna pregunta de los intelectuales rusos: ¿quién tiene la culpa?, solo que esta vez se debe plantear en tono positivo. ¿Quién tiene el mérito de revertir el rumbo de una serie de acontecimientos que, al parecer, conducían inexorablemente a la pérdida de la Flota del Mar Negro y un desenlace sangriento? Lo tiene la población crimea y el señor Presidente Vladímir Putin. Por un lado, los peninsulares lograron organizarse y llevar a cabo el referéndum en un momento de mucha confusión y complejidad –acudieron a las urnas, asegurando una participación nunca vista en las numerosas y frecuentes campañas electorales ucranianas–, y votaron, casi al unísono, a favor de la reintegración a Rusia. Nada habría surtido este efecto sin su firmeza y decisión de volver a casa. Por el otro, se descartaría cualquier posibilidad de reunificarse de no haber sido por la manifiesta voluntad política del primer mandatario ruso.

    La crítica situación que se configuró en Ucrania es lo que puso en evidencia el papel que juega la personalidad en la historia. Este país estaba dirigido por Víktor Yanukóvich, su abierto antípoda, quien, por dar crédito a las promesas de Occidente en un momento difícil, tambaleó y sumió en caos y anarquía a la nación que le había sido encomendada. Por el contrario, al mando de Rusia estaba un auténtico estadista, quien reforzó su posición, contrariando los planes urdidos por los adversarios geopolíticos que aspiraban a lograr sus objetivos a toda costa.

    Los cambios siempre se dan de manera imperceptible. El mundo se transforma con más velocidad de la que nos podamos imaginar. Muy pocas personas se dieron cuenta de la diferencia entre el hoy y el ayer al día siguiente a la traicionera desintegración de la URSS. Pero al cabo de unos años, en octubre de 1993, se produjo en Rusia una crisis constitucional seguida por la guerra en Chechenia y Transnistria. Derramamiento de sangre, caída del nivel de vida y aumento de la tasa de mortandad. Transcurridos otros diez años, en 2014, se vertió sangre en Kíev. Sacudida por los desordenes, la vio correr. Todo era consecuencia directa del Día de la Desintegración, en el que se desmoronó un solo país, un estado Unido y Único. Es lo que está ocurriendo hoy por hoy: los resultados del referéndum, obtenidos el 16 de marzo de 2014 en Crimea, han inaugurado una nueva época en la política internacional. La resonancia que tuvo este acontecimiento suscitó un inaudito interés hacia la península y su historia. Si al otro lado del mundo, en el país del sol poniente, la gran mayoría de la población no tiene la menor idea de su posición geográfica, para Rusia, en cambio, Crimea desempeñó un papel muy especial durante siglos. El presente estudio de la historia de la península se remonta a los tiempos de su anexión y las razones legales que ameritan y habilitan considerarla parte de Rusia.

    Empezando por su geografía –la extensión es de unos 26 mil kilómetros cuadrados–, Crimea es una verdadera joya. No solo es una base de operaciones estratégicas emplazada para tener bajo control el mar Negro, sino también un sitio con abundantes maravillas naturales, sin parangón en el mundo entero. Crimea es una reserva natural de la historia en que confluyen reverberaciones de épocas muy distintas, desde la antigüedad hasta la Guerra Civil, desde el protectorado turco hasta la II Guerra Mundial. Durante más de mil años, muchas etnias pisaron estas tierras: cimerios, godos, griegos, eslavos, bizantinos, italianos, turcos, tártaros crimeos y muchas otras. En 1783 Crimea pasó a formar parte del Imperio Ruso. Comenzó así su matrimonio indisoluble con Rusia. Aquí conviven en paz los descendientes de todos los pueblos que consideran la península su patria chica.

    Así ha sido hasta ahora y así será de ahora en adelante.

    Crimea, por siempre nuestra.

    Capítulo 1

    2014, año en que Rusia recuperó Crimea

    En el tema de la recuperación de Crimea, lo más difícil es acertar con el punto de partida de la narración, con mayor razón si se trata de invertir el curso del tiempo. ¿Por dónde empezar? El estado ucraniano emprendió el camino hacia el lamentable final en el momento mismo de su independencia, esto es, a partir del año 1991. Una de las repúblicas soviéticas más prósperas, poseedora de una industria desarrollada y un gran potencial agrícola, degradó vertiginosamente en todo sentido de la palabra, hecho que no solo afectó su base productiva y el nivel de vida –en primer orden, fue el descalabro de su sistema político. Los que lo sintieron en carne propia fueron los habitantes comunes y corrientes de este país, la gente de la calle, el eterno electorado que no para de votar, en medio del evidente empeoramiento de la situación económica. Basta con recordar a los que encabezaron el país en sus inicios.

