Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Atrapadioses
Atrapadioses
Atrapadioses
Libro electrónico464 páginas6 horas

Atrapadioses

Calificación: 2 de 5 estrellas

2/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un profesor universitario de Matemáticas comienza, de pronto, a sufrir extrañas pesadillas durante las cuales recrea la muerte de personas y animales que nunca antes ha visto. Muy pronto, estas pesadillas pasan a convertirse en una obsesión que le lleva a interesarse por los mitos arcaicos de los pueblos más antiguos. En ellos descubre que, desde la noche de los tiempos, y presente de alguna forma en todos los relatos mitológicos, una misteriosa figura, movida por un afán insaciable de depredación, ataca a ciertos seres humanos hasta acabar originando su muerte.
“Atrapadioses” es la crónica intimista de una carrera contra reloj para escapar del Cazador que, cada noche, amenaza con aniquilar al protagonista, como ya ha aniquilado a tantos otros. Según avanza su deterioro, la ordalía le transforma, paradójicamente, en una persona más empática, pero también más intrépida. La única salvación es hundirse en leyendas y supersticiones, penetrar también hasta el fondo de todo lo que constituye nuestro saber objetivo, para encontrar la raíz originaria de nuestra existencia y de nuestros miedos...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2013
ISBN9788415414742
Atrapadioses
Autor

Marco Herreras

Marco Herreras (Madrid, 1973) es Ingeniero Aeronáutico y lector «con galones». Siempre se ha interesado por el espacio y la astronáutica, y trabajó durante varios años en el Proyecto Galileo de navegación por satélite global, antes de trabajar en la gestión internacional de infraestructuras aeroportuarias. Ha publicado varios relatos cortos temáticos en las sucesivas ediciones del Premio Espiral Ciencia-Ficción, del editor Juan José Aroz, siendo ganador de su última edición (tema: «China ha despertado») con el relato «La Sed del Dragón». Aunque lee mucha ciencia-ficción y por encima de los clásicos prefiere a algunos autores «hard» como Greg Egan o Charles Stross, lee aún más narrativa general; sus mayores influencias son autores inclasificables, como Neal Stephenson, Maurice G. Dantec, Michel Houellebecq, David Foster Wallace, Georges Pérec, Dino Buzzatti, Alan Moore o William Gibson (algunos de los cuales son considerados autores de ciencia-ficción mientras que otros la han escrito sin que se haya vendido como tal).

Autores relacionados

Relacionado con Atrapadioses

Libros electrónicos relacionados

Ciencia ficción para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Atrapadioses

Calificación: 2 de 5 estrellas
2/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Atrapadioses - Marco Herreras

    Marco Herreras

    1ª Edición Digital

    Mayo 2013

    Smashwords edition

    © Marco Herreras, 2012

    © de esta edición:

    Literaturas Com Libros

    Erres Proyectos Digitales, S.L.U.

    Avenida de Menéndez Pelayo 85.

    28007 Madrid

    http://lclibros.com

    ISBN: 978-84-15414-74-2

    Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla

    Ilustración de la cubierta: Marco Herreras

    Smashwords Edition, License Notes

    This ebook is licensed for your personal enjoyment only. This ebook may not be re-sold or given away to other people. If you would like to share this book with another person, please purchase an additional copy for each person. If you’re reading this book and did not purchase it, or it was not purchased for your use only, then please return to Smashwords.com and purchase your own copy. Thank you for respecting the hard work of this author.

