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Cosmovisión
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Cosmovisión

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El infinito y la nada, los grandes y pequeños amores, el dinero, las creencias, el arte y la técnica. Sobre estos y otros temas pasea Covadlo su mirada cargada de sospecha, entre dudas y certezas, para compartir sus interrogantes impregnados de asombro. Ni ensayo académico ni miscelánea divulgativa, quizá sea este un libro que inaugura un nuevo género. El de enfocar de cerca la realidad con el lente de la epojé, como lo llamaron los griegos, o la perplejidad, como prefiere el autor, para así exponer su cosmovisión, su particular percepción de la totalidad en la que nos hallamos sumergidos.
IdiomaEspañol
EditorialMALPASO
Fecha de lanzamiento7 mar 2022
ISBN9788418546587
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    Cosmovisión - Lázaro Covadlo

    EL INFINITO

    «Si no nos ocupamos del infinito, no vale la pena que nos ocupemos de nada», dijo el poeta Friedrich Hölderlin. Pero ¿cómo podemos ocuparnos del infinito? ¿Cómo podemos vislumbrarlo? ¿Cómo podemos atraparlo? Y si pudiésemos, ¿en qué jaula lo encerraríamos? ¿En una jaula infinita? ¿Acaso es posible imaginar el infinito? ¿Acaso es posible tener noción de algo que carece de imagen?

    A ver, trata de imaginar una fruta, visualízala con el pensamiento. Figúratela. ¿Qué clase de fruta? Digamos una naranja, o tal vez un melón. Ahora trata de imaginar un objeto más grande, digamos un edificio de muchos pisos. ¿Verdad que es posible? Claro que sí, casi todo el mundo puede imaginar un edificio de muchos pisos. Acto seguido intenta imaginar un país. Por ejemplo Francia. Al parecer, la mayor extensión de dicho ente te hace más difícil visualizarlo en su limitada totalidad, pero podrías fraccionar la imagen: un poquito de Marsella, otro poco de los viñedos de Languedoc y otro poco del río Sena. La tarea de imaginar un territorio no tiene por qué ser imposible. Además, si quieres darle aspecto visual al objeto Francia puedes recurrir a mapas, fotografías, pinturas, postales o películas. A Francia puedes asociarla con Napoleón o la torre Eiffel, con Brigitte Bardot, Edith Piaff, el asesino Gilles de Rais o la soupe à l’oignon. De ese modo te haces con el concepto «Francia», el verdadero o el que tú configures con la imaginación, que para el caso es indiferente. Yo la tuve a Francia habitando mi imaginación durante la primera etapa de mi juventud. ¿Cómo era la Francia que imaginaba? Era un país de costumbres liberales, con mujeres hermosas, interesantes, accesibles y desenfrenadas durante los juegos del amor. Una buena parte de la población estaba constituida por artistas bohemios; yo imaginaba que me mezclaría con ellos y en esa compañía bebería ajenjo y comería en los bistrós, viviría grandes amores e intercambiaría delicias sexuales con una bella francesa mientras desde el aparato de música nos llegaba la voz de Gilbert Bécaud cantando Et maintenant. La primera vez que visité Francia la imagen que tenía de ella se transformó: no era como la había imaginado. Sin embargo, las fantasías que me había hecho sobre ella y las experiencias que viví en Marsella y París conviven en mi memoria y han engendrado un tercer escenario. ¿Cuál de ellos es el «real», asumiendo como tal a todo aquello que se presenta a la consciencia?

    Quizá pueda sostenerse que las cosas son lo que la imaginación quiere que sean. ¿Sí? ¿Es la realidad lo que la imaginación quiere que sea? Tal vez sí y tal vez no, depende desde qué ángulo de la realidad observas la realidad. Tal vez la manera que se tiene de apreciarla dependa del color del cristal con que se mira, como poetizaba Ramón de Campoamor. Tal vez la realidad exista al margen de tu observación consciente. Tal vez, de acuerdo con el obispo Berkeley, no existe cosa alguna que no pueda ser percibida. En otras palabras: si no se percibe no existe.