    Su primer presidente fue Leonid Kravchuk, ex funcionario del partido, parecido, en parte, a Boris Yeltsin¹ por su biografía y complicidad en la disolución, por cierto, completamente ilegal de la URSS, quien junto con su homólogo ruso y el mandatario bielorruso Shushkévich, violando la Constitución del Estado, firmó el documento sobre la liquidación de la gran potencia y su disgregación en pequeños «principados». Es que la así llamada «independencia» no es, en realidad, sino una fragmentación al estilo feudal. Las ambiciones y la soberbia de unos cuantos poderosos, multiplicadas por su deseo de congraciarse con Occidente, condujeron a una tragedia descomunal. Hoy en día, cuando Crimea ya es parte de Rusia, tenemos que recordar que en 1991 nadie habría creído que un país unido dejaría de existir, quedándose de un solo tirón al margen, en el exterior, Crimea, la Flota del Mar Negro y toda la población peninsular. Para entender plenamente la escala de aquella tragedia no se debe desconocer el hecho de que el trío de «Belovézhskaya Puscha» no solo traicionó a sus compatriotas, sino que también se retractó de la causa que defendían sus ancestros. Entonces, el Estado Ruso, de inmediato, volvió a afrontar los mismos problemas que muchos años atrás habían resuelto nuestros bisabuelos. Pensaban que les habían dado una solución definitiva. Tomemos el caso de Moldavia (Besarabia) que se unió a Rusia en 1812, sin que nadie pusiera en tela de juicio la legitimidad de aquella integración. Como consecuencia de la victoria en la Gran Guerra del Norte contra los suecos y el Tratado de Paz de Nystad firmado en 1721, una gran parte del territorio báltico llegó a formar parte del Imperio Ruso; Riga y Tallin se convirtieron en puertos rusos, mientras que la derrotada Suecia recibió, incluso, una retribución monetaria por parte de Rusia, estimada en varios millones de táleros². En 1783, durante el reinado de Catalina la Grande, Crimea pasó a sus dominios; aquí libraron batallas Suvórov y Kutúzov quien en una de ellas perdió un ojo. Nadie puso en duda el que durante siglos y muchas generaciones esta tierra había estado bajo la potestad de la corona rusa. Así las cosas, llegó el año 1991, Mijaíl Gorbachov, presidente de la URSS, en lugar de detener a los que estaban destruyendo el país, aceptó su desintegración de una manera delictuosa. Es más –se ofendió al saber que Yeltsin fue el primero en informar al presidente estadounidense George Bush sobre el crimen cometido...

    En el contexto de lo ocurrido últimamente en Ucrania y el retorno de Crimea a Rusia, se habló mucho de que Yeltsin tenía que haber recuperado la península allí mismo, en la reunión de Belovézhskaya Puscha, en diciembre de 1991, pero que ni siquiera planteó esta posibilidad. En honor a la verdad, traemos a cuento las memorias de Leonid Kravchuk sobre la confabulación para liquidar la URSS y los intentos que hizo Yeltsin de considerar la recuperación de Crimea:

    –Cuando estábamos estudiando el acuerdo de constitución de la C.E.I., sacamos a colación el tema del armamento nuclear y Crimea. Yeltsin comenzó con sus reflexiones –que Crimea, que 1954, regalo de Jruschov a Ucrania, que si sería posible restablecer la justicia y el orden.

    -¿Y devolver Crimea a Rusia?

    –Pues, le dije, no era ningún regalo, sino todo lo contrario, una carga enorme que Ucrania se echó encima. Jruschov dijo entonces que no se la entregaba para siempre…

    –O sea, temporalmente, ¿sí?

    –Allí no estaba la palabra «temporalmente»… Era para que Ucrania ayudara a convertirla en sitio de descanso. Se lo propuse a Yeltsin –aplazar mientras tanto el tema de la devolución de Crimea.

    –Y no la devolvieron.