    Índice

    Copyright

    Nota del autor

    Dedicatoria

    1. Breve obituario del tiempo

    2. El Hombre y la Fiesta

    3. Let’s do it like they do on the Discovery Channel

    4. Las millas de Mogadiscio

    5. Teleología de Mordor

    6. Convalecencia

    7. Cuerpo negro de lunes

    8. Histología de la Utópolis

    9. Antenistas

    10. Extensión de la lucha acústica

    11. Información

    12. Cataclismo

    13. Encuentros en la fase 3,14…

    14. Horizontes

    15. Una estrella brilla a la altura de nuestro encuentro

    16. Felis Domesticus Domi

    17. Callos a la madrileña

    18. Trampa china

    19. Rush job

    20. Stairway to Heaven

    21. Teppanyaki

    22. Itinerarios vitales

    23. Trípode

    24. Regalo

    25. Revelaciones

    26. Mandalas de polvo y pizza

    27. Refuerzos

    28. No es más que humano

    29. Tvoy Novyi Mir

    30. Deathlok380

    31. Receptor

    32. Antihéroe

    33. Los propios dioses

    34. Tigres de papel

    35. Investigación

    36. Daemon

    37. Difícil

    38. Imposible

    39. Improbable

    40. Tres seises

    41. Bereishit

    42. Inevitable

    43. Museo de espectros

    44. Cinematógrafo

    45. Blinking twelve

    46. Delicuescencia

    47. Viriditas

    48. El sueño de las pléyades líquidas

    49. Invitación

    50. Orfebre

    51. La hidrocución del ftiráptero

    52. Reconocer las pautas

    53. Technica Impendi Nationi

    54. Cenicero de caramelos

    55. Ut tensio sic insidia

    56. En el ojo del huracán

    57. 240 gramos de TNT

    58. Kippel

    59. El caos del que puede hablarse no es el verdadero caos

    60. Eiserner Brechen

    61. Bootstrap

    62. Reality bites

    63. Rayuela

    64. Sísifo

    65. SELUR

    66. Hipervinculación

    67. Bibliothekôn

    68. V de Venganza

    69. Armageddon

    70. La abreacción prometeica

    71. Lo que no existe, existe

    72. Incipit

    Agradecimientos

    Sobre el autor

    Nota del autor

    Esta novela es una obra de ficción.

    La amistad, la vida y la literatura han inspirado algunas de las historias que se mencionan, pero cualquier parecido con la realidad solo sabría ser contingente: en esencia debe considerarse todo como estrictamente falso.

    Esta novela carece por completo de vocación lexicográfica; aun así, se han incluido ocasionalmente breves notas delimitando el significado de algún término que no apareciera en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, para beneficio del lector.

    Para Fátima; naturalmente

    Sabemos que, en los espacios, existen esferas más amplias que la nuestra, cuyas mentes tienen una inteligencia que no podemos siquiera concebir.

    Lautréamont, Los Cantos de Maldoror [II, 9] (1868)

    El objetivo de la ficción no es reescribir el mundo siguiendo preceptos morales, políticos, éticos, o estéticos, encargados de brindar tal o cual alcance social, contenido ideológico, color local, veracidad psicológica o cualquier otro prejuicio de naturaleza similar, sino no estaría haciendo más que proceder a añadidos de ilusionismo y mentiras más o menos premeditados que nublarían esa misma realidad. El objetivo de la ficción es ser un instrumento mental capaz de hacer compartir una experiencia sensible de gran intensidad, en la cual las creencias más profundas sobre la naturaleza de la realidad se derrumban, en beneficio del pozo de tinieblas por el cual el escritor acarrea su antorcha.

    Maurice G. Dantec, Périphériques (1996)

    Argumentum pessimi turba est.

    Séneca, De vita beata (58)

    1. Breve obituario del tiempo

    Los restos de un reloj despertador negro yacen dispersos en el cruce de calles que baña una de las cuatro esquinas de mi comunidad.

    Aún no pasan coches que puedan triturar los fragmentos o arrastrarlos fuera de la zona de impacto; falta mucho para que las familias de domingueros salgan en procesión a misa, a tomar el aperitivo o a visitar a los abuelos. Tampoco es hora de salir a pasear indolentemente. Ni es momento de sacar al perro por primera vez en el día.

    No hay nadie a la vista en toda la visibilidad que me permite la fría mañana de finales de noviembre. Es anticiclón de invierno. El cielo está despejado y semeja un plano fijo de un estudio de fotografía, o el propio fondo croma azul eléctrico que ven los meteorólogos mientras llevan a cabo su interpretación, pero de color anónimo, en algún lugar entre el azul de Prusia y el negro. Aún no ha salido el sol, y el ambiente es gélido, aunque en pleno mediodía puede que superemos los veinte grados Celsius, y no por el célebre cambio climático, sino simplemente por casualidad.

    Salgo de la acera y me acerco con total tranquilidad al cruce de calles, al cadáver del despertador.

    No es un reloj digital. Hay muelles, muchos engranajes, tornillos; restos de polietileno negro, producto de fracturas limpias intercristalinas, salpicando el asfalto, dispersos alrededor de los antiguos órganos vitales del reloj, de un dorado apagado para subrayar su repentino final por defenestración aguda, adecuadamente iluminado por el fuego fatuo congelado anaranjado de las farolas, y enmarcado por el rumor de sus trafos. El cadáver del reloj está bastante maltrecho. La retrobalística es imposible; no se puede averiguar desde dónde han lanzado el reloj, pero ha debido de ser desde alguno de los pisos de mayor altura de entre las comunidades delimitadas por el cruce de calles.