    La física cuántica sostiene que lo que observa la ciencia no es la naturaleza en sí; solo es la naturaleza que observamos y a la que interrogamos. En tal caso no tendría sentido postular una realidad independiente de nuestra observación, al igual que sostener conceptos referentes a una realidad ajena a nuestra mirada: un mundo que no detecta nuestra consciencia. Según esta teoría no existe un mundo «allá fuera». De tal modo, la distinción entre lo exterior y lo interior quedaría invalidada.

    ¿Sí?, ¿lo que no se percibe no existe? Y lo que no se puede uno imaginar, ¿existe o no existe?

    ¿Cómo puedes saberlo? A estas dos posturas se las ha llamado materialismo y solipsismo (o idealismo). Por mi parte me apoyo en el perplejismo, que no es otra cosa que lo que la filosofía de los griegos llamó epojé (ἐποχή) y enarboló como divisa la corriente escéptica de pensamiento en la que destacó el filósofo Pirrón (Elis, ca. 360-ca. 270 a. C.), que hizo de la duda el punto sustancial de su pensamiento y en tiempos más recientes reivindicó con variantes la corriente fenomenológica de Edmund Husserl.

    Casi todas las miradas sobre el mundo plantean más preguntas que respuestas. Mucha gente de buena familia está muy segura de lo que dice y lo que cree, pero los perplejos, los que ponemos entre paréntesis los datos de la información y los provenientes de los sentidos, optamos por la epojé; no dejamos de bracear en el borrascoso mar de las dudas. Somos dubitativos. Somos perplejos.

    Sigamos con el tema de la imaginación. Si quieres imaginar el planeta Júpiter puedes recurrir a las ilustraciones que hayas visto de dicho astro. Si quieres imaginar una estrella que se encuentra a miles de años luz puedes hacerlo, aunque el objeto que recreas con tu imaginación no se corresponda con el de verdad existente (o ya inexistente, si es que ha colapsado miles o millones de años atrás).

    Con la imaginación puede armarse la imagen de objetos existentes o ficticios, por ejemplo un unicornio, una cabra con tres cabezas o cualquier otra quimera. Pues bien, ahora trata de configurar con tu imaginación el infinito. ¿Qué imagen puede tenerse del infinito? No me refiero al signo que lo representa, esa especie de ocho acostado (∞), estoy hablando de esa extensión sin límites que reposa sobre la eternidad, acerca de la que puede bromearse: «hacia el infinito y más allá», pero no puede abarcarse porque no hay por dónde y porque en muchos sentidos es inexistente. El infinito, como sabemos, es ilimitado, es una noción sin cuerpo, no se puede medir ni pesar ni dividirlo en partes, en consecuencia es inabarcable para la imaginación, inconcebible para la mente humana, junto con la nada es el principio originario de la perplejidad (y en parte también de la angustia). Es absolutamente imposible representarse el infinito. Me refiero a representarlo mentalmente. Imaginar el infinito es igual de impracticable que imaginar la eternidad o la nada (ya me referiré a esa entelequia).1

    Se le atribuye a Albert Einstein el apotegma alusivo a que todo lo imaginable es posible. En tal caso, ante la imposibilidad de imaginarlo, el infinito sería un imposible. Al menos sería imposible para la mente humana actual.

    Si hay infinito esa es la totalidad. En el mundo infinito está todo y cosa alguna puede haber fuera del todo; de haberla, el todo no sería tal, sería todo menos algo. Por eso es incongruente suponer que pudiera haber algo más allá del infinito, algo más aparte de la broma sobre el infinito y más allá. Pero la broma también está inclusa en el infinito. Nada hay que no lo esté, estimados perplejos.

    El infinito es lo que no es pequeño ni vasto. Tú no puedes ir a la tienda y decir: «deme una porción de infinito», dicho sinsentido solo puedes formularlo en el ámbito de la poesía, puesto que el lenguaje poético con frecuencia lo es por forzar los corsés de la imaginación.

    La sola idea del infinito es generadora de angustia y perplejidad. Pero, un momento: cómo que «la idea del infinito»; ante la imposibilidad de la existencia de una imagen que lo abarque no puede haber idea. Es imposible hacerse una idea del infinito. Es altamente dudoso que exista idea sin representación.

