Parte 1 Un mundo en alerta
El 28 de febrero de 2020 se confirmó el primer caso de infección por coronavirus en México. Se trató de un joven de 35 años que poco antes había visitado Italia; al mismo tiempo, otras dos posibles infecciones esperaban la confirmación de covid en el país. Con esto, el brote que iniciara en diciembre de 2019 en la ciudad china de Wuhan, nos alcanzaba.
En menos de un mes la Organización Mundial de la Salud (OMS) había declarado emergencia internacional, luego de que la enfermedad se extendiera a 18 países en cinco regiones, la mayoría sin experiencia para enfrentar una crisis sanitaria de tal magnitud. Había que frenarla. Más de 300 proyectos en todo el mundo dedicaron sus esfuerzos y recursos a conseguir una vacuna contra este nuevo mal, pero las proyecciones no eran alentadoras: Anthony Fauci, entonces asesor médico de la Casa Blanca, llegó a referir un mínimo de 18 meses para su desarrollo; 24 meses, dijo el inmunólogo italiano Sergio Abrignani: menos de ese tiempo “me suena a ciencia ficción”. Y es que en circunstancias normales, el desarrollo de una vacuna desde su concepción hasta su salida al mercado es un proceso de al menos 10 años.
No obstante, lo que incluso para los expertos parecía imposible, ocurrió: en diciembre de 2020 el Reino Unido aprobó el uso de emergencia del vial desarrollado por BioNtech-Pfizer para COVID-19.
A esta seguirían varias vacunas más. Para noviembre de 2021, el coordinador de respuesta a la pandemia de Estados Unidos, Ashish K. Jha, reportaba a través de un tweet que 50% de la humanidad tenía al menos una dosis: “Ahora, hay más humanos que han recibido una vacuna que los que no. Progreso”.
A tres años de que todo iniciara, es innegable el papel de las inmunizaciones para reducir la propagación y gravedad del COVID-19. La asombrosa velocidad con que se consiguieron poco tuvo que ver con la suerte. La verdad es que antes de que el coronavirus irrumpiera en nuestras vidas, otra epidemia catastrófica y atroz, pero que por la distancia pasó casi desapercibida para muchos en América, dejó en claro la importancia de estar preparados. Nos referimos al brote de ébola que azotó África Occidental entre 2013 y 2016 (Ver Parte II: “En busca del paciente cero”). El ébola evidenció las grandes carencias de nuestra civilización para hacer frente a una pandemia. Tristemente, fue el costo que la humanidad pagó para prestar atención a lo que después se demostró, vendría.
La lección del ébola
Hacía un año que el mayor brote de ébola registrado en la historia asolaba a Guinea, Sierra Leona y Liberia. Jeremy Farrar, entonces director de Wellcome Trust, una organización benéfica encargada de financiar proyectos científicos en materia de salud, criticaba en un artículo de 2015 lo absurdo de que todavía no existiera una vacuna para contener el letal virus, siendo que en 2009 había al menos siete prometedores viales en etapa experimental. Uno, desarrollado por la Agencia de Salud Pública de Canadá, había sido candidato a ensayos de