    Examino con cuidado los restos, y el recuerdo imperfecto de las imágenes de Internet de un atentado reciente, en Irak, o Egipto, o cualquier país tan diferente de los nuestros como un huevo de una castaña, se superpone por un momento a la realidad absoluta de los restos del reloj defenestrado, como si un largo paseo a primera hora de una mañana de domingo de noviembre me predispusiese a hacer tests de Rorschach espontáneamente y en medio de la calzada.

    Veo ante mí los restos de un reloj despanzurrado, pero también veo fotografías de Associated Press de los restos de un hombre destrozado por la onda de choque de un coche-bomba, y mucho más eficazmente que si se hubiera defenestrado.

    La combinación de endorfinas post-coitum recientemente liberadas a destajo y de la brisa fría temprana me muestra las cosas bajo una claridad y una pureza devastadoras, y empiezo a especular fuera de control.

    Y se me ocurre que todo nuestro mundo está codificado en la escena ante mis ojos.

    Alguien ha destrozado el reloj lanzándolo por la ventana, pero algo ha destrozado a un hombre cualquiera, mostrándole, lanzándole hasta mí a través de la ventana mágica de mi ordenador. El hombre ha lanzado a la máquina por la ventana. La metamáquina de los media ha lanzado a un hombre por una ventana. En ambos casos las imágenes de los cadáveres han llegado hasta mí.

    Las dos figuras invertidas una respecto de la otra me golpean con la fuerza primordial de la revelación en estado puro.

    Soy el nexo por el que las dos metonimias coalescen en ese instante. El instante de la revelación.

    La humanidad no quiere despertar. Quiere deshacerse del tiempo.

    Pero hay algo que también quiere definirse al margen de la humanidad; hay algo que también quiere extirpar a la humanidad de sí.

    Y mucho me temo que lo que quiere deshacerse de la humanidad sea la propia humanidad. Y que, tras tantos milenios de práctica, se haya vuelto eficaz.

    Me agacho para recoger la pila, intacta en el epicentro de la explosión de las entrañas del reloj, y sin saber por qué, me la llevo a casa.

    2. El Hombre y la Fiesta

    La víspera me había dejado arrastrar a una fiesta por Jaime, un compañero profesor del Departamento de Matemática Fundamental.

    Lo organizaba otra profesora de otro departamento con la que yo nunca había tenido trato. Según Jaime, me vendría bien.

    No insistí, aunque no tenía claro cuál de los dos tenía una vida social menos poblada y exitosa según los estándares de las revistas para el mercado masivo, únicos baremos aceptables en el abismo cultural del Veintiuno.

    Sabía que Jaime no estaba casado, no porque no llevara alianza, sino porque no aportaba nunca nada al corpus de anécdotas trilladas sobre hijos pequeños o escaramuzas domésticas que evocaban regularmente durante los cafés nuestros compañeros profesores de mayor edad. Ignoraba si tenía muchos amigos, alguna relación, si compartía piso con algún otro post-adolescente treintañero como nosotros dos, o vivía solo, como yo. No habíamos hablado de esas cosas, ni siquiera cuando habíamos compartido una caña algún viernes.

    Yo no hablaba de novias, ni de mujer, ni de bebés.

    Ni fabulador, ni mitómano. Sic transit gloria mundi!

    Todo esto hacía que, durante los cafés en grupo, solo los más veteranos tocaran esos temas, pero al poco tiempo, y ante la falta de quórum en paterfamilianez, viraran rápidamente a temas de conversación ubicuos, como el clima, el último atentado, fuera donde fuera, o algún chismorreo sobre política universitaria, como que nos fueran a imponer el uso de tizas de sección circular en lugar de tizas de sección cuadrada, o que el rector estuviera tomando clases de vuelo y fuera a comprarse una avioneta, el muy ilustrísimo.