    –Acordamos constituir la C.E.I., volver a empezar y entonces sí, retomaríamos la cuestión de fronteras, todo conforme a la ley y el derecho internacional. Y Yeltsin aceptó…³

    Yeltsin y sus otros dos homólogos, los que habían condenado a la gran potencia, no tenían la culpa de haberse «olvidado» de devolver Crimea a Rusia, sino de haber dividido el territorio ruso. Porque la URSS era, en realidad, la gran Rusia…

    Ahora, sin embargo, retomemos nuevamente a los sucesivos presidentes ucranianos para conocer más de cerca la personalidad de cada uno de ellos, cosa que necesitamos para entender el desarrollo posterior de los acontecimientos. En reemplazo de Kravchuk llegó Leonid Kuchma, ingeniero, diseñador y laureado del Premio Lenin por el proyecto de cohetes SS-18 y SS-20, los mismos que Occidente consideró la principal amenaza a su seguridad nuclear. Más adelante le dio por hacerse diputado, fue Primer Ministro en el gobierno de Kravchuk y en 1994 asumió la Presidencia de Ucrania. No es difícil adivinar qué punto de referencia tenía el mandatario en 1994 si recordamos lo que había ocurrido en Rusia un año antes, en 1993. Moscú dejó de ser la fuerza central, así de simple, mientras que los ministerios de Yeltsin estaban plagados de asesores norteamericanos de toda índole, imagen similar a una colmena de abejas. El mundo unipolar estaba en pleno auge, Estados Unidos había alcanzado el cenit de su poderío. Entretanto, Ucrania había sido y seguía siendo un punto de importancia fundamental de la política occidental, y arrancarla de Rusia ofrecería un buen número de ventajas estratégicas:

    * Prevenir que se restituyera una alianza euroasiática poderosa, que sin Ucrania sería imposible;

    * Permitir lanzar un plan de reprogramación de la población ucraniana para que se gestara una nueva nación, la de ucraniano-rusos, y oponerla a Rusia y a los rusos.

    Esta es la razón del riguroso control bajo el cual los estadounidenses tenían al Presidente de Ucrania. El desarrollo posterior de los sucesos en 2004, mantuvo una relación muy estrecha con su personalidad. La esencia del primer Maidán, que traduce literalmente plaza, o más bien, las manifestaciones de protesta que tuvieron lugar en ella y la así llamada Revolución Naranja, no era difícil de entender: los socios y asesores norteamericanos propusieron a Kuchma una «clave segura» que le permitiese seguir ejerciendo la presidencia por un período más –promover en el escenario a dos políticos apoyados por una parte del electorado, pero de ninguna manera de todo el pueblo, para hacerlos chocar de frente y crear una situación de conflicto. Mientras tanto Kuchma intervendría en el papel de sabio árbitro que diera solución a todo un cúmulo de problemas. Y eso era todo: tendría asegurada la gratitud de los electores, vertida en una nueva porción de facultades de mando. A pesar de ser diseñador de cohetes de altas ligas, hecho testimoniado por la entrega del Premio Lenin, como político Leonid Danílovich nos resultó bastante mediocre, pues confió ciegamente en sus asesores, quienes tenían otros planes para el futuro. Llegó la hora de sembrar caos y montar un escenario «naranja» que ya se había ensayado en Serbia y Georgia. El destino de Ucrania sería convertirse en la astilla iniciadora del incendio que envolviera a toda Rusia⁴.

    Ahora es el momento de dejar de lado por un tiempo la situación en Ucrania para hablar de la mecánica golpista que se dio a conocer en la historia con el término de «revoluciones de colores», en ucraniano pomarancheva. Primero, hablemos de lo esencial. Para cualquier golpe de estado inicialmente se buscan traidores –sin ellos no hay modo de lograr el resultado deseado. La presencia de la quinta columna dentro del país es absolutamente necesaria para el cambio de poder. Es ella, la columna «naranja», la que ayuda a las fuerzas externas a dar con un pretexto para presionar al poder constitucional, cualquiera que sea la forma que tome esa presión: diplomática abierta o secreta y encubierta, o las dos juntas. Se les suma la «calle», en otras palabras, los manifestantes quienes simbolizan el nivel del «rechazo nacional del poder corrupto y putrefacto». Una parte de la élite local, aliada con ellos, representa el cisma en el poder y se encarga además de manejar el nivel del «descontento popular», así como de manipular la «democracia de la calle». Se llega a un grado suficiente de inestabilidad, las fuerzas externas accionan las palancas, diplomáticas o encubiertas y, aplicando la política del tire y afloje, procuran disgregar la parte leal de la élite y obligar al poder a renunciar voluntariamente al cumplimiento de sus funciones, cediendo su lugar a la parte de la élite unida al movimiento «naranja».