    ***

    El niño que acaba de aprender a contar se ejercita con los números: uno; dos; tres; cuatro... La tarde transcurre y el chaval (que posee una «infinita» paciencia) llega a la cifra diez mil. Al alcanzar dicha cantidad advierte que con la caída del sol será llamado para la cena, así que lo más apropiado va a ser agrupar las cantidades según los múltiplos de diez mil. Empecemos: veinte mil; treinta mil, cuarenta mil, etcétera. Pero no hay caso. Será mejor que hagamos paquetes más grandes: un millón; diez millones; cien millones; mil millones; un millón de millones – es decir un billón según la escala numérica larga utilizada en español y en la mayoría de los países de Europa continental, y no un millardo, en la escala numérica corta empleada en los países anglosajones–. Pero bueno, aun así no se vislumbra dónde acaba la numeración, y eso que ya vamos por los tres trillones, pero hay que parar, niño, porque mamá te está llamando para que acudas a la mesa y no esperará que llegues al gúgol, que es un uno seguido por cien ceros al que tal vez el chico podría alcanzar dentro de unas centenas de miles de años. Dicha enormidad numérica fue inventada a los nueve años de edad por otro niño, un tal Milton Sirotta, y ocurrió cuando su tío, el matemático Edward Kasner, le preguntó qué nombre le pondría a un número muy grande.

    Así que el niño le puso gúgol –googol, en el original en inglés– al número más grande que se le ocurrió que pudiera existir. ¿Por qué le puso gúgol? Vaya uno a saberlo, a las gentes les pasan muchas cosas por la cabeza, y muchas más cuando se es muy joven. Años más tarde Serguéi Brin y Larry Page bautizaron el motor de búsqueda informático que habían acabado de crear con el nombre de Google, derivado de googol, pero esa es otra historia.

    Para seguir con la temática de los números enormes es necesario destacar que existen números mayores que el gúgol, por ejemplo el gúgolplex, cuya cantidad de ceros después de la unidad sería un gúgol de ceros, un conjunto más grande que el mayor número de átomos de hidrógeno en el universo conocido. Se supone que su magnitud es tal que no habría sitio para escribirlo ni aun extendiéndolo en una cinta de papel que pudiera llegar a la estrella más lejana. Pues bien, aún así un gúgolplex continúa siendo un número finito. Se han fraguado números todavía más descomunales que el gúgolplex; uno de ellos se conoce como número de Graham, por el apellido de su creador. No me adentraré en la descripción de ese monstruo (el número) por respeto a mi propia salud mental y la de mis lectores, pero si queremos hablar de objetos abundantes quedémonos con el número de estrellas existentes en el universo observable, que son apenas 70.000.000.000.000.000.000.000 (7x1022), y eso tampoco es el infinito.

    ***

    En la mesa, a la hora de la cena, el niño le pregunta a su padre sobre el tema del infinito, pero ese hombre, del que se suponía que lo sabe todo (por eso es el papá), no puede responder cosa alguna sobre esa abstracción sin límites. Por último el niño podría preguntarse: ¿en verdad existe el infinito? Y si no es así, ¿qué hay más allá de los objetos finitos? Alguien podría decir: «hay otro infinito», lo cual no deja de ser un disparate u otra broma carente de sentido.

    Pero, bueno, uno existe o al menos así lo cree. Uno existe porque la actividad de sus sentidos da fe de ello. Percibe el mundo con los sentidos que dan cuenta del ambiente exterior y los reclamos y sensaciones del cuerpo. Ahora bien, suponiendo que dicha existencia sea en verdad fáctica, la pregunta es sobre el comienzo de ella. Pero los seres humanos no suelen tener recuerdos sobre los inicios de su existencia. Todos sabemos que alguna vez hemos nacido porque así nos lo han contado, pero ¿qué había antes? Antes había dos entidades separadas, la una llamada óvulo y la otra espermatozoide, que al unirse conformaron un nuevo ser. Sí, claro, ¿pero antes? Antes existieron dos seres de sexos distintos que aportaron los materiales previamente mencionados. ¿Y antes de cada uno de esos dos seres? Bueno, veamos: para que tú llegaras a la existencia, además de tus padres has debito tener cuatro abuelos; ocho bisabuelos; 16 tatarabuelos; 32 tastatarabuelos; 64 pentabuelos; 128 hexabuelos; 256 heptabuelos; 512 octabuelos; 1024 nonabuelos; 2048 decabuelos...