    Aunque me había tomado cañas muchos viernes con Jaime en la cafetería de profesores de la Escuela, que afortunadamente estaba segregada de la de los alumnos, nunca habíamos quedado formalmente para tomarnos algo fuera del recinto de la Escuela. Que yo recordase, tampoco había oído hablar nunca de un evento similar. Una cosa es que, ocasionalmente hubiera cena del Departamento, normalmente una vez al año, a las que no había más remedio que ir, y que eran un soberano coñazo, porque no teníamos absolutamente nada más en común que ser profesores en el mismo departamento de la Escuela, y otra cosa era que una profesora de otro departamento montara un sarao como si todos fuéramos personas corrientes. La novedad de este guateque respecto de las cenas de departamento, me repitió Jaime, era que también se iban a apuntar conocidos de nuestros compañeros. Dudé de que eso fuera un aliciente; tener que interactuar con un montón de desconocidos, en situación típica de abandono social y desesperada necesidad de nuevos lazos gregarios, parecía un esfuerzo superior al de Atlas, y aquel día me dolían las lumbares.

    Era una fiesta que había sido organizada por y para divorciados y solteros de mediana edad; la mayoría de los profesores de la Escuela caíamos en esa última categoría; pero claro, casi toda la gente de más de treinta y cinco años era divorciada o soltera en nuestro universo. Se supone que las cosas no son tan exageradas en realidad, pero, en realidad, la gente en esa franja de edad que no estuviera soltera o divorciada debía de estar confinada en algún espacio paralelo, porque no los veíamos nunca. El concepto de familia feliz y funcional es un anacronismo que murió el siglo pasado, si es que había existido alguna vez y no había sido siempre una ilusión.

    No me hice mucho de rogar para ir a la fiesta, a pesar de que normalmente huyo de ese tipo de eventos tribales, que solo me suponen dolor de cabeza al día siguiente —porque no son soportables si no hay alcohol por medio— y una sensación irritante durante varios días, un poso apenas perceptible pero molesto, de haber perdido el tiempo durante toda la noche del evento, como la radiación de fondo de microondas del cosmos, que nos recuerda que procedemos todos de una gigantesca explosión en el origen de todas las cosas... y a pesar de lo atractivo de esa idea, a saber: que una resaca nos induzca a pensar que procedemos de una castaña gigante, nunca me lo he creído.

    Menos mal que no había ninguna extravagancia adicional, como disfrazarnos de patricios romanos y esclavos, o del último bodrio de Hollywood, porque habría sido demasiado pedir.

    Jaime me recogió media hora antes del inicio teórico de la fiesta, en uno de esos nuevos intercambiadores multimodales, a pesar de lo cual llegamos tarde, porque era literalmente imposible aparcar cerca del domicilio de la anfitriona.

    Habría unas diez personas cuando hicimos acto de presencia, y la mayoría esforzándose por aparentar estar mucho más animados de lo que en realidad se sentían.

    Se respiraba una atmósfera de alegría forzosa que me dio náuseas en el acto; por suerte, me había tomado un antiácido antes de subir al autobús. Parecía no haber alternativa entre seguir la excesiva alegría de la anfitriona, que ya debía de albergar un buen megamix de psicoestimulantes con alcohol, o deplorar su estado y sus buenas intenciones y marchar a venerar nuestra auténtica vocación de sacerdotes de Onán del Tercer Milenio.

    Ver a un montón de adultos esforzándose por ocultar su auténtica naturaleza de neuróticos acabados bajo una pátina tóxica de falso despliegue de hormonas era ampliamente suficiente para descojonarme o deprimirme completamente; la diferencia entre ambos estados metaestables (*) era la dosis de alcohol que pudiera ingerir en los siguientes minutos.

    (*) Un estado es metaestable cuando es estable cinéticamente pero no termodinámicamente; la velocidad de transformación es lenta o incluso nula. En términos generales, hay una inestabilidad intrínseca por lo tanto, pero no fácilmente observable.

    Pero no problemo; me había tomado la merienda de los campeones antes de salir hacia el intercambiador y la fiesta: una pinta de zumo de limón natural sin azúcar ni agua, un par de redoxones, un Omeprazol, un Almax, y un gramo de paracetamol.

    Abrazaba el nuevo milenio: en vez de drogarme para estar a tono con la gente de la fiesta, me medicaba para protegerme de la fiesta.