    Esta es la esencia, ahora pasemos a detalles relevantes. Muchos consideran que el propio mecanismo del cambio de poder sin violencia se lo inventó el norteamericano Gene Sharp, quien lo describió en el ensayo titulado «De la dictadura a la democracia». Mientras lo estudiamos, al igual que analizando un sinnúmero de otras obras semejantes, vamos entendiendo que toda esa «literatura», por llamarla de alguna manera, junto con las instrucciones concretas, deja en el tintero algo muy importante. Los fragmentos, al parecer, congruentes y comprensibles, se resisten a armar un rompecabezas completo, algo íntegro que surta el efecto de visión a vuelo de pájaro que permita englobar el fenómeno y vislumbrar cómo funciona. En fin, ¿qué es lo que callan los padres y creadores de los mecanismos «de colores»? Lo que queda reservado es el «cemento» cohesionador de todas esas metodologías, unas cuantas condiciones que hacen posible el que los «colorados» obtengan objetivos planteados mediante acciones muy sencillas. Si hay lugar para trazar parangones, una revolución de colores, a diferencia de una revolución común, es semejante a un deportista dopado, quien alcanza un rendimiento mejor con esfuerzos mucho más moderados que un deportista no consumidor. De ahí el interrogante: ¿cuál es el estimulante de la revolución «naranja»?

    Se compone de varios elementos y funciona solo en casos de engranaje de todos ellos juntos, mientras que su neutralización echa a perder el empeño de los «naranjistas». Estos son:

    * Imprescindible que en una revolución de colores participe la élite local, cualquiera que sea el número de participantes y sin importar qué tan influyente sean en su medio –todo es cuestión del método –, siempre y cuando esa parte actuante tenga a su alcance funciones y facultades suficientes para inmovilizar, dado el caso, el mecanismo constitucional o, al menos, obstaculizar su normal funcionamiento.

    * Necesario que cuente con su propia «calle», es decir, con la masa crítica de inconformes, sin que su indignación sea el resultado de un desamparo agobiante. Sus razones, en este caso, se desprenderían del convencimiento infundado de ser engañados o privados parcialmente de algo por alguien. Es una condición importantísima que es lo único que mantiene la «calle» en estado de gobernabilidad. De hecho, los actores indignados de revoluciones «naranja» tienen de qué vivir: trabajo y prestaciones sociales por parte del Estado. Con todo eso, gracias a la propaganda, están seguros de que sus protestas les ayudarán a ascender a nivel personal de consumo y/o conseguir una mayor participación en el gobierno. Solo una persona que no padezca hambre, tenga trabajo y esté amparado por la seguridad social es capaz de expresar su indignación regalando flores a los «sátrapas del régimen sanguinario», dar rienda suelta a su creatividad en twitter y deambular por las calles sin oficio. Los desfavorecidos de verdad nunca se prestarían a estas naderías –más bien, se ajustarían los cinturones o saldrían a saquear todo lo que les despierte odio y a aniquilar físicamente a los odiados. Debido a su existencia de completa opresión y desesperanza, no va con ellos aplaudir a rockeros en las plazas públicas, intercambiar las últimas noticias y trabar noviazgos en algazaras y payasadas de disfraces en que se reúnen los «luchadores contra el régimen».

    * La amenaza real al poder que se pretende derrocar siempre llega del exterior. Lo único que puede hacer la élite rebelde y la «calle», que se divierte en la fiesta de la desobediencia, es dejar los sitios públicos hechos una porqueriza, siendo incapaces de poner en riesgo su propio bienestar, asegurado para ellos por el «régimen criminal» y menos aún, su vida –es una verdad axiomática. Las fuerzas externas y solo ellas son las que representan un peligro real para el poder; pueden ejercer presión económica en las instituciones que lo respaldan y tomar contra este poder acciones políticas puntuales, dirigidas a ciertos miembros de la élite con el fin de rebajar el nivel de resistencia de los que se consolidan alrededor del poder. Y la última consideración: las fuerzas externas son las únicas capacitadas, en circunstancias extremas, de intervenir militarmente, cualquiera que sea su forma: como amenaza, lo que se ha visto en Siria, u operación militar directa, que es el caso de Libia.