    Es posible continuar desenvolviendo este ovillo durante muchas tardes; en algún momento nos encontraremos con las primeras vidas unicelulares, con las primeras moléculas y seguidamente los átomos de carbono para continuar con las partículas elementales y por ese camino llegar al tan renombrado Big Bang, que según cierta teoría (más tarde reelaborada) dio comienzo al universo. Así pues, el Big Bang habría surgido de la nada, entonces muchos se preguntarán cómo puede surgir algo en la nada, y cómo puede existir en ella el espacio, y cómo puede haber tiempo sin haber espacio ni nada de nada.

    Según Paul Dirac,2 parece que sí. Parece que puede surgir algo de la nada. En todo caso del vacío, aunque habría que considerar si «vacío» equivale a «nada». Dirac sostuvo que el vacío vendría a ser algo así como una sala de fiestas para incontables electrones. Tal cosa fue bautizada como «el mar de Dirac», un mar sin fondo que dio pie a la hipótesis de la antimateria. En ese océano cuántico que se nos presenta con la apariencia de vacío absoluto se oculta un inimaginable caudal de energía que en algún «momento» acabará expandiéndose súbitamente. Ahí tenemos el Big Bang.

    ***

    Si bien resulta arduo imaginar una totalidad infinita, a pesar de que Baruch Spinoza sentenció que ninguna sustancia puede ser entendida sino como infinita (y la única sustancia existente, para Spinoza, es Dios o lo que él definía como Dios), más difícil aún nos es concebir un universo finito sin preguntarnos qué pudiera haber antes y más allá de él. ¿Qué hay detrás del horizonte de sucesos, esas regiones alejadas del universo observable?

    El físico Stephen Hawking poco antes de morir ofreció la teoría del universo autocontenido. Un universo esférico y sin límites, tal como la Tierra, en la que es posible transitar de un polo al otro sin salirse de su superficie. Así entonces, el universo de Hawking (y de Thomas Hertog, que trabajó con él en la elaboración de este supuesto) no sería infinito, sino autocontenido. Ahora bien, si se utiliza como modelo la Tierra, habrá que tener en cuenta que si sales de este planeta, te encontrarás en un espacio poblado por otros mundos. Más allá del sistema solar también hay objetos celestes; más allá de nuestra galaxia hay otras galaxias. En todo caso, si hubiese por ventura un espacio carente de galaxias, constelaciones y nebulosas, se nos haría difícil imaginar qué hay o deja de haber más allá, aparte de otra cosa que la nada infinita.

    Hablemos de lo que pudiera haber o no haber antes. De acuerdo a la versión ortodoxa sobre el Big Bang nada existía antes de él. Ni siquiera existía el antes, puesto que hasta que sucedió la gran expansión tampoco había tiempo (millones de años después Agustín de Hipona explicó algo parecido, pero referido a Dios).

    Sin embargo, recientemente (estoy desplegando las presentes disquisiciones en octubre de 2019) algunas voces sostienen que la materia oscura, hasta hoy indetectable y solo deducida pero jamás observada, compone el 80% de la masa del universo. Un estudio todavía bastante fresco de la Universidad Johns Hopkins ahora sugiere que la materia oscura pudo haber existido antes del Big Bang.

    Hay otras versiones, una de estas nos cuenta que el universo en expansión llegará a un momento en el que comenzará a contraerse. Al final de la gran contracción toda la materia y energía terminarán concentrándose en un punto tan minúsculo que podría estar contenido en la billonésima parte de la superficie de una punta de alfiler. Será el Big Crunch. Entonces se repetiría la singularidad espacio temporal produciéndose un nuevo Big Bang. Es como en la teoría del eterno retorno, una concepción filosófica sobre el tiempo que nos refiere una repetición del mundo, un hecho cíclico y una perspectiva circular que se representa con la imagen del Ouroboros: la serpiente que muerde su propia cola. En Occidente Schopenhauer, Nietzsche y Eliade, entre otros, abordaron el tema.

    Todo lo anteriormente expuesto no incluye ni deja de lado la teoría del universo estacionario postulada por Fred Hoyle en la primera mitad del siglo xx.