    Jaime se entretuvo charlando con la anfitriona, muy necesitada de feedback positivo de sus clientes, en aquella su primera exhibición de manager festiva; quizá Jaime había sintonizado la veta compasiva a ultranza, o sinceramente deseaba participar de aquella mascarada explícita, o quizá tan solo deseaba tirarse a la anfitriona. Algo muy arriesgado según mis parámetros, porque era la subdirectora de Extensión Universitaria de la Escuela, lo cual la convertía de facto en nuestra jefa, aunque según una forma un tanto más oblicua que vertical; al estilo de las jerarquías de las corporaciones niponas. Absurdamente arriesgado, pues, pero hay gente a quien le motiva ese tipo de nudos gordianos sociolaborales, hasta que alguien los deshace al estilo del macedonio, y todo acaba como el rosario de la aurora.

    Yo me dediqué a encontrar el bar.

    La música llenaba el espacio desde la minúscula cajita de un iPod que descansaba en un dock universal, en el extremo superior de un altavoz frontal de cine en casa, de diseño sobrio pero muy estilizado, y similar a uno que yo tenía en mi dormitorio y que ganó mi aprobación en el acto.

    Lamentablemente, la música, una condensación diacrónica de eso que se denomina «pachanga multiétnica» a falta de un epíteto más ecuánime, como, por ejemplo, «mierda», no estaba ni remotamente a la altura de la tecnología que desplegaba nuestra anfitriona, y siempre he sido incapaz de abstraer mi estado emocional de mi reacción visceral a la atmósfera musical.

    Así que, a pesar del alcohol, mi estado de ánimo no auguraba récords Guiness de epifanía en aquella fiesta.

    Y entonces, cuando no pensaba en nada en particular, en medio de la psicrometría nauseabunda provocada por los adictos al tabaco y los ocasionales remolinos de Von Kármán de sudor —bouquet clave de whisky barato de tienda de chinos, almacenado a temperatura ambiente—, una mujer se acercó a hablarme.

    3. Let’s do it like they do on the Discovery Channel

    Lo bueno de las fiestas montadas por y para los cuarentones divorciados y neurasténicos es que no es preciso seguir a rajatabla las reglas kafkianas de la interacción social, ni su precisión digna de la matemática teutónica o de la lógica kantiana, que yo, por cierto, ignoraba completamente y no podía traerme más al pairo.

    Así que no es que yo le dijera a aquella mujer que si pasábamos del repaso programático a los tópicos y nos íbamos a echar un polvo, pero podía haber ocurrido así perfectamente, y el resultado final no fue muy diferente.

    Por lo visto, entrábamos en un hiperplano (*) de mi existencia donde las cosas normales solo iban a suceder muy de vez en cuando, como rezaba un slogan recurrente de una serie de dibujos animados que yo veía a horas intempestivas.

    (*) En términos generales, la variedad de mayor dimensión contenida en el espacio; una recta en el caso de un plano, y un plano en el caso del espacio tridimensional, por ejemplo.

    Patricia y yo hablamos durante dos copas cerca del rincón donde se había colocado el bar, que era una mesa de Ikea recubierta de un hule monocromático barato, con bastante buen criterio logístico. La gente pasaba cerca de nosotros, pero no lo suficiente como para molestarnos o interceptar nuestra conversación; la música abominable enmascaraba nuestros devaneos protocolarios, pero no nos obligaba a gritarnos al oído.

    Era enfermera, y conocía a uno de nuestros compañeros profesores del Departamento porque había insistido en hablar con él al término del curso anterior, cuando su hijo, que había evitado por los pelos que le expulsaran aprobando un par de asignaturas, pero había cateado espectacularmente Matemáticas Elementales, la criba que nuestro departamento colocaba al principio de la carrera para dar una segunda oportunidad a todos los aspirantes a ingenieros a buscar fortuna en algo infinitamente más creativo, rentable, y consustancial con nuestros tiempos, como el tráfico de armas, o su reflejo legal, la consultoría financiera.

    Según me lo describió ella misma, su hijo era un adolescente inteligente y problemático, con una capacidad manifiesta para optar al polo del éxito académico y el orgullo paternal, pero con todos los demonios de la perversidad sugiriéndole el polo del liderazgo pandillero juerguista, sin que esto último se tradujera matemáticamente en el éxito de una futura carrera política.

    Afortunadamente, el chaval no estaba ni había estado en mi clase, aunque sí estaba este año en uno de los grupos de Jaime, lo cual liberaba a nuestra transacción sexual de cualquier ligadura vertical.

    Su atractivo y su belleza eran singulares. Siempre se ha dicho que las mujeres maduran antes; que, a igualdad de edad, un hombre joven es más lineal y menos maduro que una mujer joven. Pero eso, en el mundo virtual que estaba fagocitando nuestra realidad de principios del Veintiuno, ya no era válido.