    A manera de conclusión preliminar: una parte de la élite local y la «calle» asumen el papel de hilo conductor del influjo externo, de ambientador en demostración de la debilidad del poder actual y legitimación del derecho que se atribuyan las fuerzas externas a presionarlo.

    * Y, por último, la más importante de las condiciones: las fuerzas externas otorgan una garantía a la élite local y a la «calle» a protegerlas de todo daño que les pueda causar el poder gubernamental del país. En otras palabras, nadie las tocará aunque su participación en la revolución «naranja» sea evidente y cualesquiera que sean los resultados de un «golpe de estado pacífico». Es lo primero que reclaman al poder local los embajadores de los países influyentes y es la condición fundamental que ponen para no incluirlo en la «lista negra internacional». Este es el primer tema planteado en el ámbito de presión política que los embajadores extranjeros y personas de su confianza utilizan para actuar sobre el poder ante los primeros indicios del despliegue de un escenario «naranja» en las calles del país.

    La comprensión del mecanismo del «fenómeno naranja» ayuda a diseñar un esquema de resistencia por parte del poder de un país que Washington, Bruselas y Londres pretendan «democratizar»:

    1. «Neutralizar» a la élite local que apoya el «fenómeno naranja», privándola de seguridad en sí misma. El poder les demuestra que no valen nada las garantías de «inmunidad» que hayan recibido de las fuerzas externas cuando el estado esté dispuesto a continuar con la resistencia. La élite local tiene que tomar conciencia de que no hay premio asegurado sin sacrificio alguno; los cargos, curules, negocios, libertad y posición social, en caso de no ser suficiente la tolerancia del poder, se echarían a perder de forma irrevocable⁵.

    2. La «calle» no se debe tomar como una sola masa homogénea que o bien se tolera, o bien se dispersa con aplicación de rigores del caso. La «calle», vista como fenómeno, se divide en dos partes desiguales: la mayoría de «inconformes acomodados», que es el resultado de una propaganda exitosa de los «socios» geopolíticos, por un lado y por el otro, su equipo de «cabecillas y combatientes», instigadores del desorden público, quienes actúan disimuladamente, ocultos bajo el disfraz de «simples manifestantes», por una gratificación en dinero y contratados por una de las entidades apoyadas desde el exterior. Si se excluyera de la «calle» este segundo componente, los «inconformes acomodados» saldrían perdiendo un catalizador de la «indignación». La multitud se quedaría abandonada, sin pastores ni capacidad de convertirse en un ente peligroso y dirigido por especialistas en psicología de masas⁶.

    3. La política gubernamental con respecto a las fuerzas externas que con respaldo de la élite local y de la «calle» intentan imponer las condiciones de capitulación al gobierno del país, objeto de la agresión «naranja» del exterior, deberá limitarse a «prodigar saludos y sonrisas», aparentar no entender a fondo los procedimientos propuestos para dar solución a la «crisis» de política interior; tomarse su tiempo para reflexionar, sin dejar de poner una cara amable. Es preferible sonreír abiertamente, cara a cara y mirando a los ojos, iniciando al tiempo maniobras militares reglamentarias, con uso de armas en aquella parte del país donde dichas acciones puedan causar desconcierto a los «socios»; dar largas y presentar contraofertas con cruce de condiciones adrede imposibles de cumplir; aceptar todo a través de una tercera persona y, un tiempo después, refutarlo con indignación por boca de primeros y segundos; «trabajar» intensamente en la élite local adherida al fenómeno «naranja» y en la parte de la «calle» que actúa bajo la influencia de instigadores, que son agentes de los «inconformes acomodados». Todo ello le permitirá ganar tiempo para manipulaciones que ayuden a disipar las fuerzas, portadoras del influjo desde el exterior⁷.

    Dicho sea de paso, el primer Maidán (2004) simbolizó el auge del poderío de los «mecanismos naranja», del así llamado derrocamiento de gobierno sin violencia. El segundo, ocurrido en 2014, que condujo a derramamiento de sangre y participación de mercenarios enmascarados, significó el ocaso de tales intentos de tomarse el poder. Desde luego, el «escenario naranja» aún puede ser rescatado, pero lo más probable es que lo reemplace otro escenario, el de la fuerza. Se quitan las máscaras y todos ya actúan sin tapujos. Más bien, las máscaras sí aparecen, pero esconden las caras de «manifestantes pacíficos», solo que no tienen claveles en las manos sino palas y botellas con mezcla incendiaria. Es un golpe de estado violento en

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