    Desde luego, ninguno de estos enunciados sobre el origen y la vastedad del cosmos parecen ser del todo falsables, es decir susceptibles de poderse demostrar o refutar de acuerdo con el criterio de falsabilidad de Karl Popper. Ni siquiera echando mano a las comprobaciones de los astrofísicos referentes al desplazamiento al rojo de la luz y el incremento de la distancia entre galaxias. Por mi parte, no pretendo meter baza en estas trifulcas cosmológicas, todas las cuales acrecientan mi natural perplejidad. Me limito a situarme en la epojé.

    ***

    Los creyentes tradicionales atribuyen a un dios antropomórfico la creación del mundo. Los así llamados «creacionistas» mencionan la existencia de una mente superior que lo ha concebido. Son teorías emparentadas, pero ninguna de ambas opiniones es falsable. También podría pensarse que la infinita totalidad de lo que existe no es que haya sido creada por una mente superior, sino que esta totalidad es en sí una gran mente... de la cual formamos parte (de similar modo se define el Tao). Visto desde otro ángulo: Dios sería la totalidad de todo lo que hay. A esto último, los que ponen nombres a las ideas y a las cosas, lo llaman panteísmo.

    Mientras escribo estas líneas tengo a Tay, mi perro pastor alemán, sentado a mi lado sobre sus patas traseras. Cada tanto levanta el hocico y observa el accionar de mis manos sobre el teclado del ordenador. Quizá se pregunte acerca del porqué subo y bajo los dedos sobre las teclas. O tal vez no se pregunta nada y, simplemente, se entretiene mirándolos subir y bajar. No puedo saber qué ocurre en la mollera de mi perro y él tampoco sabe qué estoy haciendo con la mía. No creo que le llame la atención el monitor del ordenador, tampoco se ha comprobado que los perros reconozcan su imagen en el espejo y la vean como una representación de sí mismos. En todo caso, estoy seguro de que no le intrigan esos «bichitos» que van apareciendo en la pantalla y que para nosotros son letras que una vez unidas entre sí forman palabras que seguidamente se estructuran en frases con diversos significados. Tay no sabe nada de todo esto. Seguramente tampoco se pregunta sobre este fenómeno. Tay, que es el perro más inteligente de todos los que he tenido a lo largo de mi vida (todos ellos bastante inteligentes), ni siquiera sabe qué es lo que ignora en este asunto y en tantos otros. Del mismo modo yo me pregunto sobre la inmensa cantidad de fenómenos de los que ni siquiera sospechamos que existen y, obviamente, no tenemos preguntas sobre ellos porque ni tan solo sabemos que los ignoramos. Más obviamente, tampoco tenemos respuestas. Lo más seguro es que hoy, la suma de los saberes atesorados en las mentes humanas, apenas abarca una parte infinitesimal de todo lo que existe.

    «There are more things in heaven and earth, Horatio, than are dream of in your philosophy»,3 dice Hamlet en la quinta escena del primer acto de la obra a la que este personaje le dio título.

    1. Hago notar que en estos capítulos uso la voz «entelequia» no en el sentido que le otorgó Aristóteles, como «en tanto que cumplido», ni tampoco el dado por Plotino, al menos en su relación con el alma, sino con el significado que le confiere el lenguaje común, que equivale a cosa que no existe.

    2. Paul Adrien Maurice Dirac (Bristol, 8 de agosto de 1902-Tallahassee, 20 de octubre de 1984) fue un matemático y físico teórico cuya contribución al desarrollo de la mecánica cuántica y la electrónica cuántica resultó fundamental para el progreso de ambas.

    3. Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía.

    EL TIEMPO

    La primera vez que reflexioné seriamente sobre el tiempo fue a mis nueve años, cuando leí el Martín Fierro, que es un extenso poema gauchesco escrito en la década de los setenta del siglo xix por José Hernández. Trata de las peripecias de un gaucho rebelde que, a más de saber manejarse con el cuchillo, es un hábil payador. La payada consiste en un duelo verbal a voz y guitarra en la que suele considerarse ganador al más ingenioso de los contendientes. En la escena de un enfrentamiento verbal con un contrincante negro este desafía a Fierro con la siguiente pregunta (nótese que toda la obra está escrita en «idioma» gauchesco):

    Si responde a esta pregunta

    Téngase por vencedor.

    Doy la derecha al mejor

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