    Hacía unos años había surgido una nueva especie, la mujer eternamente adolescente, como un meme (*) universal que estaba infectando a las auténticas mujeres en vectores de pandemia y proporciones escatológicas, en sentido literal, o sea, propias del fin de los tiempos.

    (*) Neologismo acuñado por Richard Dawkins; por analogía con gen, unidad de transmisión cultural.

    Las mujeres podrían madurar antes y ser mucho menos planas que sus homólogos masculinos, pero, allí dónde estos seguían siendo poco más que simios dotados de habla, sin grandes cambios desde la última glaciación, como atestiguaba el fracaso velado de la metrosexualidad hetero, las mujeres estaban siendo reconfiguradas en un nuevo ente especialmente decadente y perturbador.

    Una especie de inversión antipodal de los ángeles, pero igual de asexuadas.

    Andróginas y neurasténicas, por el culto a la anorexia y la falta de referencias auténticas. Atrapadas en un instante ficticio del atractor caótico que la publicidad global ha creado con las cenizas del feminismo y el totalitarismo del culto a la salud.

    Una mujer universal. Un ente de edad, sexualidad y personalidad globalmente espurias; congeladas en un limbo difuso conformado por la Zeitgeist (*) publicitaria, devenida mecanismo devorador de lo auténtico y de lo singular.

    (*) El espíritu o la tendencia del momento.

    El último anuncio de Calvin Klein lo ilustraba a la perfección: un montón de jóvenes andróginos se amontonaban en un fotomontaje compuesto expertamente para sugerir aleatoriedad, caos juvenil informal. Y lo que en realidad sugería era la confirmación de que los tiempos pintados por El Bosco ya habían llegado.

    Esa especie de ángel invertido global había elegido a toda la humanidad para encarnarse, empezando por las mujeres.

    Los hombres podríamos resistir algún tiempo; cediendo a nuestra codificación genética de simios lampiños, vistiendo trajes y erguiéndonos sobre las piernas para ocultar nuestra verdadera naturaleza, esa que aflora en los partidos de fútbol o en los genocidios filmados por las fuerzas de paz de Naciones Unidas. Pero era solo cuestión de tiempo; algo de tiempo, y también seríamos absorbidos por el nihilismo del nuevo hombre universal, una máquina andrógina globalmente anónima.

    Patricia tenía en cambio una belleza singular. No me recordaba a ninguna modelo o actriz en el candelero mundial del momento, lo cual era bueno.

    La llamada que provocó en mi libido no era un reflejo estándar programado por algún creativo publicitario contemporáneo, como los anuncios de lencería en las paradas del autobús, en los cuales tan solo se ve a una niña con cara de querer irse a casa, aunque en realidad sea una mujer adulta cabalgando su mono de opiáceos y deseando ir a vomitar, condicionada a creerse la Campanilla de Peter Pan. No, lo que Patricia despertaba en mí me recordó más a lo que sentí unos meses atrás, cuando había descubierto en un armario del Departamento un montón de revistas Playboy, de la década de los Sesenta del pasado siglo, propiedad sin duda de alguno de nuestros catedráticos y jefes. Robé unos cuantos al azar, por curiosidad más que otra cosa, y me sorprendió la belleza natural que irradiaba de aquellas mujeres, que no podían pasar de la treintena, pero a las que se veía sanas, naturales.

    Hablé, por lo tanto, durante un par de copas con Patricia. Su conversación no era carente de interés, más bien al contrario; me entretuvo un rato describiéndome la penosa situación que vivían los separados/divorciados en nuestro país, completamente faltos de oferta de eventos sociales e incluso de un substrato de consciencia de la necesidad de semejante oferta. En efecto, si hoy en día te encontrabas divorciado, entre los treinta y los cincuenta, y por añadidura con algún cachorro del que cuidar, no era probable que se amontonasen los planes y las actividades para el fin de semana y las vacaciones. Y eso que su caso no era totalmente desesperado, había sido madre muy joven, ya que no podía tener muchos más de cuarenta, y tenía a su vástago en primero de carrera.

    Además de su belleza personal, al margen de la pandemia publicitaria que se apoderaba inexorablemente de las mujeres, se conservaba muy bien, a diferencia, por ejemplo, de nuestra anfitriona, que yo sabía que tenía cuarenta y pico, pero se parecía más a la viejecilla rica de un culebrón de los Setenta que a las protagonistas cuarentonas de Sexo en Nueva York.

    Patricia tenía razón, naturalmente: A pesar de que casi toda la gente que pudiéramos conocer de nuestras edades fuera divorciada, y en general con hijos, había un vacío cósmico de oferta de ocio para ese inmenso e inexplorado sector.

    No había bares, ni asociaciones, ni clubes para divorciados treintañeros o cuarentones. Ni siquiera se reconocía la necesidad. Es más, la opinión mayoritaria seguramente era que no existía tal sector, o que no justificaba ninguna infraestructura de ocio.

    Como siempre, lo mejor que hacía nuestra socialdemocracia occidental era denigrar las aspiraciones legítimas de un grupo demográfico importante, del cual se ignoraba virtualmente hasta la existencia, en pro de las astracanadas que proferían un montón de minorías coloristas, formadas por primates tan sobrados de recursos como faltos de imaginación y dignidad.

    Tras las dos copas de rigor, que se nos hicieron más cortas de lo esperable ante lo interesante de la charla, nos fuimos sin despedirnos de nadie, y sin desplegar ninguna cortina de humo melodramática para cubrir nuestra retirada. Es la mejor manera de que los demás no vean algo: dejarlo completamente a la vista.

    Ya en la calle, ella propuso directamente que fuéramos a su casa a tomar la siguiente —no la última, lo cual me gustó—, probablemente dudando de la calificación que merecería mi piso en su escala de higiene femenina universal. Yo, por supuesto, no puse ninguna pega, no porque me avergonzase mi casa o porque estuviese deseando cepillármela, sino porque siempre he sido un fiel servidor de mi patrona, la inercia.

    Su casa no quedaba demasiado lejos de mi propio barrio, aunque, a diferencia de la mía, estaba bastante dentro del cinturón protector de la M-40. No recuerdo nada del trayecto en coche, excepto que su coche olía a violetas, y que las vaharadas procedían de un ambientador con forma de juguete zoomorfo asexuado surgido del imaginario del anime japonés, que colgaba del retrovisor como un incensario postmoderno, y cuyo cabeceo amenazaba con marearme si lo miraba fijamente.

    Por un momento temí que me fuese a explicar algún protocolo cinematográfico de madre soltera, como que hubiera cachorros en duermevela en las profundidades del hogar cuyas almas hubiera que proteger a cualquier precio de la visión sicalíptica de dos adultos fornicando, pero no hizo nada, sino entrar con toda naturalidad, arrojando su cazadora sobre la mesa de la entrada como una adolescente, dejando que yo cerrase la puerta. Su hijo, el alumno de Jaime, debía de estar fuera, en grado medio de intoxicación polietílica.

    La casa de Patricia era agradable: tonos albero iluminados de forma indirecta con luz cálida escasa, analógica y de gran consumo, más unos globos blancos de diferentes tamaños sobre el suelo que parecían una versión design de una esfera armilar. Pocos muebles de Ikea, lo cual confirmaba su singularidad.

    Por algún motivo, el olor de su casa me gustó, era agradable y muy aromático, pero de muy baja intensidad. Seguro que si yo hubiera intentado sintonizar mi casa así no lo habría conseguido nunca, dejándola con demasiado olor a ambientador o con demasiado olor a cuartel.

    Nos servimos con toda naturalidad un par de copas, de mucha mejor calidad que las de la fiesta en casa de la anfitriona, y en recipientes con algún armónico de corte étnico. Ni siquiera se produjo el temido silencio preliminar en el sofá, porque hace mucho descubrí el antídoto perfecto para ese tipo de miedo escénico jungiano: un pasotismo digno de un dios de los funcionarios. En general, en la situación en la que nos encontrábamos, no cabían muchos diagramas de Gantt: o ambos nos lanzábamos el uno sobre el otro como si la guerra termonuclear global fuera a empezar en unos minutos, y millones de años de historia debieran desembocar en el polvo del fin del mundo, o permitíamos que se instalase un incómodo silencio alimentado por nuestro propio miedo a ese silencio, en un magnífico ejemplo práctico de trampa china silogística y entrópica (*), o por último, ambos pasábamos de todo, sabiendo que no era para tanto, que en nuestro mundo hay muy pocas cosas realmente importantes, y ninguna de ellas es reconocible como tal, gracias a la educación orwelliana a la que hemos sido sometidos desde el siglo pasado.

    (*)

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1